HISTORIA

Mussolini y la «Marcha sobre Roma»

Marcia su Roma, Giacomo Balla (1931-1932)

A cien años de la «Marcha sobre Roma», recordamos un acontecimiento central, aunque no inevitable, de la historia de Italia y del largo siglo XX. Este acontecimiento marcó el inicio del «desastroso período fascista» y del Estado totalitario. Ello no ocurrió por una necesidad histórica determinista, sino por responsabilidades morales y políticas precisas. En primer lugar, por la incapacidad (pero también el oportunismo) de la clase política de la época para gestionar la crisis política y social de aquellos agitados años. En este análisis trataremos de identificar las razones, a menudo mezquinas y de bajo perfil, que llevaron al gobierno a un movimiento, o más bien a un partido, violento y no plenamente respetuoso de la práctica democrática.

La toma del poder por parte de Benito Mussolini en octubre de 1922 se produjo por medios «semilegales»[1], en el sentido de que la perspectiva de la insurrección fue «sufrida» pasivamente por el Estado e inmediatamente después «legalizada», con el encargo hecho por el rey a Mussolini de formar un nuevo gobierno. Así, Víctor Manuel III intentó devolver a la esfera de la legalidad – a esas alturas ya violada – lo que a ojos de muchos demócratas representaba un acto de fuerza contra las instituciones del Estado. En resumen, la «marcha sobre Roma» fue una especie de «juego político» con apuestas muy elevadas, que obligó a los representantes de la dirección del Estado a aceptar, por debilidad o por indecisión, el chantaje fascista y, en cualquier caso, a seguir su inescrupulosa política de hechos consumados. En realidad, Mussolini y los jerarcas fascistas pretendían, con este acto de fuerza sin precedentes, capitalizar en el futuro inmediato los beneficios de su encargo de dos años – mediante el uso de la violencia de las brigadas, la intimidación y el chantaje – en la defensa del orden público contra socialistas y comunistas, a los que consideraban como los verdaderos culpables de los recientes disturbios, y sustituir materialmente al débil gobierno en función[2]. Sin embargo, hay que subrayar que este acto fue para Mussolini sólo una «fase» en su ascenso al poder: tuvo más un valor demostrativo e intimidatorio que verdaderamente operativo. Sabía muy bien que sus «camisas negras» – que llegarían a Roma desde distintas partes de la península -, mal organizadas y peor equipadas, no habrían podido vencer al ejército real que guarnecía la ciudad[3]. El momento esencial era, entonces, el político, el único que, en definitiva, podría garantizar el éxito de toda la operación. Y en este plan, Mussolini, como «viejo zorro» de la política que era, llevaba ya algunos meses trabajando.

Los antecedentes de la «Marcha sobre Roma»

La idea de una «marcha sobre Roma» – con evocaciones a la tradición de Mazzini y Garibaldi, retomada por el nacionalismo de posguerra con la empresa de Fiume – fue considerada, al principio, entre los activistas fascistas, más como un mito, un acicate para espolear a la clase dominante que como un programa de acción claramente definido, es decir, un movimiento armado para conquistar la capital del Estado[4]. Según Giuseppe Bottai, antes de ser una propuesta concreta, «fue una fórmula política y propagandística que se coló en todo el aparato fascista»[5]. Era la fórmula unitaria (la idea de Roma) que Mussolini oponía a los particularismos escuadristas[6] del Norte, que corrían el riesgo de fragmentar el nuevo partido en muchos movimientos sectarios, controlados por ambiciosos rais provinciales.

La idea de «marchar sobre Roma» se convirtió, a partir de mediados de 1922, en la estrategia de Mussolini, en un instrumento de presión que le permitía enfrentarse a los demás actores políticos desde una posición de fuerza. Pero la «gran gesta», como se la llamó, debía ser cuidadosamente preparada, para evitar el riesgo de que fuera frustrada o debilitada por las fuerzas hostiles a la empresa, que también estaban presentes dentro del partido, en particular entre los nacionalistas y los monárquicos más convencidos. Esta vino después de las luchas sindicales de esos meses y luego de las audaces acciones de fuerza llevadas a cabo por los escuadristas en varias partes de Italia a nivel local (la última, en orden de tiempo pero no de importancia, fue la llevada a cabo en Bolzano y Trento el 5 de octubre), contra administraciones consideradas incapaces y antiitalianas. Entre septiembre y octubre de 1922, mientras el escuadrismo consolidaba y ampliaba el control del aparato fascista sobre el país, Mussolini y Michele Bianchi, el más convencido defensor de la necesidad de pasar a la acción de forma inmediata, afinaron el plan político-militar de la «marcha sobre Roma», «tratando ante todo de eliminar los obstáculos que pudieran haber dificultado su realización»[7]. Según los principales estudiosos del fascismo[8], estos eran principalmente tres: D’Annunzio y los nacionalistas; el ejército leal a la Corona; y la monarquía. Para lograr la victoria era necesario conseguir el apoyo o la neutralidad de estas fuerzas. Pero antes de analizar este aspecto, es necesario partir del marco político-institucional con el que Mussolini tuvo que lidiar en aquella época, en particular la relación que mantuvo con los principales protagonistas de la vida política nacional en aquellos meses.

A nivel parlamentario, la situación era bastante desastrosa. En el XIX Congreso Nacional de los Socialistas, celebrado en Roma del 1 al 4 de octubre de 1922, el partido italiano más importante se escinde, debilitando su acción política, y da lugar al nacimiento de los socialistas reformistas, cuyo nuevo secretario, Giacomo Matteotti, es elegido. Los comunistas, que también estaban en crisis debido a los frecuentes ataques escuadristas de los fascistas, saludaron la escisión de los socialistas como una victoria y esperaron la agonía del Estado liberal, convencidos de que la reacción fascista desencadenaría pronto la revolución del proletariado[9]. El otro gran partido nacional era el PPI (Partito Popolare Italiano), de Luigi Sturzo, a menudo blanco de las virulentas polémicas de Mussolini, que pretendía vaciar el «partido de los católicos» para obtener su consenso. Tanto más cuanto que el nuevo pontífice, Pío XI, elegido el 6 de febrero de 1922, era menos proclive que su predecesor a defenderlo, y no era insensible a la estrategia de «mano tendida» de Mussolini (que se hizo más consistente tras la «marcha sobre Roma»[10]). Entre otras cosas, el Secretario de Estado, Card. Pietro Gasparri, envió el 2 de octubre una circular a los obispos italianos en la que reiteraba la distancia de la Santa Sede ante las opciones políticas del PPI. Esto sonó como una especie de repudio al partido; algo que sólo se consumaría más tarde, cuando Mussolini tuviera ya las riendas del Estado en sus manos.

Los líderes del liberalismo – Giolitti, Salandra, Nitti, Orlando, Facta y otros – no se tomaron demasiado en serio los programas de acción lanzados por el fascismo y se opusieron de manera débil a los ataques (especialmente a nivel local) contra las estructuras del Estado liberal, así como a los actos de violencia llevados a cabo en todas partes contra los opositores políticos. Estaban convencidos de que la violencia fascista era un elemento heredado de las experiencias bélicas del pasado y que no podía eliminarse de la noche a la mañana. En cambio, intentaron canalizar el fascismo en el nuevo orden constitucional. En este sentido, los líderes del liberalismo se movieron cada uno a su manera, con miras a utilizar el fascismo para sus propios intereses políticos y con la esperanza de beneficiar la renovación del Estado liberal. Más aún, estaban convencidos de que era necesario asociar el nuevo partido-movimiento con el gobierno del país, con el fin, escribía Il Giornale d’Italia, de «quitar al movimiento imponente su carácter irregular y a veces violento, sanando cualquier antinomia entre el Estado y el fascismo»[11]. En definitiva, implicar a los fascistas en la dirección política del país era la forma más segura de hacerlos «responsables», «gobernadores», y evitar así la temida guerra civil.

Inscríbete a la newsletter

Cada viernes recibirás nuestros artículos gratuitamente en tu correo electrónico.

Este era, en definitiva, el programa político de Giovanni Giolitti respecto al fascismo y a Mussolini. De hecho, estaba en contra de la idea de utilizar tácticas de mano dura contra los alborotadores del orden público: era mejor esperar a que se normalizaran. Su participación en un gobierno de los liberales – pensó – provocaría ese cambio. En cualquier caso, los contactos indirectos entre Giolitti (que estaba en su residencia de Cavour) y Mussolini comenzaron durante el verano de 1922, principalmente a través del prefecto Alfredo Lusignoli, y en Roma con Camillo Corradini. De esta manera, Giolitti pensaba – erróneamente – que mantendría al líder del fascismo bajo control. Al mismo tiempo, Mussolini operaba también en otros frentes y con otras figuras de la escena política, como Salandra y el débil jefe de gobierno Luigi Facta, que, en vísperas de la «marcha sobre Roma», afirmando también que sólo trabajaba por la salvación del Estado y apoyando la candidatura de Giolitti a la jefatura del ejecutivo, se había dejado tentar «por la intención de moverse en primera persona, para “encauzar” el fascismo y ser aclamado como pacificador de la nación y restaurador del Estado liberal»[12].

Es un hecho que los exponentes del liberalismo, aunque pensaron asociar a los fascistas al gobierno sin dejarles ministerios importantes, en ningún momento pensaron en confiar la dirección del país al líder de los fascistas. Si bien gozaba de la simpatía del mundo industrial y de las grandes finanzas de la época, Mussolini era considerado poco fiable. Según el historiador Emilio Gentile, los liberales «reconocían a los fascistas el mérito de haber despertado el sentimiento patriótico en los italianos y el haber contribuido a arrollar la revolución social, pero no los consideraban capacitados para gobernar»[13]. Demostraron así que no habían entendido la verdadera naturaleza del fascismo: lo consideraban simplemente como un instrumento de las fuerzas políticas tradicionales -como los nacionalistas o los arditas[14] – y no, como era, «un movimiento con su propia lógica y, por tanto, con plena autonomía de pensamiento y acción»[15], incluso con respecto a las fuerzas que lo habían inspirado en el pasado.

Ya hemos dicho que las fuerzas que podían frenar o hacer fracasar el proyecto de Mussolini en aquel momento eran sobre todo el ejército y la monarquía. En cuanto a D’Annunzio, se le convenció – o se le obligó – a apartarse y a no participar en las manifestaciones en defensa del Estado liberal. Además, en esa época tuvo un accidente que le inmovilizó durante un tiempo, obligándole a no salir de su villa-museo.

En cuanto al ejército, aunque había muchos oficiales en sus filas que simpatizaban con el fascismo, si hubieran tenido que elegir entre este y la monarquía, seguramente se habrían movilizado en defensa de esta última. En todo caso, bastaba a Mussolini garantizar su neutralidad, como finalmente ocurrió. Esto fue muy importante y sin duda favoreció el éxito de la «marcha sobre Roma». De hecho, la oposición del ejército habría hecho imposible cualquier movimiento de los escuadristas, incluso a nivel local.

Por lo que respecta a la monarquía, el fascismo también contaba con partidarios en la Casa Real: era conocida la simpatía de la Reina Madre y del Duque de Aosta por el movimiento, debido a su nacionalismo y arditismo[16]. Algunos líderes del fascismo, como Emilio De Bono y Cesare Maria De Vecchi, eran sinceramente monárquicos e hicieron todo lo posible por ganarse a la Casa Real para la causa del movimiento. El rey Víctor Manuel III, sin embargo, no tenía sentimientos pro-fascistas; «compartía con la clase dirigente un aprecio positivo por la reacción antisocialista, pero desconfiaba de las tendencias republicanas y de los pasados revolucionarios de Mussolini y de muchos de los líderes del fascismo»[17]. En cualquier caso, a partir de ese momento, Mussolini, en sus mítines y en las numerosas entrevistas que concedió, comenzó a alabar a la monarquía y a destacar la grandeza de la Casa de Saboya.

De Nápoles a Roma

La intención de la «gran gesta» comenzó a materializarse a finales de agosto de 1922. La táctica elegida por los dirigentes era de doble vía: por un lado, ganar tiempo hablando de elecciones, mientras se seguía en contacto con los dirigentes liberales, en particular con Salandra, Giolitti y Facta; por otro, iniciar los preparativos de la marcha, para obligar a las instituciones a ceder el poder a Mussolini. El pretexto era el Consejo Nacional del Partido Fascista, fijado en Nápoles para los días 23 y 24 de octubre. De ahí partiría el movimiento de reconquista, en dirección a la capital. El 21 de octubre, la dirección del partido cedió el poder a un quadrumvirato («cuatorvirato»), formado por Bianchi, Balbo, De Vecchi y De Bono. Se decidió que tres columnas se concentrarían en Santa Marinella, Monterotondo y Tivoli, mientras que el centro de operaciones se estableció en Perugia, y las tropas que llegaran tarde se concentrarían en Foligno[18].

Las milicias fascistas habían demostrado en los últimos tiempos que podían tomar el control de ciudades importantes: Milán y Génova, bastiones de la izquierda histórica y del sindicalismo rojo, habían caído en sus manos, al igual que Bolonia, Cremona, Ferrara, Trento y otros centros importantes, con la privación total y casi formal de la autoridad pública. Ir a Roma no habría sido un problema[19].

Facta había autorizado la reunión de miles de fascistas en Nápoles, convencido de que tras el Consejo Nacional los fascistas decidirían su participación en el gobierno. En aquellos días, unos 40.000 fascistas convergieron desde toda Italia hacia Nápoles, invadiéndola pacíficamente, al grito de: «A Roma, a Roma». En la mañana del 24 de octubre, Mussolini pronunció su discurso – en realidad prudente y moderado – en el teatro San Carlo, encendiendo los ánimos. Por la noche, en el Hotel Vesuvio, se establecieron los detalles de la movilización: en la medianoche del 26 al 27 de octubre, las jerarquías políticas entregarían todo el poder al quadrumvirato; el 27, comenzaría la ocupación de las prefecturas, las jefaturas de policía, las estaciones de ferrocarril, las oficinas de correos, los periódicos, las emisoras de radio y otras estructuras sensibles; el 28, las tres columnas se desplazarían desde sus posiciones hacia la capital[20]. Mientras tanto, los comandantes de zona recibieron la orden de llegar a sus cuarteles generales: Mussolini partió hacia Milán, desde donde observaría el desarrollo de los acontecimientos en Roma, mientras mantenía abiertas las negociaciones con los principales líderes políticos liberales. Durante el viaje, le aseguraron que varios oficiales de la guardia real y altos generales de la Corona estaban de su lado[21].

De la «Marcha sobre Roma» al gobierno de Mussolini

Víctor Manuel III, que había regresado a Roma esa misma tarde, aceptó, a sugerencia del gobierno, proclamar la ley marcial para defender el estado amenazado e impedir, con el uso del ejército, que los camisas negras entraran en Roma. En este punto se produjo un giro del destino, que dio ventaja a los fascistas y encaminó los acontecimientos en la dirección que conocemos bien: en la mañana del 28 de octubre, el rey se negó a firmar el decreto de estado de sitio[22]. Facta no tuvo más remedio que dimitir. Inmediatamente después, el rey encargó a Salandra la formación de un nuevo gobierno, que naturalmente incluyera a Mussolini y a los fascistas. Algunos jerarcas de mentalidad moderada – como De Bono y De Vecchi – pensaron que esta solución era la mejor de todas, pero Mussolini desde Milán mantuvo la apuesta alta: «Todo o nada», respondió. El tira y afloja de Salandra y sus numerosos partidarios con Mussolini sólo duró un día. En la noche del 29 de octubre, Mussolini ya era el presidente del Consejo en funciones. Llegó a Roma a la mañana siguiente en tren y, con su camisa negra, se presentó ante el rey para aceptar el encargo de formar el nuevo gobierno. Sólo entonces las columnas de camisas negras, que hasta ese momento habían rodeado amenazadoramente la ciudad, entraron en Roma y «conquistaron» la capital.

En todo este asunto, aún queda un interrogante para los historiadores: ¿por qué el rey, que primero había decidido declarar el estado de sitio, luego cambió de opinión y se negó a firmar el decreto? Al parecer lo decidió de forma independiente. En primer lugar, quería evitar un enfrentamiento directo entre el ejército y los camisas negras, porque esto habría sumido al país en el caos y la violencia. Además, pensaba que el fascismo, que en aquel momento contaba con 300.000 miembros, no podía seguir al margen de la responsabilidad gubernamental, como también creían todos los partidos moderados. Por lo tanto, «para salir de las dificultades actuales», como dijo a Facta, era mejor «asociar al fascismo con el gobierno a través de los canales legales». Además, se temía que los fascistas, en su mayoría de tendencia antimonárquica, se volvieran contra la monarquía o, peor aún, exigieran la abdicación del rey en favor de su primo, el duque Amedeo de Aosta, que albergaba simpatías fascistas. Todo esto convenció al rey de que, por el bien de la nación, era mejor no firmar el decreto de estado de sitio y, para dar una salida «constitucional» a la crisis de gobierno, aceptar, aunque a regañadientes, un gabinete formado por Mussolini[23].

Este fue un gobierno de coalición. De hecho, Mussolini hizo participar en él a todas las fuerzas políticas moderadas, para ampliar la base de apoyo a su proyecto político y, al mismo tiempo, frenar las ambiciones y las «presiones hacia delante» de muchos de los jerarcas de su partido. Por entonces, Mussolini pretendía consolidar su poder utilizando el dispositivo institucional. Se presentó como el hombre nuevo, capaz de revivir la vieja maquinaria estatal, el planificador del futuro que potenciaba las instituciones existentes. Su gobierno estaba formado por tres fascistas, dos católicos (del Partido Popular), un liberal, un independiente (el filósofo Giovanni Gentile), un nacionalista (Luigi Federzoni), dos miembros de las Fuerzas Armadas y otros. En resumen, su plan era absorber grandes sectores del mundo político nacional en el fascismo. Con ello pretendía, por un lado, agrupar en torno a sí y a su proyecto político a todas las «fuerzas patrióticas», vaciando progresivamente a los demás partidos, y, por otro, cambiar el carácter del partido fascista, haciendo que sus flancos extremos y revolucionarios volvieran al redil, aislando así a los distintos ras locales rebeldes e imprevisibles.

El fascismo y la Santa Sede

¿Qué actitud adoptó la Santa Sede, y en particular el recién elegido Papa Pío XI, ante el nuevo gobierno fascista? Podemos afirmar que, sin absolver al fascismo de las violencias cometidas, buscaba dar confianza a Mussolini, con la esperanza de que lograra «cristianizar» el partido que se creía dominado por la masonería y, partiendo de su posición de fuerza, pudiera dar una salida satisfactoria a la «cuestión romana». En resumen, la Iglesia esperaba de Mussolini una política nueva, es decir, no contaminada por los viejos prejuicios «masónico-liberales» contra la Santa Sede. Además, Pío XI dejó de reconocer al Partido Popular Italiano – que abandonaría el gobierno en abril de 1923, en protesta por la ley Acerbo – la «delegación» que representaba los «intereses católicos» en la política. El partido, por su parte, se definía como aconfesional y, por tanto, autónomo en su acción política de las directrices de la jerarquía católica, prefiriendo que las cuestiones más propiamente eclesiásticas fueran tratadas directamente por la Santa Sede con la dirección del Estado[24]. Pío XI, sin desautorizar abiertamente al PPI, permitió a los católicos, como ciudadanos, «apoyar», incluso con otras formaciones políticas, al nuevo régimen, del que esperaba concesiones sustanciales en el ámbito religioso. Como sabemos, más que a los partidos políticos individuales, Pío XI apoyó y alentó por todos los medios a la Acción Católica, que tenía la tarea de formar y disciplinar al laicado católico, cuadrándolo compactamente bajo la vigilancia y dirección de la jerarquía[25]. Este «ejército del Papa» también podría utilizarse, si fuera necesario, como medio de presión política para inducir al régimen a considerar las peticiones de la Santa Sede en materia religiosa.

La Iglesia, que desde el principio había condenado a través de sus órganos de prensa oficiales las doctrinas profesadas por el movimiento (y más tarde partido) fascista, así como la práctica de la violencia utilizada por éste como medio de lucha política, guardó silencio en aquella ocasión, esperando prudentemente la evolución de los acontecimientos. Sin embargo, sabemos que antes de la «Marcha sobre Roma» le aseguraron que un gobierno fascista no tocaría la religión, sino que la apoyaría[26]. «El Vaticano – se lee en un informe de la Secretaría de Estado – quiere saber cuáles son las intenciones de los fascistas respecto a la Iglesia. La respuesta es totalmente tranquilizadora: respeto absoluto»[27]. Es sobre la base de estas garantías generales (ciertamente dadas por Mussolini) que deben comprenderse las palabras tranquilizadoras dichas, pocos días después de la formación del nuevo gobierno, por el Card. Gasparri a un periodista francés acerca de la situación política nacional: «Este movimiento [el fascismo] se convirtió en una necesidad. Italia iba a la anarquía y el Rey actuó con sabiduría, porque mandar a los soldados a disparar era igualmente perjudicial»[28]. De hecho – explicó el cardenal – si los soldados hubieran obedecido la orden de abrir fuego contra los insurgentes, habría habido una guerra civil; si no hubieran obedecido la orden, habría sido igualmente perjudicial para el Estado».

Dona

APOYA A LACIVILTACATTOLICA.ES

Queremos garantizar información de calidad incluso online. Con tu contribución podremos mantener el sitio de La Civiltà Cattolica libre y accesible para todos.

Y pocos días después de la llegada de Mussolini al poder, el Secretario de Estado, hablando del nuevo jefe del ejecutivo, dijo lo siguiente en una conversación con el embajador belga en la Santa Sede: «Mussolini mandó decir que es un buen católico y que la Santa Sede no tiene nada que temer de él. Para empezar, solicitó la presencia de todos sus colegas [del gobierno] y la del propio rey en la misa celebrada el 4 de noviembre en Santa Maria degli Angeli por las almas de los soldados muertos en la batalla». Ante el monumento al Soldado Desconocido, continuó, Mussolini permaneció un minuto entero en oración: un tiempo que debió parecer interminable «a muchos librepensadores presentes, pero todos doblaron las rodillas». El cardenal Gasparri terminó diciendo: «Démosle unos meses más antes de emitir un juicio sobre el golpe de Estado revolucionario que diseñó magistralmente. Lo que sabemos de él es que es un gran organizador – el fascismo es una prueba de ello – y que tiene un carácter fuerte»[29].

Los efectos positivos del nuevo gobierno se dejaron sentir de inmediato, sobre todo en los ámbitos económico y social. También hubo una mejora del orden público, aunque conseguida por medios que distaban mucho de ser legales. El nuevo jefe de gobierno se esforzó, con resultados muy discutibles, en modernizar la administración del Estado y contener el gasto público, así como en completar la antigua legislación «saboyana» en algunos temas particulares que los fascistas consideraban de vital importancia.

Recordemos que entre las primeras medidas que tomó el gobierno de Mussolini se encuentra la relativa a una nueva regulación de la ley de prensa, que llevaba muchas décadas esperando una disposición. Se diseñó una de acuerdo con la orientación de la censura del nuevo régimen. «A partir de ese momento – escribe el historiador Nicola Tranfaglia a este respecto – los periodistas sabían que cualquier expresión de crítica y disidencia podía ser el pretexto invocado por el nuevo jefe de gobierno para aplicar medidas decisivas de restricción de la libertad de prensa»[30]. Los principales diarios italianos – Corriere della Sera, La Stampa, Il Mondo y otros – se vieron inmediatamente afectados por este nuevo clima de sospecha hacia la libre circulación de ideas, y a partir de entonces adoptaron una postura bastante crítica hacia el gobierno de Mussolini[31].

Sin embargo, lo que más preocupaba a Mussolini en ese momento era la gestión del partido fascista, del que era el líder carismático y secretario. Tras la «Marcha sobre Roma», el partido había crecido enormemente, alcanzando los 625.000 miembros en 1923 luego de la fusión con los nacionalistas de Federzoni. Esto creó dentro del partido – organizado, más que jerárquicamente, según un sistema de «red» – una fuerte oposición entre los «viejos fascistas», fieles a la idea revolucionaria, y los «recién llegados», interesados en su mayoría en explotar el «carné de socio» para sus propios intereses. En cualquier caso, para la gran mayoría de los «viejos fascistas», el resultado de la «Marcha sobre Roma» fue bastante insatisfactorio. En particular, no querían aceptar la «constitucionalización» del fascismo, su «parlamentarización» y su colaboración a nivel gubernamental con los partidos de la vieja clase burguesa-liberal y el PPI. Además, no podían aceptar que en la periferia el poder siguiera en manos de las antiguas administraciones elegidas democráticamente y de los prefectos del gobierno, aunque la mayoría de ellos fueran abiertamente pro-fascistas. Habrían querido llegar a un «ajuste de cuentas» inmediato, especialmente contra sus antiguos enemigos, es decir, los socialistas, el Partido Popular de Don Sturzo y otros. En realidad, los fascistas más extremos no querían una política de pacificación nacional: más bien exigían que Mussolini, llegado al gobierno del país, quemara el impulso de una fascistización radical del país y preservara al partido de cualquier contaminación[32].

Esta gran corriente de «disidencia», apoyada por poderosos ras locales, sólo estaba dispuesta a sostener al nuevo gobierno en la medida en que éste lograra realizar o imponer el Estado fascista; pero al mismo tiempo seguía siendo libre de llevar a cabo una «segunda oleada revolucionaria», como decía Farinacci, si ésta servía para conseguir la revolución. En definitiva, la política que siguió Mussolini hacia el partido no fue la de oponerse explícitamente a él, porque necesitaba el escuadrismo para usarlo como arma tanto contra aliados como contra opositores, sino una política inspirada en el principio de «contención», transformándolo poco a poco, con el apoyo de nuevos elementos y despojándolo gradualmente de sus dirigentes más turbulentos. De este modo, se apoderó tanto del partido como del Estado, debilitando día a día su estructura democrática y pluralista. Así comenzaron los llamados «veinte años de fascismo» y totalitarismo, que sirvieron de ejemplo en varios países – no sólo en Europa – y contribuyeron al debilitamiento de las estructuras democrático-representativas, tanto en el ámbito político como en el económico y cultural, en muchas partes de la sociedad occidental.

En el contexto actual, este aniversario, tan lleno de recuerdos contradictorios, no puede ni debe ser instrumentalizado por nadie por razones políticas y contingentes. Es cierto que la historia nos enseña muchas cosas sobre el pasado y nos ayuda a interpretar el presente, pero los acontecimientos nunca se repiten de forma idéntica. Lo ocurrido en Italia hace un siglo debe hacernos reflexionar y volvernos más vigilantes y atentos a la defensa de los valores de la democracia y de los derechos de las personas – incluidos los migrantes – para evitar los giros autoritarios en la gestión de los asuntos públicos, siempre perjudiciales para el bien de las poblaciones y de los Estados.

  1. Cfr M. Palla, «Fascismo. Il movimento», en Dizionario storico dell’Italia unita, al cuidado de B. Bongiovanni – N. Tranfaglia, Roma – Bari, Laterza, 1996, 331; R. O. Paxton, Il fascismo in azione. Che cosa hanno veramente fatto i movimenti fascisti per affermarsi in Europa, Milán, Mondadori, 2005, 105 s.

  2. Sobre la política de Luigi Facta y su intención de «constitucionalizar» el fascismo, véase D. Veneruso, La vigilia del fascismo. Il primo ministero Facta e la crisi dello Stato liberale in Italia, Bolonia, il Mulino, 1968. Un libro que, en cambio, tiende a minimizar la responsabilidad de Facta en la llegada de Mussolini y del fascismo al poder es el de A. Repaci, La marcia su Roma, Milán, Rizzoli, 1972.

  3. La capital estaba rodeada por una guarnición de 28.000 soldados, al mando del general Emanuele Pugliese, que estaba decidido a cumplir con su deber si los fascistas atacaban Roma.

  4. Cfr E. Gentile, Storia del partito fascista. Movimento e milizia 1919-1922, Roma – Bari, Laterza, 2021, 620.

  5. A. Repaci, La marcia su Roma, cit., 932.

  6. Los escuadristas (en italiano, squadristi), fueron grupos paramilitares nacidos en 1919 que tenían como objetivo intimidar por medios violentos a los adversarios políticos. Fueron absorbidos por los fascistas, que los usaron para fortalecer su ascensión al poder.

  7. A. Repaci, La marcia su Roma, cit., 932.

  8. R. De Felice, Mussolini il fascista. 1. La conquista del potere, Turín, Einaudi, 1966; R. Vivarelli, Storia delle origini del fascismo. L’ Italia dalla grande guerra alla marcia su Roma, Bolonia, il Mulino, 2012; E. Gentile, Storia del partito fascista…, cit.

  9. Cfr P. Spriano, Storia del partito comunista italiano, vol. I, Turín, Einaudi, 1967, 216.

  10. Cfr G. Sale, La Chiesa di Mussolini, Milán, Rizzoli, 2011, 46 s.

  11. «Azione rinnovatrice ma nell’ambito della legge», en Il Giornale d’Italia, 15 de octubre de 1922.

  12. E. Gentile, Storia del partito fascista…, cit., 619.

  13. Ibid.

  14. Se llamó arditas a una fracción del cuerpo de infantería del ejército real de Italia en la Primera Guerra Mundial. Su nombre deriva del verbo italiano ardire, que quiere decir “osar”.

  15. P. Alatri, Le origini del fascismo, Roma, Editori Riuniti, 1971, 242.

  16. Cfr R. De Felice, Mussolini il fascista…, cit., 360 s.

  17. E. Gentile, Storia del partito fascista…, cit., 625.

  18. No todos los dirigentes fascistas estaban de acuerdo en la necesidad de llegar al gobierno mediante un acto de fuerza. En contra estaban los llamados fascistas «moderados», como De Vecchi, De Bono, Grandi, Bottai y otros, que estaban preocupados por el carácter revolucionario e insurreccional que podría haber adquirido la marcha. En el lado opuesto, sin embargo, estaba Bianchi, que se mantuvo firme en su punto de vista hasta el final. Fue él, en momentos de indecisión, quien convenció a Mussolini de que era necesario actuar cuanto antes. No debían repetir el error táctico, cometido en 1919 por los socialistas – que eran mayoría en el país -, de no emprender acciones revolucionarias y dejar que las viejas fuerzas del liberalismo siguieran gobernando el país. Cfr. ibíd., 631.

  19. De hecho, fueron estas situaciones locales – véase Cremona, entre otras – las que impulsaron a Mussolini, todavía algo indeciso sobre el proyecto, a emprender la acción de la fuerza. Cfr. P. Milza, Mussolini, Roma, Carocci, 1999, 333.

  20. Cfr I. Balbo, Diario 1922, Milán, Mondadori, 1932, 195.

  21. Cfr C. Rossi, Trentatre vicende mussoliniane, Roma, Ceschina, 1958, 144.

  22. El rey fue aconsejado de no firmar el estado de sitio por sus consejeros de mayor confianza, entre ellos el honorable Salandra, el honorable Federzoni, el General Díaz y el almirante Thaon de Revel. Véase P. Milza, Mussolini, citado, 334.

  23. Cfr R. De Felice, Mussolini il fascista…, cit., 360 s; N. Tranfaglia, La prima guerra mondiale e il fascismo, Turín, Utet, 1995, 395 s. El estudioso sostiene que fueron el mariscal Díaz y el general Pecori Giraldi, interrogados durante la noche por el rey, quienes aconsejaron al soberano no firmar el decreto de estado de sitio.

  24. Cfr G. Sale, Popolari e destra cattolica al tempo di Benedetto XV, Milán, Jaca Book, 2006, 55 s.

  25. Sobre la relación entre Pío XI y la Acción Católica, cfr M. Casella, L’ azione cattolica nell’Italia contemporanea. 1919-1969, Roma, Ave, 1992; P. Pecorari (ed.), Chiesa, Azione Cattolica e fascismo nell’Italia settentrionale durante il pontificato di Pio XI. 1922-1939, Milán, Vita e Pensiero, 1979; G. B. Guzzetti, Il movimento cattolico italiano dall’unità ad oggi, Nápoles, Dehoniane, 1980; P. Scoppola, Coscienza religiosa e democrazia nell’Italia contemporanea, Bolonia, il Mulino, 1966, 362-418; E. Preziosi, Obbedienti in piedi. La vicenda dell’Azione Cattolica in Italia, Turín, Sei, 1996; Y. Chiron, Pie XI (1857-1939), París, Librairie Académique Perrin, 2004; F. Margiotta Broglio, «Pio XI», en Enciclopedia dei papi, Roma, Istituto dell’Enciclopedia Italiana, 2000, 617-632.

  26. Cfr G. A. Biggini, Storia inedita della conciliazione, Milán, Garzanti, 1942, 65.

  27. G. Sale, Popolari e destra cattolica al tempo di Benedetto XV, cit., 188. El Osservatore Romano del 30 de octubre de 1922, tras el nombramiento de Mussolini como jefe de gobierno, declaró que el Papa pretendía «mantenerse por encima de las competiciones políticas, pero seguir siendo el guía espiritual que siempre preside los destinos de las naciones».

  28. «Le fascisme et le Vatican», en Le Journal, 11 de noviembre de 1922.

  29. Citado en Y. Chiron, Pie XI, cit., 219. Sobre este tema, cfr W. Rauscher, Hitler e Mussolini. Vita, potere, guerra e terrore, Roma, Newton e Compton, 2004, 79.

  30. N. Tranfaglia, La prima guerra mondiale e il fascismo, cit., 327.

  31. Cfr Id., «La stampa quotidiana e l’avvento del regime», en V. Castronovo – N. Tranfaglia (edd.), La stampa italiana nell’età fascista, Roma – Bari, Laterza, 1981.

  32. Cfr R. De Felice, Mussolini il fascista…, cit., 414.

Giovanni Sale
Después de realizar estudios en derecho en 1987 ingresó a la Compañía de Jesús, en la cual fue ordenado presbítero. Desde 1998 es parte del Colegio de Escritores de La Civiltà Cattolica. Enseña, además, Historia de la Iglesia Contemporánea en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Ha trabajado durante años en el Instituto Histórico de la Compañía de Jesús, del que fue su último director.

    Comments are closed.