Espiritualidad

La «debilidad» de Jesucristo

Ecce homo, Guercino (1647)

A veces nos encontramos con personas que han tenido una buena formación cristiana, pero que se han vuelto agnósticas con el paso del tiempo. Podríamos pensar que se trata de casos excepcionales. Sin embargo, estamos convencidos de que estos casos son un síntoma de un hecho evidente: en los países tradicionalmente cristianos hay una crisis que afecta tanto a la fe como a la vida de los bautizados. Dejan de practicar, se convierten en agnósticos, o viven como tales, o buscan alternativas a una religión cristiana que ha perdido fuerza y credibilidad[1].

La pregunta

La verdad del cristianismo se concreta y concentra en la verdad de la figura de Cristo. Jesús de Nazaret sigue despertando interés y admiración, pero la verdad plena de su realidad se ha vuelto frágil y evanescente, y para algunos incluso contradictoria.

La apologética cristiana tradicional pretendía demostrar la verdad de Cristo, aportando como argumentos los hechos extraordinarios narrados en los Evangelios: la excelencia de la enseñanza, los milagros y la resurrección. Hoy en día, se reconoce que es imposible una demostración de la verdad de Cristo y se intenta justificarla sobre la base de una «convergencia de sentido» de los argumentos a su favor[2].

Pero incluso esta solución no parece convincente. Según Monserrat, el argumento decisivo a favor de la verdad de Cristo no son los acontecimientos extraordinarios que caracterizan la vida de Jesús según los Evangelios, sino su «debilidad», es decir, la anulación humana que experimentó y sufrió, y que San Pablo llama kénosis.

Para llegar a esta conclusión es necesario seguir un razonamiento que expondremos a continuación. Partamos del hecho de que la respuesta común y tradicional al enigma de la realidad es la afirmación de la existencia de Dios, realidad trascendente, origen y fundamento del mundo e interesado en la salvación del hombre. Esta respuesta religiosa se transmite principalmente a través de la tradición familiar y social, y normalmente la gente, absorta en los problemas concretos de la vida cotidiana, la acepta pacíficamente. Pero junto a esta respuesta, la de un «mundo sin Dios» también es plausible. Por tanto, ante el enigma de la realidad, son posibles dos respuestas: existencia de Dios y mundo sin Dios.

¿Un «mundo sin Dios»?

La razón humana tendrá que evaluar estas dos respuestas, ver cuál es más razonable y optar por ella, sabiendo sin embargo que no posee una certeza absoluta, es decir, que la otra posibilidad no queda eliminada. En este punto, surge el problema de la creencia en Dios, el clásico problema de la teodicea.

En efecto, la razón puede preguntarse: «¿Dónde estaba Dios cuando el hombre experimentó su indigencia, sufrió injustamente y murió de manera inevitable? ¿No tenía nada que decir? ¿No podía hacer nada? O, lo que es peor, ¿no quería hacer nada?». De hecho, el creyente vive inmerso en la experiencia del silencio y el ocultamiento de Dios.

La afirmación de Dios ofrece una respuesta a las incógnitas del hombre: origen, fundación, fin del mundo y salvación humana; pero la experiencia de su silencio puede hacer que la idea de Dios parezca contradictoria, carente de verdad y de realidad efectiva. La idea de un «mundo sin Dios» deja abiertas preguntas muy relevantes, que la ciencia tendrá que investigar y tratar de responder, pero se libera de la contradicción de un Dios que permanece silencioso e inoperante ante el sufrimiento humano. En este punto del proceso racional, un «mundo sin Dios» parecería la respuesta más razonable al enigma de la realidad.

Superar la «contradicción»

La respuesta de un «mundo sin Dios» parece más razonable por el escándalo que provoca la experiencia del silencio de Dios ante el sufrimiento humano. Ahora bien, este escándalo puede superarse. Partiendo de la situación humana de indigencia, la experiencia del silencio de Dios puede ser admitida cuando se descubre en ella un sentido para el hombre: precisamente por su silencio y ocultación Dios ha creado un espacio en el que es posible la realización de la libertad del hombre.

Si Dios estuviera presente en la creación haciendo gala de una superioridad infinita, la libertad de la criatura no sería posible. Pero la libertad es el mayor bien que Dios ha creado, y Dios quiere preservarla y respetarla incondicionalmente, incluso a costa de la aparición del pecado y del mal[3].

Inscríbete a la newsletter

Cada viernes recibirás nuestros artículos gratuitamente en tu correo electrónico.

Se supera, entonces, la contradicción entre el silencio de Dios y la indigencia humana. La persona religiosa sólo puede mantener racionalmente la verdad de su creencia si reconoce -explícita o implícitamente- el profundo significado del silencio de Dios: hacer posible lo más precioso que posee el ser humano, a saber, realizarse en libertad, en cualquier nivel.

La afirmación de Dios como respuesta al enigma de la realidad tiene varios argumentos a su favor, entre los que destaca la explicación religiosa del origen del mundo y la salvación del hombre. Pero hay que afirmar categóricamente que el argumento decisivo es el reconocimiento del significado del silencio de Dios para el hombre.

Llegados a este punto, podemos preguntar: «Dios, cuya existencia puede admitirse racionalmente, ¿se ha revelado en algún momento de la historia humana?». Y podemos formular esta pregunta con más precisión: «¿Podemos reconocer en la figura de Cristo una verdadera revelación de Dios?».

La revelación de Dios en Cristo

Si Dios se ha revelado en Cristo, debe ser posible ver una correspondencia entre el contenido esencial de la fe cristiana y el razonamiento que lleva a la afirmación de Dios.

Los contenidos esenciales de la fe cristiana deben encontrarse en la Escritura, que es el texto transmitido por la Iglesia con la convicción de que contiene la revelación de Dios en forma escrita. La lectura de ese texto revela los siguientes puntos fundamentales.

El hombre está en la realidad y en relación con Dios desde el principio. Sin embargo, Dios no impone su presencia: de hecho, también puede ser rechazado. Rechazar a Dios y vivir como si no existiera parece ser una posibilidad inherente a la situación del ser humano en la creación. Esta fue la opción humana original (cfr. Gn 3).

Pero Dios no abandona a su criatura. Llama a Abraham, establece una alianza con él y le ofrece una bendición y una promesa de salvación destinada a todos los pueblos. La promesa se realizará de maneras diferentes y provisionales: pueblo de Israel, éxodo, Tierra prometida, reino, exilio y post-exilio.

Según la lectura creyente del mensaje bíblico, el cumplimiento final se produce en Jesucristo. Él es el centro del mensaje bíblico y de la fe cristiana. Es el profeta prometido, similar a Moisés (cfr. Dt 18:18); el descendiente de David, cuyo reino será eterno (cfr. 2 Sam 7:12-16). En él se cumplirán las figuras proféticas de la salvación: el Siervo de Isaías (cfr. Is 52,13-53,12) y el Hijo del Hombre de Daniel (cfr. Dan 7,14). En Cristo se cumplen las promesas del Antiguo Testamento, pero también se superan: la anulación de Cristo hasta la muerte en la cruz, la resurrección y su propia y única filiación divina superan las promesas de salvación del Antiguo Testamento.

Según los Evangelios, Cristo ofreció muchos signos sobrenaturales y demostró que tenía el poder de superar la indigencia humana: curó a los enfermos, liberó a los poseídos, resucitó a los muertos, calmó las tormentas y multiplicó los panes y los peces para que las multitudes que lo seguían pudieran saciarse. También demostró que poseía una misteriosa igualdad con Dios, a quien se dirigió llamándolo «Padre» en sentido propio y original.

Sin embargo, según los relatos evangélicos, estos signos de poder, aunque evidentes, no se hacían con la pretensión de imponerse como tales: podían ser ignorados, malinterpretados y rechazados por el pueblo, hasta el punto de suscitar contra Jesús la acusación de ser un poseso y un blasfemo, merecedor de un juicio que lo condenara a la muerte de cruz.

Nos encontramos ante esta sorprendente paradoja: Cristo parece estar dotado de un poder sobrenatural, que ejerce en favor de los demás, pero cuando es detenido y condenado, no se defiende con poderes extraordinarios, sino que se somete al juicio que le condena y no impone el silencio a quienes le acusan. Parece que en la «figura»[4] de Cristo se da la misteriosa paradoja de una revelación de Dios, que respeta plenamente la libertad humana.

Evaluación del contenido

Se puede ver fácilmente una correspondencia entre la afirmación racional de Dios y los contenidos de la fe cristiana. En efecto, según la afirmación racional de Dios, existe una realidad divina y trascendente. Es el origen y el fundamento del mundo y ha colocado al hombre en una esfera en la que es posible su realización en libertad. Dios quiere la salvación del hombre, aunque permita la dura experiencia de su propio silencio y la indigencia humana. Es precisamente el reconocimiento del significado del silencio de Dios lo que hace posible el carácter completamente racional de la afirmación de su existencia.

Los contenidos de la fe cristiana tienen una correspondencia con la afirmación racional de Dios, pero también presentan novedades significativas. Dios se reveló al hombre, estableció una alianza con él y le prometió la posesión de una tierra y el establecimiento de un reino. Las promesas parecen tener un cumplimiento en el reinado de David, pero este cumplimiento resulta ser temporal: el reino davídico es destruido y el pueblo debe ir al exilio. En las desgracias y sufrimientos de la derrota, el exilio y el regreso del exilio, se constituye un «resto fiel» -los «pobres del Señor»- que, a pesar de sus fracasos, conserva la fe en un futuro cumplimiento definitivo de las promesas de Dios.

La gran novedad del cristianismo es la convicción de fe de que Dios ha cumplido sus promesas en Cristo. Jesús fue el testigo de la verdad de Dios y se presentó como su máximo mensajero. Demostró un poder sobrenatural, pero siempre lo ejerció en beneficio de los demás, y nunca en el suyo propio. La proclamación de la verdad y los signos del poder sobrenatural se manifestaron de forma convincente, pero nunca tuvieron un carácter de «imposición». Esto se explica por el hecho de que Cristo vivió una verdadera vida humana, compartiendo la debilidad y la indigencia humanas hasta el punto de morir en la cruz sin defenderse con poderes sobrenaturales.

Por lo tanto, en Cristo Dios revela su verdad, pero respeta plenamente la esfera de libertad del hombre. Ofrece suficientes signos de su verdad y de su salvación final, pero no los impone. Quiere la realización humana en libertad, y la respeta incluso al precio de la oposición y el rechazo.

En conclusión, partiendo de la afirmación racional de Dios, la valoración crítica de la fe cristiana debe ser positiva, pero sólo posee una certeza moral, es decir, una certeza que hace razonable la opción sin eliminar las opciones alternativas: en este caso, la de un «mundo sin Dios».

Lo que hemos dicho sobre la certeza moral no significa que el creyente no pueda vivir su fe con una certeza absoluta de su verdad. Pero esto sólo es posible si a los argumentos racionales se añade la experiencia interior del Espíritu. Los momentos de la experiencia espiritual son momentos que ocurren en la interioridad, son estrictamente personales y no pueden ser objeto de argumentación racional.

El argumento decisivo: la figura de Cristo

Hemos seguido un argumento que nos lleva a la conclusión de la verdad de la fe cristiana. Esta conclusión sólo tiene una certeza moral, por lo que no se elimina la opción alternativa de «mundo sin Dios».

En la evaluación de la fe cristiana, la figura de Cristo ha surgido como el argumento decisivo de su verdad. La razón es evidente: por un lado, dio un testimonio convincente de la verdad de Dios, basado en la manifestación de poderes sobrenaturales al servicio del bien humano; por otro lado, según los Evangelios, experimentó una verdadera condición humana, se realizó como verdadero hombre y compartió incondicionalmente la indigencia humana, experimentando el rechazo, la ofensa, la condena injusta y la muerte en una cruz.

Según la Escritura, todo el acontecimiento de Cristo tiene un rico conjunto de elementos: la existencia divina, la encarnación, la predicación, la curación de los enfermos y la liberación de los poseídos, el poder de dominar la naturaleza y de resucitar a los muertos, su muerte y resurrección, y los testimonios en la vida de la Iglesia. En el pasado, se ha querido demostrar la verdad de Cristo recurriendo a la manifestación de poderes sobrenaturales y, en particular, a su resurrección, pero no es posible obtener una demostración concluyente.

Según nuestro razonamiento, todos los elementos de la totalidad del acontecimiento de Cristo contribuyen a la justificación de su verdad. Pero el argumento decisivo no es la manifestación de un poder extraordinario, sino la aparición del poder de la verdad que surge en el momento de mayor debilidad.

Dona

APOYA A LACIVILTACATTOLICA.ES

Queremos garantizar información de calidad incluso online. Con tu contribución podremos mantener el sitio de La Civiltà Cattolica libre y accesible para todos.

Los contenidos de la fe cristiana hablan de la revelación de Dios en la historia humana. ¿Es posible admitir esto a partir de testimonios escritos hace dos mil años? La respuesta es afirmativa, si dirigimos nuestra atención a la figura de Cristo, centro y síntesis de la fe cristiana. Según la Escritura transmitida por la Iglesia, Jesús dio signos convincentes de su condición divina, en la que Dios se revela al mundo; pero al mismo tiempo, experimentó una verdadera condición humana, que se realizó hasta culminar en la cruz.

La muerte en la cruz podría considerarse el fracaso de la actividad de Cristo, pero, en realidad, constituye la conclusión positiva de su misión: revelar al verdadero Dios sin perjudicar la libertad humana, que es el mayor bien de la creación. Por eso, la figura del Crucificado, conclusión de la realización humana de Cristo, es el signo más poderoso de la revelación de Dios en el mundo. El momento de mayor debilidad se convierte en el argumento más fuerte para la verdad de Cristo y su mensaje.

Confirmación bíblica y litúrgica

Hemos llegado a esta conclusión siguiendo un razonamiento, pero esta conclusión también tiene confirmación en el Nuevo Testamento. En los Evangelios sinópticos encontramos los «tres anuncios de la pasión»: Jesús dice a los discípulos que «el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días (Mc 8,31; 9,31; 10,33-34), provocando la incomprensión de los discípulos y el escándalo de Pedro (cfr. Mt 16,22). Después de la resurrección, Jesús reprende a los discípulos de Emaús porque no creyeron el anuncio de los profetas de que «era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria» (Lc 24,26). Se supone que la muerte y resurrección de Cristo fue «anunciada».

En el Evangelio de Juan, Jesús predice que el momento más poderoso de la revelación será su muerte: «De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto» (Jn 3,14-15); «Cuando ustedes hayan levantado en alto al Hijo del hombre, entonces sabrán que Yo Soy» (Jn 8,28); «Cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). En estos versos Jesús anuncia que su «ser levantado», su muerte en la cruz, será un momento dotado de un poder especial de revelación.

Según los Evangelios, la muerte de Jesús podía considerarse un fracaso; los transeúntes, los sumos sacerdotes y los escribas le decían a Cristo en la cruz: «¡Sálvate a ti mismo, si eres Hijo de Dios, y baja de la cruz!» (Mt 27,40); «Es el Mesías, el rey de Israel, ¡que baje ahora de la cruz, para que veamos y creamos!» (Mc 15,32); «Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!» (Lc 23,35). Pero la muerte en la cruz fue también un momento de revelación: «el centurión que estaba frente a él, exclamó: “¡Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios!”» (Mc 15,39; Mt 27,54); «Realmente este hombre era un justo» (Lc 23,47); [El malhechor dijo:] «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino» (Lc 23,42). En el juicio, la acusación a Jesús de ser un rey suscitó burlas y escarnio, pero la acusación de pretender ser el Hijo de Dios suscitó un temeroso respeto en Poncio Pilato, que le preguntó: «¿De dónde eres tú?» (Jn 19,9).

En las Epístolas de San Pablo, se reconoce un poder salvador particular en la muerte de Cristo. El Apóstol, testigo de la resurrección, entendió la muerte de Jesús como fuente de salvación. En efecto, afirma: «fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo» (Rm 5,10); «En él hemos sido redimidos por su sangre» (Ef 1,7); Cristo «los reconcilió [a judíos y gentiles] con Dios en un solo Cuerpo, por medio de la cruz (Ef 2,16); y «quiso reconciliar consigo todo lo que existe en la tierra y en el cielo, restableciendo la paz por la sangre de su cruz (Col 1,20). A propósito de la predicación, Pablo declara: «Predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos, pero fuerza y sabiduría de Dios para los que han sido llamados» (1 Cor 1,23-24).

Por último, recordemos que el motivo que subyace en la celebración litúrgica cristiana es la acción de gracias, la Eucaristía, por el «cuerpo entregado» y la «sangre derramada». Cristo ha resucitado, y el momento de su «debilidad» sigue presente entre los creyentes, alimentando y confirmando su fe. La muerte de Cristo pertenece al contenido integral de la fe cristiana: preexistencia, encarnación, milagros y predicación, muerte y resurrección, glorificación como Señor de todas las cosas. Pero el momento de mayor «debilidad» de Cristo, su muerte en la cruz, constituye el argumento racional decisivo de su verdad, el centro de la fe cristiana, la fuente de la esperanza y la razón de la celebración litúrgica como «acción de gracias», «Eucaristía»[5].

  1. En este artículo pretendemos mostrar cómo Javier Monserrat, jesuita, filósofo y científico, discípulo de Xavier Zubiri, ha abordado esta cuestión y ha buscado una respuesta satisfactoria. De hecho, ha abordado la crisis actual del cristianismo, ha precisado sus puntos clave, ha hecho un diagnóstico y ha propuesto una línea original y convincente para superar la crisis. Cfr J. Monserrat, Hacia el Nuevo Concilio, Madrid, San Pablo, 2010. Para saber más sobre su pensamiento acerca del tema tratado en este artículo, cfr J. M. Millás, Cristianesimo e Realtà. La credibilità di Cristo nell’epoca della scienza, Roma, Gregorian & Biblical Press, 2013; Id., La figura di Cristo. Il segno della verità del Cristianesimo, Roma, AdP, 2006.

  2. Cfr S. Pié-Ninot, La teologia fondamentale, Queriniana, Brescia, 2002, 197 s.

  3. Cfr J. M. Millás, Cristianesimo e Realtà. Novità teologiche nel pensiero di Xavier Zubiri, Roma, Gregorian & Biblical Press, 2014, 57-75.

  4. El término «figura» es zubiriano y significa la actualidad en el mundo de la realidad humana. Zubiri afirma que la vida humana es «configuración»; la actualidad del hombre «tiene en cada instante una figura determinada» (X. Zubiri, L’ uomo e Dio, Bari, Edizioni di Pagina, 2013, 45).

  5. La confesión de fe en el sacrificio de Cristo (homología) se convierte en acción de gracias (eucaristía) en la liturgia cristiana; en ella «la homología es la eucaristía» (G. Bornkamm, «Das Bekenntnis im Hebräerbrief», en ID., Studien zu Antike und Urchristentum. Gesammelte Aufsätze, vol. 2, München, Kaiser, 1970, 196).

José M. Millás
Profesor emérito de la facultad de Teología de la Pontificia Universidad Gregoriana. Cuenta con numerosas publicaciones, entre las que destacan los dos volúmenes titulados Cristianesimo e realtà (Pontificio Istituto Biblico 2013), en los que explora el pensamiento del filósofo español Xavier Zubiri; y La figura di Cristo (Apostolato della Preghiera 2006).

    Comments are closed.