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Afganistán

Los límites del poder de Estados Unidos

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Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 y luego del rechazo por parte de los talibanes de entregar a Osama bin Laden, Estados Unidos invadió Afganistán con el objetivo de poner fin al régimen de los talibanes y echar del territorio a Al Qaeda. En tres meses la ciudad de Kabul fue conquistada y se instauró un gobierno de transición encabezado por Hamid Karzai, quien luego ganaría las primeras elecciones presidenciales en octubre 2004. Karzai tuvo como sucesor a Ashraf Gahni. Permanecen en el país contingentes considerables de la OTAN y se inauguró la operación «Apoyo Resuelto», con el objetivo de formar un ejército regular en condiciones de enfrentar la guerrilla talibana.

Con la firma del acuerdo de Doha con los talibanes el 29 de febrero de 2020, el presidente Trump decidió poner fin al conflicto armado en Afganistán, disponiendo el retiro total de las fuerzas armadas estadounidenses del país antes del 31 de agosto de 2021. El 14 de abril de 2021, el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, declaró que la alianza había acordado iniciar el retiro de sus tropas de Afganistán a más tardar el 1º de mayo. Poco después del inicio del retiro, los talibanes lanzaron una ofensiva contra el gobierno afgano, avanzando rápidamente sin que las fuerzas del gobierno, a esas alturas desbandadas, estuvieran en condiciones de oponer resistencia. El 15 de agosto de 2021, los talibanes comenzaron la ocupación de la capital, y muchos civiles, funcionarios de gobierno y diplomáticos extranjeros fueron evacuados. El presidente Ghani huyó de Afganistán. Se proclamó el Emirato Islámico de Afganistán.

¿Cómo interpretar los acontecimientos que vieron surgir al Emirato? En este ensayo leeremos los sucesos desde la óptica estadounidense, para comprender mejor las decisiones tomadas y lo que ocurrió. La complejidad de los hechos requerirá posteriores profundizaciones: la posición estratégica de este país situado en el corazón de Asia confiere a Afganistán una importancia geopolítica y estratégica considerable. En comparación con los últimos veinte años, ahora las potencias limítrofes – China, Pakistán, Irán, Rusia y Turquía – verán crecer su protagonismo en los acontecimientos afganos.

Una primera clave de lectura para nuestra perspectiva nos la ofrece Akbar Ahmed, ex gobernador del Waziristán, territorio fronterizo pakistaní conocido por su aguerrida ingobernabilidad. En su ensayo The Thistle and the Drone, sostiene que la guerra global contra el terrorismo que Estados Unidos está llevando a cabo se traduce en un conflicto de alta tecnología en contra de sociedades tribales musulmanas al margen de la civilización[1].

En 14 casos de estudio, Ahmed examina la relación entre las tribus nativas, el gobierno central y el centro de poder colonial o externo, en países que van desde Marruecos a Afganistán. Concluye que las tácticas militares, como las fuerzas de ocupación o la guerra con drones, y las medidas extremas, como la detención y la tortura, no rindieron frutos a Estados Unidos en su intento por someter a los pueblos tribales.

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Por lo tanto, en el contexto de la historia bimilenaria del conflicto religioso, la reconquista de Afganistán por parte de los talibanes y la retirada estadounidense no son sino el enésimo episodio de un choque recurrente entre poblaciones tribales y rurales, por una lado, y potencias metropolitanas y centros de civilización, por otro.

Lecciones que hay que aprender

La naturaleza tribal de la guerra en Afganistán se agrega a una lista de lecciones que Estados Unidos, la OTAN y muchos otros no han sido capaces de aprender en veinte años de guerra. John Sopko, inspector especial estadounidense para la reconstrucción de Afganistán, en un informe publicado el pasado 30 de julio, atribuyó a los líderes políticos y militares de Estados Unidos la incapacidad de comprender la historia y la cultura afgana y la elaboración de soluciones americanas para un país pobre y sin salida al mar. Indagando en profundidad en los errores cometidos, el «Informe de la Inspección General para la Reconstrucción de Afganistán» (SIGAR) declara: «El gobierno de Estados Unidos impuso torpemente modelos tecnocráticos occidentales a las instituciones económicas afganas; adiestró fuerzas de seguridad locales con sistemas de armamento avanzados que no comprendían ni mucho menos sabían usar; impuso un estado de derecho formal a un país que ha enfrentado entre 80 y 90% de sus controversias con medios informales y falló repetidas veces en comprender o mitigar las barreras culturales y sociales para sostener a las mujeres y a los jóvenes. Sin estos conocimientos fundamentales, los funcionarios estadounidenses confirieron a menudo poder a intermediarios que despojaron a la población o desviaron la asistencia de Estados Unidos a los destinatarios previstos para enriquecerse y fortalecerse a ellos mismos y a sus aliados. La falta de conocimiento a nivel local hizo que los proyectos dirigidos a atenuar el conflicto, frecuentemente lo agudizaran e incluso financiaran, sin darse, cuenta a los rebeldes»[2].

Entre los hábitos institucionales contraproducentes, afirma el Informa SIGAR, se contaba la rotación del personal militar, diplomático y de socorro en base a ciclos breves, de no más de tres años, y de un año o menos en el caso del personal militar de primera línea, además de «plazos y expectativas irrealistas que priorizaron los gastos rápidos. Estas opciones incentivaron la corrupción y redujeron la eficacia de los programas».

El informe incluye un interesante comentario del ex consejero de Seguridad nacional de George W. Bush, Stephen Hadley: «Simplemente no tenemos un modelo eficaz de estabilización post-conflicto. Cada vez que nos encontramos en una situación como esta, andamos a tientas. No estoy convencido de que lo haríamos mejor si esto volviera a ocurrir».

Tres factores clave

Sarah Chayes, veterana observadora de la historia afgana reciente, considera la corrupción uno de los tres factores fundamentales que está contribuyendo al resurgimiento de los talibanes[3]. Llegada a Afganistán al inicio de la guerra como corresponsal de la National Public Radio, se quedó para dar vida a dos proyectos de desarrollo humanitario y luego fue nombrada consejera de dos comandantes militares estadounidenses y del jefe del Estado Mayor Conjunto. Chayes considera que «la corrupción del gobierno afgano y el papel de Estados Unidos al permitirla y fortalecerla» son la principal causa del derrumbe del gobierno de Ghani.

Los Afghanistan Papers, publicados en 2019, documentaron el viejo problema de la corrupción, y Craig Whitlock, periodista del Post, en un largo ensayo delinea los efectos corrosivos de la corrupción en la nación afgana y en la causa norteamericana[4]. Dexter Filkins, autor de The Forever War, explica en su podcast del New Yorker que la corrupción «generó un Estado en el que el objetivo principal de los líderes era obtener la mayor cantidad de dinero extranjero posible». Además, afirmó: «El Estado Afgano, venal y depredador, se convirtió en el principal motor de reclutamiento de talibanes. […] Los funcionarios estadounidenses habían dado un nombre cómico al fenómeno: “empresa criminal verticalmente integrada” (vertically integrated criminal Enterprise [Vice])»[5].

El segundo factor en la pérdida de Afganistán que Chayes destaca es el supuesto aliado de Estados Unidos: Pakistán. Los talibanes fueron formados por el servicio de inteligencia militar pakistaní, el Inter-Services Intelligence (ISI), que sigue apoyándolos. Desde 2002, escribe Chayes, el ISI pakistaní «ayuda [a los talibanes] a reorganizar, entrenar y equipar sus unidades, desarrollando una estrategia militar, salvando agentes clave justo en el momento en que Estados Unidos los había identificado y los tenía en la mira».

La desconcertante alianza EEUU-Pakistán es otro ejemplo de ceguera burocrática y perversión política. Andy Marshall, una leyenda de Washington, lideró por cinco décadas la Office of Net Assessment, un think tank del Pentágono, y fue un cercano consejero de varios secretarios de Defensa. Foreing Policy lo elogió por haber «pensado fuera de los esquemas del Pentágono». En un encuentro de 2004, consciente del doble juego pakistaní, le pregunté a él (hoy fallecido), por qué la administración Bush había invadido Irak y no Pakistán, el cual, según fuentes de acceso público, era la potencia que estaba detrás de la renovada resistencia de los talibanes. Me respondió con evidente frustración: «Es precisamente lo que yo les pregunté. No me quieren escuchar». Haber desviado la mirada del doblez pakistaní fue otro caso de ignorancia voluntaria de parte de los funcionarios de más alto nivel.

¿Seguirá la administración Biden tolerando el doble papel de Pakistán? En muchos aspectos, el equipo de política exterior de Biden ha mantenido la actitud de dejar las cosas como estaban. Sobre el asunto Israel-Palestina, por ejemplo, aunque haya retomado relaciones con la Autoridad palestina y haya vuelto a financiar la UNRWA («Agencia humanitaria para las ayudas a prófugos palestinos»), no ha revertido las políticas de Trump. En cuanto al principal caso del verano pasado – la expropiación de Israel en detrimento de los palestinos mediante la sustracción de sus casas en Jerusalén Oriental –, no hizo sentir su fuerte oposición. ¿Cómo podría el Presidente, entonces, estar listo para hacer frente a la cuestión de Pakistán?

John Bolton, ex consejero de Seguridad nacional en el gobierno de Trump, refiere que Biden, cuando era vicepresidente de Barack Obama, afirmó que todos los intereses de Pakistán coincidían con los de Estados Unidos[6]. Sin embargo, la periodista Jane Perlez, en un artículo del New York Times, escribe que después del retiro de Afganistán las relaciones de Estados Unidos con Pakistán, «ya en declive, se siguieron deteriorando. Aparte de la necesidad de controlar el arsenal nuclear pakistaní, los estadounidenses ahora tienen menos incentivos para tratar con Pakistán»[7].

Por último, Chayes propone un tercer factor ambiguo: el papel del ex presidente de Afganistán, Hamid Karzai, como sostenedor de los talibanes. En 1994 fue el intermediario que negoció el ingreso de los talibanes en Afganistán. Su mismo padre había roto relaciones con él a causa de este suceso. Después de la caída del gobierno afgano en agosto, según lo que se cuenta, Karzai es uno de los tres principales negociadores para la creación de un gobierno de coalición. Plus ça change, plus c’est la même chose («Mientras más cambian las cosas, más siguen igual»).

La gente se pregunta cómo y por qué Afganistán cayó en apenas 10 días. En una entrevista a la PBS Newshour, el pasado 20 de agosto, Chayes expuso la hipótesis de que las capitales de las provincias se habrían rendido tras una resistencia mínima, porque Karzai ya se había puesto de acuerdo con los líderes tribales y regionales para que renunciaran a posteriores combates si Estados Unidos se retiraba, de modo de construir un gobierno de coalición post-estadounidense. ¿Cómo es posible que los analistas de la intelligence no se dieran cuenta de esto?

De Trump a Biden

De acuerdo a Michael Gerson, editor del Washington Post, Biden está siguiendo los pasos de Trump. Con su antecesor, Biden compartió el deseo de retirar las tropas de Afganistán, pero también compartió un programa, America First, según el cual los intereses de los estadounidenses están primero que las preocupaciones humanitarias. Biden se valió de su experiencia en política exterior y de su reputación para insistir en la realización de los acuerdos sobre el retiro promovido por Trump[8]. Habría debido cuestionar toda la política de la retirada, afirma Gerson, y continuar el compromiso de Estados Unidos en Afganistán, es decir, «hacer un uso sabio, sostenible y realista de los recursos estadounidenses para evitar el desastre».

Está claro que la rapidez de la conquista talibana tomó por sorpresa a la administración Biden. Peter Baker, en el New York Times del 29 de agosto, dice que el proceso decisional que llevó a la retirada consistió en 10 reuniones de diputados del departamento, tres reuniones de miembros del ejecutivo y cuatro reuniones con el Presidente en la Situation Room[9]. Además, aunque la caída de Kabul parecía inevitable, expertos internos y externos al gobierno predijeron que todavía habría semanas para evacuar a los estadounidenses y al personal expatriado y a otros afganos vulnerables.

Aunque, demasiado segura de sí misma, la administración haya tenido que retractarse de sus afirmaciones, hay que reconocerle que, una vez desatada la crisis de evacuación, reaccionó con fuerza e inventiva a los obstáculos que iban surgiendo. Comprometió helicópteros para llevar al aeropuerto a personas atrapadas en Kabul, permitiéndoles dejar la ciudad; preparó una red de centros de tránsito y acogida en todo el mundo; utilizó aviones de líneas civiles para aumentar la flota dedicada a la evacuación y trabajó estrechamente con las agencias de prensa para sacar al personal fuera del país. Además, mantuvo canales de comunicación con los talibanes, tanto en Doha como en terreno en Kabul, obteniendo la colaboración para evitar que la crisis se agravara y para salvar a algunos estadounidenses y aliados que habían quedado aislados.

La reunión no programada del director de la CIA, William Burns, veterano de la diplomacia estadounidense, con el mullah Abdul Ghani Baradar, líder talibán en Kabul, fue una señal clara de su voluntad de diálogo con los talibanes, tal vez también con el fin de mantener relaciones con el naciente Estado talibán. De acuerdo a un informe de la National Public Radio del 28 de agosto, los contactos de funcionarios estadounidenses con Baradar remontan al 2017, cuando convencieron a los pakistaníes de dejarlo ir[10]. Si las relaciones con él vienen de tan lejos, entonces es probable que la oportunidad de instaurar un diálogo para acercar posiciones en el plano de las exigencias humanitarias, e incluso para defender los derechos humanos, sea más concreta de cuanto imaginamos los críticos de la administración.

Los medios de comunicación han referido también que la CIA, aun habiendo terminado la evacuación, ha continuado sacando personas de Kabul y de otros lugares. Tanto el Presidente como el Secretario de Estado, Anthony Blinken, anunciaron, en declaraciones separadas, que Estados Unidos se estaba coordinando con otros países para facilitar la emigración de los afganos incluso después del término del puente aéreo militar. Ambos especificaron que para estas nuevas evacuaciones Estados Unidos habría dado asistencia mediante medios no militares: afirmación de la que puede deducirse que la CIA de Burns pretendería mantener, e incluso tal vez expandir, sus operaciones en la Afganistán de los talibanes.

Sin embargo, el éxodo improvisado de Kabul dañó la reputación de la administración como equipo competente frente a los problemas por resolver, y los atentados del ISIS-K causaron la mayor pérdida de militares norteamericanos de la última década. No en vano el Washington Post publicó un largo artículo de David Ignatius, para quien el caos de la evacuación «empañó de alguna forma la brillante imagen de Biden».

Guste o no, la crisis ha unido a las administraciones de Trump y Biden en su intento de retirar las tropas de la «Guerra infinita» y, en particular, en su determinación por respetar el débil acuerdo que Zalmay Khalilzad había negociado con los talibanes. Según los términos del acuerdo, las fuerzas estadounidenses habrían debido partir no después del 11 de septiembre a cambio del «cese del fuego» de parte de los talibanes, que además se habían comprometido a negociar de buena fe con el régimen de Ghani para realizar un gobierno de transición. Pero para la administración de Biden el acuerdo resultó ser una trampa, en la que el Presidente se dejó llevar por su propia impaciencia. En efecto, viejo opositor de la guerra, frustrado por la incierta línea que la administración Obama había mostrado en el asunto, anunció que el retiro de Estados Unidos tendría lugar semanas antes respecto al plazo del 11 de septiembre.

Mientras tanto, en Doha, los talibanes se reunían con el gobierno Ghani, pero no iniciaran las negociaciones, y se restaron del acuerdo de «cese al fuego», continuando a ganar terreno en todo el país. Ni el gobierno actual de Estados Unidos ni el anterior hicieron nada para imputar a los talibanes la responsabilidad de ambas infracciones del acuerdo. Ahora parece, según lo que informa Chayes, que mientras las fuerzas norteamericanas se retiraban, los talibanes, asistidos por Karzai, estaban negociando con los jefes locales de la guerra y con los líderes tribales, para facilitar una reocupación rápida del país.

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En sus comentarios sobre la retirada norteamericana, los políticos y los medios de comunicación fueron tajantes y pesimistas. Además de criticar la evidente falta de planificación de los traumas que tendrían lugar después de la retirada, la mayoría lamentó que Biden no haya mostrado su proverbial empatía hacia quienes, en el último momento, quedaron aprisionados en manos de los talibanes. El gobierno de los talibanes suscita preocupaciones concretas sobre los derechos humanos, especialmente sobre los derechos de las mujeres.

Obligado a defender su política, el Presidente permaneció fiel a su plan y durante algunos días no supo expresar su preocupación por los afganos asediados. En los meses por venir, el National Security Council de Biden se dedicará a clarificar de qué modo se mantendrán los compromisos asumidos en materia de derechos humanos y democratización. La ocasión para difundir una nueva doctrina Biden post-afgana podría provenir de la Conferencia internacional sobre democracia que el Presidente convocó para diciembre.

¿Una traición?

En cuanto a la acusación de que la retirada fue una traición al pueblo afgano, resulta esclarecedor reflexionar sobre lo que Michael Walzer, el principal teórico de la «guerra justa» de nuestros tiempos, define como el «principio del self-help» (autoayuda). A partir del pensamiento de John Stuart Mill, sostiene que «los miembros de una comunidad política tienen que buscar la propia libertad, así como un individuo debe cultivar la propia virtud». Y explica: «La libertad [interna] de una comunidad política puede ser conquistada solo por los miembros de esa comunidad»[11]. Si la autoayuda es la condición natural de la libertad comunitaria, ninguna intervención externa puede reemplazar a la lucha interna. Por esto el presidente Biden tenía razón cuando afirmaba que los estadounidenses no habrían debido morir por una causa respecto a la cual el ejército afgano había rechazado luchar.

Evidentemente los conflictos del mundo real no son tan simples como los casos modelo de los filósofos. Estados Unidos no entró en Afganistán para intervenir en un conflicto interno afgano. Invadió el territorio en un acto de autodefensa contra Al Qaeda. Después de haberlo hecho, se vio en la situación de ser una potencia de ocupación en un país en el que los talibanes, que habían ostentado el poder, habían huido, dejando tras de sí el esqueleto de un Estado fallido.

Aunque Estados Unidos emprendió varias iniciativas para mejorar y fortalecer a la sociedad afgana y transformó una parte de ella adecuándola a la sociedad moderna, nunca hicieron propia la construcción de la nación, porque la política interna estadounidense no lo permitía. De hecho, a pesar de la reconstrucción y las ayudas al desarrollo, las inversiones civiles en Afganistán fueron reducidas para favorecer gastos militares. Aunque muchos ciudadanos individuales afganos llegaron a apreciar los valores liberales occidentales, la sociedad civil afgana nunca se volvió lo suficientemente fuerte como para desafiar a los políticos, los jefes tribales de la guerra y los yihadistas por la supremacía política.

El derrumbe del ejército nacional afgano y la fuga del presidente Ghani fueron la prueba de que los afganos no iban a luchar por su propia libertad. Fueron el último acto de una tragedia que duraba veinte años. Y, sin embargo, si en veinte años los afganos no supieron organizarse para conquistar la libertad oponiéndose a políticos corruptos, a generales cobardes y a los yihadistas pashtun, entonces, por lamentable que sea, el presidente Biden tenía una justificación para declarar el fin del compromiso norteamericano, aun lamentando la pérdida de los derechos humanos y de la libertad de tantas personas.

La sabiduría enseña que rara vez se obtiene justicia mediante la fuerza, y que ejercer la justicia en una guerra requiere abandonar un conflicto que no puede ser ganado. La esperanza de un Afganistán democrático en el que sus ciudadanos, y en especial las mujeres, gocen de derechos humanos, no debe desvanecerse con la partida de Estados Unidos. Permanece viva: se trata de un causa que podrá conquistarse, con mejores medios y en otros tiempos, por los propios afganos[12].

Una emergencia humanitaria

En medio del éxodo masivo de Afganistán por vía aérea, las Naciones Unidas se preparaban para advertir que una grave emergencia humanitaria se cernía sobre el país. En un documento interno, el «Programa de alimentos mundial de las Naciones Unidas» (WFP) pronosticaba una «crisis humanitaria de increíbles proporciones […] con la sequía y el Covid-19 empujando al pueblo afgano a una catástrofe humanitaria»[13]. El WFP estima que serán necesarios inmediatamente 200 millones de dólares para disponer, en octubre, las ayudas alimentarias mensuales necesarias para alimentar a nueve millones de afganos durante el invierno.

De acuerdo a Barnett Rubin, politólogo de la New York University, la devastación de la crisis crecerá notablemente con los límites que las naciones donantes pusieron a las ayudas al gobierno talibán y con los controles financieros que los mismos Estados impusieron a las reservas internacionales de Afganistán. En los últimos años, los analistas de la «guerra justa» sostienen con cada vez más fuerza que Estados Unidos tiene obligaciones postbélicas ante los ciudadanos de los lugares en los que se involucró militarmente. Aunque no se puede pedir a otros extranjeros que mueran en defensa de Afganistán, Estados Unidos y sus aliados de la OTAN tienen todavía deberes humanitarios post bellum a fin de impedir que la población vulnerable sufra de hambre y enfermedades provocadas por la retirada. Por lo tanto, aunque ya no existan obligaciones directas derivadas de la presencia militar extranjera, se mantienen todavía los deberes humanitarios.

Ciertamente se requerirá de tiempo para definir cuáles son estas obligaciones específicas y cuales, entre tantas exigencias, tendrán prioridad. Para teólogos morales, filósofos, juristas y activistas internacionales, la definición de los deberes postbélicos resulta más bien nueva, puesto que se elaboró principalmente después de la invasión de Irak en 2003. Frente a la crisis inminente, la aceptación política de tales deberes puede alcanzarse de manera más rápida que en tiempos de menos premura y en situaciones en las que hubo un menor involucramiento. Puede esperarse que las agencias de las Naciones Unidas, como la OMS, que ya está operando en Afganistán, tomen la iniciativa. En Estados Unidos, y en Occidente en general, puede esperarse que las sociedades civiles, con su vasto sector humanitario, y los norm entrepreneurs, tomen la iniciativa en la definición de la governance.

Después de la guerra de Vietnam, el senador John McCain y luego el senador John Kerry, ambos veteranos de guerra (el primero estuvo prisionero durante cinco años), tomaron la iniciativa de proveer de prótesis a las víctimas de esa guerra, y luego abrieron el camino para la normalización de las relaciones entre los dos antiguos enemigos. Ya Akbar Ahmed, teórico del tribalismo islámico, pidió a Estados Unidos que volviera a Afganistan por la causa humanitaria. «Estados Unidos – escribe en el National Interest – debe hacer lo que sabe hacer mejor; debe liderar una coalición para ayudar a reconstruir Afganistán. Pero esta vez debería llegar al país con planes para escuelas, universidades y programas de desarrollo, no con misiles y drones»[14].

En un movimiento positivo, en los últimos días de presencia militar de Estados Unidos en terreno, la administración Biden ya ha anunciado que proseguirán las ayudas humanitarias en Afganistán (aunque no se especificaron los detalles). Con la directora de la USAID («Agencia de Estados Unidos para el desarrollo internacional»), Samantha Power, ex embajadora de las Naciones Unidas, cuya notoriedad se debe a su defensa de los derechos humanos, podemos esperar un acercamiento ponderado y creativo de las ayudas humanitarias de Estados Unidos por parte de la administración Biden. Pero, si bien fue designada miembro permanente del Consejo de Seguridad Nacional, Power hasta el momento no se ha distinguido especialmente en el gobierno de Biden. Su resurgimiento como figura pública podría ser una medida de la seriedad con la que la administración pretende tomarse sus objetivos para satisfacer las necesidades de los afganos.

***

De todas formas, hoy más que nunca, debemos escuchar las palabras del papa Juan Pablo II: «La función de guía entre las naciones solo puede justificarse con la posibilidad y la voluntad de contribuir, de manera amplia y generosa, al bien común»[15]. Instruidos por la derrota y reconociendo nuestro parentesco con toda la humanidad, especialmente con los pueblos tribales, incluso los hostiles, debemos emprender la ruta de la amistad social trazada por el papa Francisco en la encíclica Fratelli tutti[16].

  1. Cfr A. Ahmed, The Thistle and the Drone: How America’s War on Terror Became a Global War on Tribal Islam, Washington, D.C., Brookings, 2013.
  2. Special Inspector General for Afghanistan Reconstruction, What We Need to Learn: Lessons from Twenty Years of Afghanistan Reconstruction, agosto 2021 (www.sigar.mil/interactive-reports/what-we-need-to-learn/index. html).
  3. Cfr S. Chayes, «The Ides of August», 16 agosto 2021 (www.sarahchayes. org/post/the-ides-of-august).
  4. Cfr C. Whitlock, The Afghanistan Papers: The Secret History of the War, New York – London – Toronto – Sydney – New Delhi, Simon and Shuster, 2021.
  5. Cfr D. Filkins, «The Fall of Afghanistan», en The New Yorker Radio Pod­cast (www.newyorker.com/podcast/political-scene/dexter-filkins-on-the-fall-of- Afghanistan), 20 de agosto de 2021.
  6. Cfr J. Bolton, «Kabul’s Fall Poses a Risk», en The Washington Post, 24 de agosto de 2021. Bolton cita como fuente la biografía de George Packer sobre el diplomáti­co norteamericano Richard Holbrooke: Our Man: Richard Holbrooke and the End of the American Century, New York, Alfred A. Knopf, 2019.
  7. J. Perlez, «Pakistan Has a Future Riding on the Taliban», en The New York Times, 28 de agosto de 2021.
  8. Cfr M. Gerson, «Biden’s Choice to Follow through on Trump’s With­drawal from Afghanistan», en The Washington Post (www.washingtonpost.com/opin­ions/2021/08/16/trump-afghanistan-withdrawal-biden-catastrophe), 16 de agosto de 2021.
  9. Cfr P. Baker, «Biden Saw Afghan Choice As O All In or All Out», en The New York Times (www.nytimes.com/2021/08/28/us/politics/trump-taliban-biden -afghanistan.html), 29 de agosto de 2021.
  10. Cfr «What We Know about Abdul Ghani Baradar, New Tali­ban Leader», en National Public Radio (www.npr.org/2021/08/28/1031965194/ what-we-know-about-mullah-abdul-ghani-baradar-new-taliban-leader), 28 de agosto de 2021.
  11. Sobre la autoayuda, cfr M. Walzer, Guerre giuste e ingiuste. Un discorso morale con esemplificazioni storiche, Roma – Bari, Laterza, 2009.
  12. Aunque nos sintamos inclinados a creer que, de acuerdo a los principios de proporcionalidad y de perspectiva de éxito de la «guerra justa», la retirada de EEUU de Afganistán debería estar justificada, esta lógica no significa que no exista una obligación moral que una a los estadounidenses con los afganos. Pero estos deberes, cualesquiera que sean, tendrán que ser perseguidos por otros medios, principalmente no violentos, por muy aconsejable que sea la protección militar limitada.
  13. Sobre la inminente crisis humanitaria, cfr B. Rubin, «Afghanistan Is Facing a Vast Humanitarian Disaster», en The Washington Post (www.washingtonpost.com/ opinions/2021/08/24/afghanistan-is-facing-vast-humanitarian-disaster-not-only-airport), 25 de agosto de 2021.
  14. A. Ahmed, «America Got Afghanistan Wrong, But It Can Still Make Things Right», en The National Interest (nationalinterest.org/feature/america-gotafghanistan-wrong-it-can-still-make-things-right-192296), 22 de agosto de 2021.
  15. Juan Pablo II, s., Sollicitudo rei socialis, n.23.
  16. Cfr Francisco, Fratelli tutti, en especial los nn. 176-182.
Drew Christiansen
Profesor distinguido de Ética y Desarrollo Humano en la Escuela de Servicio Exterior de Georgetown y miembro principal del Centro Berkley para la Religión, la Paz y los Asuntos Mundiales. Sus áreas de investigación actuales incluyen el desarme nuclear, la no violencia y la pacificación justa, la enseñanza social católica y la defensa pública ecuménica. Es consultor habitual de la Santa Sede y miembro del comité directivo de la Red Católica de Construcción de la Paz. También formó parte del Grupo de Trabajo sobre Oriente Medio del Atlantic Council y de la delegación de la Santa Sede que participó en la negociación del Tratado sobre la Prohibición de las Armas Nucleares durante el verano de 2017.

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