Personajes

Mi solitaria Navidad

Dietrich Bonhoeffer

«Ante todo, no os vayáis a imaginar que me deje abatir por estas navidades que pasaré en solitario», escribía Dietrich Bonhoeffer a sus padres, el 17 de diciembre de 1943 desde la cárcel berlinesa de Tegel, donde había sido encerrado bajo la acusación de conspiración contra el régimen nazi. Fue aislado en una celda sucia sin que nadie le dirigiera la palabra. La carta continúa: «Desde el punto de vista cristiano, unas navidades pasadas en la celda de una prisión no plantean ningún problema especial. En esta casa habrá posiblemente muchos que celebren unas navidades más auténticas y llenas de sentido que allí donde sólo se conserva el nombre de esta fiesta. El que la miseria, el sufrimiento, la pobreza, la soledad, el desamparo y la culpa tienen un significado muy diferente ante los ojos de Dios que en el juicio de los hombres; el que Dios se vuelve precisamente hacia el lugar de donde acostumbra a apartarse el hombre; el que Cristo nació en un establo, porque no hubo sitio para él en la hospedería, esto lo comprende un preso mucho mejor que cualquier otra persona, y para él significa una auténtica buena nueva» (D. Benhoeffer, Resistencia y sumisión, Salamanca, Ed. Sígueme, 2001, 122).

Permanece 18 meses en la cárcel de Tegel. En octubre de 1944 lo trasladan a la cárcel de la Gestapo en Prinz-Albrecht-Strasse, para luego internarlo, el 7 de febrero de 1945, en el campo de concentración de Buchenwald. Fue colgado el 9 de abril en el campo de exterminio de Flossenburg, luego de haber sido declarado culpable de conspirar contra el Führer. Tenía 39 años. Presintiendo que se acerba la muerte, había dicho: «Es el fin – para mí, el inicio de la vida».

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En la carta citada anteriormente, afirma que quería recordar la Navidad en prisión «con cierto orgullo». Se refería sobre todo al orgullo de saber que seguía a Cristo, nacido «en un establo porque no hubo sitio para él en la hospedería». Ni siquiera para D. Bonhoeffer, pastor luterano, enemigo declarado del régimen nazi, había lugar en la sociedad dominante. Rechazado como Cristo, y como Cristo declarado culpable. Para quien había elegido a Cristo como señor, centro e ideal de su vida, ser «tratado como un criminal peligroso», ser encarcelado y reducido al silencio, confirmaba su fe cristiana. Esta condición – la asimilación a Cristo –, profundizada y desarrollada en sus elementos esenciales, constituye el alma de su concepción religiosa: «El hombre acogido por Dios, juzgado, suscitado a nueva vida, ese es Jesucristo, y esa es en él la humanidad entera, ese somos nosotros. Es la figura de Jesucristo la que únicamente se encuentra victoriosa con el mundo. De esta figura parte toda configuración de un mundo reconciliado con Dios» (D. Bonhoeffer, Ética, Madrid, Trotta, 2000, 76).

En el nacimiento de Jesucristo, Dios se rebaja y se revela: «Cristo en el pesebre […]. Dios no se avergüenza de la bajeza del hombre, entra en él […]. Dios está cerca de la bajeza, ama lo que está perdido, lo que nadie considera, lo insignificante, lo marginado, débil y abatido; ahí donde los hombres dicen “perdido”, Él dice “salvado”; donde los hombres dicen “no”, dice “sí”. Donde los hombres desvían con indiferencia o menosprecio la mirada, Él posa la suya llena de un amor ardiente incomparable. Donde los hombres dicen “despreciable”, Dios exclama “bendito”. Ahí donde hemos terminado en una situación de la que solo podemos avergonzarnos ante nosotros mismos y delante de Dios, donde pensamos que incluso Dios debería avergonzarse de nosotros, donde nos sentimos más lejos que nunca de Dios en nuestra vida, precisamente ahí Dios está más cerca que antes, ahí quiere irrumpir en nuestras vidas, nos quiere hacer sentir su proximidad, para que comprendamos el milagro de su amor, de su cercanía y de su gracia» («Sermón del tercer domingo de Adviento», en D. Bonhoeffer, Riconoscere Dio al centro della vita, Brescia, Queriniana, 2004, 12 s; en adelante RD).

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La Navidad permite comprender este milagro. Bonhoeffer lo entendió de manera tan viva que lo consideró la realidad de su vida. En la celda de Tegel colgó de un clavo la corona de Adviento y en otro la Natividad de Lippi. La meditación sobre María y el Niño del pesebre lo inunda de serenidad; recuerda los Lieder cantados en familia, sobre todo estos versos: El pesebre resplandece luminoso y claro / la noche trae una luz nueva, / las tinieblas no deben entrar, / la fe permanece siempre en la luz. Entonces la «cueva» de prisión se convierte en una ventana abierta hacia el universo de la fe, y la oscuridad es absorbida por la luz de un misterio que no solo debe recordarse, sino celebrarse.

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«El hecho de que Dios elija a María como su instrumento, el hecho de que Dios quiera venir personalmente a este mundo a un pesebre de Belén, no es un idilio familiar, sino el inicio de una conversión total, de un reordenamiento de todas las cosas de la tierra. Si queremos participar en este acontecimiento del Adviento y de la Navidad, no podemos quedarnos simplemente mirando como espectadores de un teatro y disfrutar las lindas imágenes que tenemos delante de nosotros, debemos, antes bien, dejarnos involucrar en la acción que se desarrolla, en esta inversión de todas las cosas, debemos actuar también nosotros en este escenario; aquí el espectador es siempre un actor del drama, y nosotros no podemos sustraernos» (RD, 14).

Llegado a este punto, Bonhoeffer se pregunta acerca del significado de la escena que nos ofrece la Navidad. ¿Qué sucede en Navidad? «El juicio del mundo y la redención del mundo: es esto lo que sucede. Y es el mismo niño Jesús en el pesebre quien lleva a cabo el juicio y la redención del mundo». La consecuencia es perentoria: «No podemos acercarnos al pesebre como nos acercamos a la cuna de otro niño: al que quiere acercarse al pesebre le ocurre algo, porque de ella solo puede alejarse juzgado o redimido, debe derrumbarse o reconocer que la misericordia de Dios está dirigida a él» (RD, 15).

Celebrar la Navidad «de manera pagana», considerarla una «linda y pía leyenda», pensar que el discurso navideño es simplemente «un modo de decir»: todo esto significa desprenderse de la Revelación y de la Redención. Dios se hizo niño «no para divertirse, para jugar», sino para revelarnos que «el trono de Dios en el mundo no está en los tronos humanos, sino en los abismos y en las profundidades humanas, en el pesebre». No quiso que alrededor de su trono se congregaran los grandes de la tierra, sino personajes oscuros y desconocidos «que no se cansan de contemplar este milagro y quieren vivir completamente de la misericordia de Dios». El pesebre y la cruz son las dos realidades que determinan el destino de la humanidad. Ante ellas, el coraje de los grandes de este mundo se disuelve, dando lugar al miedo. En realidad, «ningún violento osa acercarse al pesebre, ni siquiera el rey Herodes lo hizo. Porque ahí tambalean los tronos, caen los violentos, se precipitan los soberbios, pues Dios está con los humildes […]. Delante de María, de los siervos, del pesebre de Cristo, delante del Dios de la humildad, el fuerte cae, no tiene derechos, ni esperanza, ha sido juzgado».

Estas consideraciones motivan un sincero examen de conciencia. «A la luz del pesebre», ¿qué es lo alto y qué es lo bajo en la vida humana? ¿Tenemos el mismo criterio que el Señor cuando emitimos un juicio al respecto? «Cada uno de nosotros vive con personas que decimos que son de clase alta y con personas que denominamos de clase baja. Todos tenemos siempre a alguien que está más abajo que nosotros. ¿Nos ayudará la Navidad a aprender, una vez más, a cambiar radicalmente de idea sobre esto, a cambiar de mentalidad y a saber que nuestra vida, en la medida en que tiene que ser un camino hacia Dios, no nos conduce a lo alto, sino de manera bastante real hacia lo bajo, hacia los pequeños, y a saber que los caminos que solo van hacia arriba terminan siempre de manera espantosa?». La conclusión de Bonhoeffer es tajante: «“No se engañen: ¡de Dios nadie se burla!” (Gal 6,7). Dios no permite que celebremos año tras año la Navidad sin hacerlo en serio. Ciertamente mantiene su palabra, y en Navidad, cuando entre con su gloria y su poder en el pesebre, derribará a los violentos de los tronos, si estos al final no se convierten» (RD, 18).

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En el otro sermón-meditación de Navidad de 1940, Bonhoeffer se detiene en el texto de Isaías (9,5-6): «Un niño nos ha nacido» y en los apelativos que el profeta le prodiga. El tono elevado está atravesado por temblores de emoción por la consciencia de que el hoy del profeta es también el hoy que vivimos nosotros. Incluso en nuestro tiempo, tan agobiado y golpeado por la miseria, nace un niño que lleva a cabo nuestra redención. «En este momento, mi vida depende únicamente del hecho de que el niño ha nacido, de que este hijo nos ha sido dado, de que este descendiente de hombres, este Hijo de Dios me pertenece, del hecho de que lo conozco, lo tengo, lo amo, del hecho de que soy suyo y que él es mío» (RD, 26).

Ante la afirmación de que «sobre los frágiles hombros de este niño recién nacido descansa la soberanía del mundo», el hombre de nuestro tiempo, seguro de sí mismo, tal vez se ría burlonamente; pero los creyentes saben que el Niño de Belén es «Dios en forma humana». Saben, además, que la soberanía que descansa en sus hombros «consiste en cargar pacientemente a los hombres y sus culpas». Este cargar comienza en el pesebre, comienza ahí donde el Verbo eterno de Dios asumió la carne humana y cargó con ella».

¿Qué nombres da el profeta a este Niño? Consejero admirable: «Del consejo eterno de Dios surgió el nacimiento del niño salvador», que con su amor nos conquista y nos salva. «Este Hijo de Dios, desde el momento en que es su consejero admirable, es también una fuente de todos los milagros y de todos los consejos». Dios poderoso: «Aquí es pobre como nosotros, pequeño e inerme como nosotros, un hombre de sangre y carne como nosotros, nuestro hermano. Y, a pesar de esto, es Dios, a pesar de todo, es poderoso. ¿Dónde está la divinidad, dónde está la fuerza de este niño? En el amor divino con el que se vuelve igual a nosotros. Su fuerza es su miseria en el pesebre». Padre para siempre: en este niño se manifiesta el amor eterno del Padre, pues «el Hijo es una sola cosa con el Padre […]. Nacido en el tiempo, lleva consigo la eternidad a la tierra». Príncipe de la paz: «Ahí donde Dios va hacia los hombres y se une a ellos por amor, ahí entre Dios y el hombre, y entre el hombre y el hombre, se realiza la paz. Si temes la ira de Dios, acude al niño en el pesebre y déjate invadir por la paz de Dios. Si estás peleado con tu hermano y lo odias, ven a ver cómo Dios se convirtió por puro amor en nuestro hermano y nos quiere reconciliar entre nosotros. En el mundo reina la violencia, este niño es el príncipe de la paz. Ahí donde él está, reina la paz» (RD, 30).

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Se requería coraje y una fe profunda para escribir estas palabras cuando el ejército hitleriano avanzaba victorioso por las naciones europeas, convencido de que Gott mit Uns, que Dios estaba con la raza aria, que Dios era el Tercer Reich. Mientras muchos intelectuales, científicos y artistas emigraban con el fin de la libertad de la cultura, él – Bonhoeffer – volvía a Alemania desde Estados Unidos para ayudar a su país a recobrar su propia alma, su propia libertad, y sobre todo para recordarle dónde se encuentran las raíces de la paz. Karl Barth, su maestro, había denunciado el carácter irreconciliable del nazismo con el cristianismo y había abandonado Alemania. Bonhoeffer, superando los miedos, había decidido permanecer junto a la «Iglesia confesante» (die bekennende Kirche), de neta oposición al nazismo. Al Tercer Reich oponía el reino de Dios.

«Solo donde no se permite reinar a Jesús, donde la obstinación, el rencor, el odio y la codicia humana se desencadenan sin freno, solo ahí no puede haber paz. Jesús no quiere instaurar su reino de paz con la violencia, más bien da su paz admirable a quienes se someten voluntariamente y lo dejan reinar en sí mismos […]. Un reino de paz y de justicia, deseo insatisfecho de los hombres, ha comenzado con el nacimiento del niño divino. Nosotros estamos llamados a ese reino, y lo encontraremos si recibimos en la Iglesia, en la comunidad de creyentes, la palabra y el sacramento del Señor Jesucristo, si nos sometemos a su soberanía, si reconocemos en el niño del pesebre a nuestro salvador y redentor, y si dejamos que él nos de una nueva vida en el amor» (RD, 32 s). Al Gott mit Uns de los nazis, el pastor luterano opone el «Dios con nosotros, Jesús-Emmanuel» de la Navidad.

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Celebramos esta Navidad de 2021 en un período no ajeno a amenazas y conflictos, bajo cielos de inseguridad y de consternación, aunque sin las tragedias inmensas de la Segunda Guerra Mundial. Algunos pensadores y escritores llevan mucho tiempo entonando el De profundis por la humanidad. Benhoeffer vivió en tiempos más oscuros que el nuestro. En lugar del De profundis, invitó a los hombres de su tiempo a contemplar el pesebre de Belén para poder entonar el himno de la esperanza, a pesar de las sombras que se cernían en su tiempo. Dos de sus pensamientos sobresalen: «La figura del reconciliador, del hombre Dios Jesucristo, se sitúa entre Dios y el mundo, irrumpe en el centro de todo acontecer. En ella se revela el misterio del mundo, al igual que en ella se manifiesta el misterio de Dios. Ningún abismo de maldad puede permanecer oculto a aquel por el que el mundo es reconciliado con Dios. Pero el abismo del amor de Dios abarca incluso la más profunda impiedad del mundo». «Por amor al hombre Dios se convierte en hombre. No busca para sí el hombre más perfecto para unirse a él, sino que toma la naturaleza humana tal como es. Jesucristo no es la transfiguración de una elevada humanidad, sino el sí de Dios al hombre real, no es desapasionado sí del juez, sino el misericordioso sí del que sufre con nosotros. En este sí está encerrada toda la vida y toda la esperanza del mundo» (Ética, cit., 69-70).

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