Vida de la Iglesia

Actualizar y renovar la Doctrina Social de la Iglesia

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En el siglo IV, Gregorio de Nisa hablaba de «ir de comienzo en comienzo, mediante comienzos que no tienen fin». Con este nuevo comienzo en el corazón, pretendo ofrecer una síntesis de lo que el Papa Francisco, tras diez años de pontificado, nos enseña y anima a poner en práctica en nuestro camino sinodal. Explicaré la importancia de Aparecida para toda la Iglesia católica, cómo la sinodalidad va adquiriendo un rostro desde lo particular a lo universal, y los retos y los nuevos impulsos para que este camino se haga realidad: superando el escollo del clericalismo, caminando hacia la inculturación, valorando las diferencias y construyendo unidad. Todo ello en clave misionera, abriendo los ojos al descuidado de la casa común y haciendo una relectura de nuestra realidad social. Espero que el Espíritu Santo nos ilumine para que cada uno de nuestros pasos nos conduzca a «poner el vino nuevo en odres nuevos» (Mt 9,17).

De lo particular a lo universal: la importancia de Aparecida para toda la Iglesia católica

Durante las cinco Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano, Río de Janeiro (1955), Medellín (1968), Puebla (1979), Santo Domingo (1992), Aparecida (2007), se puso de manifiesto el deseo de la Iglesia latinoamericana y caribeña de crecer y confirmarse en la fe en Cristo Jesús, de ser luz que resplandece en medio de las numerosas sombras de un mundo cerrado.

Gregorio de Nisa afirmaba que en la vida cristiana se va «de comienzo en comienzo, mediante comienzos que no tienen fin». La Iglesia necesita siempre emprender nuevos caminos, porque necesita considerar su adhesión a Cristo y renovar con humildad su ser «sierva» del Señor. En esta lógica de conversión, cada una de las cinco Conferencias marcó una etapa de reanudación, un comienzo que abrió el camino a nuevos comienzos.

En particular, la V Conferencia General de Aparecida, estuvo motivada por la voluntad de ratificar la puesta en práctica de la eclesiología conciliar, pero al mismo tiempo estuvo iluminada por un propósito justo, el de dar un nuevo impulso a la evangelización y asumir el compromiso de emprender «una gran misión en todo el Continente» (DAp 362). La Iglesia latinoamericana quiso así reafirmar la alegría de ser Pueblo de Dios en misión, «comunidad de discípulos misioneros» (DAp 364).

Como es sabido, el Documento Final de Aparecida constituye una fuente y una referencia fundamental para la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium del Papa Francisco. Merece la pena destacar este punto, porque nos muestra cómo la reflexión madurada en el seno de una Iglesia regional puede convertirse en un paradigma de comprensión y clave hermenéutica a la hora de repensar la presencia de la Iglesia universal en el mundo. Francisco sintetiza y saca a la luz el fruto del debate eclesial que se llevó a cabo en Aparecida, cuando imagina el futuro de la Iglesia y afirma: «Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo» (EG 27).

América Latina fue la primera región del mundo que dio origen – en 1955 – a un cuerpo episcopal de naturaleza colegial. El trabajo realizado por el Consejo Episcopal Latinoamericano supuso una gran riqueza para toda la Iglesia. Todos le estamos agradecidos y le somos deudores por habernos donado una expresión viva y auténtica de recepción contextual del «método inductivo» propuesto por Gaudium et Spes[1]: escuchar, discernir, interpretar, actuar[2].

Sinodalidad y el pueblo de Dios: superar el escollo del clericalismo

En la Constitución pastoral del Vaticano II, los Padres conciliares quisieron indicar como deber permanente de la Iglesia, la actitud de discernir «a fondo, los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio» (GS 4). Es a partir del diálogo y de la confrontación con la historia, que la necesidad de la Iglesia actual de volver a ponerse en camino, como Pueblo de Dios, junto con la familia humana, se declina como conversión en cuatro direcciones diferentes: pastoral, sinodal, social y ecológica. El Concilio delineó también un estilo teológico y eclesial que da «forma» a la semper renovanda[3] conversión integral de la Iglesia, porque la orienta a la con-formación a Cristo: a la comunión.

Desde 2007, se ha hecho mucho. Los retos trazados en el Documento Final de Aparecida siguen siendo vigentes. Los problemas planteados por la globalización, las migraciones, el recrudecimiento del racismo, la intensificación de la violencia social, la precariedad de la vivienda, el aumento de la pobreza y el descuidado de la creación, siguen constituyendo a día de hoy el banco de pruebas en el que la Iglesia latinoamericana y caribeña está llamada a confrontarse con el mensaje evangélico.

Además, la pandemia, como una lente de aumento, ha evidenciado estas criticidades con mayor claridad, revelando otros aspectos concomitantes, como la emergencia sanitaria, la educativa, pero también la necesidad de un liderazgo político capaz de orientar las opciones comunes hacia el bien de todos.

Desde el punto de vista intraeclesial, hacer de la misión la expresión directa e intrínseca de nuestra identidad bautismal, significa devolver a todo el Pueblo de Dios la plena dignidad de sujeto activo de la evangelización (EG 114). Desde el texto final de Aparecida hasta la Constitución apostólica Predicate Evangelium, pasando por el Sínodo sobre la sinodalidad, se nos plantea un nuevo desafío: reformar las estructuras eclesiales de modo que se incorpore el testimonio y la acción de los laicos en la vida y en la misión de la Iglesia, a todos los niveles, hasta el punto de no considerar como un hecho anómalo y extraordinario la posibilidad de que éstos ejerzan funciones y responsabilidades de gobierno en las Iglesias locales y en la Curia romana.

La sinodalidad no debe confundirse con una estructura particular, como un sínodo o una asamblea, ni reducirse a un instrumento al servicio de la colegialidad episcopal; es más bien aquello que cualifica el modus essendi et vivendi de la Iglesia, en la expresión de sinergias y carismas diferentes que convergen en la comunión y la unidad.

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Sin embargo, para que se instaure un modelo circular de Iglesia, no basta con «abandonar las estructuras caducas que ya no favorezcan la transmisión de la fe» (DAp 365), para así adquirir formas de participación más amplias, estrategias de toma de decisiones más proclives a la escucha y al diálogo. En otras palabras, para «invertir la pirámide», debemos ante todo empezar por la conversión de los corazones y de un cambio de ritmo en la forma en que nos consideramos miembros vivos del Cuerpo eclesial. Para ello, es urgente superar el escollo del clericalismo, es decir, dejar atrás esa mentalidad autorreferencial, que desde siempre impide a la fuerza transformadora del Evangelio expresarse en una actualización concreta de estilos de vida cristiana, inspirados por el Evangelio y animados por el amor fraterno y recíproco.

Me detendré brevemente en el clericalismo, dado que considero útil hacer hincapié en algunos de sus rasgos distintivos, para discernir la dirección a seguir y el trabajo que aún nos queda por hacer, por el bien de la Iglesia. Es ante todo una praxis que genera un estilo relacional. Esto significa que se aprende por imitación, siguiendo modelos que se convierten en ejemplares y que, posteriormente, generan un horizonte en el que situar la propia forma de pensar.

Si el ejemplarismo clerical ejerce tal poder de sugestión sobre las nuevas generaciones de sacerdotes y sobre su imaginario, es porque transmite una sensación de eficiencia alentadora y una apariencia de control y de seguridad. La prioridad no se encuentra en la determinación de iluminar, mediante la Palabra de Dios, los problemas de la sociedad, sino en imponer una disciplina que pueda regular los aspectos prácticos de la experiencia creyente. Debemos reconocer, con dolor y contrición ante Dios y ante las víctimas, que las relaciones verticalizadas y discriminatorias que se crean en ciertos ambientes eclesiales clericalizados, han generado y siguen dando lugar a numerosos casos de abuso de autoridad, de poder, de conciencia y de desorden con connotaciones sexuales.

La resistencia a la hora de acoger los documentos conciliares, como también el magisterio de Francisco, incluso el documento de Aparecida en el contexto latinoamericano, se debe en gran medida a la dificultad de convertir el corazón de obispos, presbíteros y religiosos a la idea de una Iglesia de «puertas abiertas», casa de todos, en la que la afirmación de la diversidad de ministerios y de carismas, no implica la subordinación de un laicado discente a una jerarquía docente. Incluso la reticencia de numerosos exponentes del clero hacia la conversión sinodal, nace a menudo del temor, comprensible y a veces no del todo injustificado, de que abrir la participación en el gobierno eclesial a los laicos pueda causar un debilitamiento de la estructura de la Iglesia, permitiendo la entrada de ideas y la implantación de dinámicas, del todo ajenas a la fe y a los valores de la moral católica. Se escucha a menudo que el clericalismo y el arribismo de los laicos es más nocivo y deletéreo que el de los clérigos.

Aunque esto fuera cierto, la solución no pasa por perpetuar un modelo de gobierno vertical y autoritario, sino por promover y formar a los laicos en un auténtico y genuino espíritu de pertenencia y participación eclesial. Hablo de laicos, que no sólo sean competentes en aquellos ámbitos en los que lo pueden hacer mejor que los sacerdotes, sino que ante todo sean hombres y mujeres de fe, discípulos en camino, enamorados de Cristo y de la Iglesia. No se puede contrarrestar el clericalismo si, al mismo tiempo, no se permite que surja un laicado responsable y fiable. En este sentido, está en juego el futuro del anuncio evangélico: la crisis de autoridad en la Iglesia, de hecho, se refleja en la inmediata y consiguiente desconfianza de las nuevas generaciones hacia una institución que se presenta esclerótica e inflexible, fuertemente clerical y anclada en un formalismo obsoleto.

Redescubrir el fundamento teológico de la sinodalidad: la Iglesia «plebs adunata de Trinitate»

La sinodalidad, lejos de debilitar o minorar el ministerio jerárquico de la Iglesia, «nos ofrece el marco interpretativo más adecuado para comprenderlo»[4], permitiéndole expresar, de modo más auténtico, su dedicación al servicio de la Esposa de Cristo. La sinodalidad no debe entenderse nunca en términos de una «estrategia eclesial», cuyo objetivo es frenar la deriva clerical de los dos últimos siglos, sino que se trata más bien de un retorno a la realidad originaria de la Iglesia. Nace, en efecto, de la iniciativa de Dios Padre que, como se desprende claramente de la narración joánica, mediante el don de la vida del Hijo hecho hombre (Jn 10,17) derrama el Espíritu Santo y «reúne en uno» (Jn 11,52).

El verbo synágein, reunir juntos, con-reunir, contiene ese precioso prefijo sýn que encontramos en el término sínodo: al acto fundacional de Dios que con-reúne la asamblea, el resto fiel, le corresponde el syn-odéuein de los discípulos que con-caminan juntos. El documento de la Comisión Teológica Internacional parece subrayar esta correlación cuando afirma que la sinodalidad designa el estilo peculiar que caracteriza la vida y la misión de la Iglesia, expresando su naturaleza como el reunirse en asamblea del Pueblo de Dios convocado por Cristo y el caminar juntos bajo la guía del Espíritu Santo para anunciar el Evangelio a todos los pueblos[5].

Al afirmar que el principio de la sinodalidad se atribuye a la acción del Espíritu, se hace hincapié en el hecho de que la Iglesia es plebs adunata de Trinitate, es decir, participa en la vida de comunión de la Trinidad y se convierte en el instrumento con el que toda la humanidad está llamada a participar. Sin embargo, no basta con aprehender en el don de la comunión trinitaria «la fuente, la forma y el objetivo de la sinodalidad»[6], porque también es necesario destacar que ésta se sitúa en la vertiente de la respuesta libre, consecuente y lógica, de la realidad humana, de la forma ecclesiae, a la gracia de la elección del Dios trinitario que convoca a su Pueblo[7]. La sinodalidad, por tanto, expresa en la vida de la Iglesia, la identidad misma del Dios que ella anuncia al mundo, testimoniando así la correspondencia entre lo que es y lo que obra a partir de la revelación de Dios en Cristo, es decir: mostrar globalmente, como comunidad creyente, el estilo de aquel que «no ha venido a ser servido sino a servir» (Mt 20,28) y hacia el que ella se dirige en su devenir histórico[8].

El Papa Francisco ha reiterado en diferentes ocasiones que el Pueblo de Dios, por la acción del Espíritu Santo en los bautizados (LG 12), es infalible in credendo, es decir, está intuitivamente dispuesto a percibir lo que verdaderamente viene de Dios. Sin embargo, sería una operación ideológica, de retórica vacía, interpretar la llamada al sensus fidei de tal manera que se perpetúe la convicción de que los fieles laicos necesitan una guía firme para explicitar su fe ingenua. Si bien es cierto que algunas expresiones de la fe popular necesitan ser orientadas, también es cierto que existe un laicado consciente, todavía minoritario, cuya voz sigue siendo en gran parte ignorada.

Obstaculizar y frustrar el proceso sinodal, tal vez domesticándolo en una versión light, es decir, reiterando la idea de que los laicos están llamados a ser «colaboradores» y no «corresponsables», sería como trasvasar vino nuevo en odres viejos (cf. Mc 2,22).

Desde una óptica de perspectiva, ralentizar las reformas, con la esperanza de que disminuya el fervor o que cambien los vientos que soplan desde Roma, sería como poner la mano en el arado y mirar hacia atrás (cf. Lc 9,62). Por el contrario, para «promover la corresponsabilidad y participación efectiva de todos los fieles en la vida de las comunidades cristianas» (AP 368) es necesario favorecer y alentar el establecimiento de relaciones que se caracterizan por el amor fraterno.

De fundamental importancia es el papel que desempeñan las Conferencias Episcopales a la hora de integrar mejor el ejercicio del sensus fidei de todo el Pueblo de Dios y ayudar a las Iglesias locales a superar los particularismos, acompañando aquellas realidades en las que resulta más difícil adquirir un estilo sinodal, y ayudarles a entender nuevamente la misión de la Iglesia como un deber de todos.

Sinodalidad e inculturación: valorar las diferencias, construir la unidad

En la visión de Francisco, la sinodalidad es un instrumento de participación cuyo objetivo es involucrar a todos, contra todo reduccionismo jerárquico y como medida para prevenir una acción conciliadora, que no deje emerger las identidades peculiares. En otras palabras, la sinodalidad constituye el conjunto de aquellos «procesos que construyan un pueblo que sabe recoger las diferencias» (FT 217). Nadie ha afirmado con mayor contundencia que este Papa, que el cristianismo vive y prospera en las diferencias. Este énfasis se deriva de una opción teológica, es decir, el énfasis puesto en el misterio de la Encarnación como centro propulsor de la acción cristiana: el misterio de Cristo nos habla de una diferencia asumida, aquella diferencia radical entre Dios y la Criatura. Una diferencia nunca anulada, sino siempre en tensión, como enseña el Concilio de Calcedonia (451 d.C.) sobre las dos naturalezas «unidas y no confundidas» de Jesús. Escribe Francisco, «no haría justicia a la lógica de la encarnación pensar en un cristianismo monocultural y monocorde» (QAm 69).

La evangelización, por tanto, siguiendo el movimiento del Verbo hecho carne, no anula las diferencias humanas, ni conlleva para sí misma una implantatio ecclesie que dé lugar a una forma cultural unívoca. Al contrario, el Evangelio informa las culturas desde dentro, porque siempre entra en diálogo con la humanidad en sus expresiones socioculturales, iluminándolas con la luz de la Revelación.

Reconocer las semillas de la Palabra, ya de por sí presentes en las diferentes culturas, significa confesar con fe que la evangelización se despliega como un llevar la Verdad de Cristo, con respeto y estima, hacia la identidad del otro. Cuando se comprende que el anuncio del Evangelio está animado por el dinamismo intrínseco de la inculturación y de la interculturalidad, se madura también en la conciencia de que en el «dar» está siempre incluido un «recibir», en el «hablar» un «escuchar»: la comunidad eclesial que se hace misionera, que se acerca con delicadeza a la historia y a la vivencia del otro, experimenta que el contacto entre Evangelio y culturas genera un enriquecimiento recíproco. La inculturación de la fe es un proceso bidireccional: si la Iglesia, al ofrecer la Palabra de Dios, brinda la posibilidad a todas las culturas de descubrir un sentido y una finalidad al ser del hombre, al mismo tiempo, descubre cómo en el encuentro con las visiones antropológicas que emergen de otras culturas, se revelan y profundizan nuevos aspectos del misterio. Como puso de manifiesto el Sínodo sobre la Amazonia, la inculturación debe pensarse desde la perspectiva de una correspondencia recíproca: existe una sabiduría que emana de las culturas de los pueblos indígenas que, al enriquecerse con el misterio cristológico, aporta a la comprensión del mismo, en este caso a la teología de la creación, una profundidad única e irrepetible.

En muchas partes del mundo, las Iglesias locales siguen enfrentándose a los efectos y a las consecuencias de una evangelización concebida y aplicada en términos de una colonización cultural. Debemos trabajar más intensamente para que el proceso de descolonización no sea sólo un superar y curar las heridas del pasado, sino también un promover y apoyar la recuperación y la clarificación de una identidad que a menudo ha seguido resistiendo en la sombra, clandestinamente, hibridando costumbres y tradiciones. Descolonizar significará en este caso también discernir la paja del trigo, purificar y salvar, a fin de permitir una autentificación de la fe según las peculiaridades de la cultura misma, es decir, sin hacer mella en la Palabra de Dios y en la Tradición de la Iglesia, pero tampoco sin mortificar el proprium de la identidad de un pueblo. El Papa Francisco nos advierte que «la colonización no se detiene, sino que en muchos lugares se transforma, se disfraza y se disimula, pero no pierde la prepotencia contra la vida de los pobres y la fragilidad del ambiente» (QAm 16). Debemos vigilar las nuevas formas de colonización ideológica, porque sería un grave error y un empobrecimiento para todos, permitir que la globalización de los mercados impusiera una uniformidad de pensamiento y de estilos de vida. La sinodalidad es aliada de la inculturación de la fe, porque realza precisamente las diferencias y armoniza las identidades. Una Iglesia sinodal es, con la imagen del poliedro, una unidad plural.

Sinodalidad y compromiso pastoral: poner todo en clave misionera

Como afirmaba el Documento Final de Aparecida: «La conversión pastoral de nuestras comunidades exige que se pase de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera» (DAp 370). Superar un modelo de Iglesia, centrado únicamente en la acción sacramental, exige el esfuerzo de promover una acción pastoral capaz de asumir los retos planteados por la historia, especialmente el que representa el clamor de los pobres. Esto significa una integración de la enseñanza de la Doctrina Social de la Iglesia en la actividad de formación espiritual y humana de las comunidades creyentes, no sólo de los agentes de pastoral, sino de cuantos están llamados a «dar razón de la esperanza» en los contextos ordinarios de su vida, principalmente la familia, el trabajo, la sociedad, la cultura.

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Cuando el Papa Francisco afirma con valentía «Quiero una Iglesia pobre para los pobres» (EG 198), no está diciendo que debamos asumir ciertas perspectivas ideológico-clasistas, sino que nos está llamando a la responsabilidad, como Iglesia, de conformarnos a Cristo que «siendo rico, se hizo pobre» (2 Cor 8,9). Si en el pasado, la sospecha de una infiltración ideológico-marxista ha pesado en la praxis de las Iglesias latinoamericanas, esto no debe disuadirnos a la hora de dar lugar, en la acción pastoral, a una atención preferencial por los pobres y de confesar que «está implícita en la fe cristológica» (EG 198).

Si es intrínseca a la fe en Jesucristo, ¡la opción por los pobres está lejos de ser algo opcional! Debe impregnar y llevar a repensar el modo de planificar y gestionar todas las actividades de la pastoral ordinaria de las comunidades (EG 186-216). No hay que olvidar que, cuando Francisco afirma categóricamente «Quiero una Iglesia pobre para los pobres», alega inmediatamente una razón precisa: «ellos tienen mucho que enseñarnos». Como en el caso de la inculturación, la opción de convertirse en una Iglesia pobre con los pobres, tiene que ver más con lo que se recibe que con lo que se ofrece: los pobres nos evangelizan (EG 198).

Francisco no oculta su predilección por un pasaje de la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi (1975), en el que Pablo VI hablaba de la «dulce y confortadora alegría de evangelizar» (EN 80). Para Francisco, se trata de una intuición capaz de condensar el sentido de la Iglesia misionera hoy: evangelizar es la razón de ser de la Iglesia, de la que recibe la alegría de experimentar la presencia de Cristo, viva y operante en medio de los suyos. Exige la parresía de salir de sí misma, de abandonar la autorreferencialidad, el narcisismo teológico, para abrirse al mundo, a la historia, no con una actitud de juicio, sino con la mirada llena de misericordia del Padre que «tanto amó al mundo, que entregó a su Unigénito» (Jn 3,16).

Cuando la Iglesia es autorreferencial, desarrolla esa patología que es la mundanidad espiritual, que el P. de Lubac no tuvo reparos en estigmatizar como el peor mal del que puede estar aquejada la Esposa de Cristo. Si la Iglesia deja de entenderse a sí misma como mysterium lunae en relación con Cristo sol justítiæ, comienza a vivir para darse gloria a sí misma. La opción por los pobres es la cura para la Iglesia autorreferencial, porque al encontrarse con los descartados y los desamparados, los últimos y los que sufren, entra en contacto con las llagas de Cristo de las que emana la curación: «con sus heridas ustedes fueron curados» (1 Pe 2,24).

La palabra que más se repite en el Documento de Aparecida es vida. Aparece más de 600 veces. Esto debe hacernos reflexionar: si la evangelización es una oferta de vida digna y plena para las personas, la actividad pastoral debe llevar un mensaje de esperanza a quienes sufren debido a las numerosas carencias, dolores y obstáculos. La nuestra, debe ser una pastoral samaritana que se hace más cercana, se inclina sobre el herido, que se encuentra aturdido y yace tendido al borde de la Modernidad, le unge con el óleo de la alegría, lo carga sobre sus hombros, le proporciona todo lo necesario para que pueda ponerse en pie y recuperar su dignidad de hijo amado.

No es suficiente declarar la urgencia de la conversión misionera de la Iglesia universal, de las Iglesias particulares, de las Conferencias episcopales, de las parroquias, de los movimientos eclesiales. Se trata de considerar con atención aquellas «estructuras eclesiales que pueden llegar a condicionar un dinamismo evangelizador» (EG 26), estructuras obsoletas en las que se atrinchera una Iglesia poco acostumbrada a la comunión fraterna y no comprometida con la misión. También en este caso, la sinodalidad puede constituir un recurso decisivo para discernir el modo de encarnar la misión de la Iglesia: no se trata de inventar algo nuevo, sino de reformar las estructuras ya existentes, para que estén verdaderamente al servicio de la fuerza misionera de cada sector de la pastoral ordinaria.

Sinodalidad y crisis ecológica: la tutela conjunta de la «casa común»

En Aparecida, los obispos latinoamericanos y caribeños sintieron el deber de educar a la población a una mayor sensibilidad y atención hacia la cuestión ambiental, partiendo, en primer lugar, del dato objetivo de una naturaleza que en el continente se manifiesta y se muestra como una «herencia gratuita» (DAp 471). América Latina presenta «una de las mayores biodiversidades del planeta» (Dap 83), recoge el Documento Final, y dicha prosperidad, que se ofrece a todos, constituye un bien común que debe ser custodiado y preservado, con gratitud y responsabilidad.

En el cumplimiento de este deber, debemos ser prudentes y estar atentos a las nuevas formas de amenaza que hoy provienen de un uso desconsiderado e inicuo de los recursos ambientales. En particular, quisiera mencionar el específico y deplorable fenómeno global que recibe el nombre de extractivismo y que en el continente latinoamericano está adquiriendo proporciones alarmantes. El término se refiere a la costumbre de extraer recursos de una región de origen, a menudo llevándolos al agotamiento extremo, para trasladarlos en beneficio de lugares y personas diferentes, distantes por geografía y nivel de vida, causando daños al medio ambiente y a las poblaciones locales. El extractivismo declina, bajo una nueva forma, una práctica colonial ya experimentada, combinándola con una tendencia desenfrenada del sistema económico a convertir los bienes de la naturaleza en utilidad. Una de las zonas más afectadas por el extractivismo es la Amazonia, cuya deforestación agresiva y sistemática es la principal causa de la reducción de la biodiversidad y del deterioro de los ecosistemas delicados. También el empobrecimiento del suelo, cuyos recursos mineros y yacimientos fósiles se convierten rápidamente en dinero, alimentando además la corrupción y la inestabilidad política, es una expresión feroz del extractivismo.

Al mismo tiempo, el clamor de la tierra se suma al clamor de los más vulnerables, de los pueblos indígenas, de los pobres que resultan ser los que están más «amenazados por el desarrollo depredatorio» (DAp 474). La crisis climática y la explotación sistemática y coercitiva de la naturaleza son responsables del aumento del número de refugiados y desplazados. El aumento de las temperaturas, los periodos prolongados de sequía seguidos de inundaciones, los temporales violentos y huracanes devastadores, tienen como consecuencia directa el agravamiento de la falta de alimentos y agua, de vivienda y de bienes de primera necesidad. Como una reacción en cadena, el creciente número de desplazados incide en el recrudecimiento de diversas expresiones de violencia, episodios de tensión social y racismo. La Iglesia está llamada a actuar unida, sinodalmente, escuchando tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres (LS 48), difundiendo una cultura de respeto de la «casa común», pero sobre todo haciéndose portavoz de la necesidad de reformular la idea misma de progreso y de crecimiento económico, interpelando al mundo político para que se oriente hacia opciones que garanticen una mayor protección del bien común representado por la naturaleza.

Sinodalidad y realidad social

Si la evangelización debe promover una ya ineludible «conversión pastoral», de igual modo debe estimular la búsqueda de una sociedad más justa y equitativa, más fraterna. La secularización galopante, que incluso en América Latina y el Caribe muestra su rostro nihilista y ateo, a menudo bajo la apariencia de una cínica promesa de crecimiento económico, exige a los católicos la audacia de llevar la tradición sabia de la enseñanza social de la Iglesia al ámbito de las realidades temporales. A día de hoy, las palabras pronunciadas por el Concilio en el decreto Apostolicam actuositatem siguen siendo un faro que ilumina e indica la dirección: «Los laicos tomen como obligación suya la restauración del orden temporal, y que, conducidos por la luz del Evangelio y por el pensamiento de la Iglesia, y movidos por la caridad cristiana, obren directamente y en forma concreta en dicho orden; que cooperen unos ciudadanos con otros, con sus conocimientos especiales y su responsabilidad propia; y que busquen en todas partes y en todo la justicia del reino de Dios» (AA 7).

La referencia a la ciudadanía me parece particularmente importante, porque es en este contexto en el que los valores evangélicos deben entrar en diálogo con los diversos aspectos y actores del tejido social, político, cultural y religioso. Pero si la ciudadanía, como contexto específico en el que el fiel laico está llamado a actuar en el ámbito de las realidades temporales, es una responsabilidad que corresponde al laicado en nombre de toda la Iglesia, esto significa que deben poder expresarse con creatividad, ejerciendo en conciencia recta una libertad que, de entrada, no debe ser ni coaccionada ni preceptuada.

Cuando hablamos de Doctrina Social de la Iglesia, pues, deberíamos referirla a esta perspectiva pedagógica, en una línea de sucesión con la paideia/politeia cristiana: su enseñanza está dirigida a restablecer y reforzar la relación entre Dios y la persona, entre la persona y la comunidad. Como afirma el Apóstol, toda la Escritura es útil «para enseñar, para argüir, para corregir», pero su función educativa tiene como finalidad principal la de «educar en la justicia».

Enseñar y difundir la Doctrina Social pertenece de modo esencial al mensaje cristiano: no se trata de una acción marginal, que se añade en segundo lugar, como ámbito de las aplicaciones prácticas que sigue a un corpus de verdades dogmáticas, sino que se sitúa en el corazón mismo del anuncio evangélico. Forma parte del ministerio de la Iglesia, como servicio a la Palabra y al hombre, porque «el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (GS 22).

Esto se comprende bien en un denso pasaje de la Evangelii Gaudium, en el que se afirma que la comprensión de la dimensión social ya no debe entenderse como un añadido al Evangelio, un momento posterior a él según el adagio «operari sequitur esse», sino como su realidad interior, propiamente intrínseca:

El kerygma tiene un contenido ineludiblemente social: en el corazón mismo del Evangelio está la vida comunitaria y el compromiso con los otros. El contenido del primer anuncio tiene una inmediata repercusión moral cuyo centro es la caridad (EG 177)[9].

La falta de atención hacia el pobre, la reticencia a expresar una solidaridad tangible con el prójimo, tienen que ver con la dificultad de construir una relación auténtica de escucha de la Palabra de Dios y de diálogo con Dios (EG 187). Es este principio de correspondencia, el que determina la autenticidad de la relación con Dios en la entrega que se es capaz de expresar hacia el hermano, que guía al creyente en su compromiso activo y le sugiere el criterio con el que debe escrutar sus opciones en el ámbito de la realidad social, de la economía, de la política, del medio ambiente, de la cultura, de la tecnología, de la salud y de la seguridad.

Conclusión

Deseo concluir remitiéndome de nuevo al caso peculiar del Sínodo sobre la Amazonia, cuyos trabajos finalizaron el 26 de octubre de 2019 con la presentación del Documento final al Santo Padre. El Papa Francisco dio lustre a estos trabajos profundizando e iluminando otros aspectos de los mismos en Querida Amazonia. Sin embargo, ninguno de estos documentos tenía como objetivo poner fin a los trabajos en curso, ni pretendía tener la última palabra sobre los argumentos tratados. Mientras que la región amazónica y sus habitantes sigan viviendo en peligro y mientras que los sueños sociales, culturales, ecológicos y pastorales imaginados por el Papa Francisco sigan sin cumplirse, deberá continuar el compromiso en la reflexión y en la búsqueda de una dirección común en las estrategias de acción a adoptar.

Esto puede aplicarse también a los trabajos del CELAM, porque reunirse como Pueblo de Dios, como Iglesia «con los ojos abiertos», en camino en la historia, incluso antes de preocuparse por «hacer» algo y elegir «qué» hacer, tiene valor en sí mismo por el hecho de que en la confrontación y el contagio de las ideas, se pone en marcha un cambio de las mentalidades. La metanoia eclesial, como dice Francisco, «es animarse a entrar en un proceso». «Los procesos eclesiales – precisa el Pontífice – tienen una necesidad. Necesitan ser custodiados, cuidados como el bebé, acompañados al inicio. Cuidados con delicadeza. Necesitan calor de comunidad, necesitan calor de madre Iglesia. Un proceso eclesial crece así»[10].

Como hermano suyo en la fe, sintiéndome también yo mismo un poco latinoamericano por motivo de mi camino de vida religiosa que me llevó, como jesuita, a trabajar con ustedes en años complejos y difíciles, los animo a continuar con esperanza en esta obra de renovación de la Iglesia. Que la Iglesia latinoamericana y caribeña siga siendo la fragua de ideas y experiencias a la que la Iglesia universal pueda recurrir para acercarse cada vez más al Cristo que ha venido, que viene, que vendrá, «para que tengan vida, y la tengan en abundancia» (Jn 10.10).

  1. Por ejemplo, «El Pueblo de Dios, movido por la fe, que le impulsa a creer que quien lo conduce es el Espíritu del Señor, que llena el universo, procura discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios. La fe todo lo ilumina con nueva luz y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre. Por ello orienta la menta hacia soluciones plenamente humanas. El Concilio se propone, ante todo, juzgar bajo esta luz los valores que hoy disfrutan la máxima consideración y enlazarlos de nuevo con su fuente divina» (GS 11).
  2. «Es propio de todo el Pueblo de Dios, pero principalmente de los pastores y de los teólogos, auscultar, discernir e interpretar, con la ayuda del Espíritu Santo, las múltiples voces de nuestro tiempo y valorarlas a la luz de la palabra divina, a fin de que la Verdad revelada pueda ser mejor percibida, mejor entendida y expresada en forma más adecuada» (GS 44).
  3. El Concilio enseña que «Cristo llama a la Iglesia peregrinante hacia una perenne reforma, de la que la Iglesia misma, en cuanto institución humana y terrena, tiene siempre necesidad» (UR 6; cf. LG 8).
  4. Papa Francisco, Discurso con ocasión de la conmemoración del 50 aniversario de la institución del Sínodo de los Obispos, 17 de octubre de 2015: AAS 107 (2015), 1139.
  5. Cf. Comisión Teológica Internacional, La sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia, 70.
  6. Ibid, 43.
  7. Cf. A. Martin, «Appunti per un’ecclesiologia biblica a carattere sinodale. L’utilizzo della Sacra Scrittura ne La sinodalità nella vita e nella missione della Chiesa», en La sinodalità nella vita e nella missione della Chiesa. Commento a più voci al Documento della Commissione teologica internazionale, P. Coda – R. Repole, Curr., EDB, Bologna 2019, 21.
  8. Cf. R. Repole, «Verso una teologia della sinodalità. Alcune considerazioni di fondo in relazione al secondo capitolo del documento», en La sinodalità nella vita e nella missione della Chiesa, cit., 56.
  9. «Esta dimensión social es la realidad interior del Evangelio y es plenamente intrínseca». Cf. Czerny & Barone, Fraternidad, «Signo de los tiempos» El magisterio social del Papa Francesco, PPC, 2022.
  10. Papa Francisco: Discurso en la apertura del Sínodo para la Amazonía, 7 de octubre de 2019.
Cardenal Michael Czerny
Es Subsecretario de la Sección Migrantes y Refugiados del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral. Anteriormente, ocupó puestos de responsabilidad en los jesuitas, entre ellos la dirección del Secretariado para la Justicia Social en la Curia General Jesuita y de la African Jesuit AIDS Network.

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