ECOLOGÍA

El problema del agua

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A pesar de sus poderes soberanos, los Estados tendrán grandes dificultades para cumplir las promesas de la primera Cumbre de la Tierra, celebrada en Río de Janeiro en 1992. Se trataba de asociar, en nombre del desarrollo sostenible, la economía con la ecología. Se buscó entonces la piedra filosofal: crecimiento económico sin crecimiento del consumo de energía fósil ni aumento del consumo de recursos no renovables.

En el contexto de los recursos naturales – por no hablar de los problemas del calentamiento global -, esta dificultad para aunar las necesidades económicas, sociales, de gobernanza y ecológicas queda ilustrada por un problema fundamental en la actualidad: la gestión – pública o privada – del agua. En diciembre de 2021, la revista Promotio Iustitiae (órgano de la Compañía de Jesús para la Justicia Social) advertía a sus lectores con el título: «El grito del agua y el grito de los pobres». Más bien habría que decir: el grito del agua «es» el grito de los pobres, los excluidos y los marginados.

Tres cuartas partes de nuestro planeta están cubiertas por agua. El 97,2% corresponde al agua salada de los mares, a la que se añade el agua salada de algunos acuíferos subterráneos. El agua dulce (2,8% del total) se encuentra esencialmente en el hielo de los polos norte y sur (2,1% del agua total del globo). Esto deja como agua utilizable en tierra sólo un 0,7% del total, estimado entre 900.000 y 1.800.000 kilómetros cúbicos, y con ella se debe abastecer a todos los habitantes de la Tierra, sus cultivos agrícolas (70% del agua dulce consumida), la industria (20%) y los usos domésticos (10%).

Por desgracia, el agua utilizable está muy mal distribuida. Además, la recarga anual de los acuíferos está limitada a 12.000 kilómetros cúbicos cada año, con una demanda que crece al 1% anual[1]. Lo que provocará, dependiendo de la región y de los escenarios climáticos, un descenso del nivel de las aguas subterráneas para el año 2100 de entre 50 centímetros y 10 metros. La tendencia general no es buena, debido al crecimiento de la urbanización, la industrialización, los patrones de consumo de alimentos que determinan los cultivos y sus necesidades de agua, por no hablar de las sequías crónicas en algunas regiones. China, Brasil, Canadá, Marruecos, Túnez, varias regiones francesas e incluso Portugal están gravemente afectados. Las represas hidroeléctricas llevan varios meses paralizadas en Portugal. Tanto en Australia como en Chile, y en la propia California, la sequía ha provocado el abandono de empresas agrícolas debido al vaciamiento de las capas acuíferas.

Por eso, en contra de la teoría de que hay suficiente agua potable para el planeta, en realidad más de mil millones de personas carecen ya de acceso a ella. Al problema del suministro de agua se suma el de la calidad del agua disponible. Aquí se entremezclan cuestiones de clima, geología, almacenamiento, distancia y tiempo de acceso al agua: problemas que no deben hacernos olvidar el drama de la erosión del suelo, la degradación ambiental y la contaminación. En las regiones de agricultura intensiva, existe el problema de los fertilizantes – sobre todo los nitrogenados – que pueden hacer que el agua no sea potable[2]. Además, los nitratos favorecen la proliferación de algas verdes en la costa y tampoco perdonan a la atmósfera, ya que el óxido nitroso es un gas de efecto invernadero muy potente. Por no hablar del amoníaco, que favorece la producción de micropartículas.

Los efectos de la deforestación

Por ello, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, en su reunión anual de noviembre de 2021 en Glasgow (COP26), volvió a abordar el problema de la deforestación (ya incluido en la agenda de 2020). Cien países se comprometieron a detener la deforestación, que desempeña un papel fundamental en el ciclo del agua. Este compromiso afecta a casi el 85% de la superficie forestal mundial. No hablamos de la explotación de los bosques – cuyos árboles vuelven a crecer tras una tala razonada – sino de la esterilización de las zonas forestales debido a la desaparición de las especies arbóreas necesarias para la regeneración de los bosques, también a causa de las carreteras, las minas, las vías férreas, los emplazamientos industriales o administrativos, la urbanización y, por último, las zonas ocupadas por los cultivos. Algunos países – en particular Brasil y el Congo – tendrán sin duda dificultades para cumplir estas promesas.

Queremos destacar este compromiso con los bosques, porque pone de manifiesto de forma concreta lo que exige la ecología integral, tan querida por el Papa Francisco. La reducción de la superficie forestal del planeta se remonta al Neolítico: comenzó con el cultivo de cereales hace casi 13.000 años. El cultivo de cereales ha modelado los paisajes del Planeta, haciendo retroceder los bosques y permitiendo el crecimiento de la población en ósmosis con el desarrollo ambivalente de las civilizaciones.

Desde el Creciente Fértil de los cereales en Oriente Próximo hasta las extensiones de América donde domina el cultivo del maíz, desde la quinoa latinoamericana hasta la cebada tibetana, desde el arroz africano hasta la espelta, desde el amaranto hasta el trigo, los cereales han permitido el comercio, la aparición de ciudades y el desarrollo de imperios, todo ello inmerso en una ritualidad a la vez simbólica y técnica, y en el florecimiento de los ritos de fertilidad. En esta dialéctica, el hombre forjó la naturaleza, al tiempo que fue moldeado por ella en sus prácticas, instituciones y representaciones simbólicas y religiosas.

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En contra de esta narrativa, que borra la separación demasiado intelectual entre naturaleza y cultura, destacamos el hecho de que los símbolos no tienen la neutralidad ecológica que algunos les atribuyen. El agua dulce no sólo está mal distribuida geográficamente, sino que también está mal utilizada. Pongamos sólo dos ejemplos. El consumo de carne depende tanto del estatus social como de la dieta. Pues bien, este acapara una parte importante de la superficie cultivada (pensemos en la producción de sorgo, soja o maíz, cultivados para alimentar a los animales). Asimismo, mencionemos la pasión por el deporte de la Fórmula 1. Alejándose de la energía eléctrica, que sin embargo ha demostrado su potencial, los responsables anuncian que se orientan hacia el bioetanol y otros biocombustibles; están encantados con esta energía «100% ecológica» (¡sic!), que han incluido en el reglamento de la F1. No se dan cuenta de que el cultivo necesario para los biocombustibles, al igual que la cría de ganado para el consumo de carne, refuerza poderosamente la expansión de las tierras agrícolas y los cultivos vegetales para el consumo humano, a expensas de los bosques, y contribuye así al calentamiento global.

Más urgente es hoy el problema de la gestión del agua. ¿Es preferible la gestión privada del agua? ¿Debe confiarse a una autoridad pública, a un organismo intermunicipal? En cualquier caso, existe el riesgo de la burocracia, la negligencia y a veces incluso la corrupción. Este es un tema interesante para el discernimiento político.

La responsabilidad de los Estados

El agua potable, necesaria para la vida, es – como el aire no contaminado, la energía limpia y el espacio vital – parte de los bienes comunes que pertenecen a todos. El bien público del agua es lo que el Congreso de Viena, en 1815, ya había proclamado con respecto a los ríos europeos (Rin, Ródano, Danubio, etc.): ningún país podía apropiarse, mediante presas u otros medios, del agua de estos ríos. Se trata de una vuelta a los antiguos «métodos de producción asiáticos», en los que la administración local, dirigiendo una red de pequeños canales, gestionaba la distribución del agua. El principio de que el agua de los ríos es un bien común para todos los países de regadío se ha aplicado en algunas partes de Asia. Pero obviamente no en Oriente Medio.

Así, el 20 de febrero de 2022 se conectaron a la red eléctrica las dos primeras turbinas eléctricas de la Gran Presa del Renacimiento Etíope (GPRE). Esta enorme presa, la mayor de África – de 1,8 kilómetros de longitud y 145 metros de altura, que contiene 13.500 millones de metros cúbicos de agua, y cuyo coste es de 4.200 millones de dólares -, proyectada desde 2011, construida por Etiopía en el Nilo Azul, cerca de la frontera con Sudán, es el motivo de un conflicto diplomático no resuelto entre tres países ribereños del Nilo. En efecto, millones de personas en Sudán y Egipto dependen de las aguas del Nilo. Las disputas fueron sometidas por primera vez al arbitraje del Consejo de Seguridad de la ONU, que las descargó en la Unión Africana. No hubo ningún resultado concreto. Es cierto que en 1929 Egipto había firmado un protocolo con Sudán que prohibía a este último construir una presa en el río. En 1959, un acuerdo concedió a Egipto dos tercios del caudal anual del Nilo. Pero Etiopía, al no ser parte del acuerdo, nunca se sintió obligada por él. Además, un nuevo acuerdo firmado por los países de la cuenca del Nilo, en contra de la opinión de Egipto y Sudán, eliminó el veto de Egipto y permitió la construcción de presas y proyectos de riego.

El agua es considerada un «bien público» porque su suministro es responsabilidad del Estado. La Asamblea General de la ONU lo reconoció como «derecho humano fundamental» en julio de 2010, siguiendo a las Blue Communities[3]. Dos meses más tarde, la Resolución del Consejo de Derechos Humanos se hizo eco de ella, aclarando las obligaciones de los Estados en materia de acceso al agua y a los servicios higiénico-sanitarios. Varios países, como Etiopía, Uruguay, Colombia, Francia, el Reino de los Países Bajos, Ecuador y Bélgica, ya han consagrado el derecho al agua potable en sus constituciones. En definitiva, nadie debe ser privado de ella. De ahí la indignación por la privatización del agua.

El agua es vital para las poblaciones y para las relaciones entre regiones y países. Bajo el efecto del calentamiento global, el nivel del mar está subiendo, hasta el punto de inundar regiones enteras, mientras que el nivel de los lagos y capas acuíferas está bajando. El aumento del nivel del mar, causado no sólo por el deshielo de los glaciares y los polos, sino también por el aumento de la temperatura del agua del mar, aumenta la presión del agua salada sobre el agua dulce en las zonas costeras. Así, las islas de Tuvalu, donde viven casi 12.000 habitantes a unos 500 kilómetros de Fiyi, ya no tienen agua potable. Kiribati, que ahora está a tres metros sobre el nivel del mar, está amenazada. Si la tendencia actual continúa, en 25 años Vietnam habrá perdido el 10% de su superficie.

En otros lugares, el agua escasea por razones políticas, como en Oriente Medio, pero a veces también por razones económicas de abandono. Recordemos el Mar de Aral, entre Kazajistán y Uzbekistán, que difícilmente podremos regenerar.

El problema del agua sólo puede agravarse, ya que, incluso teniendo en cuenta la evolución del nivel de vida y las necesidades de la agricultura y la industria, los recursos explotables del planeta no serán suficientes para los 11.000 millones de habitantes que se esperan para el año 2100. Sumando todos los usos del agua, el consumo actual alcanza los 4.000 litros diarios por habitante. Los aproximadamente 12.000 kilómetros cúbicos de recarga natural de aguas subterráneas no serán suficientes, sobre todo porque la distribución muy desigual de las extracciones y las recargas de los acuíferos aumenta drásticamente la desertización.

Frenar la deriva

No cabe duda de que existen numerosas técnicas para recargar los acuíferos: cuencas de infiltración, pozos de inyección, desviación de los cursos de agua para canalizar parte de la corriente, almacenamiento de agua de lluvia, sin olvidar las nuevas técnicas de producción de agua potable: además de la desalinización del agua de mar (que, sin embargo, consume mucha energía), la mejora de los procesos de saneamiento, la explotación de los icebergs y la utilización del vapor de agua de la atmósfera y de las nubes. Pero las condiciones geológicas y climáticas de estas técnicas sólo abordan de forma marginal el problema de la regeneración del agua.

En este ámbito vital, como en muchos otros, constatamos en primer lugar las carencias de la autoridad pública: ausencia de objetivos precisos – a falta de cuantificación – y de medios proporcionados para afrontar este reto estructural. Hasta ahora, los controles parecen insuficientes. Además, cada vez se conceden más autorizaciones – a veces a través de la corrupción – para permitir que determinados cultivos superen las dosis permitidas de abono nitrogenado (170 kilogramos por hectárea al año).

Ciertamente, se pueden dar muchos consejos para equilibrar mejor los abonos, pero falta un compromiso claro por parte de los Estados. Es necesario cambiar las técnicas de cultivo y las prácticas habituales de los agricultores, dos tercios de los cuales, según las estimaciones de los consultores agrícolas, tienden – es humano – a esparcir más fertilizantes nitrogenados de los necesarios.

Sigue habiendo la misma cantidad de agua en el planeta, pero no de la misma calidad. En el pasado, la naturaleza era suficiente para que el agua fuera segura. Las capas superficiales del suelo filtraban las aguas residuales; las plantas y las raíces neutralizaban casi todos los contaminantes. Esto ya no es así hoy en día. La agricultura intensiva vierte en el suelo nitratos, fosfatos y pesticidas; la industria vierte bifenilos policlorados y otros colorantes; el ser humano libera residuos químicos de medicamentos y detergentes: todos actúan como si fueran dueños del agua, pudiendo usarla, derrocharla y abusar de ella.

Hoy en día, la contaminación está sin duda mejor controlada. En contra de la creencia generalizada, los agricultores occidentales han realizado con éxito enormes esfuerzos para promover sistemas naturales basados en un modo de producción que limita la necesidad de fertilizantes nitrogenados y herbicidas químicos. Se han visto empujados a ello por la normativa, pero también han encontrado su propio beneficio en ella. En la actualidad, con el asesoramiento de agrónomos especializados, las aguas residuales pueden regenerarse mediante un sistema de estanques plantados con hierbas seleccionadas, que también está al alcance de algunas empresas agrícolas que operan en zonas rurales.

Sin embargo, sobre todo en las zonas urbanizadas, las aguas residuales deben depurarse mediante balsas de decantación y, para eliminar los agentes patógenos, hay que utilizar bien productos químicos – en su día hipoclorito de sodio, más tarde cloro u ozono – o bien mecanismos físicos, rayos ultravioleta, membranas de ultrafiltración. Estas operaciones de descontaminación pesan más en la factura que el coste de la recogida y el transporte del agua, al menos si excluimos la distribución en camiones cisterna o a través de comerciantes ambulantes en las zonas del Tercer y Cuarto Mundo.

La apropiación de las fuentes

Detrás de las cuestiones de gestión y distribución del agua se encuentra el espinoso problema de la propiedad privada de las fuentes y los recursos hídricos. ¿Cómo clasificar a los innumerables agricultores del planeta que se apropian del agua de sus pozos o de los manantiales que fluyen en sus tierras, o incluso instalan bombas que extraen agua de los acuíferos para regar campos y jardines? Los municipios y distritos[4] se están organizando en todas partes para recoger el agua y distribuirla entre ellos a un precio más bajo que el ofrecido por los servicios de agua gestionados por el sector privado o por una autoridad municipal, tratando de distribuir los recursos hídricos y los costes relacionados de forma más equitativa en un territorio más amplio. Aquí es donde se manifiesta cruelmente la ambivalencia de los fenómenos de red: por un lado, la ayuda a los que forman parte de la red (que en este caso están, literalmente, «conectados» a la red); por otro, la expulsión de las poblaciones excluidas, en grave detrimento de la solidaridad, que debería exigirse en un asunto tan vital.

Ya sean ríos, lagos, acuíferos (aguas subterráneas), vapor de agua en la atmósfera o nubes, cuando la apropiación de unos limita la de otros – y teniendo en cuenta el destino universal de los bienes públicos – surgen inevitablemente problemas. ¿El agua que brota de un terreno pertenece al propietario del mismo de forma similar a la mayoría de los manantiales de agua mineral que se venden en botellas? ¿El agua saneada pertenece al organismo público o a la empresa sanitaria? ¿El agua de una represa pertenece al constructor de la misma, al municipio o a los habitantes de la zona de captación? ¿Quién debe pagar el agua potable que se desperdicia en las tuberías con fugas? Se calcula que, dependiendo del país, entre el 30% y el 50% del agua potable se desperdicia debido a las fugas en el sistema de agua.

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Mantenidos ocultos, estos problemas de apropiación del agua son la causa de muchos fracasos en las privatizaciones, alentadas por el FMI y el Banco Mundial en nombre del rigor económico, y planificadas por municipios o estados – como, por ejemplo, Colombia – que necesitan racionalizar y universalizar su red de distribución de agua. La empresa privada o el organismo público acceden a fuentes previamente apropiadas por una comunidad local, lo que da lugar a conflictos a veces de gran violencia, como ocurrió en Cochabamba (Bolivia), donde una sangrienta revuelta popular consiguió desalojar a una empresa privada concesionaria, sin que por ello se garantizara la distribución de agua potable para todos. En el mejor de los casos, como en Suiza, la normativa estatal antepone el bien más universal al interés de un grupo particular, incluso de un municipio.

Como el agua tiene un coste, los economistas se alejan del concepto de derecho universal para considerar lo que mejor conocen, el concepto de mercancía. De ahí a favorecer la gestión privada sólo hay un paso, pero requiere discernimiento. Adquirida por un individuo, una pequeña comunidad o una empresa privada, el agua potable se convierte en una mercancía a merced de los caprichos de la especulación financiera, en gran detrimento de los más pobres.

La privatización de la distribución

Además de la apropiación de las reservas de agua, la distribución del agua permite varios tipos de privatización. Si las reglas no son buenas, si la negociación del contrato es defectuosa o, peor aún, está influenciada por alguna forma de corrupción, el resultado de la privatización es desastroso. El punto más delicado – que suelen pasar por alto quienes se oponen a la privatización – es el estado de degradación de los sistemas de agua puestos a disposición de las empresas privadas, que luego deben restaurarlos. Por eso es engañoso afirmar que en la mayoría de los casos el precio del agua aumenta, o que la calidad del servicio se deteriora cuando la gestión pasa a ser privada. Porque, en el mejor de los casos – es decir, al margen de la corrupción -, este aumento se limita a reintegrar en el precio el mantenimiento y las inversiones que no se hicieron anteriormente.

Dado que el agua ya no es gratuita, surgen inmediatamente cuestiones concretas. ¿Quién debe pagar el transporte del agua y su depuración: el consumidor, ya que el agua tiene un valor de mercado, o el contribuyente, ya que el agua -como en el pasado la de la fuente municipal del centro del pueblo- es un bien público? ¿Quién debe gestionar las redes de agua y saneamiento: una autoridad pública o una empresa privada? En Suiza, la gestión del agua la llevan a cabo en gran medida las autoridades públicas o empresas con capital predominantemente público. En Francia, casi el 75% del agua potable de las ciudades está gestionada por tres grandes empresas privadas: Veolia, Suez Environnement y Saur.

También está el agua embotellada, donde la empresa francesa Danone y la suiza Nestlé – dos empresas privadas – se llevan la mayor parte del mercado mundial, con diversas marcas (Evian, Contrex, San Pellegrino, Volvic, Perrier, etc.). En la actualidad, se venden en todo el mundo casi 470.000 millones de botellas de agua al año – frente a los 1.000 millones de hace medio siglo -, con gran perjuicio para las aguas subterráneas (Contrex en los Vosgos, Volvic en el Macizo Central), además de las consecuencias negativas que provoca la distribución de agua embotellada, como la contaminación de los océanos por los plásticos, por no hablar de la ecología del transporte.

Gestión y control

¿A favor o en contra de la privatización del agua? Los ejemplos abundan en un sentido u otro. Es necesario examinar lo que se está negociando cada vez: ¿la compra de una red existente, con o sin una regulación adecuada? ¿Su alquiler? ¿Su mantenimiento? ¿Una concesión con objetivos y sanciones especificados en el contrato? ¿La creación de un depósito de agua? ¿El suministro de infraestructuras o equipos? ¿La recuperación del agua forma parte de las obligaciones negociadas? Todos estos elementos deben tenerse en cuenta a la hora de comparar los distintos modos de gestión, pública, privada o mixta.

Es cierto que los servicios públicos suelen beneficiarse de un índice de endeudamiento financiero inferior al del sector privado, lo que normalmente les permite invertir a un coste menor; pero esto sólo refleja el hecho de que la comunidad – es decir, los contribuyentes – asume los riesgos de fracaso del operador público. Sólo hay una transferencia de costes. «En varias ciudades – dice un activista contra la privatización – la privatización ha supuesto recortes en los servicios, el deterioro de la calidad del agua, incluso hasta la insalubridad, el deterioro de las infraestructuras y el abandono». Esto es especialmente cierto cuando las autoridades públicas firman contratos unilaterales, por incompetencia o bajo la presión de la corrupción. A menudo, los funcionarios públicos se dejan arrastrar por el camino fácil, apostando ingenuamente por la experiencia de las empresas concesionarias, sin poner en marcha un verdadero sistema de controles o sanciones.

«No hay competencia en los servicios de agua que pueda reducir los precios»: esta frase tan escuchada debe ser matizada. Una docena de empresas internacionales se reparten el gigantesco mercado potencial de las principales ciudades del mundo. Además, siguen bajo la amenaza de ser nacionalizadas o absorbidas por un organismo público. Así, en 2010, la ciudad de París se hizo cargo de la concesión del servicio de agua de las empresas que lo gestionaban anteriormente: Veolia para el norte – rivera derecha del Sena; Suez para el sur – rivera izquierda. Por supuesto, el sentido común dice: «Sólo hay una tubería de agua conectada a cada casa – lo que a veces es falso – y el agua es esencial y no tiene sustituto». Pero nada prohíbe, como ya ocurre en el caso de la distribución de gas y electricidad, confiar a una empresa privada o a un organismo público el mantenimiento de las redes, y a otro organismo, público o privado en competencia con otros, el suministro de agua o su facturación.

Quienes se oponen a la privatización señalan, con razón, que «en la gestión pública no hay necesidad de obtener beneficios». El argumento puede invertirse señalando que si el beneficio disminuye, también lo hace el impulso para mejorar y buscar nuevas formas de avanzar. Esto compensa en parte la falta de transparencia atribuida al sector privado. En cuanto a la corrupción – omnipresente en el sector del agua -, desgraciadamente no es un monopolio del sector privado.

El regreso de los tecnócratas

Queda una última pregunta: ¿por qué algunos funcionarios municipales o nacionales de probada honestidad abogan por la gestión privada del servicio del agua, o incluso por la privatización de las fuentes? La razón es financiera. Al igual que los gobiernos que dan concesiones de autopistas, o venden aeropuertos o frecuencias de radio, estos funcionarios ven la privatización como una forma de sanear temporalmente las finanzas o reducir la deuda pública. Esto es sólo una forma de posponer los gastos esenciales para el buen funcionamiento de la red. En general, la economía siempre triunfa; porque, de una forma u otra, son los ciudadanos los que pagan las inversiones necesarias, ya sea con un impuesto, con la factura del agua o, en su defecto, con la degradación de la red. En una sociedad urbana como la nuestra, en la que el agua, incluso cuando es abundante, genera un coste de transporte y, aún más, de saneamiento, no existe el agua potable gratis, tal como no existe la comida gratis: There is no such thing as a free lunch, dicen los economistas.

En consecuencia, vemos cómo las leyes de gestión del agua sólo provocan controversia. Algunos acusan a la ley de abrir la puerta a la privatización, los dirigentes políticos lo niegan. Cada votante puede informarse, en primer lugar, sobre los pros y los contras de la normativa en cuestión, pero también sobre la complejidad técnico-económica de este tipo de cuestiones. Sin embargo, la información, por muy buena que sea, no dispensará a los electores de asumir el riesgo del discernimiento personal, según los valores que les animan, entre ellos el cuidado de los más débiles (y no de la mayoría), que caracteriza normalmente a la tradición cristiana, según la doctrina social de la Iglesia.

La actitud cívica en este ámbito se opone a la cultura capitalista. Consiste en admitir que los datos y los análisis tecnoeconómicos condicionan las opciones políticas, pero nunca deben determinarlas completamente. No sólo porque lo legal no siempre es la expresión de lo legítimo – éste es el criterio fundamental de la vida política – sino también porque los valores que tiene cada uno de los votantes inducen a análisis y opciones tecno-económicas diferentes. Lo contrario se llama «tecnocracia», que hace pasar las opciones morales y políticas bajo el pretexto de las limitaciones técnicas o el rendimiento económico. En otro ámbito, cercano en sus implicaciones biológicas, el episodio de Covid-19 fue un ejemplo de cómo las limitaciones técnicas sanitarias, que cambiaban según el estado de la investigación y la disponibilidad de equipos sanitarios, determinaban las políticas, hasta el punto de que la economía era un duro recordatorio de sus imperativos.

El clericalismo actual

Junto con el de la tecnocracia, se cierne otro peligro. No es nuevo, pero adquiere un nuevo rostro en el capitalismo contemporáneo. Es el peligro del clericalismo moralista. Consiste en imponer opciones morales y políticas en nombre de una autoridad económica que no tiene competencia para ello. La economía no tiene por derecho la primacía sobre la tecnología, y mucho menos la moral, como tampoco un campeón de fútbol tiene más competencia que cualquiera de nosotros para decidir si se privatiza o no la distribución de agua en una ciudad. Todo depende, en efecto, del objetivo que se persigue, un objetivo que condiciona las limitaciones dadas a conocer por la ciencia y la tecnología. Este objetivo viene determinado sobre todo por el horizonte temporal que cada persona asume y, en última instancia, por el sentido de su propia vida: un sentido a su vez influido por el recorrido personal de cada persona y las circunstancias políticas y culturales por las que ha pasado. También aquí surge la dialéctica entre el rendimiento económico y los objetivos ecológicos y sociales, que es el reto del desarrollo integral.

En el pasado, el clericalismo se centraba en los «clérigos», es decir, en aquellos intelectuales cuyo arquetipo, desde el Concilio de Trento en el siglo XVI, era el sacerdote católico romano. Ignorando – o fingiendo ignorar – las nuevas formas de clericalismo al servicio de la tecnocracia capitalista, algunos siguen centrando sus ataques en los sacerdotes; sin querer estar en contra de la religión, simplemente pretenden «recordar a las Iglesias sus deberes». En definitiva, como decían los anticlericales durante la Tercera República, «¡curas en la sacristía!». Lo que significa olvidar que los sacerdotes también son ciudadanos que, como en cualquier Estado de Derecho, gozan de libertad de conciencia y de la posibilidad de expresar públicamente sus opiniones religiosas y morales. También significa olvidar – para disgusto de los tecnócratas – lo que Max Weber había descubierto: la interpenetración de los elementos económicos, sociales y religiosos. Cualquiera que sea el modelo que se utilice para abordar el problema vital de la gestión del agua – sea privado, comunitario o público -, la solución no puede prescindir de un órgano de gestión colectivo, normativo y vinculante, que pueda articular, como exige la doctrina social de la Iglesia, la necesaria solidaridad – limitando, en lo posible, la extracción máxima de los acuíferos – con la deseable autonomía de quienes soportan directamente el coste.

  1. Los acuíferos se denominaban antiguamente “capas freáticas”, que no son lagos subterráneos, sino rocas empapadas de agua.

  2. Sabemos que los nitratos, resultantes de la oxidación del nitrógeno que entra en la mayoría de los abonos, a una determinada concentración (50 mg/l según las normas de la Organización Mundial de la Salud [OMS]) hacen que el agua no sea potable.

  3. Las Blue Communities son sindicatos públicos comunitarios que velan por el control y la distribución justa del agua potable. El movimiento se originó en Canadá a principios de este milenio y se ha extendido por todo el mundo.

  4. Los distritos son una parte del territorio del municipio, por ejemplo, una aldea en una zona rural cuando el municipio agrupa varias aldeas. En algunos países – por ejemplo, Francia – tienen una personalidad jurídica reconocida administrativamente.

Étienne Perrot
Es un sacerdote y teólogo francés, jesuita y economista. Desde 1988 enseña economía y ética social en París y ética empresarial en la Universidad de Friburgo. En su amplia bibliografía destacan los libros Refus du risque et catastrophes financières (Salvator, 2011) y Esprit du capitalisme, es-tu là? (Lessius, 2020).

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