FILOSOFÍA Y ÉTICAACÉNTOS

La justicia

Una virtud incómoda

La muerte de Sócrates, Jacques-Louis David (1787)

El espejo de una sociedad compleja

Entre las virtudes cardinales (prudencia, justicia, fortaleza, templanza), la justicia es de hecho la única que es actualmente objeto de investigación desde la reflexión filosófica, gracias sobre todo a su resurgimiento por obra del neocontractualismo. Este intenta presentar la cuestión de la justicia al margen de una perspectiva metafísica y religiosa, identificando criterios de evaluación que permitan a cada hombre decidir «en tanto ser racional, libre e igual»[1]. Una propuesta, por tanto, que puede aplicarse en una sociedad compleja, es decir, que carece de una visión compartida de la vida.

De este modo, según el neocontractualismo filosófico, la justicia puede establecerse en la vida social mediante un tipo preciso de acuerdo, un contrato para ser precisos, en el que individuos que difieren considerablemente en sus sensibilidades, costumbres, filiaciones culturales y religiosas puedan ponerse de acuerdo sobre los criterios de asignación de los recursos disponibles.

Se trata de una propuesta interesante, que pretende responder a la situación de las sociedades secularizadas actuales, cuyas características parecen destinadas a ser cada vez más relevantes política y socialmente.

John Rawls, uno de los más lúcidos divulgadores del neocontractualismo filosófico, en su principal obra, Una teoría de la justicia, al discutir el problema del diálogo entre miembros de distintas posiciones, acuñó el término «consenso superpuesto» (overlapping consensus) como posible punto de encuentro entre distintas corrientes de pensamiento[2]. Para el filósofo norteamericano, el consenso debe limitarse a la justicia social, es decir, debe establecer la distribución equitativa de bienes indispensables para una vida digna, como el reconocimiento de los derechos de cuidado, educación, libertad de expresión, profesión política, cultural y religiosa. El hecho de adoptar posiciones diferentes no impide llegar a un acuerdo, siempre y cuando se alcancen conclusiones compartidas, lo que Rawls denomina «juicios ponderados en equilibrio reflexivo»[3]. Esto requiere que las distintas partes pongan entre paréntesis sus propias convicciones, que sólo pueden encontrar expresión en la esfera privada.

Para conseguir ejercer equitativamente la distribución, Rawls introduce el famoso recurso del «velo de ignorancia»: nadie sabrá realmente a quiénes irán a parar los bienes que han sido objeto del contrato[4]. La de Rawls es una versión actualizada del modelo liberal, según el cual la concepción más general de la vida concierne únicamente a la esfera de la conciencia personal, sin interferir en modo alguno en las dimensiones social y política. Sin embargo, el filósofo no considera en absoluto irrelevantes estos supuestos; al contrario, el compromiso con la justicia presupone una actitud ética fundamental de confianza y cooperación con las demás partes, y se inspira en las diferentes posiciones de partida de las partes contratantes. El compromiso con el bien común es un valor éticamente compartible e indispensable para la comunidad civil. En este sentido, las diferencias de enfoque permanecen invisibles en el plano del acuerdo, pero pueden revelar distintos aspectos del problema que pueden respetar su complejidad[5].

En cualquier caso, Rawls se esfuerza por señalar que el hecho de que los puntos de partida de los que se adhieren al contrato sean diferentes no significa en absoluto favorecer una forma de escepticismo filosófico o de indiferencia religiosa[6], aunque queda por precisar el papel y la importancia de estas realidades en la vida moral del hombre. Lo esencial para el filósofo americano es la protección de la libertad individual, aunque de hecho siga siendo difícil ver con precisión cómo debería ejercerse en una sociedad contractualista: «El ideal sería vivir como una persona justa en una sociedad justa en la que se respetaran los derechos de todos. En tal situación, la persona tendría “la mayor libertad fundamental compatible con dicha libertad para los demás”. Lo que la persona podría o debería hacer con esa libertad parece […] un asunto privado, algo subjetivo, siempre que se cumplan las exigencias de la justicia […], asumiendo que no podemos conocer en detalle lo que es bueno para las personas individuales, ni exigir un consenso sustantivo al respecto»[7].

¿Es posible un enfoque contractual de la justicia?

El libro de Rawls ha tenido un gran éxito de público y una considerable resonancia en los debates de filosofía política. Los intérpretes posteriores han apreciado sobre todo el alto perfil especulativo de su propuesta, pero también han señalado su abstracción, a pesar de los intentos de corrección del propio filósofo en escritos posteriores. Un riesgo nada infrecuente en la reflexión filosófica.

Es más, tal planteamiento, por formal que parezca y limitado a explicar la dimensión procedimental de la justicia, pone de relieve, sin embargo, un residuo ético irrenunciable que no puede dejarse al ámbito privado de la conciencia: la propuesta del contrato social prescinde, en última instancia, precisamente de aquellos bienes que la teoría de la justicia se supone que garantiza. Así se desprende de la noción de maximin (abreviatura de maximum minimorum: hay que valorizar al máximo a los que están peor), que desempeña un papel tan decisivo en su argumentación. Esta no es reducible a un procedimiento simplemente económico, de gestión de recursos, y confiere a todo el proceso una clara caracterización moral. Pero luego resulta impotente en la elección concreta. Amartya Sen pone el ejemplo de tres niños que querrían la única flauta disponible, alegando tres razones diferentes (capacidad, propiedad, indigencia). Todas estas razones son igualmente correctas desde una perspectiva procedimental: «Para los teóricos de las distintas escuelas – utilitarismo, igualitarismo económico, liberalismo práctico – es probable que la solución correcta esté ahí lista y que no sea en absoluto difícil de identificar. Pero, casi con toda seguridad, la solución que cada uno de ellos presentará como evidentemente correcta será muy diferente de la de los demás»[8]. Este callejón sin salida es típico de un enfoque de escritorio del problema de la justicia, basado en reglas y definiciones estrictas, pero incapaz de resolver el conflicto sobre la asignación de la propiedad, que presenta una situación mucho más compleja que la asignación de una flauta.

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Los presupuestos éticos de tal planteamiento están ocultos, pero al mismo tiempo son inevitables: se revelan claramente por la propia estructura de la obra. De hecho, los dos principios fundamentales de la justicia[9] quedan expuestos antes del momento contractual fundamental, el velo de la ignorancia, sin que se ofrezca una justificación adecuada para ellos[10]. En otras palabras, no son «contractuales» en absoluto. En esta perspectiva, el punto decisivo queda en la vaguedad: quién decide, a través de qué momentos y modalidades, y en virtud de qué sería posible llegar a un consenso. Al final, la discusión sobre los bienes a repartir se cierra según un modelo preestablecido: «La lista es una lista construida […], es el producto de una cierta historia de doctrinas; pero el cierre de la lista es un efecto de construcción»[11]. De este modo, se pretende regular la vida de los ciudadanos sin permitirles tomar ninguna de las decisiones que se asumen en el libro.

En última instancia, este enfoque cierra el dilema antes de la deliberación mediante la decisión de una autoridad superior. En la práctica, la atención se centra en las instituciones justas, sin decir nada sobre las condiciones que hacen que una sociedad sea «justa», es decir, la vida real de las personas y las dificultades que encuentran. Falta una mención a la educación del ciudadano, que le haría capaz de tomar decisiones justas: un punto, éste, bien conocido por los antiguos, que insistían más bien en la circularidad de la vida moral. La justicia no puede separarse de las demás virtudes cardinales: sólo un hombre recto puede actuar con justicia, hasta el punto de sacrificarse por el bien común[12]. Cuando se convierte en una virtud por derecho propio, la justicia queda reducida a una reflexión sobre la corrección de los procedimientos formales: un aspecto ciertamente importante, pero que la vacía de sus características esenciales y la convierte en una construcción artificial.

En efecto, la ficción misma del velo de ignorancia suscita no pocas perplejidades; es sorprendente que una noción tan imaginaria e hipotética constituya la espina dorsal de toda la obra. Este artificio, que hace pensar más en la mitología que en la ciencia política, una especie de deus ex machina, muestra cómo el tratamiento de una concepción más general del hombre y de la vida es una tarea ineludible a la hora de abordar la espinosa cuestión de la diversidad, tema central en las complejas sociedades actuales.

Las aporías de la concepción liberal de la justicia

Y es precisamente esta exclusión el aspecto más problemático de una propuesta que, sin embargo, está animada por motivaciones admirables. La cuestión de qué hacer con la propia libertad, es decir, su tratamiento positivo, requeriría la noción de finalidad y una ética de carácter teleológico, entrando en un horizonte mucho más amplio y complejo que el consenso contractualista.

En ausencia de una perspectiva trascendente, los fundamentos mismos de la sociedad liberal se tornan problemáticos y, para ser abordados adecuadamente, exigen ir más allá de la concepción abstracta de una razón capaz de fundarse a sí misma y presentarse como super partes. Una razón así corre el riesgo de permanecer muda ante las cuestiones decisivas de la convivencia civil: piénsese en los temas de la inmigración, la nueva pobreza, la asistencia sanitaria, el voluntariado, la vivienda, los centros de acogida, la mediación en política internacional, etc.

Los valores que sustentan la justicia (la libertad, la igualdad, la dignidad de todo ser humano, la protección de los más débiles, los derechos humanos), privados de justificación, se vuelven difíciles de sostener y acaban siendo despreciados o impuestos arbitrariamente por la voluntad del legislador.

El filósofo del derecho Ernst-Wolfgang Böckenförde, antiguo miembro del Tribunal Constitucional Federal alemán, expresó esta aporía en términos profundos: «El Estado liberal secularizado vive de supuestos que no puede garantizar. Este es el gran riesgo que ha asumido en aras de la libertad. Por un lado, sólo puede existir como Estado liberal si la libertad que garantiza a sus ciudadanos está regulada desde dentro, es decir, desde la sustancia moral del individuo y la homogeneidad de la sociedad. Por otro lado, sin embargo, si el Estado intenta garantizar estas fuerzas reguladoras internas por sí mismo, es decir, por medio de la coerción legal y el mando autoritario, renuncia a su propia liberalidad y vuelve a caer – en un nivel secularizado – en esa misma instancia de totalidad de la que se había alejado con las guerras civiles confesionales»[13].

Es lo que se denomina «la paradoja de Böckenförde»: un Estado, para ser liberal, debe justificar los derechos que proclama en el plano jurídico; pero, para ello, debe renunciar a un uso técnico-instrumental de la razón y dar cabida a un conocimiento de tipo sapiencial y, en definitiva, a una perspectiva trascendente que la concepción positivista del Derecho excluía por principio.

Esta paradoja, formulada en una conferencia celebrada en Ebrach en 1964, capta el grave callejón sin salida que aflige a las sociedades liberales actuales; la centralidad de sus observaciones radica en que este supuesto fue retomado y ampliamente debatido en las décadas siguientes por los más diversos autores[14].

Si no sale de este dilema, el Estado liberal corre el riesgo de morir como democracia, dando lugar a derivas peligrosas, como el populismo y las soluciones de mano dura, que truncan el debate por la mera imposición de la fuerza[15]. Pero, sobre todo, el Estado, para superar este impasse, acaba asumiendo aquellos tonos confesionales de los que querría distanciarse. Un Estado que se justifica a sí mismo se vuelve totalitario y repudia los principales logros adquiridos durante la era moderna.

Una posible aplicación: los derechos humanos

Otro ejemplo de la dificultad que paraliza hoy la reflexión sobre la justicia es la cuestión de la dignidad humana y los derechos humanos. Temas que a primera vista parecen obvios e incuestionables, pero que plantean serias dificultades cuando se explicitan sus implicaciones filosóficas. Su justificación exigiría, ante todo, el abandono de una antropología materialista.

Si los seres humanos no son diferentes de cualquier otro organismo vivo, la idea misma de los derechos se desmorona. En efecto, ¿qué investigación empírica podría detectarlos? Sólo puede constatar que el hombre es un compuesto de materia orgánica, como cualquier otro ser; la detección de su «ser racional, libre e igual», lejos de resolver la cuestión, plantea dificultades adicionales. Es significativo que Rawls no considere a los retrasados mentales como sujetos de derecho a los que haya que hacer justicia. Privados de capacidad racional, no tienen voz contractual y deben ser equiparados a los animales; los desfavorecidos, objeto del segundo principio de justicia, sólo deben entenderse en sentido social y económico[16].

Brad Gregory señala a este respecto: «Los derechos y la dignidad sólo pueden tener un estatus de realidad si los seres humanos son algo más que materia biológica. El discurso secular moderno sobre los derechos humanos depende de que se preserve de algún modo (pero no se reconozca) la creencia de que todo ser humano ha sido creado a imagen y semejanza de Dios […]. Los fundamentos intelectuales de la modernidad están fallando porque los supuestos metafísicos que los rigen, combinados con los descubrimientos de las ciencias naturales, no ofrecen ninguna razón para creer en sus afirmaciones morales, políticas y normativas más básicas»[17].

Ante tales cuestiones, los defensores del «nuevo ateísmo» no ocultan su incomodidad al admitir que no existe una respuesta racional: «Ronald Dworkin, a pesar de su finura intelectual, responde a la pregunta sobre la verdad de la existencia objetiva de los derechos naturales como un sacerdote puesto en aprietos por un laico impertinente: “Más vale que lo creas”»[18].

Norberto Bobbio puede considerarse el representante más honesto y lúcido de esta dificultad. Habla de la búsqueda del fundamento último como de una «ilusión». Los derechos no tienen fundamento, no han de ser «justificados», han de ser «protegidos» por las instituciones políticas con un acto de imposición que trunca la discusión. La filosofía no puede decir nada más al respecto: «Cuando, llegados a la norma de las normas, ésta remite al poder de los poderes (en el sentido de que un sistema jurídico sólo es tal si es más eficaz que la banda de bandoleros o el partido armado que intenta hacerse con el poder y no lo consigue), hay que reconocer también que lo que cierra el sistema no es la norma sino el poder»[19]. Bobbio, sin embargo, no puede evitar enfrentarse a tales cuestiones cuando trata de proteger los derechos de las derivas violentas y totalitarias: «Los valores últimos […] no se justifican, se suponen: lo que es último, precisamente por ser último, no tiene fundamento»[20].

Pero hablar de «valores últimos» exige justificar su legitimidad y validez, ya que conllevan para el pueblo la obligación de asumirlos y respetarlos. El mero marco procedimental no basta para hacerlos tales: no es la mayoría la que establece que los hombres son libres e iguales, no es la mayoría por tanto la que puede establecer lo contrario. Hay que reconocer un horizonte superior al hombre capaz de garantizar su valor en sí mismo: «Último, en el sentido indicado por Bobbio, es precisamente el fundamento último: aquello que, al no referirse a nada más, se contiene en sí mismo: lo incondicionado, lo Absoluto, que lo funda todo. La respuesta exhaustiva a la cuestión del fundamento de la igualdad, como de los demás derechos humanos, debe buscarse, pues, en el plano de lo Absoluto»[21]. Se trata de un tema «políticamente incorrecto», que incomoda a la perspectiva liberal, pero que es indispensable para el pensamiento moderno: «Una vez rechazado el fundamento metafísico de una ética del bien, no queda en principio más que la voluntad humana y sus deseos, protegidos por el Estado»[22]. Pero de este modo, tal como planteaba Bobbio, el debate se ve truncado por la imposición autoritaria, confirmando las derivas antidemocráticas señaladas por Böckenförde.

¿Por qué ser justos en un mundo injusto?

Sin embargo, es difícil considerar suficiente esta perspectiva ante las tragedias e injusticias que presenta la vida. El problema de una justicia contractualista surge precisamente cuando los demás no cumplen con su parte del acuerdo: ¿qué hacer entonces? «¿Por qué ser justo en un universo en gran medida injusto?», se preguntaba Louis Kohlberg. La coherencia con los valores no parece ser rentable, al menos en esta vida. Los grandes ejemplos morales son todos figuras de hombres históricamente fracasados. Las situaciones de este tipo – las llamadas «situaciones asimétricas», injustas por desproporcionadas – requieren otro nivel de consideración, vinculado a una perspectiva trascendente: «En la moral de los Evangelios, las situaciones asimétricas constituyen el paradigma central: “Amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada en cambio” (Lc 6,35). El problema de cómo afrontar la asimetría, de tomar decisiones que implican un daño personal, es una anticipación de la propia muerte y plantea otras cuestiones correspondientes»[23].

El derecho natural laico, nacido en oposición a la tradición clásico-medieval, se ha encontrado con esta dificultad desde sus inicios. Sin la garantía de un orden superior, el poder del soberano puede extenderse hasta el capricho, convirtiéndose en tiranía. Jeremy Bentham, criticando la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Asamblea Constituyente francesa, observó, en consonancia con su enfoque utilitarista: «No tiene sentido declarar los derechos del hombre. No hay legislación universal: si la ley no es más que el mandato del soberano, entonces habrá tantos derechos como soberanos»[24].

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Con perspicacia, los representantes de esta escuela se habían dado cuenta de lo indispensable que era establecer un principio absoluto capaz de dar respaldo racional y legitimidad al derecho moderno, a fin de garantizarlo frente a derivas arbitrarias y violentas. De ahí el considerable interés por la teología que mostraron los representantes más autorizados del derecho natural «laico-secular» (Grocio, Pufendorf, Hobbes y Spinoza). Son precisamente las premisas teológicas las que dan la garantía de la laicidad de su propuesta, como por ejemplo la justificación del poder absoluto del soberano en tanto conferido por Dios[25].

Justicia y verdad: la lección de Pilatos

La complejidad del tema se hace aún más evidente cuando se compara con el de la verdad. Benedicto XVI identifica en el proceso de Jesús, narrado por el evangelista Juan, la deriva de una justicia procesal que evita abordar la cuestión de la verdad. Este relato ha dado mucho que pensar también en el debate actual en filosofía del derecho: cabe recordar, por ejemplo, el aporte de Hans Kelsen, exponente destacado del positivismo jurídico.

Para él, la actitud de Pilatos – simbolizada por la famosa pregunta «¿qué es la verdad?» – es la única posibilidad de aplicar un procedimiento riguroso, evitando embarcarse en problemas metafísicos insolubles. El magistrado romano no espera una respuesta de Jesús, sino que se dirige al pueblo, verdadero protagonista de la democracia. Sólo la mayoría puede decidir de vez en cuando qué es «la verdad»; el hombre de gobierno debe limitarse a establecer la corrección formal de los procedimientos; el resultado, sea cual sea, carece de importancia. El filósofo austriaco no tiene ninguna duda al respecto; aprueba decididamente la actitud de Pilatos: «Debemos estar tan seguros de nuestra verdad política como para imponerla, si es necesario, con sangre y lágrimas, estar tan seguros de nuestra verdad política, como el Hijo de Dios lo estaba de la suya»[26].

Esta afirmación recuerda la de Bobbio. Llama la atención cómo autores pertenecientes a corrientes de pensamiento muy diferentes llegan al mismo resultado: el rigor del procedimiento parece exigir la renuncia a la búsqueda de la verdad.

A esta lectura Benedicto XVI contrapone la del biblista Heinrich Schlier, según la cual el punto decisivo es, en cambio, la respuesta de Jesús: el poder de Pilato es legítimo en la medida en que «[lo ha] recibido de lo alto» (Jn 19,11). En el momento en que olvida esto, Pilato pierde legitimidad y termino siendo un mero gestor de sus propios intereses. Y al hacerlo, se hace cómplice de una flagrante injusticia, pues condena a muerte a un hombre que, como él mismo reconoce, no ha hecho nada malo (cfr. Jn 19,6). De este modo cualquiera puede ser condenado arbitrariamente, incluso él. Al tergiversar la verdad, Pilato se condena a sí mismo[27].

El diálogo evangélico, escrito en tiempos insospechados, recoge algunos de los puntos centrales del debate actual sobre la legitimidad del poder. Lo que Juan describe es un proceso «formal», vacío de contenido ético. Este vacío es el principal obstáculo para el ejercicio de la justicia, reducida a la gestión del interés partidista, que es lo que realmente está en juego entre Pilatos y los judíos. Ambos litigantes, para proceder, deben pisotear la verdad, jugar a la ficción[28].

Hay otro punto importante en este relato. Jesús deja claro tres veces que es rey de un reino que no es de este mundo. El reino del que habla no está ausente de este mundo, sino que tiene un origen distinto, posee una escala de valores diferente, que el mundo no puede comprender. Esta diversidad inquieta tanto a Pilato como a los judíos: Pilato tiene miedo y los judíos se escandalizan. Jesús manifiesta su realeza no por beneficio personal, sino por la verdad (término que en Juan tiene múltiples matices: justicia, libertad, amor, confianza en Dios). Una verdad que desciende de lo alto, de Dios, y que no puede ser ignorada, porque es el fundamento de todo poder legítimo: «El desarrollo del proceso revela un agudo contraste entre Jesús y Pilato: para Jesús no hay nada por encima de la verdad; para Pilato, en cambio, la razón de Estado está por encima de la verdad»[29].

Al final, la razón de Estado parece imponerse, manchada de sangre inocente: los judíos se apaciguan y Pilatos duerme tranquilo. Pero, como señala de nuevo Benedicto XVI, esa justicia no puede tener lugar sin que unos días después surja la verdad. Sin esa continuación, que apunta a una dimensión ultraterrena, incluso la protesta contra la injusticia, aunque admirable, se reduciría a un flatus vocis estéril.

El enfoque contractual de la justicia pone así de manifiesto una serie de cuestiones que corren el riesgo de erosionar peligrosamente las instituciones democráticas actuales. Cuestiones ciertamente complejas y que difícilmente pueden alcanzar una rigurosidad definitiva, pero que en todo caso no se pueden desatender[30].

  1. J. Rawls, Una teoria della giustizia, Milán, Feltrinelli, 1997, 218.

  2. Cfr Id., «The Idea of an Overlapping Consensus», en Oxford Journal of Legal Studies 7 (1987/1) 1–25: cfr www.jstor.org/stable/764257

  3. Id., Una teoria della giustizia, cit., 470; cfr Id., «Un riesame dell’idea di ragione pubblica», en Id., Il diritto dei popoli, Milán, Edizioni di Comunità, 2001, 175-238.

  4. «De alguna manera debemos centrarnos en los efectos de las contingencias particulares que ponen a los hombres en desventaja y les impulsan a explotar las circunstancias naturales y sociales en su propio beneficio. Para ello, parto de la base de que las partes están situadas tras un velo de ignorancia. Las partes no saben cómo afectarán las alternativas a su caso particular y, por tanto, se ven obligadas a evaluar los principios sólo sobre la base de consideraciones generales» (J. Rawls, Una teoria della giustizia, cit., 125).

  5. Cfr Id., Political Liberalism, New York, Columbia University Press, 1993, 134-149; Id., Giustizia come equità. Una riformulazione, Milán, Feltrinelli, 2008, 206.

  6. Ibid., 186.

  7. B. Kiely, «Maturità del ragionamento morale e maturità della vocazione cristiana», en L. M. Rulla (ed.), Antropologia della vocazione cristiana. III. Aspetti interpersonali, Bolonia, EDB, 1997, 167.

  8. A. Sen, L’idea di giustizia, Milán, Mondadori, 2010, 29.

  9. «La primera enunciación de los dos principios es la siguiente. Primero: toda persona tiene igual derecho a la libertad fundamental más amplia compatible con una libertad similar para los demás. Segundo: las desigualdades sociales y económicas deben combinarse de tal manera que (a) sea razonable esperar que beneficien a todos; (b) estén vinculadas a cargos y puestos abiertos a todos» (J. Rawls, Una teoria della giustizia, cit., 66).

  10. La justificación de los dos principios aparece después de la formulación del velo de ignorancia (cfr. ibid., 135-168). De ahí la perplejidad de Ricœur: «¿Cómo pueden formularse e interpretarse los principios, precisamente como principios, antes de que se hayan formulado los criterios con los que reconocerlos como tales, es decir, como proposiciones primeras? […] La idea misma de un acuerdo original sólo puede formularse a partir de tales principios» (P. Ricœur, «Politique, langage et théorie de la justice», in Id., Lectures. 1. Autour du politique, Paris, Seuil, 1991, 220-222).

  11. P. Ricœur, «Politique, langage et théorie de la justice», cit., 226. La «lista» propuesta por Rawls, y sus posibles alternativas, está desarrollada en Una teoría de la justicia (Una teoria della giustizia, cit., 114-117). Rawls mismo redimensionará tal ideal unánime en sus escritos posteriores, afirmando que nunca puede conseguirse en estos términos (cfr J. Rawls, Political Liberalism, cit., 10).

  12. Cfr Atistóteles, Ética a Nicómaco, II, 4, 1105b, 5; II, 6, 1106a, 22. En esta línea, Santo Tomás retoma la observación de Valerio Máximo sobre las virtudes civiles de los antiguos romanos, los cuales «preferían ser pobres en un imperio rico, que ricos en un imperio pobre» (Sum. Theol. II-II, q. 47, a. 10, ad 2).

  13. E.-W. Böckenförde, La formazione dello Stato come processo di secolarizzazione, Brescia, Morcelliana, 2006, 68 s. Véase también la página 66: ¿De qué vive el Estado y dónde encuentra la fuerza que lo gobierna y le garantiza la homogeneidad, desde que la fuerza vinculante de la religión dejó de ser esencial para él?

  14. Cfr Id., Diritto e secolarizzazione. Dallo Stato moderno all’Europa unita, Roma – Bari, Laterza, 2007, 33-54; P. Prodi – L. Sartori (edd.), Cristianesimo e potere, Bolonia, EDB, 1986, 101-122; P. Prodi, Una storia della giustizia. Dal pluralismo dei fori al moderno dualismo tra coscienza e diritto, Bolonia, il Mulino, 2000; G. E. Rusconi (ed.), Lo Stato secolarizzato nell’età post-secolare, ivi, 2008.

  15. «¿Qué pasaría si se congelaran los poderes de un parlamento y se llevara a la población a decidir directamente sobre cuestiones delicadas relacionadas con la bioética, las vacunas, el final de la vida, la fiscalidad, la escolarización, etc. que requieren mediación política? Unos poderes fuertes y algunos eslóganes bastarían para condicionar el voto […]. Para los populistas, las élites políticas pensantes son siempre y en todos los casos corruptas; sólo en el pueblo residen la virtud y la pureza» (F. Occhetta, «Populismi», en Civ. Catt. 2017 II 551 s).

  16. «No estamos obligados a hacer justicia de manera estricta a las criaturas que carecen de estas capacidades [racionales]»; tal cuestión debería ser más bien «una de las tareas de la metafísica» (J. Rawls, Una teoria della giustizia, cit., 418; esta posición fue reafirmada posteriormente por el autor). Cfr Id., «Giustizia come reciprocità», en M. Ricciardi (ed.), L’ideale di giustizia. Da John Rawls a oggi, Milán, Università Bocconi, 2010, 33; M. Nussbaum, Le nuove frontiere della giustizia. Disabilità, nazionalità, appartenenza di specie, Bolonia, il Mulino, 2007, 133-138.

  17. B. S. Gregory, Gli imprevisti della Riforma. Come una rivoluzione religiosa ha secolarizzato la società, Milán, Vita e Pensiero, 2014, 434; cfr V. Ferrone, Storia dei diritti dell’uomo, Roma – Bari, Laterza, 2014.

  18. B. S. Gregory, Gli imprevisti della Riforma…, cit., 411; cfr R. Dworkin, «Objectivity and Truth: You’d Better Believe it», en Philosophy and Public Affairs 25 (1996/2) 118.

  19. N. Bobbio, «Kelsen e il problema del potere», en Rivista internazionale di filosofia del diritto 58 (1981/4) 569. Cfr Id., L’ età dei diritti, Turín, Einau­di, 1997, 6 s; 16.

  20. Id., L’ età dei diritti, cit., 8 s. Cfr F. Todescan, Il «caso serio» del diritto naturale. Il problema del fondamento ultimo del diritto nel pensiero giuridico del sec. XX, Padua, Cedam, 2011, 1-15.

  21. A. Andreatta, «Riflessioni intorno al significato e al fondamento del concetto di uguaglianza nella cultura moderna», en La società criticata. Revisioni fra due culture, Nápoles, Morano, 1974, 111.

  22. B. S. Gregory, Gli imprevisti della Riforma…, cit., 124.

  23. B. Kiely, Psicologia e teologia morale. Linee di convergenza, Casale Monferrato (Al), Marietti, 1982, 260.

  24. J. Bentham, Il libro dei sofismi, Roma, Editori Riuniti, 1993, 124. Esta aporía fue señalada también por Rawls, con respeto a los fundamentos de la democracia (cfr J. Rawls, Lezioni di storia della filosofia politica, Milán, Feltrinelli, 2009, 312-315).

  25. Cfr F. Todescan, Le radici teologiche del giusnaturalismo laico. Il problema della secolarizzazione nel pensiero giuridico del sec. XVII, Padua, Cedam, 2014, 11 s.

  26. H. Kelsen, I fondamenti della democrazia, Bolonia, il Mulino, 1966, 331.

  27. «El evangelista es muy hábil para hacer emerger la verdad sobre Jesús de sus propios adversarios, sin que ellos lo sepan, incluso haciéndoles decir materialmente la verdad que ignoran o incluso contra la que luchan» (B. Maggioni, La brocca dimenticata, Milán, Vita e Pensiero, 1999, 132; cfr 131). Cfr H. Schlier, «Gesù e Pilato», en Id., Il tempo della Chiesa, Bolonia, EDB, 1965, 89-117; Benedetto XVI, L’ elogio della coscienza. La Verità interroga il cuore, Siena, Cantagalli, 2009, 55 s; G. Zagrebelsky, Il «Crucifige!» e la democrazia, Turín, Einaudi, 1995.

  28. «[Los judíos] no llevan a Jesús ante Pilato para pedirle un juicio. No quieren un verdadero juicio […]. “Si no fuera un malhechor…”. En realidad ellos saben muy bien que Jesús no es un malhechor, pero ésta es la única acusación – junto con la pretensión de ser rey de los judíos – que podía interesar a Pilato […]. Y entonces se ve claramente la hipocresía del propio Pilato. Abre el proceso con intención de objetividad, pero sólo porque cree que el asunto no le concierne personalmente. En cuanto se da cuenta de ello, muestra el límite de su propia objetividad» (B. Maggioni, La brocca dimenticata, cit., 131 s).

  29. Ibid., 134.

  30. Para profundizar, cfr G. Cucci, Esperienza religiosa e psicologia, Leumann (To), Elledici, 2017, 169-187; Id., Religione e secolarizzazione. La fine della fede?, Asís (Pg), Cittadella, 2019, 191-210.

Giovanni Cucci
Jesuita, se graduó en filosofía en la Universidad Católica de Milán. Tras estudiar Teología, se licenció en Psicología y se doctoró en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, materias que actualmente imparte en la misma Universidad. Es miembro del Colegio de Escritores de "La Civiltà Cattolica".

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