ECONOMÍA

Dar sin exigir

Sobre la política de ayudas internacionales

© Amin Moshrefi/Unsplash

Este artículo estudia la ayuda internacional, es decir, las formas institucionalizadas mediante las cuales se mejoran las condiciones de las personas. Examina los sistemas de beneficencia desde el punto de vista del poder político, considerando que el concepto de ayuda internacional nació históricamente, en el espíritu de las relaciones internacionales, junto a la aparición de la idea de «cosa pública» y de «servicio público». En este sentido, se trata de un elemento de la política, cuyo ámbito original surgió de las interacciones entre naciones y, todavía hoy, se manifiesta de manera relevante entre los Estados y las formaciones políticas.

Pero, ¿hasta qué punto la fuerza política internaliza este elemento en el horizonte de sus propios objetivos? ¿Puede la ayuda ser una «institución» política que no siga la lógica del poder? ¿Podemos hablar de altruismo, de relaciones desinteresadas al interior de una superestructura que se nutre y construye en base a la dominación? ¿Puede haber una ayuda desinteresada que deja de lado la fuerza, que no fije condiciones político-económicas? En otras palabras, ¿es acaso posible un escenario en el que se pueda «dar» sin «exigir» algo a cambio?

Hemos optado por enfrentar este tema asumiendo que la fuerza de la parte que ayuda – es decir, del donante – y la posición de poder que se manifiesta en su relación con la parte que recibe la ayuda – el beneficiario – son probablemente las características más importantes de las relaciones de ayuda, un elemento clave de la provechosa cooperación entre las dos partes.

Reflexiones introductorias sobre el poder

La filosofía clásica de la naturaleza nos ayuda a reconocer, como premisa, que las cosas tienen una determinada cualidad, una naturaleza (physis) para la cual fueron diseñadas y que las caracteriza de la mejor manera. Si, aplicando sintéticamente este concepto a los problemas del Estado, es parte de la naturaleza de la «política» (y de los políticos) esforzarse por alcanzar el poder, tomar decisiones, prevalecer sobre los adversarios, ¿cuál podría ser, entonces, la naturaleza de las ayudas internacionales, nacidas al interior de la superestructura política? Antes de hablar de las relaciones de poder que se generan en la dinámica de la ayuda, creemos oportuno volver rápidamente a las fuentes, es decir, al modo en que salió a la luz el poder de los políticos y sus mecanismos de toma de decisiones. Sobre esta base nos será posible delinear la historia de la formación de los sistemas de ayuda.

La cuestión de quién es el enemigo y con qué fuerza puede hacer daño, es una cuestión clave en el funcionamiento de los sistemas constituidos por individuos que tienen una identidad organizada (reinos, naciones, Estados): comunidad, es decir, que protegen su autonomía política y jurídica. En otras palabras: ¿quién tiene el poder? ¿Quién es el que lidera, quién dirige, quién tiene el derecho y la facultad de decidir, y quién podría eventualmente socavarlo? En todas las épocas, la relación entre naciones, entre reinos y luego entre Estados ha estado determinada por la fuerza, por la capacidad de perseguir los intereses propios. Antes de que se consolidara la idea moderna de Estado – es decir, desde las antiguas civilizaciones hasta el siglo XVIII – el soberano y la dinastía gobernante eran dueños de su territorio y no consideraban que tenían obligaciones frente a sus súbditos. Como señala Pál Engel[1], esos sistemas políticos estaban sometidos a la libre elección del soberano y jamás surgieron de la idea de servir el bien común.

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Una excepción fueron las antiguas comunidades civiles atenienses y romanas, en cuyo seno existía una responsabilidad mutua que, en todo caso, era más bien estrecha y estaba circunscrita al ámbito territorial y a quienes se beneficiaban de ella, porque las «oportunidades» de la democracia ateniense se aplicaban solo a los ciudadanos de la polis y las posiciones de liderazgo estaban reservadas a la élite.

Por otra parte, es importante destacar su existencia para lo que aquí nos interesa, porque fue en ese momento que hizo su aparición la institución de la res publica, es decir, la «cosa pública». Por lo tanto, podemos afirmar que el esfuerzo por alcanzar o mantener el poder (y obedecerlo) ha impregnado el pensamiento político de todos los tiempos, y es aquí que adquieren fundamento las relaciones internacionales. A propósito del «Principio de Estado» usado por los atenienses en la guerra del Peloponeso, Tucídides escribió: «En las consideraciones humanas, el derecho es reconocido como consecuencia de una necesidad equivalente de las dos partes, en la que quien es más fuerte hace lo que puede y quien es más débil cede»[2]. En los discursos de Demóstenes, político ateniense, el dilema de la injusticia causada por un desequilibrio de poder entre el fuerte y el débil, adquirió también un relieve especial: «A menudo los derechos están determinados por el comportamiento de los fuertes ante los débiles»; «Las leyes no prestan la consideración necesaria a las situaciones de desigualdad creadas entre los débiles y los fuertes»; «Los Estados pueden adquirir la fuerza y el poder en la medida de sus propias fuerzas». Demóstenes expresó estos conceptos en su oración Por los megalopolitas (353 a.C.).

Sin embargo, en la práctica de la antigua diplomacia griega y romana la idea de la convivencia pacífica se manifestó de diversas maneras. En el sistema de las relaciones internacionales y en los contactos oficiales, el respeto y el aprecio hacia la contraparte adquirieron un significado especial, así como también la disposición a ayudarla cuando fuera necesario. Aunque la colaboración económica, política y defensiva – sobre todo como consecuencia del conflicto greco-persa – siempre fue considerada un argumento de particular importancia, en las relaciones bilaterales también primaban los temas relacionados a las alianzas, a las amistades y a los favores recíprocos. Fue en ese momento que nació el arquetipo de la diplomacia, que todavía hoy adoptamos, y que se desarrolló posteriormente en el período del Imperio Romano de Oriente (con la diplomacia bizantina).

En esa época se estableció el principio de la necesidad de una cooperación sin segundas intenciones, para garantizar que las relaciones tejidas en la cuenca del Mediterráneo, en el Norte de África y en el Cercano Oriente (Asia Menor), es decir, en un territorio amplio y muy diverso, pudieran sentarse y mantenerse. No obstante, esta política que, además de reconocer como amiga a la otra nación, contenía a la vez elementos de servicio público, desaparece a continuación casi del todo, para reaparecer solo después del siglo XVII. En lo esencial, los reinos instituidos en la Alta Edad Media estaban organizados según el principio de regnum, es decir, del país bajo el dominio del rex (el rey). En este sistema, el regnum era propiedad del rey, que podía no actuar guiado por el bien común, pues detentaba de todas formas el poder sobre un territorio determinado, sin obligación alguna hacia sus habitantes.

Los siglos XVII y XVIII – en especial la paz de Westfalia de 1648 – pueden ser considerados un hito en la historia de la institución estatal: en esa época nació el Estado actual o, para ser más precisos, el concepto de Estado que más o menos continuamos usando hoy (en húngaro, la palabra Estado nació sólo en la era de la «renovación lingüística», como hungarización del status latino y del Staat alemán).

Aunque en Europa todavía había monarquías absolutas, esta nueva noción era fundamentalmente distinta de las bases sobre las que se regían las instituciones de épocas anteriores: el soberano debía servir al bien de su país y actuar en sus intereses públicos. Este principio alcanza la cima durante la Ilustración francesa: los ciudadanos del Estado son iguales; por lo tanto, el Estado tiene el deber de ponerse a su servicio (en el interés del bien común). Los sistemas «de tipo imperial» fueron sustituidos por sistemas de Estados-Nación sin un gobernante común.

Joseph S. Nye, politólogo estadounidense al que debemos el concepto de hard power y soft power, explica: «En la política internacional nadie tiene el monopolio del uso de la fuerza, […] es el reino de la autoayuda»[3]. Durante la Ilustración se promovió la instauración de sistemas basados en la cooperación y el acuerdo. Es este el contexto en el que el sistema de Estados fue reconstruido, en el marco de un nuevo «contrato social» (Hobbes, Locke, Rousseau).

Así, durante el siglo XIX se delinearon dos caminos claramente distintos entre sí: por un lado, la escuela del realismo político, según la cual un Estado grande y providente protege a sus ciudadanos con el uso de la fuerza militar y un potencial defensivo significativo e independiente; por otro, la escuela liberal, que cree más bien en la sociedad global y en el rol mediador de las organizaciones internacionales.

Entre los Estados que buscaron recorrer un camino propio, podemos mencionar a Japón. Al principio, en los años treinta del siglo XX, su política exterior apuntaba a la ocupación territorial; luego, tras los golpes sufridos en la Segunda Guerra Mundial, este Estado-Nación insular se convirtió en una de las principales potencias comerciales, sin una fuerza militar. Fue Keizo Obuchi, mientras era primer ministro, quien llegó a la cumbre de esta «conversión», cuando, al final de los noventa, en una conferencia sobre el futuro de Asia, afirmó: «Estoy profundamente convencido de que los seres humanos deberían poder conducir sus vidas con creatividad, sin que se amenace su sobrevivencia ni se comprometa su dignidad»[4].

Sin embargo, el poder siguió siendo la condición fundamental para decidir y para respetar cuanto se había decidido; el poder es el objetivo de quien trabaja en política y, una vez que lo conquista, su objetivo es mantenerlo frente a los demás. De acuerdo a la definición clásica de Max Weber, «el poder […] es la posibilidad de encontrar obediencia, en determinadas personas, a una orden que tenga un contenido determinado»[5]. Por lo tanto, para el sociólogo alemán, el poder es un instrumento – o, como solía decir, una oportunidad – con el cual podemos imponer nuestra voluntad, incluso frente a la resistencia de los demás.

Todo esto ha llevado a la política internacional a atribuir una importancia cada vez mayor a cuestiones morales, como la responsabilidad por los demás, la democracia global o el cosmopolitismo. Durante los años sesenta entraron en escena organizaciones internacionales fundadas en el espíritu de la responsabilidad recíproca (como el FMI, la OCDE y el Banco Mundial) y también para fomentar las relaciones entre Estados.

¿La era del amor social?

Entendemos por «ayuda internacional» las relaciones de cooperación mediante las cuales entes estatales oficiales – pero, ocasionalmente, también organizaciones no gubernamentales (religiosas o civiles) – proveen a otro país, a representantes de la sociedad o de instituciones religiosas, recursos, dinero, material, ayuda, apoyo profesional o tecnológico, para potenciar su capacidad. Esta cooperación puede concretarse en lo que suele llamarse «ayuda humanitaria inmediata», otorgada durante una catástrofe humana o natural, o en un apoyo a la reactivación y la consolidación del desarrollo.

Todo ello puede realizarse bajo la forma de una donación o de un crédito, mediante la ejecución de proyectos o programas, a veces incluso con ayuda en especies. En tales casos, la parte necesitada de ayuda (destinatario) realiza la solicitud, que el providente (donador) satisface rápidamente, cumpliendo las exigencias sin poner condiciones. Lo que guía este gesto es la actitud altruista del donante, que a veces actúa en su propio detrimento (es decir, su acción no le trae ganancias; más aún, debe hacerse cargo de gastos, trabajo y fatiga). Quien se comporta de esta manera es impulsado a actuar por su propio sistema de valores, por un imperativo de la conciencia o por un comportamiento guiado por principios religiosos. Realiza estos gestos como consecuencia de asumir la responsabilidad, por el bien, sin segundas intenciones, por amor al prójimo.

Pero las relaciones de ayuda que calzan con la descripción que acabamos de esbozar tienen lugar solo raras veces. En el caso de la ayuda bilateral, el donante generalmente supedita su ayuda a una condición que satisfaga sus propios intereses. En el transcurso de ese tipo de cooperaciones, aunque la necesidad del donante pueda ser comprensible, el principio del altruismo resulta violado, y hacen su aparición algunos elementos del poder.

Así pues, volvemos a una de nuestras preguntas fundamentales: ¿Qué caracteriza, bajo la perspectiva filosófica, la naturaleza de la ayuda? O, en términos más simples, ¿cuál es su propósito?

El objetivo de la ayuda

Los motivos para prestar ayuda varían notoriamente según el momento y el país (y a menudo también según el donante). Sin embargo, podemos preguntarnos si es apropiado un enfoque como ese, el cual, en toda su variedad, se basa principalmente en aspectos individuales, pero también está guiado por intereses. A fin de cuentas, la esencia de la ayuda, en el sentido más amplio, debería ser simplemente la de apoyar a quien lo necesita con bienes materiales o intelectuales, la de socorrer a quien se encuentra en dificultad. Prestar ayuda es un proceso en el que quien ayuda no obtiene ninguna ventaja. La ayuda que otorga la entrega directamente, de manera personal, pero es el destinatario el que extrae un beneficio directo.

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Este concepto, que en el pensamiento platónico era considerado un fundamento de la ética, fue enseguida reconocido continuamente en el derecho y en la historia de los Estados. De acuerdo a la definición de Ulpiano, «la justicia es la voluntad constante y perpetua de reconocer a cada uno su propio derecho» (Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi). Según la terminología y el pensamiento moral cristiano, en el contexto de la creación de Dios esta es un acto de distribución equitativa (iustitia distributiva), con el cual damos a nuestro prójimo (que Dios creó a su semejanza) lo que corresponde a su dignidad humana.

En consecuencia, la justicia social es, en el pensamiento cristiano, un antiguo principio fundamental, una ley moral natural, una de las virtudes cardinales, en cuyo ejercicio se complementa con la virtud de la prudencia (prudentia). A través de esta virtud hacemos cuanto podemos para elevar al otro, con nuestra capacidad racional, estimulada por el amor. Con la expresión «amor social» (dilectio socialis) Santo Tomás de Aquino designó el acto de tender la mano hacia los demás, de acuerdo a la enseñanza de la justicia social cristiana; gracias a este amor social, el hombre puede realizarse libremente[6].

Los seres humanos son seres sociales (socii); por lo tanto, al interior de la sociedad, individuo y comunidad son interdependientes: así describe San Agustín la injusticia del Estado. Para él, si las comunidades políticas carecen de justicia social – es decir, de una condición intrínseca de su estructura y naturaleza – no son mas que grupos de canallas: «Si no se respeta la justicia, ¿qué son los Estados si no grandes bandas de ladrones?»[7].

El papa Pío XI reflexión sobre el amor social, como el criterio más elevado y universal de la ética social: «Por ello conviene que las instituciones públicas y toda la vida social estén imbuidas de esa justicia, y sobre todo es necesario que sea suficiente, esto es, que constituya un orden social y jurídico, con que quede como informada toda la economía. Y la caridad social debe ser como el alma de dicho orden, a cuya eficaz tutela y defensa deberá atender solícitamente la autoridad pública»[8].

En la encrucijada de la solidaridad global

En el siglo XX, las ayudas internacionales que invocaban el ethos altruista retornaron tras un largo silencio histórico. En su origen encontramos el llamado «Discurso de los cuatro puntos», que el presidente de Estados Unidos Harry S. Truman pronunció el 20 de enero de 1949, al inicio de su segundo mandato presidencial[9]. En él, sentaba las bases de una nueva perspectiva en su relación con los Estados que no formaban parte de Occidente (desarrollado). Anunciaba un «nuevo y audaz programa», cuyos efectos – prometió – podrían observarse rápidamente. El European Recovery Program, asociado al nombre de George C. Marshall, Secretario de Estado de Estados Unidos, proveyó el marco para que estas ideas pudieran concretarse, y se garantizó el apoyo al desarrollo internacional con el sistema de ayudas internacionales. Es en esta línea que las instituciones multilaterales como el FMI, la OCDE o el Banco Mundial establecieron sus prácticas de desarrollo internacional[10].

Sin embargo, ya en el «Plan Marshall» se establecieron importantes condiciones para la ayuda: la más significativa era que la firma de los contratos volvía obligatoria la colaboración con empresas estadounidenses[11]. En el enorme programa de subsidios de Estados Unidos – más allá de los sentimientos filantrópicos y de los objetivos comerciales que se convertirían en las motivaciones principales después de la Guerra Fría – ya estaban presentes los intereses vinculados a la seguridad nacional y a la política de seguridad. «Sobre todo después de 1961, aunque se puso el acento oficialmente en motivos morales y humanitarios, en la práctica la distribución de ayuda externa fue dictada en buena medida por consideraciones de seguridad nacional»[12].

Otros Estados se comprometieron con el sistema de alianzas de la Europa Occidental. Entre ellos, la Alemania de la posguerra. Esta intención determinó la política exterior alemana y las ayudas internacionales para los años sucesivos, si no décadas. El Reino Unido y Francia dirigieron cada vez más su atención a los que habían sido sus territorios coloniales, considerando una obligación moral apoyar a las naciones que antes pertenecían al «cuerpo de la nación». «Los Estados nórdicos, que crecían fuerte y de manera continua, establecieron su programa de ayudas internacionales con una referencia clara y explícita a las obligaciones morales y humanitarias. La idea de fondo era que los países ricos debían ayudar a los países pobres. Esta forma de pensar ya había inspirado el desarrollo de los Estados sociales nórdicos, que se habían dado como objetivo mejorar las condiciones de la comunidad pobre y de escasos recursos al interior de su población»[13].

Aunque generalmente se reconoce que la oferta de ayuda debería, en principio, atenerse solo a las exigencias de quienes la necesitan, no obstante, cuando se consideran todos estos intereses, motivaciones y prioridades se constata que rara vez el suministro de ayuda es incondicional y desinteresado. En general, la idea de enviar ayuda responde a una combinación de deseos del donador y de objetivos humanitarios que reflejan la necesidad de los socorridos. En 1969, la «Comisión Pearson» constató que los proyectos de ayuda que, además de la dimensión ética, están marcados por fuertes expectativas comerciales, en el largo plazo en realidad fortalecen a los donantes[14]. El análisis de la «Comisión Brandt» también reflexionó sobre este aspecto y llegó a las mismas conclusiones, demostrando que la ayuda continua a países del Sur se traduce en una dependencia de las ayudas que enriquece las economías de los países donantes del hemisferio norte, porque les proporciona fuentes estables[15].

El interés como instrumento de poder

En las relaciones de ayuda, la parte que dona adquiere un poder considerable sobre la parte que es ayudada. En cierta medida, el receptor queda siempre en una posición vulnerable, dependiente del donante. El receptor obtiene su sostén del donante (a menudo sujeto a condiciones detalladas y, frecuentemente, desembolsado a posteriori), y debe dar cuenta de este, proporcionando una rendición de cuentas completa: debe satisfacer las expectativas de ese donante específico. Se trata, sin duda, de una condición de vulnerabilidad, de dependencia, tal como, a nivel personal, en una situación de enfermedad el más vulnerable es el paciente, porque está obligado a abandonarse en manos del personal y en las capacidades técnicas de la institución sanitaria. Y todavía ni mencionamos las esperas relativas a la compatibilidad.

En este sentido, uno de los elementos más recurrentes es bajo qué condiciones puede fortalecerse la economía del socio necesitado. Ello ocurre, por ejemplo, cuando se involucra a los actores económicos del país en cuestión en la disposición de la ayuda, pero esto no puede suceder por una serie de razones (por ejemplo, imposibilidad de transportar los instrumentos y el servicio de asistencia, de suministrar los componentes, instalarlos localmente, etc.). En consecuencia, a menudo una respuesta a una necesidad no puede satisfacer de ninguna manera la llamada «coherencia del apoyo» del donante. No tiene sentido prescribir el cumplimiento de elementos en una licitación o proyecto (condiciones económicas o de transparencia), si no es factible exigir su respeto y cumplimiento. Después de todo, las necesidades no surgen del deseo y la lógica del donante. En estos casos, quien presta la ayuda debería ajustar sus expectativas hacia una mayor flexibilidad, en la plena consciencia de la propia responsabilidad.

Un punto igualmente crítico es la imposición del sistema de valores del donante. Se trata de un elemento condicionante en el caso en que se exija al destinatario cumplir aspectos éticos o políticos. En ese ámbito, los elementos más frecuentes son la transparencia financiera y económica, la responsabilidad, el respeto de las normas occidentales en materia de préstamos financieros o las expectativas relacionadas a políticas democráticas, pero a veces incluso las imposiciones demográficas o ideológicas. Sin embargo, el modelo de democracia del hemisferio norte y su sistema de organización social funciona solo en su propio contexto y no puede ser trasplantado a los países del Sur[16]. Algunas consideraciones «occidentales» son simplemente incompatibles en «Oriente», no pueden ser aplicadas en los territorios a los que se dirige la ayuda. Siempre está en cuestión una responsabilidad amplia, como señala con gran sensibilidad Amartya Sen, o Alan Ryan en On Politics: a History of Political Thought, en el que el autor, en base a su experiencia de campo, sostiene que un Estado o una organización nunca deben actuar guiados por una superioridad moral o de un modo que solo ellos consideran justo[17].

Consideraciones finales

En definitiva, la ayuda internacional es un proceso multiforme, en el que las posiciones extremas no son escasas: por ejemplo, el húngaro Peter Bauer (que participó en el gobierno de Margaret Thatcher) y más tarde Friederich von Hayek[18], negaron los fundamentos morales de la motivación de la ayuda. De acuerdo a ellos, ni los individuos ni los Estados tienen obligación alguna de apoyar a los demás; la idea de la distribución de los bienes, como principio, solo puede surgir en el caso de que la desigualdad sea injusta. Bauer no se limitó a afirmar que una ayuda prolongada puede hacer caer a los países beneficiados en un círculo vicioso, es decir, en una trampa (dependencia de la ayuda), también rechazó categóricamente las políticas de apoyo de los países desarrollados. Para él, las diferencias en la calidad de vida reflejan lo que cada país se merece, y deben provenir del compromiso y del esfuerzo individual[19].

Todo esto deja en evidencia la complejidad del sistema de las relaciones internacionales, y, dentro de ellas, la complejidad del sistema de ayudas, en relación al cual a menudo las propias preguntas son divisorias y las respuestas decididamente conflictivas, como destacó Joseph S. Nye en el trabajo que citamos anteriormente. Los principios y las tipos de enfoque difieren; sin embargo, sobre la base del «imperativo humanitario» – enraizado en el cristianismo y luego redescubierto en el siglo XX –, nadie que esté interesado en proporcionar ayudas internacionales tiene otra alternativa que la de evitar futuros sufrimientos a quien es vulnerable y de contribuir, en la medida de lo posible, a ayudar adecuadamente a los necesitados, en el modo considerado oportuno por los beneficiados de la ayuda.

  1. Cfr P. Engel, Beilleszkedés Európába, a kezdetektol 1440-ig, Budapest, Háttér Lap- és Könyvkiadó, 1990.

  2. Tucidide, La guerra del Peloponneso, Milano, Rizzoli, 1985, vol. II, l. V, 88-101, 935-945.

  3. J. S. Nye, Understanding International Conflicts, New York, Harper Collins College, 1993, 3-10.

  4. K. Obuchi, «Opening Remarks», en JCIE (The Asian Crisis and Human Security. An Intellectual Dialogue on Building Asia’s Tomorrow), Tokyo, Jcie, 18 s; cfr www.jcie.org/researchpdfs/crisis_human_sec/3_Part%201.pdf

  5. M. Weber, Economia e società. Teoria delle categorie sociologiche, vol. 1, Milano, Edizioni di Comunità, 1961, 52.

  6. Tomás de Aquino, s., De caritate, a. 9.

  7. Agustín, s., La città di Dio, IV, 4, Roma, Città Nuova, 2006, 171.

  8. Pío XI, Quadragesimo anno (1931), n. 89.

  9. Cfr H. S. Truman, The Point Four Program, en www.trumanlibrary.gov/ library/online-collections/point-four-program

  10. Cfr M. Gronemeyer, «Helping», en W. Sachs (ed.), The Development Dictionary, London – New York, Zed Books, 1992, 55-74.

  11. Cfr G. Behrman, The Most Noble Adventure: The Marshall Plan and the Reconstruction of Post-War Europe, London, Aurum, 2008.

  12. J. Degnbol-Martinussen – P. Engberg-Pedersen, Aid: Understanding International Development Cooperation, New York, Zed Books, 2003, 8.

  13. Ibid, 9.

  14. Cfr L. B. Pearson, Partners in Development. Report of the Commission on International Development, New York, Praeger, 1969.

  15. Cfr J. Degnbol-Martinussen – P. Engberg-Pedersen, Aid…, cit.

  16. Cfr K. Griffin – J. Knight (edd.), Human Development and the Internatio­nal Development Strategy for the 1990s, London, Palgrave MacMillan, 1990.

  17. Cfr A. Ryan, Storia del pensiero politico, Torino, Utet, 2017.

  18. Cfr F. von Hayek, «Il miraggio della giustizia sociale», en Id., Legge, legislazione e libertà, Milano, Feltrinelli, 1973.

  19. Cfr P. T. Bauer, Dissent on Development, Cambridge, MA, Harvard Uni­versity Press, 1976.

Michael Kelly S.I. – Daniel Solymari
Michael es un sacerdote jesuita australiano con décadas de experiencia en el periodismo, la edición y la radiodifusión. También ha participado activamente en el apoyo y el asentamiento de refugiados y en la defensa pública de los mismos. Daniel estudió Teología y Relaciones Internacionales en Hungría y en el Reino Unido. Es candidato a doctor en Ciencias Políticas en la Universidad de Pécs. Investiga en el ámbito de la ayuda internacional, la diplomacia, África y la migración. Es miembro de la Royal Geographical Society.

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