Vida de la Iglesia

Hacia una Iglesia Sinodal

Cuando se aplica el término «sinodalidad» a la Iglesia, no se pretende designar un mero proceso deliberativo que motive a realizar una elección, a decidir alguna medida o a promulgar una disposición, al modo de un collaborative decision making cualquiera. Antes bien, se vuelve explícito un rasgo fundamental de la identidad eclesial: su prominente dimensión de comunión, su esencial misión evangelizadora, amparada bajo la guía del Espíritu Santo.

En cuanto acto de comunión que tiene origen en el misterio del Dios uno y trino, la Iglesia se manifiesta y realiza a sí misma reuniéndose como «Pueblo de Dios» que camina unido. Podríamos decir que la sinodalidad es la forma en que se historian su vocación original y su misión intrínseca: convocar a todos los hombres de la tierra, de todos los tiempos y épocas, para hacerlos partícipes de la salvación y la alegría de Cristo.

En varias ocasiones el Papa Francisco ha destacado cómo la sinodalidad funda, modela y refuerza tanto la vida de la Iglesia como el testimonio y el servicio que está llamada a prodigar a la familia humana: «Caminar juntos es el camino constitutivo de la Iglesia; la cifra que nos permite interpretar la realidad con los ojos y el corazón de Dios; la condición para seguir al Señor Jesús y ser siervos de la vida en este tiempo herido. Pausa y paso sinodal revelan lo que somos y el dinamismo de comunión que anima nuestras decisiones»[1].

La sinodalidad – «camino», «cifra», «condición», «pausa» para el que vive la fe – es el modus vivendi et operandi con el que la Iglesia dispone a la corresponsabilidad a todos sus miembros, valoriza los carismas y los ministerios, intensifica los lazos de amor fraterno.

Para el Papa, la reforma de la Iglesia se produce «desde dentro», es decir, en la fuerza de un proceso espiritual que cambia las formas y renueva las estructuras. Valiéndose de la herencia de la mística ignaciana, Francisco destaca la íntima conexión entre experiencia interior, lenguaje de la fe y reforma de las estructuras[2]. Emprender procesos de conversión es, de esta manera, una práctica de gobierno radical y la única garantía real de que el orden institucional de la Iglesia pueda emprender y perseguir con éxito el camino comunitario del seguimiento de Jesús, es decir, la sinodalidad. La intuición es la siguiente: el Espíritu no quiere solo que tomemos buenas decisiones, sino que, a través del proceso de sinodalidad, nos asegura también su asistencia en la consecución de tal objetivo.

En los escritos del Concilio Vaticano II no encontramos huellas del término «sinodalidad» y, aunque la palabra en sí es un neologismo y es el fruto de la reflexión teológica sucesiva, de todas formas, traduce y sintetiza la eclesiología de comunión expresada por el Concilio. La Iglesia de los primeros siglos, en efecto, solía afrontar como comunidad que escucha el Espíritu las críticas a las que era sometida.

Recuperar ante todo las instancias de la enseñanza conciliar sobre la Iglesia será útil para mostrar cómo la sinodalidad representa un ressourcement, un retorno a las fuentes, es decir, a la modalidad de gobierno de la Iglesia desde sus orígenes.

La eclesiología de la «Lumen gentium», base de la sinodalidad

En la Lumen gentium (LG) es posible reconocer los supuestos teológicos que subyacen a la conceptualización postconciliar de la sinodalidad. La Iglesia Universal se nos presenta como «sacramento» (LG 1) y «Pueblo de Dios» (LG 4), y este retorno a las categorías bíblicas y patrísticas ha contribuido ciertamente a superar el modelo eclesiológico societario (la Iglesia como societas perfecta). En este sentido, uno de los aspectos más innovadores del documento proviene de la recuperación de la doctrina del «sacerdocio común de los fieles» (LG 10), con la cual se reinterpreta la importancia de los laicos en la vida de la Iglesia. Se afirma que en virtud del bautismo todos los miembros de la Iglesia están investidos de la «dignidad de hijos de Dios» y que su participación activa en la misión de la Iglesia debe considerarse como indispensable y necesaria. Con estas afirmaciones, el Concilio daba definitivamente fin a la plurisecular costumbre que había permitido distinguir entre una jerarquía docente y un laicado oyente[3]. Muchos laicos se sintieron motivados a reflexionar sobre su propia vocación de un modo completamente nuevo.

Investidos con la dignidad de la filiación, del don y de la responsabilidad de anunciar todo el Evangelio, los laicos están llamados a participar del gobierno de la Iglesia de acuerdo a las tareas, roles y modos que les son propios. El Espíritu, de hecho, les concede carismas y gracias especiales, «les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia» (LG 12). Se precisa, además, que ellos «tienen la facultad, más aún, a veces el deber, de exponer su parecer acerca de los asuntos concernientes al bien de la Iglesia» (LG 37).

Si el Espíritu Santo es el principio de unidad, que concentra en un único sujeto dinámico a todos los miembros de la Iglesia, diferentes en cuanto a su ministerio, vocación y misión, la Eucaristía es la «fuente y cumbre» de la comunidad creyente (cfr LG 11; Sacrosanctum Concilium [SC], n. 10), en la que muchos granos de trigo se convierten en un solo pan. El Vaticano II señala así, mediante la acción del Espíritu que vivifica la Iglesia a través de las gracias sacramentales, y de modo particular en el momento de la celebración eucarística, la realidad originaria y fuente de la que brota el «nosotros» eclesial.

Dos aclaraciones adicionales permiten captar el alcance revolucionario de la Lumen gentium para la posterior comprensión de la sinodalidad como «estilo», es decir, en consonancia con la Iglesia de Jesucristo.

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La primera se refiere al sensus fidei del Pueblo de Dios (cfr LG 12), o sea, al instinto[4] sobrenatural con respecto a la verdad que se manifiesta en la totalidad de los fieles y que les permite juzgar de manera espontánea la autenticidad de una doctrina de fe y converger en la adhesión a ella o en la de algún elemento de la praxis cristiana[5]. Puesto que esta convergencia (consensus fidelium) constituye un criterio indispensable de discernimiento para la vida de la Iglesia, representa un recurso válido para su misión evangelizadora.

La segunda precisión se refiere a la sacramentalidad del episcopado (cfr LG 21). El Concilio enseña que con la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del Orden y se confieren también los oficios de santificar, enseñar y gobernar (unidad de la potestas sacra). No obstante, estos oficios, por su naturaleza, no pueden sino ejercerse en comunión jerárquica con el Jefe y con los miembros del Colegio. Debido al carácter propiamente colegiado del Orden episcopal, la unidad de los obispos constituye una realidad universal que precede a la diaconía de las Iglesias individuales, es decir, al hecho de constituirse pastor de una diócesis particular[6].

Además, los obispos pueden ejercer la suprema potestad colegiada sobre toda la Iglesia, junto al Papa, tanto bajo la forma solemne de un Concilio ecuménico, como a través de actividades contextuales y ubicadas en diversas partes del mundo.

Sinodalidad y colegialidad en la Iglesia: la pirámide invertida

La renovada conciencia eclesial sobre la sacramentalidad del episcopado y la colegialidad representa una premisa teológica fundamental para una adecuada hermenéutica teológica de la sinodalidad. En efecto, permite establecer en qué medida el concepto de «sinodalidad» es más amplio que el de «colegialidad»: mientras la sinodalidad implica la participación y el involucramiento de todo el Pueblo de Dios en la vida y la misión de la Iglesia, la colegialidad remite a la forma específica a través de la cual esta se manifiesta mediante el ejercicio del ministerio de los obispos cum et sub Petro.

El ministerio episcopal une la dimensión particular, relativa a la parte del pueblo reunida en una Iglesia local, con la dimensión universal, relativa al ejercicio del ministerio en comunión con el resto de los obispos y con el Papa. Por lo tanto, toda manifestación efectiva de sinodalidad exige el ejercicio del ministerio colegiado de los obispos.

Desarrollando las implicancias de la relación analógica entre el misterio de la Trinidad Inmanente y la forma ecclesiae, planteada en el prólogo de la Lumen gentium (cfr LG 2-4), la teología postconciliar ha puesto de relieve la forma en que la sintaxis agápico-trinitaria regula la vida de la Iglesia: la circumincessio de las personas trinitarias se refleja en la Iglesia, la estructura, la dispone a explicitar su esencia comunitaria a través de la «procesalidad pericorética» que toma el nombre de «sinodalidad».

Francisco utiliza el término «sínodo-sinodalidad» en sentido amplio, es decir, con intención de traducir la ortodoxia teológica en la ortopraxis pastoral: «sínodo» no expresa exclusivamente la estructura eclesiástica que está encabezada por el gobierno colegiado, sino la forma visible de la comunión, el camino de la fraternidad eclesial, en el que todos los bautizados participan y contribuyen personalmente. Una Iglesia que, en su afán de universalidad, pretende defender la diversidad de las identidades culturales, pues las considera una riqueza inestimable, no puede sino asumir la sinodalidad como trait d’union entre la unidad del cuerpo y la pluralidad de sus miembros.

Asumiendo la perspectiva eclesiológica del Vaticano II y en conformidad con la enseñanza de la Lumen gentium, el Papa Francisco afirma que «el camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio»[7]. Destaca que la sinodalidad «nos ofrece el marco interpretativo más adecuado para comprender el mismo ministerio jerárquico» y esboza la imagen de una Iglesia que – como «una pirámide invertida», en la que la cúspide se encuentra en la parte inferior – armoniza a todos los sujetos involucrados en ella: Pueblo de Dios, Colegio Episcopal, Sucesor de Pedro[8].

En la Evangelii gaudium (EG), Francisco ha dado un nuevo ímpetu a la doctrina del sensus fidei fidelium (cfr EG 119), argumentando que el camino de la sinodalidad representa un requisito indispensable para dar a la Iglesia un renovado impulso misionero: todos los miembros de la Iglesia son activos sujetos evangelizadores y «discípulos misioneros» (EG 12). Los laicos representan la inmensa mayoría del Pueblo de Dios, y es mucho lo que se puede aprender de su participación en las diversas expresiones de la comunidad eclesial: piedad popular, compromiso con la pastoral ordinaria, competencias en el campo de la cultura y de la convivencia social (cfr EG 126). Y si el estatus y la experiencia de vida clerical suscitan en ocasiones una serie de prejuicios inconscientes, deberíamos aspirar a la presencia de un laicado devoto que, como observador atento y amoroso, vea la necesidad de tomar consciencia. Deberíamos también recordar las palabras con las que San John Henry Newman respondió a quienes lo interrogaban sobre el rol de los laicos: «La Iglesia parecería ridícula sin ellos»[9].

Por lo tanto, es necesario superar los obstáculos que representa la falta de formación, los efectos deletéreos de esa mentalidad clerical que corre el riesgo de relegar a los fieles laicos a un papel subordinado, para aumentar los espacios en los que puedan expresarse y compartir la riqueza de su experiencia como discípulos del Señor (cf. EG 102).

La corresponsabilidad de todo el Pueblo de Dios en la misión de la Iglesia requiere emprender procesos de consulta que vuelvan más participativa la presencia y la voz de los laicos. No se trata de instaurar una suerte de «parlamentarismo laical» – puesto que la autoridad del Colegio Episcopal no depende de una delegación manifestada por los fieles mediante un procedimiento electoral, sino que se presenta como un carisma preciso con el que el Espíritu Santo ha dotado al cuerpo eclesiástico –, sino de utilizar plenamente los recursos y las estructuras de que ya dispone la Iglesia.

Bajo esta perspectiva, el 18 de septiembre de 2018, con la Episcopalis communio (EC)[10], el Santo Padre tradujo en normas todos los pasos que marcan el camino de una «Iglesia de constitución sinodal». La Constitución Apostólica marca un progreso respecto al Vaticano II: si debemos reconocer al Concilio el mérito de haber recuperado los temas eclesiásticos y su naturaleza ministerial, con este documento se busca traducir los argumentos teóricos a una práctica eclesial. La clave está en la escucha: toda práctica sinodal «comienza escuchando al Pueblo de Dios», «prosigue escuchando a los pastores» y termina escuchando al Obispo de Roma, llamado a pronunciarse como «Pastor y Doctor de todos los cristianos»[11].

Puesto que la colegialidad está al servicio de la sinodalidad, el Papa afirma que «el Sínodo de los Obispos debe convertirse cada vez más en un instrumento privilegiado para escuchar al Pueblo de Dios». Y «aunque en su composición se configure como un organismo esencialmente episcopal», no vive «separado del resto de los fieles»; «al contrario, es un instrumento apto para dar voz a todo el Pueblo de Dios». Por eso es «de gran importancia que, también en la preparación de las Asambleas sinodales, se cuide con especial atención la consulta de todas las Iglesias particulares» (EC 7).

A esta consulta de los fieles debe seguir el «discernimiento por parte de los pastores»: atentos al sensus fidei del Pueblo de Dios, estos deben saber distinguir las indicaciones del Espíritu «de los flujos muchas veces cambiantes de la opinión pública» (ibíd.). Es en este modo de proceder que debe basarse el «discernimiento comunitario», práctica tan querida por el Papa Francisco y a la que frecuentemente hace alusión, recurriendo a su espiritualidad ignaciana: discernir comunitariamente consiste en prestar atención a la voluntad de Dios en la historia, en la vida no de una persona concreta, sino de todo el Pueblo de Dios. Si bien esto tiene lugar en el ámbito del corazón, de la interioridad, su materia prima es siempre el eco que la realidad refleja en el espacio interior. Es una actitud interior que nos impulsa a estar abiertos al diálogo, al encuentro, a hallar a Dios donde sea que se manifieste, y no solamente en ambientes predeterminados, bien definidos y cerrados (cfr EG 231-233).

La Episcopalis communio divide la práctica sinodal en tres etapas: preparación, discusión y ejecución, y cada Sínodo celebrado en el curso del actual pontificado – sobre la familia (2014, 2015), sobre los jóvenes (2018), sobre la Amazonía (2019) – ha intentado llevar a cabo esas indicaciones cada vez en mayor medida. Como ha observado el propio Santo Padre, «los cambios introducidos hasta ahora van en la dirección de volver a los Sínodos que se realizan cada dos o tres años en Roma más libres y dinámicos, dando mayor tiempo a la discusión y a la escucha sincera»[12].

La opción preferencial por los pobres

La opción preferencial por los pobres se remonta a los profetas y a Mateo 25, y está expresada en palabras similares en el incipit de Gaudium et spes (GS)[13]. Se convirtió en un punto central en la reflexión que tuvo lugar en el Sínodo de 1971 «Justicia en el mundo», y más tarde San Juan Pablo II y Benedicto XVI la integraron a la enseñanza social de la Iglesia. El hecho de que represente un rasgo distintivo del actual pontificado no debe atribuirse a una novedad, sino al vigor con el que Francisco ha abrazado las implicancias por el anuncio del Evangelio. A estas alturas, será útil dar una mirada a la manera en que la eclesiología de comunión, la colegialidad y la sinodalidad cumplen un rol esencial en su aplicación.

Para Francisco, la opción preferencial por los pobres (cfr EG 48) sigue la asombrosa lógica de la encarnación del Verbo. Deriva de lo que la Palabra, es decir, Jesucristo, nos ha enseñado, con las palabras y con las obras, sobre los pobres. En consecuencia, la Iglesia debe reconocer en esta predilección la prerrogativa fundamental del servicio de la caridad. El Papa aclara que no se trata de una preferencia de carácter sociológico, sino de tipo propiamente teológico, porque remite a la acción salvífica de Dios: «Sin la opción preferencial por los más pobres, el anuncio del Evangelio, aun siendo la primera caridad, corre el riesgo de ser incomprendido o de ahogarse en el mar de palabras al que la actual sociedad de la comunicación nos somete cada día» (EG 199).

Además, no se trata de la expresión de un ingenuo «buenismo» (EG 179), que se concreta en alguna actividad o en una suerte de buena disposición natural, sin que ello constituya de hecho una característica esencial de la vida de la Iglesia; antes bien, se la reconoce como parte integrante no solo de los Evangelios, sino también del proceso de transformación eclesial deseado e iniciado por el Vaticano II. Los padres conciliares, de hecho, reconociendo en la historia de los más desposeídos un «signo de los tiempos», afirmaron que la Iglesia estaba llamada a pasar de una praxis caritativa de tipo asistencialista, en la cual el pobre es reducido a mero «objeto» de cuidados, a su reconocimiento como «miembros» del Pueblo de Dios y «sujetos» de la propia liberación.

En la encíclica Fratelli tutti (FT), entre todas las situaciones de fragilidad que caracterizan el actual tejido social y a las que es urgente dar respuesta, el Papa destaca la emergencia de los refugiados, migrantes y desplazados internos, definida también como la emergencia del «límite de las fronteras» (FT 129-132). Todos en la Iglesia y en la sociedad están llamados a «acoger, proteger, promover e integrar» a quienes, por diversas razones, se ven obligados a dejar su propia tierra, renunciando al «derecho de no emigrar» (FT 38; 129). Lo que significa pasar de una concepción de la sociedad en la que se discrimina al extranjero a una comprensión de la convivencia social en la que se garantiza a todos una ciudadanía plena. Más que «dejar caer desde arriba programas de asistencia social» (FT 129), se trata de ofrecer posibilidades de integración que sean factibles y concretas: concesiones de visados, corredores humanitarios, acceso a los servicios esenciales y a la educación, libertad religiosa (FT 130).

Las palabras de Francisco, por tanto, no hacen otra cosa que remitirnos a la toma de consciencia mediante la cual el Vaticano II recoge, en la necesidad de privilegiar a los pobres, el llamado del Espíritu Santo a la conversión tanto de la estructura intraeclesial como del modo mismo de relacionarse con el Evangelio (cfr LG 8; GS 1). Conceder a los pobres un lugar privilegiado entre los miembros del Pueblo de Dios (cfr EG 187-196) no solo significa reconocerlos como destinatarios privilegiados de la evangelización, sino considerarlos como sus sujetos, como sus agentes activos.

En efecto, la Evangelium gaudium anima a todos los bautizados a considerar el encuentro con el pobre como una ocasión favorable para dejarse evangelizar por Cristo (cfr EG 121;178). De esta forma, los límites de la distinción entre evangelizadores y evangelizados se difuminan: «todos tenemos que dejar que los demás nos evangelicen constantemente» (EG 121; 174). También los pobres son evangelizadores, pues, en tanto miembros del Pueblo de Dios, tienen mucho que dar y mucho que enseñar (cfr EG 48). Es por esto que Francisco, dirigiéndose a los miembros pobres de los Movimientos Populares, no dudó en decirles: «Ustedes son para mí, como les dije en nuestros encuentros, verdaderos “poetas sociales”, que desde las periferias olvidadas crean soluciones dignas para los problemas más acuciantes de los excluidos»[14].

La exhortación dirigida a los creyentes con la que el Papa los invitaba a recomenzar «desde las periferias» – no sólo geográficas, sino también existenciales[15] – adquiere de este modo formas y expresiones diversas: significa prestar atención a la injusticia social y a los sufrimientos personales de quienes se encuentran en condiciones desesperadas (dolor, pobreza y miseria); significa interiorizar lo indicado en Mateo 25 y en la rica tradición de las Obras de misericordia; significa apropiarse de la compleja riqueza del tema desarrollado en el Sínodo para la Amazonía, «Nuevos caminos para la Iglesia y para una ecología integral», con sus dos elementos intrínsecamente interdependientes y relacionados.

De la vocación de la Iglesia expresada en la LG y de su camino sinodal brota la evangelización, la promoción humana en todas sus formas y el cuidado de nuestra casa común. Y cuando este nuevo modo de afrontar los problemas de la familia humana (cfr EG 30) se asume con determinación, como una cuestión esencial y necesaria, entonces se ayuda a la Iglesia a descentralizarse y se la empuja hacia la periferia. La Iglesia debe caminar unida, llevando sobre sí el peso de lo humano, disponiendo el oído al grito de los pobres, reformándose a sí misma y a sus acciones, escuchando sobre todo la voz de los humildes, los anawim de las Escrituras hebreas, que estuvieron al centro del ministerio público de Jesús.

Podemos ver todo esto como una clave hermenéutica que configura y redefine la práctica sinodal. Se vuelve, por tanto, necesario «poner todo en clave misionera» (EG 34) y adoptar un modelo pluridimensional de unidad eclesial y social (cfr EG 234-237) capaz de reflejar una renovada sensibilidad intraeclesial y ecuménica.

La reforma que Francisco nos invita a realizar funciona si esta se «vacía» de toda lógica mundana, es decir, tanto de la «ideología del cambio» como de la del «inmovilismo». El mundo valora la capacidad de hacer cosas o de realizar cambios a las instituciones, siempre y donde sea. La reforma anima a todos a discernir el tiempo y la oportunidad del «vaciamiento», de modo que la misión haga resplandecer mejor a Cristo. Y cuando Francisco dirige, a «cada cristiano» (EG 3) y a «cada persona» (LS 3), sin importar dónde ha nacido o dónde vive (cfr FT 1), su llamado a la responsabilidad[16], que sintetizada en el «cuidar a los más frágiles» (EG 209, 216), no dirige su atención solo a las personas «pobres», sino también a la «pobre» tierra.

Sensibilizarnos al «grito de los pobres» nos pone en condición de escuchar el grito de la «hermana tierra» (LS 1). Francisco insiste en la relación que existe entre el cuidado del medioambiente y la atención a los pobres (cfr LS 49), a la que vuelve todavía con mayor fuerza en la Exhortación postsinodal Querida Amazonia (QA 52), como también en la catequesis «Curar el mundo» de agosto y septiembre 2020. La conexión entre los pobres y el medioambiente permite evidenciar cómo el futuro de toda la humanidad está íntimamente ligado al del medioambiente, por lo que proteger los intereses de los más débiles coincide con la salvaguarda de la creación. Como proclama Laudato si’, «todo está conectado» (LS 16; 91; 117; 138; 240).

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Escuchar al Pueblo de Dios, oír en él el grito de los pobres abandonados y de la tierra maltratada, permite a la Iglesia evitar el peligro de proyectar sobre la realidad un esquema preconcebido. Este error ocurre cuando la Iglesia, en su intento de reforma, persigue un proyecto ideal que nace de los deseos, incluso buenos, pero que son expresiones de autoreferencialidad. Si así fuese, se terminaría obedeciendo a otra ideología, una ideología meramente «mundana» del cambio. Por el contrario, cuando la Iglesia acompaña a los pobres en su liberación, ellos la ayudan a su vez a librarse de los peligros en los que siempre puede incurrir su componente institucional.

¿Cómo hacer para que la sinodalidad crezca en la Iglesia?

El desafío fundamental que el proceso sinodal plantea a la vida de la Iglesia remite a una concepción renovada de la «comunión», entendida en términos de «inclusión»: involucrar a todos los componentes del Pueblo de Dios, especialmente a los pobres, bajo la autoridad de aquellos a los que el Espíritu Santo propone como pastores de la Iglesia, de modo que todos puedan sentirse corresponsables en la vida y la misión de la Iglesia.

Pero, ¿cómo hacer para que la sinodalidad crezca en la Iglesia? Se requiere dar inicio a procesos de conversión, es decir, de «discernimiento, purificación y reforma» (EG 30), para que todos puedan adquirir e interiorizar los principios de una espiritualidad que esté abierta a la comunión «inclusiva», antes que a una espiritualidad que se limite a buscar la perfección individual. Sin una conversión real del modo de pensar, rezar y actuar, sin una efectiva metanoia que implique una preparación constante para la mutua acogida, los instrumentos externos de la comunión – las estructuras sinodales eclesiásticas surgidas de la actividad conciliar – podrían resultar insuficientes para alcanzar el fin para el que fueron creados.

El Papa no tiene ideas prefabricadas que aplicar a la realidad, ni un plan ideológico de reformas prêt-à-porter, sino que avanza sobre la base de una experiencia espiritual y de oración que comparte sobre la marcha en el diálogo, en la consulta, en la respuesta concreta a las situaciones de vulnerabilidad, de sufrimiento y de injusticia. Es este, como diría San Ignacio, su «modo de proceder». Francisco crea las condiciones estructurales para un diálogo real y abierto. No sigue ni optimizaciones institucionales prefabricadas, ni estrategias abstractas destinadas a obtener mejores resultados estadísticos.

Tal vez queda mucho camino por recorrer para comprender esta profunda reforma de nuestra existencia institucional como discípulos de Cristo reunidos en la Iglesia. Todavía más para comprender a la Iglesia, semper reformanda, en relación con los tiempos que vivimos – incluida la actual pandemia –, intentando unir y potenciar a la Iglesia local, nacional, regional y continental; por no hablar de cómo imaginar, desde la esperanza, el futuro del cristianismo. La Evangelii gaudium está dirigida «a los miembros de la Iglesia en orden a movilizar un proceso de reforma misionera todavía pendiente» (LS 3). Esta reforma tiene lugar en la incesante conversión sinodal y misionera de cada miembro del Pueblo de Dios y de todo el Pueblo de Dios en su conjunto.

En su vida sinodal, la Iglesia se ofrece a sí misma, deliberadamente, como diaconía volcada a la promoción de una vida económica, social, política y cultural marcada por la fraternidad y la amistad social. Escuchar el grito de los pobres y el de la tierra, es un compromiso prioritario y un criterio que rige cada acción social del Pueblo de Dios (cfr LS 49), que evoca con urgencia, para determinar sus opciones y los proyectos de la sociedad, los principios fundamentales de la doctrina social de la Iglesia: la inalienable dignidad humana, el destino universal de los bienes, la primacía de la solidaridad, el diálogo orientado a la paz, el cuidado de la casa común.

La invitación de Francisco para que «el Sínodo de los obispos se vuelva cada vez más un instrumento privilegiado de escucha del Pueblo de Dios» es al mismo tiempo oración e invocación: «Pidamos ante todo al Espíritu Santo, para los padres sinodales, el don de la escucha: escucha de Dios, hasta escuchar con Él el clamor del pueblo; escucha del pueblo, hasta respirar en él la voluntad a la que Dios nos llama»[17].

Roguemos, pues, por quienes tienen responsabilidad en la Iglesia, por quienes están comprometidos en la vida religiosa, en el ámbito de la educación católica y en otros servicios, para que reciban las mismas gracias: escuchar, caminar y servir.

  1. Francisco, Discurso introductorio en la apertura de los trabajos de la 70ª Asamblea General de la Conferencia Episcopal Italiana, 22 de mayo de 2017, en:http://www.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2017/may/documents/papa-francesco_20170522_70assemblea-cei.html
  2. Cfr A. Spadaro, «Il governo di Francesco. È ancora attiva la spinta propul­siva del pontificato?», en Civ. Catt. 2020 III 350-364.
  3. Esta intención de los Padres conciliares puede deducirse también del orden mismo en que se subdivide la exposición: el capítulo dedicado a «El Pueblo de Dios» (cap. 2) precede a aquel sobre «La constitución jerárquica de la Iglesia» (cap. 3), de manera de dejar claro cómo la jerarquía eclesiástica desempeña un rol de servicio a la totalidad de la Iglesia y se dirige a ella. El todo es superior a las partes.
  4. El sensus fidei se asemeja a un instinto, puesto que no es en primer lugar el resultado de una deliberación racional, antes bien toma la forma de un conocimiento espontáneo y natural, una suerte de percepción (aisthēsis).
  5. «La totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn 2,20 y 27), no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando desde los Obispos hasta los últimos fieles laicos presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres» (LG 12).
  6. El Concilio aclara que el Colegio Episcopal tiene autoridad solo cuando se concibe unido al Romano Pontífice, en tanto sujeto de primera autoridad de la Iglesia (cfr LG 22). La afirmación según la cual la ordenación episcopal implica en primer lugar una referencia a la Iglesia Universal permanece también en el Código de Derecho Canónigo de 1983 (cc. 330-341). Según algunos estudiosos, el Concilio sobre este punto no ha aclarado suficientemente cómo se articula la relación entre el collegium episcoporum y la communio ecclesiarum. Cfr H. Legrand, «Les Évêques, les Églises locales et l’Église entière», en Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques 85 (2001) 210 s.
  7. Francisco, Discurso en la Conmemoración del 50 aniversario de la institución del Sínodo de los Obispos, 17 de octubre de 2015, en http://www.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2015/october/documents/papa-francesco_20151017_50-anniversario-sinodo.html
  8. Cfr ibíd.
  9. J. H. Newman, Sulla consultazione dei fedeli in materia di dottrina, Brescia, Morcelliana, 1991, 28. (Cast. Consulta a los fieles en materia doctrinal, traducción y notas de Aureli Boix, Centro de Estudios Orientales y Ecuménicos «Juan XXIII», Salamanca, 2001, 169 pp.).
  10. Francisco, Constitución apostólica «Episcopalis communio» sobre el Sínodo de los Obispos, en www.vatican.va
  11. Id., Discurso en la Conmemoración del 50 aniversario de la institución del Sínodo de los Obispos, cit.
  12. Id., Ritorniamo a sorridere. La strada verso un futuro migliore, Milano, Piem­me, 2020, 96.
  13. «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo» (GS 1; la cursiva es nuestra).
  14. Francisco, Carta a los Movimientos Populares, 12 de abril de 2020, en www.vatican.va
  15. Partiendo de la enseñanza de San Juan Pablo II, Francisco describe la pobreza no solamente en términos materiales de indigencia, sino también refiriéndose a toda forma de empobrecimiento de la persona, en cuanto limitación o lesión de la dignidad y de los derechos fundamentales del ser humano. Cfr Juan Pablo II, s., Sollicitudo rei socialis, n. 15.
  16. La intención de dirigirse a todos continúa la senda elegida por el Concilio Vaticano II, que «se dirige ahora no sólo a los hijos de la Iglesia Católica y a cuantos invocan a Cristo, sino a todos los hombres» (GS 2).
  17. Francisco, Discurso de preparación para el Sínodo sobre la familia (4 de octubre de 2014).
Cardenal Michael Czerny
Es Subsecretario de la Sección Migrantes y Refugiados del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral. Anteriormente, ocupó puestos de responsabilidad en los jesuitas, entre ellos la dirección del Secretariado para la Justicia Social en la Curia General Jesuita y de la African Jesuit AIDS Network.

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