Literatura

El Cristo de Dostoyevski

«Deseabas que el hombre te amara libremente»

© YIN Renlong – La Civiltà Cattolica / Vasily Perov, Retrato de Fiódor Dostoyevski (1872)

El Cristo de Dostoyevski es el Verbo de Dios encarnado. Basándose en esta verdad, el escritor nunca «separa la fe en Dios de la fe en Cristo. Jamás le pasaría por la cabeza que el Dios que reina en su alma pudiera ser otro que el Dios de Jesús»[1]. En Dostoyevski no es posible separar a Dios de Cristo, como no es posible separar la llama del calor. El Cristo dostoyevskiano es la epifanía de Dios, aquel en quien se manifiesta personalmente la plenitud de la divinidad y la humanidad.

Es evidente que su obra no es ni un tratado dogmático ni un catecismo: es la reflexión del alma cristiana de un artista genial sobre los tormentos de su fe, la locura de su tiempo, las intuiciones de sus profecías. Es inútil, por tanto, buscar en él un sistema doctrinal: ni siquiera era capaz de ello. Como todos los grandes escritores, Dostoyevski intuye – a veces tras largas meditaciones interiores – ciertas verdades de Dios y del hombre, y las expresa de manera errática, planteándolas a través de personajes que a menudo son pensamientos vivos.

En ese sentido, podemos preguntarnos: ¿bajo qué luz especial ve Dostoyevsky a Cristo? La respuesta a esta interrogante – que implica un análisis profundo de sus principales novelas: Los hermanos Karamazov, Los demonios, Crimen y castigo, El Idiota – puede resumirse así: Cristo es el Dios vivo y verdadero, encarnado, crucificado, resucitado, ascendido al cielo. Como él y con él, el hombre también debe morir para luego resucitar a una vida nueva, para derrotar así el sufrimiento y la muerte. El poder del Salvador debe buscarse en el ofrecimiento que Él nos hace de su amor, sin imponerlo. No es el Dios de los rayos, de los milagros o de la espada, sino del silencio humilde, de la comprensión amorosa y de la misericordia infinita. Conoce y tolera la prepotencia del mal: no lo elimina, sino que lo asume. «Mezcla sus “lágrimas silenciosas” a las de los niños torturados, se deja finalmente asesinar y resucita en secreto para darnos la posibilidad de vivir una vida más fuerte que la muerte, de amar con un amor creador, adhiriendo a Él, no por obligación, sino por medio de una libertad liberada»[2]. Es también el arquetipo divino del hombre: el Padre ha moldeado al hombre contemplando a su Hijo.

Cristo, modelo moral

«Mi modelo moral, mi ideal es uno solo, Cristo»[3]. Dostoyevsky estaba convencido de que el hombre encuentra su verdad y cumple su destino solo si se arrima a su prototipo – el Verbo encarnado – y lo expresa en su propia existencia. En la persona de Cristo las antinomias se armonizan, las ambivalencias se deshacen, las fracturas se sueldan; en él, lo finito se encuentra con lo infinito, el tiempo con la eternidad, el hombre con Dios; en él, lo trágico – lo absurdo incluso – de la condición humana, es decir, el sufrimiento, es asumido, pero para ser trasfigurado en don de amor y de redención. Síntesis del cielo y la tierra, convergencia y realización de las aspiraciones humanas, sentido de la vida y de la historia, Cristo es quien permite al hombre llegar a ser plenamente hombre.

No sorprende, por lo tanto, que Dostoyevsky afirme (en el borrador de El Adolescente): «Nunca he podido imaginarme a los hombres sin Él»[4]. Habría sido como imaginar una refracción de luz sin su fuente luminosa, un canto de amor sin su referencia, un grupo de peregrinos sin una meta. A estos peregrinos – siempre sumergidos en los dilemas más cruciales de la existencia – Dostoyevski los escruta, los analiza en sus ideas y sus tormentos, los fija en los momentos en los que se manifiesta con fuerza la ambivalencia de su ser, los define en base a su relación con el elemento religioso que constituye su humus natural.

Su obra es esencialmente bipolar: por una parte el hombre – en tanto individuo o como sociedad – y por otra parte Cristo. El problema de uno implica necesariamente el problema del otro. La existencia o no existencia de Dios (o sea, la verdad de Cristo) determina la vida humana en sus elecciones fundamentales, más aun, en su destino. No hay otra salida: o Dios y Cristo, o la nada y la disolución de la vida. En este dilema reside el sentido último de su obra.

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Cristo no es un modelo moral, sino el único modelo moral. Sin él solo hay oscuridad, el sinsentido y el caos.

«Vamos errantes por la tierra y, si no tuviésemos como guía la preciosa imagen de Cristo, nos extraviaríamos, como ya sucedió al género humano antes del diluvio»[5].

«Toda la ley de la existencia humana consiste en que el hombre es siempre capaz de reverenciar lo infinitamente grande. Si al hombre se le priva de lo infinitamente grande, se negará a seguir viviendo y morirá desesperado. Lo infinito y lo eterno le son tan necesarios como este pequeño planeta en que habita»[6].

La «Leyenda del Gran Inquisidor»

Es sabido que Dostoyevski tenía la intención de escribir un «libro sobre Jesucristo». ¿Qué habría sido? ¿Una novela-poema o una suerte de vida para destacar las ideas principales del mensaje cristiano? No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que en Los hermanos Karamazov Dostoyevski trazó las líneas que consideraba definían mejor la fisonomía del Salvador. Estas son: la defensa de la persona y de su libertad, el amor por la creación en general y por el hombre en particular, la asunción y la transformación del sufrimiento.

Los hermanos Karamazov es la suma del pensamiento dostoyevskiano: una suma grandiosa e inquieta, llena de superposiciones ideológicas y de intuiciones proféticas, testimonio del «túnel de dudas» en el que a veces se encontraba el autor, pero sobre todo afirmación de una fe cristiana que invade la novela como un canto de victoria. La leyenda del Gran Inquisidor – segunda parte, quinto libro, quinto capítulo –, «el clímax de la novela»[7], es una de las creaciones artísticas más grandes de todos los tiempos, «la cima de la obra de Dostoyevski, la coronación de su dialéctica de las ideas […]. Aquí se enfrentan cara a cara y chocan dos principios universales: la libertad y la coerción, la fe en el Sentido de la vida y la desconfianza en Él, el amor divino y la compasión atea por los hombres, Cristo y el anticristo»[8].

La Leyenda es una composición de Iván Karamazov, símbolo de la ideología anarco-pesimista y de la negación occidental, contada a su hermano Aliosha para legitimar su rechazo a la creación, y por tanto, a Dios, a Cristo y a la Iglesia. El trasfondo histórico en el que se desarrolla la historia es un elemento convencional: en realidad, su significado trasciende la contingencia histórica y se afirma como un dato constante del espíritu humano, tensado en el esfuerzo desesperado de reemplazar a Dios apelando al absurdo de la creación, y de fundar un nuevo orden socio-religioso. En la Leyenda se advierte el eco del sufrimiento y de la rebelión que conecta a Job con Camus, Leopardi y Pascal a Kierkegaard y Solzhenitsyn.

La trama

En la Sevilla del siglo XVI, en tiempos de la Inquisición, Cristo vuelve a la tierra, en silencio, pero todos lo reconocen.

«Atraído por una fuerza irresistible, el pueblo se apiña en torno a Él y sigue sus pasos. El Señor se desliza en silencio entre la muchedumbre, con una sonrisa de infinita piedad. Su corazón se abrasa de amor, en sus ojos resplandecen la luz, la sabiduría, la fuerza. Su mirada, radiante de amor, despierta el amor en los corazones. El Señor tiende los brazos hacia la multitud y la bendice. El contacto con su cuerpo, incluso con sus ropas, cura todos los males» (p. 208).

Después de haber dado la vista a un ciego de nacimiento, resucita a una joven pronunciando en voz baja las palabras: Talitha Kumi, entre los gritos y los sollozos de la multitud. En ese preciso instante pasa por la plaza, frente a la catedral, el cardenal Gran Inquisidor. «Es un anciano de casi noventa años, rostro enjuto y ojos hundidos, pero en los que se percibe todavía una chispa de luz». Lo ha visto todo y su rostro se ha ensombrecido. Alza el dedo y ordena a los guardias apoderarse de él. La multitud, atemorizada, «como un solo hombre, se inclina hasta tocar el suelo» en medio del silencio de tumba que se ha formado de golpe.

Durante la” noche, el Inquisidor visita al prisionero y le dirige el discurso que encierra el sentido de la Leyenda:

«“¿Eres Tú, eres verdaderamente Tú?” No recibe respuesta. Añade inmediatamente: “No digas nada; cállate. Por otra parte, ¿qué podrías decir? Demasiado lo sé. No tienes derecho a añadir ni una sola palabra a lo que ya dijiste en otro tiempo. ¿Por qué has venido a trastornarnos? Porque tu llegada es para nosotros un trastorno, bien lo sabes. ¿Qué ocurrirá mañana? Ignoro quién eres. ¿Eres Tú o solamente su imagen? No quiero saberlo. Mañana te condenaré y morirás en la hoguera como el peor de los herejes. Y los mismos que hoy te han besado los pies, mañana, a la menor indicación mía, se aprestarán a alimentar la pira encendida para ti. ¿Lo sabes?… Tal vez lo sepas”. Y el anciano queda pensativo, con la mirada fija en el preso» (p. 209)

Durante la acusación del anciano, Cristo permanece en silencio: un silencio cubierto de piedad y amor. ¿De qué se lo acusa? Principalmente, de haber intentado darle al hombre la libertad y la responsabilidad de sus acciones, de rechazar la teocracia y de exigir una vida según el Evangelio. Pero, ¿no sabe Cristo que la masa humana es incapaz de cargar con este fardo? ¿Por qué tuvo tanta confianza en el hombre? ¿Por qué exigió a la multitud lo que solo unos pocos son capaces de realizar? ¿Quién lo autorizó a tener tanta estima y a formular tan nobles proyectos para esta masa de miserables?

La culpa de Cristo no tiene perdón, porque rechaza «el único camino por el que se podía hacer felices a los hombres». ¿Qué camino? El señalado en el desierto por el «gran espíritu, inteligencia eterna y absoluta», conocedor de «todas las tradicionales e irresolubles contradicciones de la naturaleza humana en el mundo entero». A las propuestas del diablo prefirió las suyas. Y así arruinó al hombre.

Cristo rechaza las propuestas del «espíritu terrible»

A continuación, el Inquisidor analiza las tres tentaciones. El «espíritu terrible» le había sugerido a Cristo convertir las piedras en panes, para saciar a la multitud: habrían corrido tras él «como un rebaño dócil y agradecido, pero, al mismo tiempo, temeroso de que retires la mano y se acaben los panes». Cristo no quiso privar al hombre de la libertad, y rechazó la oferta, porque «¿qué libertad puede haber si se compra la obediencia con el pan?». Pero los hombres – añade el Inquisidor – «en su simplicidad y en su desorden innato, ni siquiera son capaces de concebir la libertad»; más aun, «tienen miedo y terror, porque nada ha sido más intolerable para el hombre y la sociedad humana que la libertad». ¿La libertad o el pan? Cristo optó por la libertad. Fue un error fatal.

«No existe ninguna ciencia que les dé pan mientras permanezcan libres; por eso acabarán por poner su libertad a nuestros pies diciendo: “Hacednos vuestros esclavos, pero dadnos de comer”. Habrán comprendido al fin que la libertad no se puede conciliar con el pan de la tierra, porque jamás sabrán repartírselo. Y, al mismo tiempo, se convencerán de su impotencia para vivir libremente, por su debilidad, su nulidad, su depravación y su propensión a la rebeldía. Tú les prometías el pan del cielo. Y vuelvo a preguntar si este pan se puede comparar con el de la tierra a los ojos de la débil raza humana, eternamente ingrata y depravada» (p. 212).

Al rechazar dar a las masas el pan terrenal, Cristo cometió un segundo error: privó a los hombres de una realidad ante la cual pudieran inclinarse. Para el hombre libre, encontrar algo o alguien ante quien inclinarse, «todos juntos», es el «cuidado más continuo y acuciante».

«Tú no ignorabas, no podías ignorar, este rasgo fundamental de la naturaleza humana. Sin embargo, rechazaste la única bandera infalible que se te ofrecía, la que habría movido a todos los hombres a inclinarse ante ti sin rechistar: la bandera del pan de la tierra. La rechazaste por el pan del cielo y por la libertad del hombre. Ya ves el resultado de haber defendido esta libertad. Te lo repito: no hay para el hombre deseo más acuciante que el de encontrar a un ser en quien delegar el don de la libertad que, por desgracia, se adquiere con el nacimiento. Mas para disponer de la libertad de los hombres hay que darles la tranquilidad de conciencia. El pan te aseguraba el éxito: el hombre se inclina ante quien se lo da (de esto no cabe duda)» (pp. 212-213).

La acusación del Gran Inquisidor prosigue. Cristo habría podido apoderarse de la conciencia del hombre ofreciéndole proyectos de vida – no importa cuales – y evitándole así el esfuerzo de la búsqueda y de la elección. ¿Qué sucedió? En lugar de adueñarse de su libertad, Cristo la extendió, al conferirle el libre albedrío, la conciencia del bien y del mal. Ideal noble, por supuesto, pero al mismo tiempo tormentoso y superior a las fuerzas de los hombres.

«Deseabas que se te amara libremente, que los hombres te siguieran por su propia voluntad, fascinados. En vez de someterse a las duras leyes de la antigüedad, el hombre tendría desde entonces que discernir libremente el bien y el mal, no teniendo más guía que la de tu imagen, y no previste que al fin rechazaría, e incluso pondría en duda, tu imagen y tu verdad, abrumado por la tremenda carga de la libertad de escoger» (p. 213).

Otro error de Cristo: rechazó lanzarse del acantilado y bajar de la cruz, rechazó el milagro, prefiriendo una vez más el amor libre al entusiasmo servil del esclavo. «Ignorabas que el hombre no puede admitir a Dios sin el milagro, pues es sobre todo el milagro lo que busca».

El último error del que el anciano acusa a Cristo es el rechazo de la tercera propuesta del diablo: no querer recurrir al poder, ni aceptar el reino de este mundo; ha rehusado la espada y el cetro, confiando siempre en el poder de la libertad de elección y del amor.

Al rechazar la triple tentación, Cristo se ha arruinado a sí mismo y al hombre. Por eso, afirma el Inquisidor, «Hemos corregido tu obra, fundándola en el milagro, el misterio y la autoridad. Y los hombres se alegran de verse otra vez conducidos como un rebaño y libres del don abrumador que los atormentaba» (p. 215).

Ahora que los hombres – transformados en masa, espiritualmente anestesiados, alienados de las exigencias más profundas –, ahora que estos hombres autómatas viven contentos, ¿por qué viene Cristo a molestar? ¿Ha olvidado que la nueva humanidad, bajo la guía del Gran Inquisidor y de sus fieles, ya no está con él sino con satanás? ¿Ha olvidado que ya no tiene derecho a interferir en la historia humana, pues dejó toda la autoridad en las manos de Pedro? «Si hay alguien que merece la hoguera más que cualquiera, eres Tú. Mañana ordenaré que te quemen. Dixi».

Cristo y el anticristo

Interpretar la Leyenda solo como una acusación a la Iglesia de Roma[9] sería superficial. Este elemento está presente – e incluso como un grito[10] – pero no es lo principal, ni agota el sentido de la Leyenda[11]. Una interpretación exacta no debe olvidar que se trata de una invención de Iván, que se plantea como respuesta a una afirmación de Aliosha. A la filosofía anarco-pesimista del hermano, este había opuesto la figura del Salvador, el único capaz de perdonar a todos, «porque Él mismo derramó su sangre inocente por todos y por todo». Cristo, pues, como justificación y reivindicación del sufrimiento, como sacralidad de la tierra y fin de la historia.

Iván rechaza esta presentación de Cristo: el sufrimiento de los inocentes es un escándalo y un absurdo. Toda la existencia es insensata y maldita. Iván no la acepta. Cristo no la rescata porque el escándalo continúa. Cristo se ha equivocado, no entendió al hombre, propuso un evangelio estéril, inhumano, utópico. No se puede evitar repetirle las palabras del Gran Inquisidor: «Lárgate, y no vuelvas más… ¡nunca más, nunca más!».

A la figura de Cristo, Iván contrapone el Inquisidor, con quien se identifica «pues se niega a reconocer este mundo y quiere arrancarlo de las manos de Dios para darle un orden diferente y mejor»[12]. La escena del mundo está, pues, dominada por dos antagonistas: Cristo y el anticristo. Dos fuerzas contrapuestas, dos ideologías antitéticas, dos pasiones que chocan. Es la eterna lucha que protagoniza el corazón del hombre, que se debate entre el bien y el mal, la libertad y la coerción, el pan celestial y el pan terrenal, el culto a Dios y el culto a los ídolos, la dignidad de la persona y la sugestión de la masa, el sufrimiento redentor y el bienestar mediocre, la fe en el Dios vivo y la magia.

En la concepción dostoyevskiana, el episodio evangélico de las tentaciones de Cristo[13] es una metáfora de la historia humana, social e individual. ¿Con Dios o contra Dios? La propuesta está encarnada: por Cristo y por el Inquisidor (el anticristo). Sus voces resuenan – a menudo de forma trágica – en toda existencia humana auténtica, debido a las contradicciones en las que nos debatimos, a la vastedad del corazón, a las profundas exigencias de la naturaleza humana, creada por Dios pero corrompida por el pecado.

Las propuestas de Cristo

¿Cuáles son las propuestas de Cristo? Principalmente tres. En primer lugar, la libertad, porque sin ella no hay personalidad, la imagen de Dios queda destruida y la dignidad pisoteada. La libertad es lo que constituye al hombre, es su verdad y grandeza. Pero esta libertad – he aquí la segunda propuesta – debe ser alimentada por el amor, pues ella «se vuelve fecunda y actúa positivamente en todo su potencial solo cuando el amor enciende al hombre, un amor inmediato a Dios como absoluto principio de solidez, la belleza que “encanta y fascina al hombre”»[14].

Esa libertad implica – tercera propuesta – trabajo, sufrimiento, riesgo. Una libertad que simplemente se da y no se conquista, no es digna del hombre, no es fecunda, no es redentora. Es necesario que nuestro himno a la libertad atraviese la barrera de fuego para adquirir la belleza y alcanzar las esferas más altas. El sufrimiento, por tanto, tiene un inmenso sentido positivo: nos permite existir y alienta el desarrollo de todo nuestro potencial. Al igual que la libertad, este sufrimiento – esta lucha, este trabajo – se vuelve creativo cuando está animado por el amor libre a Dios, que fortalece nuestra debilidad y nos ofrece la superación de los límites.

Las propuestas de Cristo – la libertad que se alimenta de amor y de lucha – presuponen el mundo del espíritu, la realidad de Dios, principio y fin de toda existencia humana, el misterio de la redención. Suponen, por tanto, la fe que ve más allá, que ve no obstante. ¿Qué es lo que ve? Que el mal no puede tener la última palabra porque en medio de nosotros está Cristo, el Salvador («el hombre […] ha sido salvado por Cristo, es decir, por la intervención directa de Dios en la vida»)[15], que asumió nuestros sufrimientos humanos y los redimió. «Cristo no cesa de bajar a la muerte y al infierno, a nuestro más oscuro infierno interior, para ofrecernos su vida misma […]. No baja de la cruz y resucita en silencio. Solo el amor libre puede reconocerlo. Y es precisamente este amor, un amor creador, el que espera del hombre y que su presencia discreta atrae hacia él […]. Cristo tiene “sed de amor libre, y no de los serviles arrebatos de un esclavo aterrorizado”. Revela al hombre su vocación de “hijo del sacrificio y de la libertad”»[16].

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La redención obrada por Cristo no elimina el sufrimiento, sino que lo rescata; no pone al hombre frente a Dios como un súbdito que espera recibir órdenes, sino que lo transforma en su amigo, para que las dos libertades de amor recíproco – la de Dios y la del hombre – converjan en un acuerdo «sintético», como dice Dostoyevsky, en un acuerdo divino-humano.

«Con este fin fueron escritas todas las novelas de Dostoyevsky. Y este es su mensaje capital, cuya importancia resuena en todo el mundo. Solo Dios puede amar verdaderamente y por eso se hizo hombre. Pero el hecho de ser amado por Dios eleva al hombre al nivel de este amor: “Dios solo habla con los dioses”. Es necesario superar lo humano para responder al amor de Dios. “El hombre ha recibido la orden de convertirse en Dios”, dice San Basilio, y “Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios”, dice San Atanasio»[17].

Para comprender el silencio de Cristo durante la diatriba del Inquisidor, es necesario situarse en esta perspectiva. ¿Qué podría responder a un hombre totalmente ligado a la tierra, él, que también vive en la tierra, pero la trasciende y transfigura? Su silencio es el rechazo a discutir en un plano exclusivamente racional, terrenal, hedonista; es decir, ateo. Es también sumergirse en su eterna pasión, pues ha escogido, por amor al hombre, ser llevado a la muerte y consumar su redención en el madero de la cruz.

¿Qué puede replicar al Inquisidor que espera su respuesta?

«Este guarda silencio, un silencio que pesa en el inquisidor. El Cautivo le ha escuchado con el evidente propósito de no responderle, sin aparatar de él sus ojos penetrantes y tranquilos. El viejo habría preferido que Él dijera algo, aunque sólo fueran algunas palabras amargas y terribles. De pronto, el Preso se acerca en silencio al nonagenario y le da un beso en los labios exangües. Ésta es su respuesta» (p. 220).

Para el discurso de los hombres sin Dios no hay otra respuesta que la compasión, más aun, el amor silencioso y crucificado. Es decir, una respuesta de otra naturaleza[18].

Una respuesta de otra naturaleza

Las propuestas de Cristo se materializan – como sucede a menudo en Dostoyevski – y se convierten en personajes, testimonios vivos, demostraciones irrefutables. El starets Zósimo es la encarnación de la libertad cristiana. Es, al mismo tiempo, la respuesta del escritor a las acusaciones de Iván: ¿cómo es posible aceptar un mundo en el que los niños sufren, y hablar de «armonía» cuando esta «conlleva el infierno»?

Después de la lectura del libro quinto de Los hermanos Karamazov (el cuarto capítulo, “La rebelión”, refiere las acusaciones de Iván), K. P. Pobedonscev escribía a Dostoyevski planteándole un «problema fundamental»: falta la respuesta a las posiciones ateas.

«Esa es ahora – respondía el escritor – mi preocupación, mi inquietud. Porque considero como respuesta a todo este lado negativo el libro sexto, Un religioso ruso, que será publicado el 31 de agosto. Esto me tiene agitado: ¿será una respuesta suficiente? Sobre todo teniendo en cuenta que la respuesta no es directa, no se dirige a las situaciones representadas antes (el Gran Inquisidor e incluso antes) específicamente, sino que es indirecta, lateral. Se representa aquí algo que se opone directamente a la concepción antes expresada, pero no es representado punto por punto sino, por decirlo de alguna forma, en un marco artístico»[19].

En realidad, Un religioso ruso, es aparentemente el relato de la vida y de las enseñanzas del starets Zósimo, y no contiene una refutación de las acusaciones de Iván con argumentos racionales. Al rechazo y a la negación, Dostoyevski no opone una dialéctica, sino un «cuadro artístico», una imagen viva de Cristo. En ese sentido, «la respuesta no es directa, sino indirecta, como por refracción: “Tu luz resplandece en los rostros de tus santos”, canta la Iglesia»[20].

Gracias a la luz que irradia esta imagen, es posible descubrir una realidad en la que las antinomias son eliminadas y las zonas de sombras iluminadas por una luz misteriosa pero fuerte. Así como una imagen confiere a una habitación una dimensión nueva y refleja la invisibilidad de Dios, así el santo revela una nueva forma de ser y da testimonio de la realidad de Dios y de la novedad de la vida en Cristo. «Dostoyevski dibuja un rostro de santo y luego lo cuelga de la pared del fondo, como un ícono. Pero es a través de esta luz que se entiende el sentido de los acontecimientos que se desarrollan en la escena»[21].

El starets Zósimo, imagen de Cristo

En el umbral de la eternidad, el starets Zósimo hace el balance de su vida. Desde la altura espiritual que ha alcanzado, no le resulta difícil reconocer las luces que lo ayudaron a vencer la oscuridad y transformar la existencia en una aventura de dichosa liberación. En efecto, revisando su pasado, con toda su pesadez e inmundicia, advierte que Cristo estuvo a su lado y lo salvó, devolviéndole la verdadera humanidad, sobre la que se desarrolló el hombre nuevo e interior, animado por el Espíritu Santo.

¿Cuáles son estas luces? Señalemos las principales.

«La vida es un paraíso. Lo que pasa es que no queremos verlo. Si quisiéramos verlo, la tierra entera sería un paraíso para todos» (p. 239); «Todos llevamos un paraíso en el fondo de nuestro ser. En este momento yo llevo el mío dentro de mí y, si quisiera, mañana mismo podría convertirlo en realidad para toda mi vida» (p. 253).

Quiere decir que, si abrimos el alma a Dios, si nos fundimos y sintonizamos con él, se produce en nosotros una transformación interior que es paz, gozo, transfiguración, libertad. «Paraíso» significa «un estado en el que el mundo y Dios no son dos realidades separadas. El mundo “es” solo cuando existe en Dios, y el deseo divino de amor se realiza en la medida que Dios puede abrirse paso en la criatura que se ha entregado a él. “Paraíso” es la unidad celestial»[22].

Para alcanzar esta meta es necesario hacerse libres, es decir, vaciar nuestro espíritu de egoísmo, de orgullo, de sensualidad. Siendo un joven oficial, el starets había sido esclavo de las pasiones; solo cuando tuvo el coraje de sacudirse su carga pudo recobrar su libertad y con ella la alegría de la vida.

La libertad – bienaventuranza del evangelio de los pobres de espíritu – es el humus sobre el que se alza la fraternidad que triunfa contra el aislamiento, la seguridad individual y social, inicio de tiempos nuevos, bajo las enseñanzas del Hijo del Hombre. Para que la idea de fraternidad sea fértil debe desarrollarse sobre la verdad de que el hombre fue hecho a imagen de Dios. Por tanto, tiene una dignidad sagrada, no es esclavo de nadie, merece el respeto, más aun, el amor de todos.

La fuerza para «someter al mundo entero» es el amor humilde que toma vida de Dios e inspiración de Cristo. Es «una fuerza formidable, la más grande de todas […]. Es un maestro, pero es necesario saber adquirirlo, porque se adquiere con dificultad, se paga a un alto precio, con un trabajo constante por largo tiempo, no por solo un instante, accidentalmente, sino hasta el final». Al abrazar además la naturaleza inanimada, los animales y la creación, este amor se convierte en transfiguración y en consagración del cosmos, conduce al hombre a un éxtasis que lo lleva a pedir perdón a los pájaros, postrarse en tierra para besarla y amarla. «Baña la tierra con tus lágrimas de felicidad y ama tus lágrimas».

Tal éxtasis supone también otra verdad fundamental: «Todos los hombres son culpables de todo y por todos, además de sus propios pecados». Hay solo una forma de salvarse: «Hacerse responsables de todos los pecados humanos». En esta perspectiva, el dolor es aceptado y amado, y se deja de ver pecado y dolor o pecado y dolor, para ver el pecado y el dolor de todos, para que todos estemos vinculados por una misteriosa ley de corresponsabilidad y corredención. Es la enseñanza de Cristo, Cordero inocente que asumió los pecados de todos para que todos pudieran participar de su gloria.

«No es en absoluto el perdón de Dios la expresión de su omnipotencia, sino el poder del Inocente que asume el puesto del culpable. Dios no ama para salvar, sino que salva porque ama. En esto reside el misterio de la caridad. El sufrimiento de los inocentes participa del sufrimiento del único Inocente y, según San Pablo, añade algo a su plenitud. “Todo lo demás debe ser venerado con el silencio”, dicen los Padres, y se detienen temblorosos en el umbral de la pasión del impasible…»[23].

A la luz de esta imagen de Cristo, que es el starets Zósimo, la rebelión y los argumentos de Iván pierden consistencia. Cristo resulta ser realmente el restaurador del hombre y de la historia. Si se lo rechaza, nos condenamos a perdernos, a lo arbitrario, al asesinato. Como sucedió con Iván y con todos los que rechazan a Dios y a Cristo.

  1. H. De Lubac, Il dramma dell’umanesimo ateo, Brescia, Morcelliana, 1949, 307.
  2. O. Clément, Il volto interiore, Milano, Jaca Book, 1978, 204.
  3. Dostoevskij inedito. Quaderni e taccuini. 1860-1881, edición de Lucio dal Santo, Firenze, Vallecchi, 1980, 409.
  4. Citado a través de C. Pfleger, In lotta per Cristo, Brescia, Morcelliana, 1935, 224.
  5. Son palabras del starets Zósimo, en F. Dostoyevski, Los hermanos Karamazov, Biblioteca virtual universal, Buenos Aires, 2006, p. 268. Las citas de las páginas de este texto hacen referencia a esta edición.
  6. F. Dostoyevski, Los demonios, Libertador, Buenos Aires, 2011, 470.
  7. «Este Quinto Libro es para mí el clímax de la novela y debe ser terminado con especial precisión». Así escribía Dostoyevski a Nikolaj Ljubimov, el 10 de mayo de 1879 (cfr F. Dostoevskij, Epistolario, E. Lo Gatto (ed), vol. II, Napoli, Ed. Scientifiche Italiane, 1950, 519).
  8. N. Berdjaev, La concezione di Dostoevskij, Roma, Einaudi, 1945, 70.
  9. Cfr B. Schultze, Pensatori russi di fronte a Cristo, vol. II-III, Firenze, Maz­za, 1949, 113 ss.
  10. Es indudable que Dostoyevski albergaba sentimientos de aversión y amargura hacia la Iglesia de Roma debido a su convicción de que el «catolicismo romano» había «vendido a Cristo por el poder temporal». Esta convicción es un motivo recurrente tanto en el Diario del Escritor como en el Epistolario. De acuerdo con el escritor, la traición al verdadero cristianismo es obra de la Iglesia romana, ávida de poder, en especial de la Jerarquía y de su peor expresión: el jesuitismo. Partiendo de la idea de que el catolicismo deriva del Imperio Romano, también profetiza su fin (“El Papa se muere. Morirá pronto. Todo el catolicismo que acepta a Cristo en la figura de la idea romana está en una terrible confusión desde hace tiempo. Se acerca el momento fatal»: F. Dostoyevsky, Diario de un escritor, Florencia, Sansoni, 1963, 946). No podía ser de otra manera, dado que la idea del papado «salió de la cabeza del diablo en el momento de la tentación de Cristo en el desierto» (ibid, 947-948). Además, «en Occidente ya no habrá cristianismo ni Iglesia, aunque todavía hay muchos cristianos, y nunca desaparecerán. El catolicismo, en verdad, ya no es cristianismo y se está transformando a pasos agigantados en ateísmo y en una doctrina moral incierta, actual y cambiante (y no eterna)» (ibid, 1285).Acerca de estas acusaciones, Romano Guardini afirmó: «en cuanto a la Iglesia Católica, ni siquiera un enemigo aceptaría reconocerla en la caricatura sacrílega del Gran Inquisidor» (R. Guardini, Il mondo religioso di Dostoevskij, Brescia, Morcelliana, 1951-1968, 127). No hay que olvidar las palabras de Aliosha, cuando Iván acaba la Leyenda: «[Esa es] Roma, y no toda ella, sino los peores elementos del catolicismo, los inquisidores, los jesuitas» (p. 218). Por lo tanto, la acusación no se puede generalizar.
  11. Para Romano Guardini «el significado de la leyenda está en otra parte y se revela solo cuando se considera le economía completa de la novela (R. Guardini, op. cit., 126). De igual forma para Semen Frank: «es de una extrema superficialidad la interpretación única que ve solo una crítica a la Iglesia Católica. Es cierto, lo sabemos. La actitud de Dostoyevski hacia el catolicismo era parcial y polémico, y eso se refleja en la forma exterior de la Leyenda. Pero esa polémica no solo no agota el sentido de la Leyenda, no es capaz siquiera de alcanzar el núcleo. Es evidente que la Leyenda trata un tema espiritual mucho más general» (S. Frank, La leggenda del Grande Inquisitore, en Russia Cristiana, nov.- dic. 1976, 16-17).
  12. R. Guardini, op. cit., 134. Debe reconocerse a Guardini el mérito de haber destacado la importancia de enmarcar la Leyenda en el contexto de la novela, y de haber sugerido una interpretación aguda y persuasiva, aunque en ciertos puntos algo forzada.
  13. Mt 4, 1-11.
  14. S. Frank, La leggenda del Grande Inquisitore, cit., 22.
  15. I demoni. Taccuini per «I Demoni», cit., 1015.
  16. O. Clément, In casa Karamazov. Dopo il buio, la certezza, en Il Sabato, 18 -24 de abril de 1981.
  17. P. Evdokimov, Gogol e Dostoevskij, Roma, Ed. Paoline, 1978, 212.
  18. ¿Es aceptable la figura de Cristo tal como la presenta Iván en la Leyenda? Bajo muchos aspectos sí. Cristo es realmente profeta y defensor de la libertad, de la dignidad de la persona, del amor como elemento que alienta el actuar humano; es también el testimonio de la realidad fuera del mundo, del reino espiritual de Dios, del rechazo de nuestra arrogancia mental que pretende conocer, definir, resolver. En realidad, Dios está sobre la pura razón. Romano Guardini, sin embargo, sostiene que el Cristo del Gran Inquisidor legitima la rebelión de Iván porque plantea una concepción inaceptable del hombre y de la historia. Es un Cristo falseado e inaceptable. Está «construido» por Iván para justificar su rebelión y su rechazo de Dios y de la creación. «Es un Cristo desprendido. Un Cristo que solo existe para sí. No viene del mundo del Padre y no se dirige al mundo del Padre. No ama el mundo tal como está hecho y no lo conduce realmente “a casa”. No es el enviado y no es el redentor. No es el mediador entre el verdadero Padre celestial y el verdadero hombre. No se ve realmente cuál es su verdadero lugar. Nos sacude, pero nos deja en la incertidumbre sobre de dónde viene y adónde va. La agitación que nos provoca nos deja perplejos y nos quita finalmente toda esperanza» (R. Guardini, op. cit., 131). La interpretación de Guardini es esencialmente acertada; pero se detiene solo en los aspectos negativos, acentuando los claroscuros. Como sea, no debe olvidarse que la Leyenda es la invención de un incrédulo que, en efecto, capta algunas luces – fundamentales y fascinantes – del Señor, pero no puede verlo en su plenitud.
  19. Epistolario, vol. II, cit., 539.
  20. P. Evdokimov, op. cit., 299.
  21. Ibid, 233.
  22. R. Guardini, op. cit., 77.
  23. P. Evdokimov, op. cit., 232.
Ferdinando Castelli
Ex profesor de literatura y cristianismo en el Instituto de Ciencias Religiosas de la Pontificia Universidad Gregoriana, Ferdinando Castelli, jesuita, fue editor de "La Civiltà Cattolica" en el ámbito literario. Entre sus publicaciones se encuentran: Letteratura dell'inquietudine (1963), Sei profeti per il nostro tempo (1972), Volti della contestazione. Strindberg, Péguy, Papini, Camus, Mishima, Kerouac, Böll (1978) y In nome dell’uomo (1980).

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