SOCIOLOGÍA

El odio

¿Una demostración de fuerza, una mentira o el castigo de sí mismo?

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Un tema siempre actual

El odio es un tema que ocupa constantemente el centro de atención de la vida humana, tanto a nivel individual como colectivo. Incluso en sociedades aparentemente evolucionadas y civilizadas del siglo XXI, este sentimiento, además de tener una enorme difusión, goza de gran interés y atención en la vida cotidiana, desde el deporte a los lugares de encuentro, de la pertenencia social a la política internacional, como también a nivel doméstico, donde se manifiesta de manera tan silenciosa como trágica. Al igual que el amor, el odio tiene diferentes matices y grados: puede ser un simple fastidio, una contrariedad, aversión, intolerancia, hasta llegar a alcanzar toda su potencialidad destructiva. También puede caracterizar a grupos, familias y clanes, unidos por la aversión a algo o a alguien, a lo que se pueden agregar motivos culturales, raciales, religiosos, nacionales e históricos.

Por eso, es de gran importancia estudiar y conocer mejor las dinámicas vinculadas a este sentimiento, de modo de identificar las posibles raíces y las modalidades para contener su alcance destructivo.

¿Qué significa odiar?

La Real Academia Española define odio como «antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea»[1]. La singular fuerza de este sentimiento se debe a que no estamos ante una emoción primaria, sino más bien frente a una mezcla de diversos sentimientos y actitudes, productos de la personalidad, de la historia y de las relaciones más significativas del sujeto.

Se pueden destacar algunas de las características propias del odio: la negación de la intimidad, la pasión, el grado de compromiso y la fuerza de la decisión[2]. Las diversas combinaciones de estos aspectos y el peso que cada uno tenga en el conjunto, darán como resultado una manifestación de odio diferente.

El odio puede ser frío, su ejecución puede ser programada, como sucede por ejemplo en la modalidad persecutoria de los acosadores, en los actos de terrorismo meticulosamente planeados, en las venganzas implementadas lentamente años después; o puede expresarse de manera emocional, inmediata, especialmente cuando está unido a la ira, con la que comparte similitudes y diferencias, incluso sabiendo que, tratándose de sentimientos, no es posible realizar una separación neta.

La ira, como el odio, nace de una tristeza del ánimo provocada por un daño sufrido, o por la pérdida de un bien que el sujeto percibe como importante para su autoestima, de lo que surge la voluntad de intervenir en la situación para cambiarla a su favor[3]. Al estar animada por una exigencia de justicia, la ira se diferencia del odio porque es concreta e individual, porque está ligada a una persona o a un acontecimiento preciso. El odio, en cambio, es generalizado, está dirigido a una clase social entera o a una categoría de personas. Además, la ira expresa un dolor ocasional, que con el tiempo tiende a desaparecer, lo que no sucede con el odio, que es aditivo, global; falta en él la capacidad evaluadora y la ponderación de la razón; quien está sometido a él tiende a ser unilateral, a no diferenciar, mientras que la ira «se dirige siempre a lo singular concreto»[4].

También hay que recordar que la ira tiene como fin la justicia y la reparación de un daño sufrido, mientras que el único objetivo deseado por el odio es la destrucción del enemigo. Existe, por lo tanto, un aspecto bueno que la ira espera, aspecto que no encontramos en el odio. Por ello, a diferencia de este último, la ira puede conseguir un bien, «si este querer se somete al mandato de la razón»[5].

Otra diferencia entre ira y odio se manifiesta en sus respectivas formas de expresión y, sobre todo, en cómo terminan. La ira es impetuosa y llamativa, pero se detiene una vez que ha obtenido justicia y la reparación de su daño. El odio, en cambio, no tiene piedad, y aunque haya eliminado su objeto, no parece en absoluto que encuentre paz; más bien crece con el tiempo hasta convertirse en la única forma de valoración y de actuación, y termina solo con la destrucción de quien lo cultiva[6].

De todas formas, cuando la ira se desvía y pierde la medida y el control, puede estar en la base del odio («el odio no es otra cosa que ira envejecida», observaba Brunetto Latini), por lo que se vuelve más difícil reconocer la gravedad y arrepentirse[7]. También para Agustín el odio es más bien una modalidad degenerada de la ira, su forma más descontrolada y destructiva. Por eso nos pone en guardia, «para que la ira no se convierta en odio, y de una paja no se haga una viga, transformando el alma en homicida»[8].

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Las capacidades y la excelencia de los demás pueden ser objeto del odio, cuando son percibidas como una amenaza a la propia dignidad y a la idea que tenemos de nosotros mismos. Hasta la misma belleza puede ser considerada ofensiva cuando se carece de ella. Esta dinámica fue captada con elocuencia en la novela El pabellón de oro, de Yukio Mishima, cuyo protagonista, un monje lisiado, se siente oprimido por la visión de una hermosa pagoda, al punto que decide destruirla prendiéndole fuego.

La historia, basada en un hecho real, muestra también el vínculo igualmente fuerte entre odio y envidia. Lo que tienen en común es la búsqueda del mal del otro: en el caso de la envidia, se desea la destrucción de un bien específico que nos hace sentir inferiores o incompletos, mientras que el odio tiende a la destrucción total. Ambos vicios han perdido de vista un bien a alcanzar y por eso presentan una mayor malicia que la ira: «La ira forma parte de los pecados que desean el mal del prójimo, junto a la envidia y al odio: sin embargo, mientras el odio desea el mal en sí mismo de una persona, y el envidioso lo desea debido a su propio anhelo de gloria, el iracundo desea el mal de los demás bajo la forma de una justa venganza. De ello resulta evidente que el odio es más grave que la envidia, y que la envidia es más grave que la ira: porque desear el mal bajo la forma de mal es peor que desearlo bajo la forma de bien; y desear el mal en cuanto bien externo, como el honor y la gloria, es peor que desearlo bajo la figura de la rectitud de la justicia»[9].

El odio como sentimiento derivado

Por lo tanto, el odio está ligado a una valoración de la cosa o del otro entendido en términos nocivos, como un peligro posible para el bien del sujeto[10]. Como ya vimos, en esa valoración puede estar presente la ira, cuando se considera que el bien del otro es algo «robado» a uno mismo – y por tanto, como una injusticia –, pero también el miedo de que el otro pueda ser una amenaza para la propia integridad. Esta característica ha sido ampliamente utilizada en la dimensión política.

Como consecuencia de esta coexistencia de temor y rencor, el odio puede ser inculcado en otros a nivel individual o de masa. Esto lo diferencia de la antipatía o de la repulsión, que exhiben más bien un carácter emocional. Estos últimos pueden convertirse en odio cuando van acompañados de un juicio sobre la entidad a la que se oponen, considerándola de manera unilateral, como mal en sí misma.

Ello no solo explica el poder del odio, sino también su falsedad, porque toda cosa, por el hecho de existir, es siempre un bien: ser y bien son sinónimos. Un mal total se destruiría a sí mismo, dejando de existir, que es a lo que en el fondo apunta el odio, a la destrucción como objetivo de vida: destrucción del otro y de sí mismo, haciendo imposible la vida[11].

La preeminencia «ontológica» del bien sobre el mal implica que el amor está en la base del odio; la razón de su sufrimiento consiste en ser un amor desatendido[12]. Por esto, el polo opuesto del odio no es el amor, sino la indiferencia, la muerte de la intimidad (el primer elemento destacado por Sternberg). En segundo lugar, el odio, entendido como amor degenerado, es inferior a este en cuanto a potencia, autonomía y eficacia, aunque, debido al dolor que lo habita, tiene un gran potencial destructivo. Es la misma razón por la que el mal genera más noticias que el bien, llama más la atención, mientras que el bien es discreto, se esconde, está ligado al silencio del ser. Como dice un aforismo atribuido a Lao Tzu: «Un árbol que cae hace más ruido que un bosque que crece». En este «ruido» reside la gravedad del odio en su dimensión moral, pues este «lleva el desorden a la voluntad, que es la principal parte del hombre», sede de la decisión y de la acción; y no por casualidad es uno de los obstáculos más fuertes en el proceso del perdón[13].

La afinidad entre odio y amor evidencia su carácter esencialmente relacional, íntimo y envolvente, que es el aspecto más importante de un sentimiento. Esto explica también porqué el odio nunca puede ser objetivo: siempre es el fruto de una reelaboración personal, ligada a una historia vivida con tal sujeto en tal situación particular, pero deformada por el sufrimiento y el rencor: «Puesto que cada pareja elabora una historia desde su perspectiva, las historias resultantes a menudo no coinciden y se modifican continuamente con respecto al desarrollo de los acontecimientos. Además, hay que considerar que, precisamente porque esas historias constituyen la “realidad” de una relación (de amor o de odio), no puede existir una “verdad objetiva”; en otras palabras, esto significa que podemos conocer la relación que tenemos con nuestra pareja solo a través de la historia que contamos sobre ella»[14].

Las representaciones ligadas al odio tienden a ser unilaterales, dividen las historias en valoraciones netas y contrapuestas, en términos de bueno/malo, correcto/equivocado. La incapacidad a nivel de juicio de captar los posibles matices (que caracterizan a cada persona y suceso) y de entrar en la complejidad se traduce en aproximaciones a la realidad en términos de splitting, separaciones netas entre el bien y el mal, considerando al ofensor como alguien totalmente malvado, sin reconocer posibles atenuantes o la presencia de otros elementos. Así, se devalúa al otro hasta convertirlo en no humano, un «monstruo» indigno de vivir. De aquí proviene la falsedad de estas historias. En cambio, mientras más entramos en la complejidad, odiar se vuelve más difícil.

El odio como mentira o castigo de sí mismo

La desilusión que lleva al odio y el consuelo de encontrar en él una forma de satisfacción muestran como el odio puede convertirse en una verdadera razón de vida, hasta el punto de sacrificar por él lo que se considera más preciado, incluso a sí mismo. El odio crece por una suerte de autocombustión destructiva, que no se apaga si se le da rienda suelta y provoca un placer maligno. Su fuerza es también su debilidad, porque, como hemos observado, se basa en una mentira, en una distorsión del juicio: la percepción del otro como mal absoluto, rechazando la complejidad y por tanto su realidad efectiva. Desmontar esta construcción ilusoria es uno de los antídotos más eficaces para combatir el odio.

Otra mentira frecuente consiste en creer que, al contrario del amor, el odio permite tomar distancia del sufrimiento. En realidad el odio, al destruir el bien, corroe internamente a quien lo cultiva, haciéndolo prisionero de recuerdos exasperados que se agigantan con el tiempo, hasta convertirse en una obsesión que no da tregua. La frustración provocada por este vacío produce un sufrimiento aún mayor, que a su vez aumenta la amargura y el deseo de revancha. De ahí el círculo vicioso que caracteriza al odio, y la atracción que este suscita: «El odio encadena el individuo al objeto, de modo que incluso cuando este muere, las cadenas permanecen. El resultado recuerda a los prisioneros en “segregación administrativa” (lo que se llamaba aislamiento o celda de rigor) que llevaban consigo las cadenas adondequiera que fuesen, dejándoles luego una forma de andar extraña, arrastrada, incluso cuando ya no estaban encadenados»[15].

El odio se convierte así en un automatismo que vive de su propia vida y continua obrando incluso cuando su objeto deja de existir. El odio apaga el futuro, volviéndolo una copia del presente, y elimina, junto con el futuro, la esperanza de un posible cambio. Al respecto, un jesuita cuenta que una señora le dijo que le había quitado el saludo a su hijo por una falta grave contra ella; habían transcurrido más de veinte años sin que esta cambiara de actitud. Cuando le pregunto de qué se trataba la falta, la señora respondió con desconcertante candor: «¡Padre, a decir verdad, ya ni siquiera me acuerdo!».

La reflexión psicológica

El odio no recibió mayor atención de parte las disciplinas psicológicas y sociales sino hasta hace poco tiempo. Sin embargo, se ha convertido en un objeto cada vez más estudiado debido a la creciente visibilidad que ha ganado, sobre todo en relación a los genocidios y al terrorismo, que se impusieron como tristes novedades del siglo XXI, pero también por la extraña duplicidad que caracteriza a estos acontecimientos. De hecho, en línea con lo que observamos más arriba, estos hechos suscitan al mismo tiempo atracción y repulsión: se toma distancia con horror y al mismo tiempo despiertan un interés morboso. Esta polaridad es bien conocida por quienes trabajan en medios de comunicación. La hipótesis de que estos fenómenos son más relevantes solo porque hoy parecen tener mayor difusión que antes no parece ser del todo persuasiva. E incluso si fuera así, queda todavía por explicar porqué este tipo de información tiene tanta resonancia y suscita tanto interés[16].

Para el psicoanálisis, el odio y el amor coexisten. Freud concibe el odio como el intento del yo por vivir de manera independiente de todo, rechazando lo que se le presenta como un posible obstáculo. Es un fruto del narcisismo básico, que, con el pasar del tiempo, debe hacer concesiones con el mundo exterior para sobrevivir[17].

Esta situación de primitivismo – pero no de originalidad, como notábamos – del odio, viene confirmada por el hecho de que se manifiesta en los niños desde la más tierna edad. Para M. Klein, este sentimiento es parte de las pulsiones de muerte que surgen cuando el niño experimenta la desilusión de sus expectativas más fuertes, en especial el ser nutrido y cuidado por la madre, como un objeto siempre a su disposición[18].

D. Winnicott, a su vez, lo sitúa en el desarrollo de la relación madre/niño: el odio expresa la lucha y la tensión que caracterizan la fase de elaboración del «objeto de transición». En la práctica, el pasaje de la tendencia omnipotente (creerse el centro de todo) a la necesidad de limitarse a tener una experiencia de la realidad[19]. Para A. Adler, en cambio, el odio tiene un carácter puramente social: es un aspecto de la «voluntad de poder», un término que el estudioso retoma de Nietzsche, y que se basa en el conflicto de la vida social[20]. C. Jung lo considera primitivo, como el amor, y coexistente en la divinidad: un concepto que nunca se vuelve ajeno a las características de la psique humana[21].

Desde la perspectiva del tipo de personalidad, se ha señalado que las actitudes ligadas al odio revelan una baja autoestima: en la práctica, con él se tiende a compensar la incapacidad para enfrentar al otro en su diversidad, considerándolo como una amenaza. Por eso el odio tiende a arraigarse principalmente en personalidades narcisistas, especialmente en su modalidad «maligna», caracterizada por una concepción grandiosa de sí mismo unida a una fuerte agresividad frente a posibles rivales. De ahí la inclinación a rechazar en bloque al mundo, considerado en términos de maldad y de enemigo[22].

Desde el punto de vista de la psicología del desarrollo, el odio, cuando deviene un sentimiento central, manifiesta algunas características peculiares, propias de una deficiencia de la integridad de la psique. Recordábamos más arriba algunas de estas modalidades, como el splitting, la desvaluación masiva del otro, la proyección, con la que se niega la presencia en uno mismo de sentimientos y aspectos inaceptables, atribuyéndolos al otro, que luego es rechazado. De forma que, al destruir al otro, eliminamos también esa parte.

Estos modos de lectura pertenecen a las llamadas «defensas de tipo primitivo», operaciones llevadas a cabo por el sujeto para enfrentar situaciones que pueden atentar contra la salud y la integridad del yo. Con el término «primitivo» se entiende la pertenencia al primer nivel de desarrollo psíquico, caracterizado por la incapacidad de controlar los impulsos, por manifestar un humor estable, por una falta de sentido de la realidad y por la incapacidad de captar la complejidad de una situación. Las defensas de este tipo son sumarias, globales, y generalmente son presas de una emocionalidad no controlada[23]. En el momento en que experimenta la ineficacia para enfrentar y manejar una situación amenazante, el individuo desciende a estados más primitivos de desarrollo, cada vez menos adecuados para gestionar la complejidad de la situación. Cuando incluso estas defensas resultan ineficaces, el sujeto se hunde en el problema y cae en la psicosis.

La dimensión cultural del odio

El mayor potencial destructivo del odio no se manifiesta a nivel pulsional (más bien breve, aunque intenso), sino sobre todo a nivel cultural, cuando es sistemáticamente cultivado e inoculado, hasta dejarlo impreso en el imaginario colectivo. En ese contexto, la destrucción se presenta como un valor para alcanzar el bien común, mediante una lucha difícil pero necesaria. Es lo que suele llamarse la «dimensión idealista del odio». Las ideologías, las «utopías asesinas», como rezaba el título de un libro de P. Yathay a propósito de la Cambodia de Pol Pot, son la base de la mayor parte de los exterminios perpetrados en la historia. Lo que tienen en común es la justificación de la destrucción, entendida como el precio a pagar por acelerar la realización de la sociedad perfecta, el «reino de la virtud» (como durante la Revolución francesa), o «la sociedad sin clases» de Marx. «La virtud, sin la cual el terror es funesto; el terror, sin el cual la virtud es impotente»: con estas palabras Robespierre justificaba la necesidad de endurecer el Terror, no obstante haber alcanzado una situación de estabilidad social y política en Francia[24]. El odio elevado a ideal se convierte así en una avalancha incontenible, que termina por sepultar a sus propios hijos.

Otra característica cultural del odio, que quizá explica el origen de su atractivo, consiste en ser una manifestación de un poder, una revancha por los daños sufridos, pero también por la ilusión de poseer al otro. Si no es posible obligar a alguien a amar, sí se puede inducirlo a odiar. El amor es gratuito, respeta la libertad, no es programable; el odio, en cambio, puede suscitarse deliberadamente, es posible planificarlo mediante reglas precisas y recurrentes.

R. Sternberg destaca especialmente cinco pasos que muestran la manera en que este sentimiento puede ser inoculado por el líder de un grupo: 1) identificar un objetivo a odiar; 2) mostrar cómo este ha provocado daños al grupo (o a toda la nación); 3) mostrar su presencia y 4) las acciones que está llevando a cabo en contra del grupo; 5) destacar el éxito logrado por este. Las etapas de planificación y su creciente publicidad registran el correspondiente aumento del miedo y el odio hacia el objetivo previsto[25].

R. Girard llama a esta deriva violenta e incontrolada «el chivo expiatorio», un término tomado de la fenomenología de la religión que el autor aplica a la vida social. El chivo expiatorio está llamado a asumir la culpa por lo que no funciona, a hacerse cargo de la frustración y la agresividad del grupo, o de una sociedad, que encuentra en él una forma de «descargarse», de aliviar la tensión: es una suerte de pararrayos del malestar y de las calamidades ocurridas.

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El célebre escritor italiano Alessandro Manzoni ha dedicado páginas memorables a este tema, al presentar la figura del «untore», responsable de haber introducido deliberadamente la peste en Milán. Se trataba de un rumor, como las habladurías de Heidegger, tan falso como fácil de difundir, especialmente si, como en el caso de la peste, la situación era cada vez más difícil de afrontar. El chisme es el fruto, explica el novelista italiano, de la incapacidad de ejercer el pensamiento crítico[26]. Mientras más consistente es el grupo que comparte y expresa la creencia, menos capaz es el individuo de percibir la gravedad y la responsabilidad de la violencia cometida, si no al precio de una toma de distancia – ni fácil ni inmediata – y el ejercicio de un espíritu crítico[27]. El chivo expiatorio es un mecanismo de expresión y de justificación de las derivas irracionales, de la violencia y del mal presente en cada uno, que encuentra una forma de catarsis, se vuelve sacrificio de alguna cosa o de alguien, sin que se advierta su gravedad[28].

Estos pasajes han caracterizado la gran mayoría de los trágicos acontecimientos de los últimos dos siglos. Por razones de brevedad, nos limitamos a destacar uno, que fue inesperadamente noticia para luego ser olvidado tan rápidamente como surgió.

Un ejemplo: Ruanda

En el genocidio que en solo dos meses (abril y mayo de 1994) dejó en Ruanda un millón de muertos, se pueden reconocer elementos culturales y políticos precisos difundidos en particular por la radioemisora Mil colinas (llamada también «Radio machete»), que estuvo al aire desde el 8 de julio de 1993 al 31 de julio de 1994, convirtiéndose repentinamente en el medio de comunicación más poderoso y escuchado del país. Durante esos meses, las transmisiones a cargo del director general Félicien Kabuga (todavía en libertad), incitaron a la población hutu, con un tono de escalada creciente e imperturbable, a destruir a la minoría tutsi, responsable de los males y las injusticias del país. Desde esa radio partió la señal oficial de inicio de la masacre. Enseguida, la radio indicó meticulosamente las casas donde los tutsi habrían podido encontrar refugio, dio a conocer los números de sus patentes y el tipo de automóviles empleados para escapar, y ordenó completar el trabajo de limpieza incluso frente a quienes habían ofrecido ayuda y protección.

Las matanzas se consumaron en brevísimo tiempo, porque habían sido cuidadosamente preparadas: «Las FAR (Fuerza Armada Ruandés) habían comenzado desde 1990 a proveerse de costosas armas ligeras y pesadas, usando financiamiento de origen francés, que era reembolsado con exportaciones de té cosechado de las plantaciones de Mulindi. Gran parte de las armas llegaban a Ruanda pasando por Zaire. Sudáfrica suministró 30.000 granadas, 5.000 ametralladoras y una enorme cantidad de municiones, por un valor de casi seis millones de dólares; China proveyó una cantidad no precisada de machetes; de Francia habría suministrado misiles tierra-aire. El Gobierno francés proporcionó ayuda para la formación de la Guardia Presidencial, el ejército regular, la policía y los interahamve (la parte más extrema de la Coalición para la Defensa de la República). Algunos oficiales ruandeses habían asistido a escuelas militares en Estados Unidos»[29].

El papel del observador

Otro aspecto que vale la pena destacar en la difusión del odio, ilustrado de manera elocuente en el pasaje arriba citado, es la colaboración pasiva. El hecho de que el espectador asista en silencio a lo que ocurre ante sus ojos, por miedo, interés o para vivir tranquilo, es considerado por quienes realizan los actos de violencia como una forma de aprobación. Por extraño que parezca, mientras más personas asisten a un acontecimiento, más probable es que la mayoría se quede mirando ante la necesidad de ayuda, pensando que otro se ocupará de ello, o que el suceso no es tan grave, pues nadie, especialmente los responsables, parece preocupado[30].

Es la misma dinámica de la manada destacada por Girard, en la que los comportamientos violentos, cuando son obra de la masa, tienden a reducir la percepción de responsabilidad individual, haciendo sentir a los individuos anónimos e impulsados por una fuerza más grande, impersonal y destructiva. Así, uno se siente menos involucrado y responsable de intervenir para cambiar la situación: «es como si estuvieran arreglando las cuentas, dividiendo la responsabilidad por el número de personas presentes»[31].

Bajo este aspecto, el caso de Ruando es también tristemente emblemático. Kofi Annan, por entonces Jefe del Departamento de Operaciones para el Mantenimiento de la Paz de la ONU, no respondió al llamado enviado tres meses antes del inicio de las masacres por el comandante de las fuerzas de la ONU en Ruanda, el general Roméo Dallaire, y ni siquiera remitió la solicitud de intervención a la Secretaría General y al Consejo de Seguridad. A esto hay que agregar la decisión de la ONU de retirar a los cascos azules (reduciendo el contingente de 2.500 a 500), en lugar de potenciar su presencia, justo cuando empezaron las masacres: lo que significaba de facto dar vía libre al Hutu Power (el ala extremista que dio inicio al genocidio) para que pudiera arrasar con todo. G. Prunier definió al contingente de los casos azules como «la impotente fuerza militar de la ONU, que presenció el genocidio sin tener permiso para mover un solo dedo»[32].

Falta todavía por dilucidar quien proveyó, además de las armas, los instrumentos y los soportes técnicos para instalar en poco tiempo la radio Mil Colinas, habilitándola para transmitir en todo el país. La radio ni siquiera fue cerrada por los casos azules, y siguió transmitiendo como si nada, incluso cuando, debido a la guerrilla, debió mudarse a la zona occidental de Ruanda, en ese período bajo la tutela del ejército francés[33].

Todo esto viene a confirmar la vieja verdad de la frase de Tucídides: «El mal no es solo de quienes lo hacen. También es de aquellos que, pudiendo evitarlo, no hacen nada por evitarlo».

  1. https://dle.rae.es/odio
  2. Cfr R. J. Sternberg, «Capire e combattere l’odio», en Id. (ed.), Psicologia dell’odio. Conoscerlo per superarlo, Trento, Erickson, 2007, 45-58.
  3. Cfr Sum. Theol., II-II, q. 158, a. 7, ad 2.
  4. Ibid, I-II, q. 46, a. 7; cfr también Aristóteles, Retórica, II, 2-4.
  5. Cfr Sum. Theol., I-II, q. 46, a. 6.
  6. Cfr ibid, ad 1; cfr Aristóteles, Política, I, c. 3; Retórica I, c. 4. Cfr G. Cucci, Il fascino del male. I vizi capitali, Roma, Adp, 2012, 130-140.
  7. «De la ira, en cambio, nace el odio por el acrecentamiento que recibe. En efecto, primero la ira nos induce a desear el mal del prójimo en cierta medida, es decir, en cuanto que implica razón de venganza. Pero después, si la ira persiste, hace llegar al extremo de que el hombre desee pura y simplemente el mal del prójimo, y esto, por definición, es odio» (Sum. Theol., II-II, q. 34, a. 6, ad 3). Cfr B. Latini, La Rettorica, Firenze, 1915, Argomento 13.
  8. Agustín, s., Cartas, 211, 14.
  9. Sum. Theol., II-II, q. 158, a. 4; cfr también I-II, q. 46, a. 2; Id., De malo, q. 10, a. 2; q. 12, a. 4.
  10. Cfr Sum. Theol., I-II, q. 29, a. 1.
  11. Cfr ibid, I, q. 48, a. 3; q. 49, a. 1.
  12. «El amor por una cosa y el odio por su contrario pertenecen al mismo principio» (ibid, I-II, q. 29, a. 2, ad 2).
  13. Ibid, II-II, q. 34, a. 4; cfr I-II, q. 29, a. 3. Cfr G. Cucci, «La dimensione affettiva del perdono», en Civ. Catt. 2015 I 226-237.
  14. M. Ravenna, Odiare, Bologna, il Mulino, 2009, 57.
  15. C. F. Alford, «L’odio è imitazione dell’amore», en R. J. Sternberg (ed.), Psicologia dell’odio…, cit., 261.
  16. Steiner responde a la objeción de que las noticias de los horrores circulan con mayor frecuencia que antes y, en consecuencia, parecen más graves y extendidas actualmente: «Por supuesto que es un factor importante, pero también es un arma de doble filo. La conciencia que tenemos de lo que el hombre inflige al hombre debería escandalizarnos y hacernos intervenir (los medios de comunicación informaron al mundo de las barbaridades de la Revolución cultural de Mao y del sadismo demencial de Pol Pot). Sin embargo, casi sin excepción, la frecuencia, la irrealidad preconcebida de la presentación en los medios de comunicación nos aturde o se olvida rápidamente […]. ¿No deberíamos estar enormemente asombrados? Durante la Ilustración, voces clarividentes como Voltaire y Jefferson, habían proclamado el fin de la tortura judicial y la quema de manifestantes y libros. La abolición de la esclavitud era inminente» (G. Steiner, Errata. Una vita sotto esame, Milano, Garzanti, 1999, 129 s). Cfr también los análisis de E. Hobsbawm, Il secolo breve. 1914-1991: l’era dei grandi cataclismi, Milano, Rizzoli, 1997, 18-30.
  17. Cfr S. Freud, «Pulsioni e loro destini», in Id., Opere, Torino, Boringhieri, 1976, vol. VIII, 33 s; Id., «Psicologia delle masse e analisi dell’io», ibid, 1977, vol. IX, 299; 325.
  18. Cfr M. Klein – J. Riviere, Amore, odio e riparazione, Roma, Astrolabio, 1969, 58-61.
  19. M. Klein, «Tendenze criminali nei bambini normali», en Id., Scritti 1921-1958, Torino, Boringhieri, 1978, 197-213; D. Winnicott, Gioco e realtà, Roma, Armando, 1974, 151-164.
  20. Cfr A. Adler, Il temperamento nervoso, Roma, Newton Compton, 1971, 50.
  21. Cfr C. G. Jung, Il libro rosso. Liber novus, Torino, Boringhieri, 2010, 339.
  22. Cfr O. Kernberg, Sindromi marginali e narcisismo patologico, Torino, Boringhieri, 1975, 320-347; Id., Aggressività, disturbi della personalità e perversioni, Milano, Raffaello Cortina, 1993, 25-38.
  23. Freud las define como «las técnicas de las que se vale el yo en sus conflictos que pueden desembocar en neurosis» (S. Freud, «La negazione», en Id., Opere, Torino, Boringhieri, 1978, vol. X, 309).
  24. M. Robespierre, Discorso del 17 piovoso dell’anno II (6 febbraio 1794), en Id., La rivoluzione giacobina, Roma, Editori Riuniti, 1975, 167; P. Yathay, L’Utopie meurtrière, un rescapé du génocide cambodgien témoigne, Paris, Robert Laffont, 1980.
  25. Cfr R. J. Sternberg, «Capire e combattere l’odio», en Id. (ed.), Psicologia dell’odio…, cit., 52 s
  26. Cfr A. Manzoni, I promessi sposi, Milano, Rizzoli, 1988, cap. XXXI, rr. 305-310.
  27. «El sentido común educado en el razonamiento utilitario es impotente contra el supersentido ideológico, desde el momento en que el régimen procede a crear un mundo funcional a partir de él» (H. Arendt, Le origini del totalitarismo, Torino, Einaudi, 2004, ma cfr tutta la parte terza, 423-656).
  28. «El sacrificio es la violencia sin riesgo de venganza» (R. Girard, La vio­lenza e il sacro, Milano, Adelphi, 1980, 28; cfr Id., Delle cose nascoste sin dalla fonda­zione del mondo, ivi, 1996, 44).
  29. A. Macchi, «Il dramma della popolazione del Ruanda», en Civ. Catt. 1997 I 297; cfr Id., «Guerra civile in Ruanda e inquietudini in Burundi», ibid, 1994 II 401- 408.
  30. Cfr B. Latané – J. Rodin, «A lady in distress: Inhibiting effects of friends and strangers on bystander interventions», en Journal of Experimental Social Psychology 5 (1969) 189-202.
  31. P. Wallace, La psicologia di Internet, Milano, Raffaello Cortina, 2000, 270.
  32. G. Prunier, The Rwanda Crisis: History of a Genocide, Kampala, Fountain, 1995, 377; cfr R. Dallaire – S. Power, Shake Hands with the Devil: The Failure of Humanity in Rwanda, New York, Carroll & Graf, 2004; S. Opotow, «Odio, conflitti ed esclusione morale», en R. J. Sternberg (ed.), Psicologia dell’odio…, cit., 135-169.
  33. F. Beltrami, «Radio Machete. Il ruolo dei media nel genocidio ruandese», http://italia.reteluna.it/it/radio-machete-il-ruolo-dei-media-nel-genocidio-ruan­dese-seconda-parte-PpKN.html
Giovanni Cucci
Jesuita, se graduó en filosofía en la Universidad Católica de Milán. Tras estudiar Teología, se licenció en Psicología y se doctoró en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, materias que actualmente imparte en la misma Universidad. Es miembro del Colegio de Escritores de "La Civiltà Cattolica".

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