ECONOMÍA

Hacia una economía verde

¿Será posible un desarrollo sostenible para todos?

Presentación

¿Cómo debería ser el desarrollo económico social en nuestro futuro más inmediato? ¿Qué condiciones socio económicas deberíamos conseguir? ¿En qué consiste un desarrollo auténtico hoy?

Partimos de una opción por él, por estar en favor del desarrollo. Lo damos por necesario, ya que creemos que crecer constituye nuestra dinámica más esencial. En todos los órdenes de la vida no querer progresar significa necesariamente retroceder, algo que sentimos como un mal. Así quedó recogido desde los comienzos en la tradición cristiana[1].

Ahora bien, compaginar social y políticamente esta pulsión natural no es fácil, y aquí radica una perenne fuente de problemas. En opinión del primer historiador, Tucídides, considerando el choque frontal entre Atenas y Esparta, la característica principal de la naturaleza humana es este inagotable deseo de crecimiento, que no puede ser limitado u opuesto, excepto por una fuerza igual y contraria. El crecimiento (αὔξησις, “áuxesis”), o la tendencia a aumentar el poder de uno, es el rasgo característico e indisoluble de la sociedad humana políticamente organizada. En consecuencia, cuando, dentro de un territorio geográficamente circunscrito, se forman dos centros de poderes, es seguro que estas dos entidades tenderán a aumentar su fuerza, a expandirse, a someter a las ciudades más débiles, y que las esferas recíprocas de influencia entren inevitablemente en conflicto[2].

Dimensión económica del desarrollo

En el desarrollo del hombre el componente económico es decisivo, ya que las correlaciones entre el crecimiento económico y las posibilidades de un desarrollo integral del hombre son obvias, y la evidencia apabullante[3].

Hoy consideramos el crecimiento económico como un objetivo ineludible y accesible, y creemos que el auténtico fracaso es no crecer o crecer poco. Es esta la perspectiva que adoptamos para juzgar el papel del euro (¿posibilita la recuperación económica de toda EU?) o los últimos datos de la producción agregada de un país como Italia. Pero el desarrollo (y en él, el crecimiento económico), que hoy es una gran necesidad en este mundo en el qué tantos hombres no tienen qué llevarse a la boca, no ha sido una realidad constante en la historia, sino más bien una excepción.

El crecimiento económico en la historia

El desarrollo es la gran novedad en la historia del hombre. Aquí se hace necesario citar el texto clásico de J. M. Keynes: «Desde los primeros tiempos de los que tenemos documentación, por ejemplo, desde 2000 antes de Cristo, hasta principios del siglo XVIII, no hubo cambios significativos en el nivel de vida del individuo promedio que vivía en los centros civilizados de la Tierra. […] Este progreso muy lento, o falta de progreso, se debió a dos razones: la ausencia de innovaciones técnicas importantes y la falta de acumulación de capital. […] Casi todo lo que realmente importa y que el mundo poseía al comienzo de la era moderna ya era conocido por los hombres en los albores de la historia. Idioma, fuego, los mismos animales domesticados que tenemos hoy. Trigo, cebada, la vid y el olivo, el arado, la rueda, el remo, la vela, el cuero, la ropa de lino, los ladrillos y las ollas, el oro y la plata, el cobre, el estaño y el plomo – y antes del año 1000 a. C. – se agrega a la lista el hierro, actividades bancarias, arte de gobierno, matemática, astronomía y religiones»[4].

La aparición del crecimiento económico moderno reflejó la convergencia excepcional de diversos factores en Inglaterra. En este país, en los siglos XVII y XVIII, se dieron conjuntamente muchas innovaciones sociales y técnicas. Primero, la productividad agrícola comenzó a aumentar, al igual que la urbanización y el comercio. Una economía de mercado más sofisticada comenzó a afirmarse; los derechos de propiedad se volvieron más complejos y flexibles al establecer nuevas empresas o proteger patentes sobre nuevos descubrimientos. Se fortaleció el principio de legalidad, y se produjo toda una revolución científica.

El filósofo Francis Bacon ya había afirmado que la ciencia y la tecnología transformarían profundamente el mundo en beneficio de la humanidad. Genios como Thomas Newcomen y James Watt crearon la máquina de vapor, que funcionaba en base a carbón y hierro, creando condiciones de transporte favorables. A partir de este momento, las diferentes fases de progreso tecnológico han configurado el mundo moderno[5].

Sin embargo, la Revolución Industrial hizo que las diferencias en los niveles de vida ya existentes se agrandaran. Europa gozaba de un nivel de renta 3 veces superior al de África en 1820; pero en el 1998 era 20 veces mayor[6]. Es el auge de la divergencia: Crecer o no crecer significa situarse a niveles de bienestar muy altos o muy bajos.

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La realidad económica de nuestros días presenta enormes diferencias en los niveles de bienestar entre los diferentes países del mundo. La historia de las últimas décadas ha registrado una increíble variedad de desempeños en términos de crecimiento del ingreso per cápita entre diferentes áreas geográficas y diferentes países. Para dar solo un ejemplo, Ghana y Corea tenían un nivel de ingreso per cápita similar en 1970 (250 y 260 dólares respectivamente). Desde entonces, Corea ha logrado un crecimiento espectacular alcanzando un ingreso de 15.090 dólares per cápita en 2001, mientras que Ghana ha llegado a registrar fases de disminución y todavía hoy se ubica en el grupo de los países pobres con un ingreso per cápita en 2001 de 2.250 dólares.

Del mismo modo, desde el segundo período de posguerra hasta el presente, los países de Europa occidental (incluso aquellos que habían sufrido el mayor daño al sistema de producción y la infraestructura durante la Segunda Guerra Mundial) alcanzaron niveles muy altos de bienestar, mientras que, en muchos países africanos en el mismo período de tiempo, su condición de pobreza extrema se mantuvo constante o sólo disminuyó levemente. Los llamados «tigres del sudeste asiático», protagonistas de un crecimiento sin precedentes, también han alcanzado niveles muy altos de bienestar económico. Por último, tenemos el reciente desarrollo económico de China e India.

El problema de la relación entre el desarrollo económico y la felicidad colectiva se consideró en el informe de 2013 del Banco Mundial[7]. El análisis de la estrecha relación entre el crecimiento económico y las dimensiones que contribuyen a la felicidad del individuo revela claramente que la creación de valor económico a nivel agregado es la fuente de recursos sobre la que se debe invertir para contribuir al desarrollo humano (inversión en educación, en salud, en el mantenimiento y preservación de activos ambientales). En consecuencia, el crecimiento sigue siendo un elemento crucial también para el desarrollo de otras dimensiones no monetarias del bienestar individual. Esto no debe confundirse con un mero materialismo[8].

El subdesarrollo: el drama de nuestro tiempo.

El fenómeno del subdesarrollo, – esto es: la no eliminación de la pobreza y de la miseria – , fue denunciado por Pablo VI como el auténtico drama de nuestro tiempo. Afirmó que el desarrollo de los países materialmente retrasados se hacía insoslayable porque el no conseguirlo provocaría grandes conflictos humanos. De ahí que lo considerara como el nuevo nombre de la paz. Este hecho lacerante ha provocado reacciones que a nivel mundial ha asumido la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Nos referimos a los «Objetivos del Milenio» y a los que les suceden hoy, los «Objetivos del Desarrollo Sostenible», que pueden sintetizarse en cuatro grandes áreas: 1) La prosperidad económica; 2) la inclusión y cohesión social; 3) la sostenibilidad ambiental; y 4) una gobernanza adecuada y buena en la política y en las empresas.

El desarrollo económico logrado ha supuesto un increíble milagro de bienestar. Basta comparar nuestras posibilidades con las del barón Rothschild, el hombre más rico de su época, para afrontar una simple infección bucal. Hoy a nosotros nos la cura una penicilina accesible en cualquier farmacia por apenas 5 euros. Él no la tenía a disposición y le llevó a la tumba.

El crecimiento económico nos ha traído enormes beneficios: aumentos en la esperanza de vida, reducciones en la mortalidad infantil, mayores ingresos, una expansión de la gama de bienes y servicios disponibles, etc. Pero ¿qué decir de sus costes? En la parte superior de su lista se encuentran problemas ambientales como la contaminación, el agotamiento de los recursos de la naturaleza e incluso el calentamiento global.

Otro subproducto del crecimiento económico durante el siglo pasado es el aumento de la desigualdad de ingresos, ciertamente entre países e incluso dentro de los países. Los avances tecnológicos también pueden conducir a la desaparición de ciertos sectores. Los operadores telefónicos y las secretarias han visto redefinido su trabajo con la mejora de la tecnología de la información. Más del 40% de los trabajadores estadounidenses estaban empleados en la agricultura en 1900; hoy la fracción es inferior al 2%.

El consenso general entre los economistas es que estos costes están sustancialmente compensados ​​por los beneficios generales. En las regiones más pobres del mundo, esto queda particularmente claro. Cuando el 20% de los niños muere antes de los 5 años, como es el caso en amplias zonas de África, el problema esencial no es la contaminación o el progreso tecnológico, sino la ausencia de crecimiento económico.

Más aun, los beneficios también superan los costes en los países más ricos. Por ejemplo: la contaminación a menudo se asocia sólo con las primeras etapas del crecimiento económico, como en Londres en el siglo XIX o en la Ciudad de México hoy.

La revolución verde es la nueva revolución industrial

El desarrollo en nuestros días implica lograr desencadenar, por medio de la tecnología a disposición y la que desarrollaremos, una nueva revolución industrial, producir un nuevo milagro, el que viene asociado a dotarnos de una economía verde.

El dilema entre crecimiento económico y sostenibilidad ambiental se ha presentado siempre como algo inevitable. Tradicionalmente se ha considerado que una mayor atención al medio ambiente obliga a tomar medidas que inapelablemente retrasan el desarrollo económico. Los remedios tradicionales (impuestos y controles sobre la cantidad de contaminación producida), afectan inexorablemente a la producción y el consumo, contrayéndolos. La posición de partida de muchos economistas ha sido contraria a esta estrategia. La consideran drástica porque compromete el logro de los objetivos tradicionales de la necesaria creación de valor económico para poder financiar el sistema de bienestar y la protección social, para financiar la deuda pública y crear las bases para una reducción de la pobreza.

Es por esta razón que parece difícil aceptar – si no es como una provocación, tal vez útil para hacer pensar – la opción en favor del decrecimiento. Hay que reconocer que los defensores de este movimiento han tenido el mérito de orientar el debate hacia la atención a la sostenibilidad ambiental, luchando contra la perspectiva unidimensional tradicional según la cual el único y exclusivo propósito es conseguir el crecimiento del bienestar material medido por la expansión del PIB.

En su opinión, el camino que hay que tomar es el de reducir el área del mercado a favor del área no comercial (reciprocidad, intercambio de regalos, autoconsumo, autoproducción, intercambio no monetario de productos) ya que una parte relevante del bienestar depende de factores no monetarios. Subrayan que los sistemas económicos actuales han reducido progresivamente esta área de informalidad o de producción e intercambio de valor no registrada por el mercado. Además, recalcan que tener menos de dos dólares por día en un país desarrollado, donde se debe comprar todo lo que se necesita, significa ser muy pobre; pero en una zona rural fértil de un país en desarrollo no significa necesariamente no poder satisfacer sus necesidades alimentarias, ya que existe un área importante de intercambios informales, oportunidades para el autoconsumo y la autoproducción que pueden permitir una supervivencia decente.

Si bien este hecho no tiene una importancia insignificante en la medición de la pobreza, está claro que la reducción en el área de transacciones de mercado, en comparación con las informales, ciertamente no puede compensar los daños que el objetivo de la disminución provocaría. De ahí que parezca lógico afirmar que a los partidarios del decrecimiento les corresponde la carga de la prueba, es decir, deben demostrar que es viable ya que garantiza niveles adecuados de empleo y evita generar crisis financieras abruptas, disminuir la calidad de los servicios públicos y el bienestar colectivo.

Es indiscutible que, para conciliar las necesidades de los economistas y los ambientalistas, es necesario mejorar la capacidad del sistema económico para producir valor de una manera ambientalmente sostenible. Pero ¿es esto posible?

La respuesta afirmativa tradicional viene justificada con la referencia a la llamada «curva de Kuznets», o la supuesta «relación de U invertida» que existiría entre el ingreso per cápita y las emisiones de dióxido de carbono por empleado. Según este enfoque, el desarrollo económico en sí mismo contribuiría a resolver el problema, lo que llevaría a la disminución de los impactos ambientales. Numerosos estudios empíricos documentan la existencia de esta relación en diferentes períodos históricos y para diferentes muestras de países considerados. Ya hemos mencionado cómo el Londres de hoy no recuerda en nada al de un siglo pasado en cuanto a la polución se refiere.

La curva de Kuznets muestra que moviéndose hacia la derecha desde los niveles más bajos de ingreso per cápita, la intensidad de la contaminación aumenta inicialmente. El problema del desarrollo económico es, de hecho, la preocupación dominante de los ciudadanos, y la economía se caracteriza por la prevalencia del sector agrícola e industrial. Una vez que se supera el punto máximo de la curva, cuando el ingreso per cápita continúa aumentando a partir de niveles ya altos, los ciudadanos que ya han alcanzado un nivel razonable de bienestar ahora exigen calidad de vida, control de la contaminación y espacios verdes, y la economía evoluciona hacia la prevalencia del sector servicios. La regulación tiende a ser más estricta y la expectativa de un mayor ajuste futuro también se convierte en un incentivo para que las empresas adopten procesos más amigables con el medio ambiente.

Surge inevitable la pregunta de si los resultados de la estimación de la curva de Kuznets nos permiten ser optimistas. ¿Es posible alcanzar la meta de sostenibilidad ambiental simplemente al seguir creciendo? Lamentablemente no.

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Uno de los principales problemas en la relación entre la economía y el medio ambiente es el relacionado con el clima, dañado por la contaminación vinculada al consumo y la actividad económica. La incidencia de la contaminación en el clima es un problema de acumulación (es decir, afectado por el volumen total de emisiones acumuladas a lo largo de los años). En otras palabras, la atmósfera necesita muchos años para eliminar la contaminación acumulada. Por lo tanto, incluso si el flujo de emisiones disminuye una vez que se excede un cierto stock, el problema continuará persistiendo de manera seria por muchos años.

Además, no sabemos con certeza si existe un punto de no retorno según el cual, una vez que se haya superado un cierto stock de contaminación, las consecuencias para el planeta serían difíciles de eliminar.

Finalmente, la tendencia hacia una reducción en la intensidad no nos asegura que el volumen total de contaminación producida por el planeta en un año no continúe creciendo. De hecho, sería suficiente que la población aumentara por encima de cierto umbral o que los países más poblados estuvieran en el tramo inicial (creciente) y no en el tramo final de la curva de Kuznets.

Por lo tanto, la línea de estudios sobre la curva de Kuznets no parece fundamentar la solución del dilema entre el crecimiento económico y el entorno que parecía prefigurar. La señal de un cambio cultural decisivo en este tema fue la publicación del Informe Stern en 2005, encargado por el gobierno británico, para analizar el problema del calentamiento global y sus consecuencias en el desarrollo económico del planeta.

El informe calcula que, sin intervenciones significativas sobre la emisión de gases de efecto invernadero, la continuación de la tendencia actual de aumento de las temperaturas generaría pérdidas para el sistema económico equivalentes a aproximadamente el 40% del PIB mundial en los próximos años. Por el contrario, en el caso de un cambio político decisivo en favor de la reducción de emisiones, la reestructuración de los sistemas de producción global convertiría al sector energético en el nuevo sector impulsor del desarrollo con consecuencias muy importantes sobre el crecimiento económico. Con el Informe Stern, por lo tanto, podemos concluir que el dilema entre el desarrollo económico y la protección del medio ambiente finalmente dejaría de darse para abrir el camino a una armonía entre los dos objetivos.

La razón de esto radica en el hecho de que la reconversión ambiental de los sistemas económicos representa uno de los estímulos más poderosos para el crecimiento (y la investigación) que se pueda pensar. Por ello, cada vez más personas hablan sobre una verdadera «revolución verde», que además de ser ineludible es una gran oportunidad. Ella traerá empleos nuevos y abrirá una nueva época de prosperidad.

Recientemente, Joseph Stiglitz ha reflexionado sobre este hecho en el contexto de la economía de los EE. UU.[9]. Afirma que cuando los Estados Unidos fueron atacados durante la Segunda Guerra Mundial, nadie preguntó: «¿Podemos darnos el lujo de luchar en la guerra?». Era una pregunta existencial. No nos podíamos permitir no luchar contra eso. Lo mismo se aplica a la crisis climática. El coste directo de ignorar el problema es evidente.

La guerra contra la emergencia climática, si se lleva a cabo adecuadamente, en realidad sería buena para la economía, al igual que la Segunda Guerra Mundial sentó las bases de la era económica de oro de EE. UU. El New Deal Green estimularía la demanda, garantizando el uso de todos los recursos disponibles; y la transición a la economía verde probablemente introduciría un nuevo auge. Se crearían muchos más empleos en energías renovables que los que se pierden en el carbón. No se ve ninguna razón por la cual la economía innovadora y verde del siglo XXI deba seguir los modelos económicos y sociales de la economía manufacturera del siglo XX basados ​​en combustibles fósiles, al igual que no había razón por la cual esa economía debía seguir la economía y los modelos sociales de las economías agrarias y rurales de los siglos anteriores.

Algunas reflexiones

Aquí estamos ante las tres preguntas claves: qué producir, cómo producir, y para quién producir, y resolver así la cuestión fundamental: crear riqueza. Esta es la cuestión central de la economía. ¿Qué desarrollo queremos, qué desarrollo tenemos que conseguir? Creemos que nuestra apuesta tiene que venir inspirada por la visión de la Doctrina Social de la Iglesia.

En ella tenemos principios poco conocidos, por no decir hasta despreciados, pero esenciales: los de subsidiariedad y de solidaridad, principios de los que nace toda una visión sobre los sistemas económicos (las objeciones al liberalismo y al socialismo), del papel del mercado, y de cómo debe ser la vida económica y, en consecuencia, el mismo desarrollo.

Es urgente reaccionar ante una globalización desenfrenada, a veces desbocada por no contenida; hay que lograr gobernarla. El modelo europeo, frente al modelo norteamericano y el chino, es mucho más humano y refleja una opción por una economía más social.

En el mercado internacional de hoy se da una hipercompetencia en la que se ha llegado incluso a prescindir del papel regulador esencial de los gobiernos. Ahí está la crisis de 2008 para atestiguar lógicamente en qué se traduce esta opción. Paul Samuelson, un año antes de su muerte, el 13 de diciembre de 2009, publicó el artículo «Adiós al capitalismo de Friedman y Hayek», acusándoles de que, en la base de esta crisis financiera del 2008, la peor desde hace un siglo, se encuentra el capitalismo libertario que estos dos economistas predicaron[10]. En su opinión, hay un hecho indiscutible: la crisis mundial que se encendió en 2008 portó la etiqueta made in USA.

Sin embargo, podríamos agregar otro elemento: el papel crucial representado en su transmisión por la creciente integración económica. Sin el factor de globalización financiera, el desastre de los préstamos hipotecarios estadounidenses no habría provocado tanto daño a lo largo y ancho del planeta.

Nos hacen falta nuevas formas de empresa. Hoy se habla mucho de la «Responsabilidad Social Corporativa», de la «Economía de Comunión», y está también el «modelo cooperativo»[11]. En el documento La vocación del líder empresarial, publicado por el Pontificio Consejo para la Justicia y la Paz en 2013, hallamos expuesta toda una visión del empresario centrado en: 1) producir bienes y servicios que satisfagan las necesidades genuinas de las personas y, a su vez, asumir la responsabilidad por los costes sociales y ambientales de la producción, de la cadena de suministro y de distribución al servicio del bien común, sin por ello dejar de estar pendiente de las oportunidades para servir a los pobres; 2) organizar el trabajo de modo productivo y con significado mediante el reconocimiento de los empleados y su derecho y deber de desarrollarse con su trabajo («el trabajo es para el hombre», en vez de «el hombre es para el trabajo»), y estructurar el lugar de trabajo con subsidiariedad, que lleva a diseñar, formar y confiar en los empleados para que puedan hacer su mejor trabajo, y 3) utilizar los recursos con sabiduría para crear beneficios y bienestar, para producir riqueza sostenible y distribuirla con justicia (un salario justo para los empleados, precios justos para los clientes y proveedores, impuestos justos para la comunidad, y beneficios justos para los propietarios)[12].

Evitar una economía despiadada, especuladora, sin alma, sin ética y sin compasión significa recoger en toda su profundidad la visión de Benedicto XVI en la Caritas in veritate (CV), el don en los mercados: «La victoria sobre el subdesarrollo requiere actuar no sólo en la mejora de las transacciones basadas en la compraventa, o en las transferencias de las estructuras asistenciales de carácter público, sino sobre todo en la apertura progresiva en el contexto mundial a formas de actividad económica caracterizada por ciertos márgenes de gratuidad y comunión» (CV 39).

Hoy ya se habla de la robótica como el futuro que nos espera todos. Sabemos que aquí está un punto caliente del duelo actual entre EE. UU. y China[13]. Lo que nos parecía imposible imaginar lo va consiguiendo el progreso tecnológico que es el motor del crecimiento. Hace años, Keynes presintió este hecho cuando escribió sobre Las posibilidades económicas de nuestros nietos. Vislumbró una lejana edad de oro, en la que las posibilidades económicas obtenidas gracias a la técnica permitirían satisfacer con absoluta facilidad las necesidades absolutas, y así el problema económico, la lucha por la supervivencia, ya no sería la prioridad permanente para la especie humana.

¿Fue Keynes sólo un visionario? Quizá no. No hemos llegado todavía a esa época y hoy no faltan dificultades para alcanzarla. El Kaiser Guillermo II definía en 1895 como «peligro amarillo» el miedo de que las poblaciones orientales suplantaran a las europeas en la guía del mundo, haciéndose eco de Napoleón, quien había afirmado en 1816 que: «Cuando China se despierte, el mundo temblará». Sin embargo, el Papa Francisco ha afirmado que el miedo nunca es un buen consejero y que todos tienen en sí mismos la capacidad de encontrar modos de coexistencia, de respeto y de estima recíproca. Hoy la potencia china ha manifestado su interés económico en África y en América Latina, una presencia competitiva en los mercados mundiales, no siempre juzgada correcta, una determinación en el desarrollo tecnológico, que no excluye controversias sobre los derechos de propiedad, etc. Por otra parte, está también el proteccionismo de la administración norteamericana, al que se une su actitud ambigua sobre el cambio climático; y, además, hay que considerar la pobreza y la miseria del mundo que todavía no ha alcanzado el desarrollo, las constantes guerras, y las migraciones que administrar humanamente.

Hablamos hoy de una «economía sostenible», y esto exige mucho. Con todo, el papa Francisco prefiere hablar de «desarrollo integral», recogiendo así la gran tradición de la Iglesia. Como cristianos, debemos tener mayor conciencia de nuestra tradición de pensamiento, valorada por el mismo Jeffrey Sachs, quien entiende que, sin la inspiración de la Iglesia, el desarrollo sostenible no será posible[14]. ¿Hay algún cuerpo doctrinal comparable en sensibilidad y profundidad a la Iglesia?

Conclusión

La gran pregunta es si no nos estamos topando ya con nuestros límites, si será posible seguir creciendo. Hoy sabemos que éstos tienen que ver sobre todo con la ecología, y que el cambio climático es nuestra mayor amenaza. Una economía verde es una necesidad y una gran oportunidad, ya que puede generar riqueza tanto en el mundo desarrollado como en el que está en vías de serlo. ¿Será esta una realidad en un futuro?

Es evidente que, en este mundo, para afrontar sus auténticos problemas, mejorar la vida de muchos y abolir la miseria de no pocos, crecer se hace necesario, pero ¿será siempre posible?

Hemos referido propuestas que contemplan incluso el decrecimiento, toda una corriente de pensamiento político, económico y social favorable a la disminución regular controlada de la producción económica, con el objetivo de establecer una nueva relación de equilibrio entre el ser humano y la naturaleza, y también entre los propios seres humanos. Tal como la entiende su portavoz, el economista y filósofo francés Serge Latouche, se trata de abandonar el objetivo del crecimiento por el crecimiento mismo.

La cuestión es bien compleja. El decrecimiento económico es ecológicamente deseable y no sabemos si inevitable; pero ¿en qué condiciones puede volverse socialmente sostenible? ¿Cómo se organizaría la producción en una economía decreciente? ¿Bajo qué condiciones sociopolíticas podrían darse cambios tan grandes? Las teorías y modelos económicos estándar ignoran estas preguntas. Para ellos, el crecimiento económico es una necesidad axiomática.

En junio de 2015, el papa Francisco publicó la encíclica Laudato si’ (LS). Dicha encíclica aborda temas como la deuda ecológica, la deuda social entre el Norte rico y el Sur pobre, el origen antropocéntrico del calentamiento global, la necesidad de crear instituciones internacionales fuertes, la necesaria presión a los líderes políticos y el sacrificio individual frente al consumo innecesario. Igualmente, el texto critica la noción del crecimiento ilimitado que ha entusiasmado tanto, y que supone la mentira de la disponibilidad infinita de los bienes del planeta. Sobre el crecimiento desmedido del Norte y la desigualdad con respecto al Sur, el Papa argumenta que es insostenible el comportamiento de aquellos que consumen y destruyen más y más, mientras otros todavía no pueden vivir de acuerdo con su dignidad humana, y que ha llegado la hora de aceptar cierto decrecimiento en algunas partes del mundo, aportando recursos para que se pueda crecer sanamente en otras partes (cfr LS 106; 109; 193).

Estamos ante un reto ético único, ya que en realidad estamos ante un problema económico global. La humanidad ha logrado conjurar ya dos veces el demonio maltusiano, queda por ver si logrará vencer este reto una vez más. Los textos bíblicos nos invitan a «labrar y cuidar» el jardín del mundo (cfr Gn 2,15). Mientras «labrar» significa cultivar, arar o trabajar; «cuidar» significa proteger, custodiar, preservar, guardar, vigilar. Se trata de considerar la insoportable levedad del planeta tierra. Kenneth Boulding solía decir: «Todo el que crea que el crecimiento exponencial puede continuar indefinidamente en un planeta finito o está loco o es un economista».

Ojalá logremos el paso a una economía verde que nos permita crecer a todos – a los ya ricos y a los todavía pobres – , con un bienestar compartido, sustentado en el respeto a la creación, y que sea integral, de todo el hombre y de todos los hombres.

  1. El origen del adagio se encuentra en La vida de San Antonio, escrita por San Atanasio. Fue San Bernardo quien lo acuñó para siempre: Nolle proficere, deficere est.

  2. Cfr Tucídides, La guerra del Peloponeso, Alianza, 2014.

  3. Para una acertada justificación de esta afirmación, cfr L. Boggio – G. Seravalli, Lo sviluppo economico, Bologna, Il Mulino, 2015, 55: «El resultado es que el nivel de desarrollo humano puede ser captado adecuadamente considerando solo dos dimensiones: el nivel de ingreso per cápita y su distribución. Ello no vuelve inútil el largo trabajo realizado para definir y calcular toda una serie de diversos índices de desarrollo humano. De hecho, esta conclusión es posible gracias a ese trabajo» (traducción nuestra).

  4. J. M. Keynes, «Economic Possibilities for our Grandchildren», en Id., Essays in Persuasion, New York, W. W. Norton & Company, 1962. Disponible en www. econ.yale.edu/smith/econ116a/keynes1.pdf, 2.

  5. Cfr J. Sachs La era del desarrollo sostenible, Barcelona, Deusto, 2015.

  6. Cfr A. Madisson, The World Economy: A Millenium Perspective, Paris, OCDE, 2001.

  7. Cfr L. Becchetti – L. Bruni – S. Zamagni, Microeconomia. Un testo di economia civile, Bologna, Il Mulino, 2014, 431.

  8. Francis Hackett afirma: «Creo en el materialismo. Creo en todos los resultados de un saludable materialismo: buena cocina, casas secas, pies secos. Alcantarillado, cañerías, agua caliente, baños, luz eléctrica, automóviles, buenas carreteras, calles alumbradas, largas vacaciones lejos del casco urbano, nuevas ideas, veloces caballos, animada conversación, teatros óperas, orquestas, bandas. Creo en todo eso para todos», cit. en P. Samuelson – W. Nordhaus, Economía, Madrid, Mc Graw Hill, 1999, 531.

  9. J Stiglitz, «The climate crisis is our third world war. It needs a bold response», en The Guardian, 4 de junio de 2019.

  10. Cfr P. Samuelson, «Adiós al capitalismo de Friedman y Hayek», en El País, 26 de octubre de 2008.

  11. En el País Vasco está muy extendido el llamado Modelo Cooperativo de Mondragón, inspirado y fundado por el sacerdote José María Arizmendiarrieta, próximo beato de la Iglesia.

  12. Pontificio Consejo para la Justicia y la Paz, La vocación de un líder empresarial. Una reflexión, 2013.

  13. Cfr F. de la Iglesia Viguiristi, «Usa y Cina in guerra commerciale», en Civ. Catt. 2019 I, 362-376.

  14. Cfr J. Sachs, «Sembrando un futuro: cómo la Iglesia puede ayudar a promover objetivos de desarrollo sostenible», en Razón y Fe, vol. 269, 2014, 27-33.

Fernando de la Iglesia Viguiristi
Licenciado en Ciencias Económicas y Gestión de Empresa en la Universidad de Deusto (1976), en Teología moral en la Pontificia Universidad Gregoriana (1987) y, desde 1993, doctor en Teoría Económica de la Universidad de Georgetown (Washington, D.C). Ha sido presidente de la International Association of Jesuit Business Schools. Actualmente es profesor de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Gregoriana.

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