Vida de la Iglesia

¿Un testimonio silencioso?

El Concilio Vaticano II en Cuba después de la Revolución

Las visitas de los tres últimos papas a Cuba: Juan Pablo II (1998), Benedicto XVI (2012) y Francisco (2015 y 2016) han tenido el mérito de mostrar a la opinión pública internacional la realidad de la comunidad católica en la isla. Mucho menos conocida es la historia de la Iglesia cubana durante los primeros 25 años de la Revolución y el proceso de reflexión que involucró a todos sus miembros en la década de los ochenta[1]. Dos acontecimientos marcaron la fisonomía de la Iglesia universal y continental durante este periodo: el Concilio Vaticano II (1962-65) y la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano de Medellín (1968), siendo relevantes también para la Iglesia cubana que intentaba definir su misión en el inédito contexto de un sistema político socialista.

El presente trabajo busca explorar los rasgos fundamentales de la recepción conciliar en Cuba que prepararon las condiciones para la realización del mencionado proceso sinodal. Al mismo tiempo, intentamos superar una narrativa que presenta a la comunidad católica de la isla como una «Iglesia del silencio» centrada en la supervivencia cultual y ajena a todo interés evangelizador. La primera parte de este artículo pretende contextualizar históricamente la Iglesia cubana entre 1959 y 1985, según una periodización de cuatro etapas. En la segunda parte de este trabajo abordaremos la influencia del Vaticano II en Cuba según las categorías de participación y testimonio. El presente estudio se inscribe en los análisis de la recepción conciliar en América Latina y la recuperación de experiencias sinodales que pueden servir como ejemplos para el actual proceso de renovación eclesial impulsado por el Papa Francisco.

Optimismo (1959)

La victoria de enero de 1959 fue acogida con júbilo por la mayoría de la población y también por la Iglesia cubana. Para muchos, la Revolución era el contexto adecuado para recuperar el orden constitucional interrumpido por el golpe de estado de Fulgencio Batista en 1952 y construir una nación según los presupuestos de la Doctrina Social de la Iglesia. Estos deseos se vieron reforzados con la designación de algunos laicos comprometidos dentro del nuevo gabinete revolucionario. El apoyo episcopal a una de las primeras medidas del gobierno, la Ley de Reforma Agraria, es un ejemplo de este ambiente de optimismo que también reconocía el derecho a la indemnización de los antiguos propietarios y alertaba ante el peligro de un excesivo control estatal sobre la propiedad[2].

La jerarquía eclesial se consideraba representante de la mayoría del pueblo y por lo tanto rechazaba cualquier proyecto político que no reconociera al catolicismo como sinónimo de cubanidad[3]. El Primer Congreso Nacional Católico de Cuba en diciembre de 1959 fue el mejor ejemplo de esta postura, que no sopesaba suficientemente el anticlericalismo criollo fruto de la alianza entre el trono y el altar y la postura eclesial contra los movimientos independentistas del siglo XIX. Todos los católicos fueron invitados a participar en el Congreso de 1959 como una demostración de vitalidad religiosa y rechazo a la influencia comunista. Los numerosos contactos entre la jerarquía y el gobierno en la preparación de este evento muestran que a finales de 1959 todavía los obispos buscaban influir en el proceso revolucionario mediante la Doctrina Social de la Iglesia[4]. Este deseo se desvaneció rápidamente en el transcurso de los primeros meses del año siguiente.

Ruptura (1960-61)

Desde la segunda mitad de 1959 fue evidente un acercamiento del nuevo gobierno a la Unión Soviética, lo cual se concretó con la visita del Primer Ministro ruso Mikoyan en febrero de 1960. La presencia mayoritaria de clero español en la isla, que había sufrido las consecuencias de la Guerra Civil, marcó fuertemente la lectura de estos acontecimientos.

A lo largo de 1960 se sucedieron varios pronunciamientos episcopales para exponer la incompatibilidad entre el comunismo y la fe cristiana. La tensión de estos momentos llegó incluso a la agresión física y llevó a los obispos a escribir una carta pública a Fidel Castro denunciando una campaña antirreligiosa a nivel nacional y solicitando que tomara partido ante esta situación.[5] En su respuesta, Fidel enunció la identidad entre anticomunismo, contrarrevolución y una postura anticatólica. La presencia de tres sacerdotes y numerosos dirigentes laicos entre las tropas de la invasión de Bahía de Cochinos (abril de 1961) le ofreció al gobierno la prueba de la oposición activa de la Iglesia al giro marxista de la Revolución.

En junio de 1961 fue nacionalizada toda la enseñanza privada y con ello dos universidades y 324 escuelas católicas. También los medios de comunicación fueron intervenidos y en septiembre de este año fueron expulsados de Cuba más de un centenar de agentes de pastoral. Muchos otros sacerdotes y religiosas abandonaron el país por el temor de represalias y/o la pérdida de sus antiguas instituciones. Al final de este periodo prácticamente toda la infraestructura no parroquial había pasado a manos del Estado y la Iglesia había perdido el poder de movilización de la opinión pública[6]. Mientras que una minoría de laicos seguía reconociendo su identidad católica, muchos abandonaron el país como respuesta a las medidas del gobierno revolucionario y otros se apartaron de la Iglesia por sus ideas políticas o debido a presiones externas[7].

Resistencia (1962-69)

Este periodo es titulado por muchos autores como la «Iglesia del silencio», para describir una estrategia de la jerarquía encaminada a sobrevivir y evitar ulteriores enfrentamientos con el régimen socialista. Según esta narrativa la Iglesia fue confinada prácticamente a su dimensión cultual sin compromiso social y evangelizador[8].

La ausencia de documentos magisteriales durante este intervalo en la recopilación oficial La voz de la Iglesia en Cuba, parecería reforzar esta visión. No obstante, la categoría «Iglesia del silencio» es importada de la experiencia en Europa del Este y no corresponde exactamente a la realidad histórica cubana. Durante estos años la comunicación entre los párrocos y los obispos no se interrumpió y al menos uno de ellos mantuvo correspondencia con dirigentes revolucionarios para resolver cuestiones puntuales[9].

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Aunque discreta, la Iglesia nunca estuvo ausente en el espacio público mediante los frecuentes artículos sobre temas religiosos del P. Biaín y el P. Carlos Manuel de Céspedes en el periódico El Mundo[10]. En 1962 surgió el boletín Vida Cristiana, que desde enero de 1963 alcanzó una tirada nacional y se convirtió en el órgano oficioso de la Iglesia. Durante la celebración del Vaticano II estos medios informaron sobre los debates y las conclusiones de la asamblea. En estos años tampoco se interrumpieron los encuentros de la Conferencia Episcopal ni de sus grupos de trabajo. Aunque la asistencia de los fieles se redujo drásticamente, los obispos continuaron visitando sus comunidades sobre todo en las fiestas patronales y ellas continuaron celebrando los sacramentos y ofreciendo espacios de formación. Esto demuestra que el aparente silencio no significó la ausencia de la Iglesia del espacio público sino una resistencia activa en medio de grandes presiones para que sus miembros abandonaran la práctica religiosa.

Dos actores importantes en este periodo fueron Mons. Cesare Zacchi, Encargado de Negocios del Vaticano en Cuba de 1962 a 1974, y el embajador cubano ante la Santa Sede, Luis Amado Blanco, que fungió como tal desde 1961 hasta su muerte en 1975. Ambos personajes se esforzaron por mantener abierto un canal de comunicación entre la Iglesia y el gobierno cubano aun en los momentos de mayor dificultad.

Distensión y colaboración crítica (1968-85)

Al igual que en otras regiones de América Latina, la Conferencia de Medellín (1968) tuvo un impacto significativo en la Iglesia cubana contribuyendo a repensar su misión en el contexto socialista. La influencia de este encuentro se unió a un cambio generacional en el liderazgo eclesial que permitió una configuración totalmente autóctona de la Conferencia Episcopal. En abril de 1969, coincidiendo con el aniversario de la invasión de Bahía de Cochinos, fue divulgado el primer pronunciamiento colectivo del episcopado cubano desde 1960. Este Comunicado señalaba la dimensión espiritual del trabajo y el testimonio que en él los cristianos estaban llamados a ofrecer como sal de la tierra y luz del mundo. Con ello se buscaba una base común para el diálogo entre cristianos y revolucionarios en torno a la importancia del trabajo para el desarrollo del país. La parte del Comunicado de mayor impacto fue la vinculación entre la opción por los pobres y la condena al embargo económico de los Estados Unidos.

La comunidad católica cubana se mostró dividida frente a este documento y mientras algunos saludaban la nueva postura otros la consideraban una traición a la antigua política de resistencia y denuncia. Este Comunicado tuvo el mérito de privilegiar los problemas de la feligresía en la isla sobre los intereses de un sector mayoritario del catolicismo cubano en el exilio. El debate interno originado por este documento obligó a los obispos a publicar un segundo Comunicado para explicar con más detalles las ideas de Medellín y el Vaticano II. La Iglesia cubana reconocía que el proceso revolucionario no era un fenómeno pasajero y por lo tanto ella debía buscar posibles caminos de diálogo con esta realidad. Esta postura significaba una crisis de maduración y crecimiento que comportaba «morir a algo para adquirir elementos nuevos»[11].

A partir de este momento se fue abriendo paso una nueva alternativa en las relaciones Iglesia – Estado, caracterizada por una colaboración pragmática sobre valores compartidos, aun manteniendo una actitud crítica frente a ciertos aspectos de la ideología socialista.[12] Como señala el historiador Manuel Maza, «si la España liberal de 1830 y 1840 cerró los noviciados, expulsó a los religiosos y confiscó las propiedades de la Iglesia… [y ello no impidió] el Concordato de 1851»[13], ¿por qué debía ser diferente en 1969?

Después de la publicación de los Comunicados de 1969 se evidenciaron signos intermitentes de mejoría en la relación entre la Iglesia y el gobierno. Durante la visita a Chile en 1971 Fidel Castro se reunió con un grupo de sacerdotes y el Cardenal Silva Henríquez, encuentro que generó muchas críticas pero fue apoyado por el arzobispo habanero Francisco Oves. En 1974 visitó Cuba y fue recibido por Fidel el Secretario de las Relaciones con los Estados del Vaticano Agostino Casaroli. Por otro lado en 1976 se aprobó la nueva Constitución que consagraba el carácter ateo del Estado y concebía la religión como un prejuicio anti – científico que debía ser eliminado. El año anterior se había celebrado el I Congreso del Partido Comunista de Cuba (PCC) que excluía de sus filas a los creyentes. En el verano de 1985 se celebró en La Habana el Encuentro de la Deuda Externa, donde participaron el presidente y el secretario de la Conferencia Episcopal. En un mensaje a los católicos de la isla los obispos destacaron que por primera vez la jerarquía había sido invitada a un evento organizado por el gobierno[14].

A inicios de 1985 se publicó en Cuba el libro Fidel y la Religión, sin dudas un acontecimiento decisivo en la percepción del fenómeno religioso.[15] Esta obra fue un verdadero éxito editorial en la isla y sorpresivamente significó el retorno de la religión al debate público. Lo más inaudito para los ideólogos del marxismo – leninismo fue que el mismo Fidel rompiera el silencio oficial sobre un tema considerado tabú. La pregunta que se generó entre muchos lectores y la población en general fue si también ellos podían hablar abiertamente de sus creencias religiosas y volver a frecuentar los templos sin temor a represalias[16].

La recepción conciliar en Cuba socialista

Una idea correlativa a la Iglesia del silencio durante las décadas de los sesenta y los setenta es la escasa recepción del Vaticano II en Cuba. La Iglesia de la isla, según esta narrativa, estaba tan ensimismada en garantizar su sobrevivencia que apenas pudo asimilar la renovación conciliar.[17] No obstante, desde el punto de vista histórico se puede probar la existencia en Cuba de grupos de estudios conjuntos entre miembros del clero y el laicado para analizar los documentos del Concilio.[18] Del mismo modo hay constancia de un intercambio epistolar entre los obispos cubanos en Roma y algunos laicos de la isla donde se informaba sobre la evolución de este evento.[19] El propio arzobispo santiaguero Pérez Serantes, que poseía una marcada formación preconciliar y alegó problemas de salud para no viajar a Roma, supo acoger la novedad del Vaticano II, divulgarla en su diócesis y organizar en la catedral santiaguera una jornada de reflexión ecuménica.[20]

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Desde el punto de vista teológico no es correcto homogeneizar el fenómeno de la recepción conciliar sin tener en cuenta las particularidades de las Iglesias locales. Con ello se negaría el principio conciliar que reconoce el valor de la diversidad entre las distintas comunidades y el surgimiento de una Iglesia mundial no uniforme.[21] Si tomamos exclusivamente como parámetros de la recepción conciliar en América Latina el surgimiento de la Teología de Liberación, la creación de las Comunidades Eclesiales de Base (CEB) y la radicalización hacia la izquierda política de una parte significativa del clero y la feligresía, evidentemente el impacto del Concilio en la isla durante este periodo fue muy precario.[22]

No obstante, en la realidad cubana de la década de los 60 la mayoría de las comunidades eclesiales eran tan reducidas que en ellas acontecía el “trato personal y fraterno entre sus miembros” que Medellín auspiciaba para las CEB.[23] El Comunicado episcopal de 1969 fue un ejemplo de la aplicación de Gaudium et spes, Medellín y Populorum Progressio a Cuba, mostrando que la reflexión de opción por los pobres tampoco era ignorada por la Iglesia en la isla.

La recepción teológica, por otro lado, no es la simple obediencia de las decisiones tomadas desde arriba según un modelo eclesiológico piramidal donde existe una clara distinción entre la Iglesia que enseña (ecclesia docens) y otra que acoge pasivamente estas formulaciones (ecclesia discens). Al contrario, este fenómeno puede ser considerada como «el proceso mediante el cual un cuerpo eclesial hace verdaderamente suya una determinación que él no se ha dado a sí mismo, reconociendo en la medida promulgada una regla que conviene a su vida»[24]. Esta definición de Yves Congar reconoce que el fenómeno de la recepción no es automático y en él no se pueden obviar las condiciones específicas de la Iglesia local. La influencia del concilio en la isla puede ser reconocida en dos nociones principales, a saber, participación y testimonio, que necesitan ser explicadas a partir del contexto cubano.

Contrario a lo expuesto por López Oliva, la Iglesia después de la Revolución no vivió un proceso de «clericalización y deslaicización» que la orientó en una dirección opuesta al resto de América Latina[25]. La disolución de antiguas organizaciones laicales como la Juventud Obrera Católica (JOC) se debió al contexto de inseguridad política de 1961 pero esto no significó que el laicado se convirtiera en un «apéndice controlado por la jerarquía»[26].

Después de la salida de numeroso agentes de pastoral los laicos cubanos asumieron la responsabilidad de la mayoría de las actividades parroquiales, incluso en roles administrativos y litúrgicos que anteriormente eran reservados al clero. Esta situación no planificada posibilitó un fuerte sentido de pertenencia y corresponsabilidad comunitaria. La nueva eclesiología del Vaticano II ofreció una argumentación teológica para enfrentar este contexto de emergencia.

Sacrosanctum Concilium (SC) consagró la idea de la actuosa participatio como leitmotiv de toda la renovación litúrgica y con ello anticipó la eclesiología del pueblo de Dios y el sacerdocio común que desarrollaría posteriormente Lumen Gentium.[27] No es casual que precisamente el culto haya sido una de las áreas donde mayor desarrollo tuvieron las ideas conciliares en Cuba, también porque esta dimensión fue de las menos afectadas por los conflictos con el nuevo sistema político. La intención del Concilio fue superar el rol de los fieles como «como extraños y mudos espectadores» (SC 48) exactamente lo que necesitaba los católicos en la isla para mantener viva una Iglesia donde escaseaban los ministros ordenados. Este nuevo modo de concebir el culto cristiano «implícitamente se extendió más allá de la liturgia a la iglesia en general […]. La liturgia, por así decirlo, tenía implicaciones y ramificaciones eclesiológicas»[28].

El «testimonio callado» es la otra clave para entender la acción eclesial a partir de la década de los sesenta según la historiadora Petra Kuivala.[29] En un contexto donde el clero y laicos sufrían por igual el estigma social y los riesgos que implicaba su fe, el testimonio callado constituyó un modo privilegiado de evangelización y resistencia. Este concepto implicaba asumir con entereza la discriminación religiosa y al mismo tiempo mostrar con una vida ejemplar las implicaciones de esta fe que se despreciaba en el discurso oficial. Este testimonio, aunque silencioso, no significaba simplemente pasividad u ocultamiento, sino que también podía ser interpretado como un signo de fidelidad ante un sistema ideológicamente hostil.

El peligro de esta postura era crear en los católicos una mentalidad de aislamiento que los incapacitara para reconocer cómo este mismo contexto podría iluminar la vivencia de la propia fe. La superación de esta tentación, fundamentalmente durante el proceso de la REC y el ENEC, no ocurrió sin tensiones entre las diversas generaciones en el seno de la comunidad católica.

Al igual que con la noción de participación, los católicos cubanos encontraron un apoyo en el Vaticano II y su desarrollo del testimonio cristiano como medio de «evangelización». Este término aparece a través de toda la obra conciliar de diferentes variantes con los vocablos latinos testimonium, testis y testificare[30]. Incluso en los fragmentos donde estos términos no son explícitos, su significado es latente en la descripción de la misión eclesial. La categoría de testimonio le permitió a la Iglesia evolucionar en su comprensión de la evangelización que no puede ser ejercida usando mecanismos de control sobre las realidades temporales sino a través de «las energías [léase, el testimonio] […] de la fe y la caridad aplicadas a la vida práctica» (Gaudium et Spes [GS], n. 42).

Una especial atención merece un pasaje que sirve particularmente para entender la labor evangelizadora en el contexto cubano: «En ocasiones, se dan tales circunstancias que no permiten, por algún tiempo, proponer directa e inmediatamente el mensaje del Evangelio; entonces las misiones pueden y deben dar testimonio al menos de la caridad y bondad de Cristo con paciencia, prudencia y mucha confianza, preparando así los caminos del Señor» (Ad Gentes, n. 6).

Consideraciones finales

A diferencia de otros países latinoamericanos la Iglesia cubana de 1986 era una realidad numéricamente muy reducida.[31] Aunque sin influencia política y con escasos medios materiales para desarrollar su opción evangelizadora, las comunidades cristianas habían desarrollado un fuerte sentido de «participación» y de fraternidad entre sus miembros. En medio de un ambiente ideológicamente hostil, ser católico era considerado casi como una desventaja social al tener que enfrentar numerosas limitaciones en el plano profesional, estudiantil y en la vida cotidiana. Es comprensible que en estas circunstancias el «testimonio callado» fuera el modo por excelencia para evangelizar la sociedad. La coherencia entre una vida ejemplar y la fe que se profesaba era el recurso por excelencia para derribar los prejuicios antirreligiosos.

Esta situación no implicó necesariamente una comunidad retraída en la dimensión cultual pero sí temerosa del anuncio explícito del evangelio, una desconfianza también compartida por sus interlocutores que consideraban cualquier mensaje religioso como una amenaza al proceso revolucionario.

Los católicos cubanos podían padecer una especie de complejo de inferioridad al ser tratados como ciudadanos de segunda categoría, para los que la incorporación plena a la sociedad era prácticamente imposible. Al mismo tiempo aquellos creyentes que habían optado por la adhesión al proceso revolucionario se sentían marginalizados del ámbito eclesial. Algunos signos intermitentes de distensión en las relaciones Iglesia – Estado mostraban que era posible un camino diferente. En este momento, cuando muchos vaticinaban que la Iglesia se extinguiría en cuestión de años por el envejecimiento de sus miembros, surgió la iniciativa de la un proceso sinodal que mostró la vitalidad de la Iglesia cubana.

Conclusiones

Más allá de buscar culpables e inocentes, responsables y víctimas, en las complejas relaciones entre la Iglesia y el gobierno revolucionario a partir de 1959, hemos optado por investigar cómo la Iglesia fue descubriendo su misión en un nuevo contexto socialista para el cual no estaba preparada.

La comunidad católica cubana: laicos y pastores, pasaron del enfrentamiento a la colaboración crítica con el nuevo sistema sociopolítico sin asimilarse completamente al mismo ni constituirse en una organización religiosa subordinada al Estado. Esta evolución puede ser explicada como una simple adaptación para garantizar la sobrevivencia de la Iglesia, pero sin negar esta legítima preocupación, también puede leerse como una profundización de la dinámica de la encarnación y una maduración de la propia conciencia eclesial en un contexto inédito.

En efecto, no existe ninguna realidad donde pueda ser declarada la ausencia del Espíritu de Dios y donde la Iglesia no pueda aprender de los signos de los tiempos, profundizar su propia comprensión del evangelio y aportar los valores de este para colaborar en el progreso de la sociedad. Como reconoce el mismo Concilio: «Es propio de todo el Pueblo de Dios, pero principalmente de los pastores y de los teólogos, auscultar, discernir e interpretar, con la ayuda del Espíritu Santo, las múltiples voces de nuestro tiempo y valorarlas a la luz de la palabra divina, a fin de que la Verdad revelada pueda ser mejor percibida, mejor entendida y expresada en forma más adecuada» (GS 44).

  1. Este itinerario sinodal es conocido como la Reflexión Eclesial Cubana (REC) que culminó con el Encuentro Nacional Eclesial Cubano (ENEC) en febrero de 1986.
  2. A. M. Villaverde, «La Reforma Agraria Cubana y la Iglesia Católica (3 de julio de 1959)», en La voz de la Iglesia en Cuba: 100 documentos episcopales, México, D.F., Obra Nacional de la Buena Prensa, 1995, 80-83.
  3. Esta opinión contrasta con una encuesta de 1954 que mostraba que aunque la población cubana se consideraba creyente no podía ser clasificada como practicante. El 72,5% se declaraban católicos y de ellos el 27% admitían que nunca habían visto un sacerdote. Solamente asistían frecuentemente a la misa dominical el 24% (17,4% de toda la población). Cfr M. J. Marimón, «The Church», en C. Mesa-Lago (ed.), Revolutionary Change in Cuba, Pittsburgh (PA), University of Pittsburgh Press, 1974, 400 s.
  4. P. Kuivala, Never a church of silence : the catholic church in revolutionary Cuba, 1959-1986, Helsinki, University of Helsinki, 2019, 90.
  5. Conferencia de Obispos Católicos de Cuba, «Carta Abierta del Episcopado Cubano al Primer Ministro Dr. Fidel Castro (4 de diciembre de 1960)», en La voz de la Iglesia en Cuba: 100 documentos episcopales, cit., 146-50.
  6. De 723 sacerdotes y 2.225 religiosas en 1960 solo habían en 1965, 225 curas y 191 monjas, el 15% de cinco años atrás. Cfr J. Marimón, «The Church», cit., 402.
  7. Alrededor de 200.000 cubanos abandonaron la isla entre 1960 y 1962, de una población de casi 7 millones.
  8. E. Dussel, Historia de la Iglesia en América Latina: medio milenio de coloniaje y liberación (1492-1992), Madrid – México, D.F., Mundo Negro – Esquilla Misional, 1992, 259.
  9. I. Uría, Iglesia y Revolución en Cuba: Enrique Pérez Serantes (1883-1968), el obispo que salvó a Fidel Castro, Madrid, Ediciones Encuentro, 2011, 527-530.
  10. M. F. Trujillo Lemes, El pensamiento social católico en Cuba en la década de los 60, Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 2011, 128 s.
  11. Conferencia de Obispos Católicos de Cuba, «Comunicado de la Conferencia Episcopal de Cuba “A Nuestros Sacerdotes y Fieles” (3 de septiembre de 1969)», en La voz de la Iglesia en Cuba: 100 documentos episcopales, cit., 185.
  12. Compartimos en este punto las conclusiones de J. Marimón, «The Church», cit., 406 s.
  13. M. Maza Miquel, «Perderse en Cuba. Apuntes sobre la Iglesia en la Revolución Cubana (1959-1992)», in Sal Terrae, octubre de 1992, 561.
  14. Id., Esclavos, patriotas y poetas a la sombra de la cruz: cinco ensayos sobre catolicismo e historia cubana, Santo Domingo, RD, Centro de Estudios Sociales Padre Juan Montalvo, 1999, 66.
  15. F. Castro – F. Betto, Fidel y la religión: conversaciones con Frei Betto, La Habana, Oficina de Publicaciones del Consejo de Estado, 1985.
  16. P. Kuivala, Never a church of silence…, cit., 279 s.
  17. M. E Crahan, «Cuba: religion and revolutionary institutionalization», in Journal of Latin American Studies 17 (1985) 319-340; R. Gómez Treto, The Church and Socialism in Cuba, Maryknoll (NY), Orbis Books, 1988; F. Pérez Valencia, «La Iglesia Católica Cubana: Entre El Vaticano II y La Revolución Marxista (1959-1966)», in Cultura y Religión 13 (2019) 4-23.
  18. P. Kuivala, Never a church of silence…, cit., 127.
  19. Ivi, 142 s. Dos obispos cubanos participaron como padres conciliares y se preocuparon por difundir las enseñanzas de este evento a su regreso a la isla. Ellos fueron Adolfo Rodríguez de Camagüey y el jesuita Fernando Azcárate, auxiliar de La Habana.
  20. I. Uría, Iglesia y Revolución en Cuba, cit., 529 s.
  21. K. Rahner, «A Basic Theological Interpretation of the Second Vatican Council», en Id., Theological Investigations, vol. 20, New York: Crossroad, 1981, 77-89.
  22. Tesis defendida por E. Pérez Valencia, «La Iglesia Católica Cubana…», cit., 5.
  23. Consejo Episcopal Latinoamericano, «Documento de Medellín», en Las cinco conferencias generales del Episcopado Latinoamericano, Bogotá, Colombia, CELAM San Pablo Paulinas, 2014, 199.
  24. Y. Congar, «La recepción como realidad eclesiológica», in Concilium 77 (1972) 58.
  25. E. López Oliva, «La Iglesia católica y la Revolución cubana», Temas, n.o 55 (septiembre de 2008), 142 s.
  26. Ivi, 143.
  27. Concilio Ecumenico Vaticano II, Costituzione Sacrosanctum Concilium (SC), nn. 11; 14; 19; 21; 27; 30; 41; 50; 79; 113; 114; 121; 124.
  28. J. W. O’Malley, What happened at Vatican II,Cambridge (MA), Harvard University Press, 2008, 141.
  29. P. Kuivala, Never a church of silence…, cit., 161-173.
  30. O. Rush, The Vision of Vatican II: Its Fundamental Principles, Collegeville (MN), Liturgical Press, 2019, 525 s.
  31. Esta apreciación solo considera los miembros que participaban activamente en la vida eclesial, aunque muchos otros cubanos mantenían sus creencias religiosas en un plano estrictamente privado o familiar. El Anuario Pontificio de este año ofrecía como cifra de católicos (bautizados) a 3.973.000 cubanos de un total de 10.484.000 habitantes. La Conferencia Episcopal estimaba en 150.000 (1%) los creyentes activos en la Iglesia. Cfr E. Crahan, «Cuba…», cit., 335, nota 58.
Raúl José Arderí García
Sacerdote jesuita cubano. Licenciado en Ciencias de la Computación por la Universidad de La Habana (2007) y en Teología por Boston College, School of Theology and Ministry (2020).

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