PSICOLOGÍA

El poder de la ilusión

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Un tema interdisciplinario

A primera vista, la ilusión se considera de modo negativo, como algo que impide vivir de manera sana y equilibrada. Sin embargo, esta es solo una de sus posibles derivas. Como se verá, la ilusión es imprescindible para vivir, porque contribuye de forma necesaria a plasmar la realidad en cuanto a estabilidad y seguridad, haciéndola «humana». Ocuparnos de ella significa entrar en un mundo complejo, estudiado por diferentes disciplinas.

La ilusión ha sido analizada de forma sistemática sobre todo por la psicología de la Gestalt, orientada a mostrar cómo la realidad no es fruto de una cuidada construcción cognitiva y afectiva: la mente no se limita a reflejar las cosas (como consideraban los antiguos), sino que las modifica, las filtra y también las deforma de manera verificable. La ilusión es un fenómeno óptico determinado que aparece en algunas condiciones, como por ejemplo en el desierto, cuando parece verse una extensión de agua, o cuando el fondo de la carretera a lo lejos parece mojado, o también cuando se sumerge un bastón en el agua y este parece quebrado. Sabemos que todo eso se debe a la refracción de los rayos solares: esta información no modifica nuestra percepción porque es una modalidad estructural de nuestra aproximación a las cosas.

A diferencia de la alucinación, la ilusión nace de estímulos reales, que son reelaborados agregándoles lo que falta al estímulo visual. Cuando se está frente a un edificio, aunque solo se ve la fachada, tendemos a representarnos también los lados que no se ven: es la condición para reconocer el edificio. El célebre ejemplo del cubo de Merleau-Ponty[1] pone de manifiesto la característica de nuestra corporeidad de ser un punto de vista sobre la totalidad, no solo cognitiva, sino también emotivamente.

Reconocer la presencia de esta compleja estructura reconstructiva ayuda ante todo a distinguir la ilusión del error, con el cual a veces se la asocia. La ilusión es un fenómeno de la percepción sensorial, mientras que el error es el fruto de un juicio. Si al ver el bastón en el agua dijese: «El bastón se ha quebrado», no se trataría de una ilusión, sino de un error. Sin embargo, la ilusión influye siempre en la valoración y en la decisión: cuando estamos enfermos, todo lo que vemos, oímos o comemos se torna áspero e insoportable, pero es nuestro ser el que se encuentra en esas condiciones.

Por otra parte, la visión de los objetos nos modifica y suscita reacciones afectivas: las pupilas de la madre se dilatan cuando ven a su hijo. Este es también un aspecto más general de la manera misteriosa y compleja que está en la base de la visión humana, que reelabora lo que observa: «la fantasía creadora [forma] con las impresiones imperfectas de los sentidos, con las nubes, con las superficies de las paredes, y otras, cuadros ilusionistas de nitidez corpórea»[2]. Pensemos en las clásicas imágenes de claroscuro en las que pueden reconocerse de forma alternativa, pero no simultánea, una anciana o una niña: los estímulos son ambiguos y, según la perspectiva del que mira, pueden dar lugar a representaciones diferentes. Esta reelaboración de la fantasía es una clave de acceso a nuestro interior ampliamente empleada en el ámbito del diagnóstico, como en el célebre test proyectivo de Rorschach, utilizado para comprender la estructura cognitiva, el enfoque emotivo y la presencia de posibles traumas o patologías.

Si la realidad está esencialmente plasmada no solo por nuestras facultades perceptivas, sino también por expectativas y deseos, se puede comprender la importancia que puede tener la ilusión para cada aspecto de la existencia. Pensemos en el fenómeno de los prejuicios, tanto más poderosos cuanto menos conscientes son, considerándolos evidentes. Apunta al respecto A. Sen: «Una persona no blanca en la Sudáfrica dominada por el apartheid no podía insistir en que la trataran como a un ser humano independientemente de sus características raciales. Por lo general, se la hubiera ubicado en la categoría que el Estado y los miembros dominantes de la sociedad le tenían reservada. Nuestra libertad para afirmar nuestras identidades personales a veces puede ser muy limitada a los ojos de los demás, sin importar cómo nos vemos a nosotros mismos». Y relata al respecto una pequeña historia que circulaba en su país: «Un reclutador político del Partido Fascista […] intentaba convencer a un campesino socialista de que se uniera a aquel partido. “¿Cómo puedo unirme a su partido?”, dijo el potencial recluta. “Mi padre era socialista. Mi abuelo era socialista. En realidad, no puedo unirme al Partido Fascista.” “¿Qué clase de argumento es ese?”, dijo el reclutador fascista con razón. “¿Qué hubiera hecho —le preguntó al campesino socialista— si su padre hubiese sido asesino y su abuelo también hubiese sido asesino? ¿Qué hubiera hecho en ese caso?” “Ah, entonces —dijo el potencial recluta—, entonces, por supuesto, me hubiera unido al Partido Fascista”»[3].

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La ilusión cumple una función decisiva de la vida humana, porque sostiene las representaciones que se encuentran en la base de toda actividad nuestra. Puede favorecer la motivación, reforzar la esperanza, conferir energías frente a las dificultades de la vida. Pero puede también estar en la raíz de las elecciones perversas, de la violencia y de la destructividad. De ahí su importancia para los criterios de valoración y de decisión, que no son nunca meramente racionales.

La ilusión realidad humana

En contra de lo que pareciera, la raíz etimológica del término «ilusión» (de in-ludere) no sugiere una negación de la realidad, sino que remite a la dimensión del juego. Por eso, en psicología se la presenta en afinidad con el objeto transicional, porque permite al niño entrar (trans-ire) en el mundo real, construir relaciones objetales, desarrollar sus potencialidades superando la fase autista. Mediante el objeto transicional el niño experimenta la creatividad, cree ser el inventor de los objetos con los que se relaciona. La ilusión es básica para el desarrollo de las capacidades ideativas, imaginativas y afectivas del pensamiento, porque construye la armonía entre él mismo y el ambiente. Winnicott señala que «el bebé crea el objeto, pero este estaba ahí, esperando a ser creado»[4].

La ilusión no solo tiene el poder de plasmar la realidad, sino sobre todo el de intervenir en ella: «Desde hace mucho tiempo se ha establecido que las cosas que se creen y por las que se actúa como verdaderas tienen consecuencias reales, sean o no verdaderas en un sentido último»[5]. El niño tiene necesidad de cultivar la ilusión. Una de las funciones fundamentales del cuento, como de toda narración, es responder a dicha necesidad: por eso, en todo relato siempre están presentes el bien y el mal. En el cuento, el personaje bueno presenta determinadas características: es capaz, emprendedor y, sobre todo, al final triunfa. La estructura del cuento es comunicar un sentido capaz de redimir los sufrimientos y las injusticias de la vida. También la maldad y la muerte son condiciones esenciales para el desarrollo de todo cuento: no hay ninguna narración que carezca de este aspecto, hasta tal punto que el cuento puede considerarse como el lugar ético por excelencia, «el primer laboratorio del juicio moral»[6].

El desarrollo del cuento juega con el contraste entre el sentido de la vida y su dureza, y transmite una experiencia educativa fuerte, estimulando al lector a hacer propios los valores transmitidos, puesto que están encarnados en una figura concreta a la que imitar: el héroe. «Para el niño la pregunta no es “¿quiero ser bueno?”, sino “¿a quién quiero parecerme?”. Decide esto al proyectarse a sí mismo nada menos que en uno de los protagonistas. Si este personaje fantástico resulta ser una persona muy buena, entonces el niño decide que también quiere ser bueno»[7].

Asemejarse al héroe significa querer comportarse como él. Todo ello contribuye poderosamente a plasmar la identidad del sujeto, llevándolo a reconocer lo que quiere de su propia vida: «Se está en paz con el mundo porque se está en sintonía con el relato en el que uno halla lugar, cuya desaparición produce un gran malestar por ausencia de lugar o incluso por ausencia de mundo. Para el ser humano no es posible imaginarse a sí mismo en el mundo como autoconstrucción, sin relación con el otro de sí mismo»[8].

La ilusión manifiesta así toda la riqueza y genialidad del ser humano. Por eso es un error muy grave procurar eliminarla de la educación en nombre de la «racionalidad», que, de hecho, no existe: «Tal vez hayamos olvidado la extraordinaria realidad de algunos objetos inexistentes, productos de nuestra creación. […] Hemos olvidado el impresionante poder de las musas, de los ángeles de la guarda, de los héroes, de la libertad, de Eros y Tánatos (para los freudianos), de los demonios, del diablo y de Dios mismo. La vida humana se empobrece cuando estos personajes inmateriales creados a partir de innumerables experiencias se desvanecen bajo la coerción represiva de un realismo psíquico que violenta la inagotable creatividad de la mente humana. […] En este sentido, cuando menos, la religión no es una ilusión. Forma parte integrante del hecho de ser humanos, verdaderamente humanos, en nuestra capacidad de crear realidades no visibles pero plenas de sentido, susceptibles de dar cabida a nuestro potencial para la expansión imaginativa más allá de los estrechos límites marcados por los sentidos. Sin estas realidades ficticias, la vida humana se convertiría en una existencia animal insípida»[9].

La compleja característica de los objetos transicionales, así como la de los objetos psíquicos en general, es que para ellos no vale la fatídica pregunta: «Pero, ¿existen de verdad?». Tales objetos son una reelaboración de ambos componentes: realidad externa e imaginación; por eso influyen de manera tan poderosa en el desarrollo, en las relaciones y en la representación de la realidad en general, pasando a formar parte del horizonte existencial.

La ilusión está ligada a la necesidad típicamente humana de representarse el Absoluto, y esto puede tener que ver con la religión, con la ciencia, con la tecnología, con el psicoanálisis (que, en el fondo, era un «juguete» de Freud al que él nunca quiso renunciar frente a posibles críticas), con todo campo cultural de la vida. Como señalaba san Pablo (cf. Flp 3,19), cada uno tiene su dios.

Desde el punto de vista psíquico, realidad e ilusión no se excluyen.

La ilusión como aseguramiento necesario

La novela Jakob el mentiroso, de Jurek Becker, como también la película La vida es bella, de Roberto Benigni, muestran cómo la ilusión es indispensable para representarse un mundo «humano», para seguir viviendo y esperar a pesar de todas las dificultades. Jakob, internado en un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial, inventa una serie de historias (de las que dice haberse enterado por la radio clandestina) para mantener alta la moral de sus compañeros.

La novela tiene en su centro una fábula que el protagonista relata a su sobrina Lina. Una princesa ha enfermado y está a punto de morir; solo podría salvarse si alguno le llevara una nube del cielo. Parecería una cosa imposible, absurda, que nadie puede subsanar. Pero interviene el jardinerito, un personaje que en el cuento (como en la vida) parece carecer de toda importancia, pero que, en contra de lo esperado, aporta una solución. Cuando él era pequeño jugaba (la raíz de la ilusión) con la princesa. Así, va a visitarla y le asegura que le traerá lo que ha pedido. Pero, antes, le pide explicaciones. ¿De qué está hecha una nube? La princesa, riendo por su ignorancia, responde que las nubes están hechas de algodón. Entonces el jardinerito le pregunta: «¿Qué tamaño tiene una nube?». Y deja de nuevo extrañada a la princesa: «¿Es que no lo sabes? […] Una nube es del tamaño de mi almohada. Tú mismo lo puedes ver si descorres la cortina y miras al cielo». Entonces el jardinerito descorre la cortina y dice: «Sí, exactamente del tamaño de tu almohada». Sale, pues, y regresa con un trozo de algodón tan grande como la almohada de la princesa. De ese modo, la princesa se curó y se casó con el muchacho[10].

Este relato muestra la dimensión sapiencial y moral de la ilusión y cómo puede ser benéfica para la vida y convertirse así en un camino de curación. La necesidad benéfica de la ilusión se representa dramáticamente al final de la novela. En el tren que los lleva a Auschwitz, Jakob le relata a Lina que están de camino a África. Viendo las nubes desde la ventanilla del tren, Lina pregunta de nuevo si la princesa se curó de verdad gracias a la nube de algodón. Y Jakob le responde: «“No es exactamente eso. Ella quería una nube. Lo que pasa es que ella pensaba que las nubes están hechas de algodón y por eso se conformó con el algodón”. Lina se queda pensativa, yo diría que extrañada, y luego pregunta: “¿Pero las nubes no están hechas de algodón? […] ¿Pues de qué están hechas las nubes?”»[11]. En esta pregunta, que concluye la novela, se esconde la dramática relación entre verdad e ilusión, entre deseo y realidad.

Este diálogo traslada los términos del problema y los coloca en su contexto más apropiado: la dimensión sapiencial, el significado que todo esto representa para la vida.

Era la verdad contenida en la afirmación de Nietzsche: «El que tiene un porqué para vivir, puede soportar casi cualquier cómo», un aforismo que para Viktor Frankl expresa el elemento fundamental para la supervivencia en su libro El hombre en busca de sentido[12]. Frankl había notado que la posibilidad de sobrevivir en las situaciones extremas no está ligada a la constitución física, como la robustez, la salud o las fuerzas con que se cuenta, sino a la capacidad sapiencial de encontrar un sentido a lo que se está viviendo. El sentido da fuerza y motivación para afrontar las pruebas más terribles, porque está ligado a «la vieja y eterna necesidad metafísica, es decir, la necesidad del hombre de rendirse cuentas a sí mismo sobre el sentido de la existencia»[13].

Una pregunta insuprimible

También la pregunta de la niña es de este tipo. Es verdad que las nubes están hechas de vapor de agua y no de algodón, y que su tamaño no es el de una almohada. Todo eso es verdad, pero igualmente cierto es que Lina quería saber otra cosa: si el deseo de vivir y de amar puede realizarse a pesar de todas las dificultades. Era un interrogante que hallaba una trágica actualidad en el campo de concentración de Auschwitz. Lo importante es que la ilusión la curó y le permitió seguir viviendo, seguir esperando.

Para la princesa, como para Lina, para Frankl y para cada uno de nosotros, las preguntas sapienciales son cuestiones de vida o muerte. No es casual que el centro del cuento sea la nube: ella puede simbolizar la posibilidad de curación.

El poder de la ilusión se debe a que logra unir, como diría Janina David, «la tierra con un pedacito de cielo», permitiendo de una manera única la realización del deseo justamente porque no se encuentra a nuestra disposición. Si el hombre necesita el sentido para vivir del mismo modo que necesita el aire que respira, ¿no encuentra ya la ilusión una verdad funcional propia? Si ayuda a vivir mejor, no es una mera mentira piadosa: «Si no existiese ningún nexo, ninguna “analogía” entre lo celestial y lo terreno, [los hombres] morirían de disgusto. Sin esta fe, sin esta “ilusión” sin esta “mentira”, ¿no son los hombres como animales en un camión de mercancía camino del matadero? […] ¿Puede ser una mentira lo que es indispensable para vivir? ¿Puede haber una verdad que no sea humana y una misericordia que no sea verdadera? […] ¿No son las nubes, a pesar de todo, justamente almohadas para la cabeza? Pues está claro que nuestra cabeza tiene necesidad del cielo para encontrar reposo»[14]. Nuestra cabeza necesita esa almohada para poder soñar… Cuando no encuentra esa ligazón el hombre enferma por falta de sentido antes que por falta de alimento.

Tal era la paradoja descrita con lucidez por Dostoievski: «Sin ese convencimiento en su inmortalidad, los vínculos entre el ser humano y el mundo tienden a romperse; se vuelven más frágiles, se corrompen, y la pérdida del sentido supremo de la vida (aunque solo se sienta en forma de una angustia inconsciente), conduce inexorablemente al suicidio. Dándole la vuelta a ese argumento, se llega a la moraleja de mi artículo de octubre: “Si la convicción de la inmortalidad es tan indispensable para la vida humana, se puede llegar a la conclusión de que es el estado normal de la humanidad; y, en tal caso, la misma inmortalidad del alma humana es una realidad indudable”. En una palabra, la idea de la inmortalidad es la vida misma»[15].

La ilusión no puede eliminarse del horizonte de la vida humana, como ingenuamente pensaban los pensadores de la Ilustración. La pregunta de la niña —«¿De qué están hechas las nubes?»— muestra que el plano del conocimiento no es el verdaderamente resolutivo; más aún, refuerza la búsqueda de otro saber que pueda hablar de los mayores problemas de la vida.

Al respecto señala Gigi Sabbioni, un sacerdote que quedó tetrapléjico como consecuencia de una simple caída: «De poco sirve poner de resalto la cadena de causas y efectos que llevan a la explicación mecánica de una desgracia: saber que la causa de la poliomielitis es un bacilo que agrede al sistema nervioso o que el motivo de una caída fatal fue el suelo resbaladizo sobre el que incautamente apoyamos el pie no nos ayuda a vivir nuestra nueva condición. Lo que buscamos es una explicación que pueda indicarnos el sentido de lo que pasó y una razón para seguir adelante. Como le sucedió a Adán, podemos dar nombre a todos los seres vivos y a las cosas del mundo, pero eso no es suficiente para saciar nuestra sed de sentido, del mismo modo como no aplacó la soledad de Adán […] Para nuestra vida no es tan importante la pregunta metafísica sobre la existencia del mal como la pregunta existencial sobre cómo vivir en esa condición»[16].

Don Gigi reconoce que el mayor problema no es el de no poder moverse, caminar, utilizar las manos, sino el comentario interior que se origina en todo ello. El obstáculo más grande y más doloroso no es la enfermedad o la debilidad física, sino enfrentarse con la propia mente, la obra más admirable que se nos ha dado, pero que puede convertirse en nuestro peor enemigo.

El escritor japonés Haruki Murakami distingue oportunamente entre dolor y sufrimiento y aplica esta distinción al mundo de la carrera, pero la misma distinción puede aplicarse a todo ámbito de la experiencia humana. El dolor se sufre y puede ser vivido de diferentes maneras desde el comentario interior del sujeto, desde su mundo de valores y de motivaciones. Un mismo suceso doloroso (un dolor de cabeza, una pierna fracturada) implica un sufrimiento diferente según el sujeto que lo vive. Por eso observa Murakami: «El dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional, depende de uno. Por ejemplo, cuando una persona que está corriendo piensa: “Uf, qué duro, no puedo más”, lo de la dureza es un hecho inevitable, pero lo de poder o no poder más, eso queda ya al arbitrio del interesado»[17].

Esto lleva a comprender cuánta fuerza puede tener una profunda motivación y la adhesión a un horizonte cultural (tanto en el bien como en el mal) para imponerse incluso frente a las pulsiones más básicas: el ser humano es irreductible a su dimensión biológica. Por eso, la ausencia de sentido puede causar un sufrimiento mucho más devastador que el dolor físico. Para gestionar el sufrimiento don Gigi decide dirigirse a un terapeuta, al que llama «el pequeño gran hombre» y que, aun sin ser creyente, le recuerda la lección del evangelio: «A cada día le basta su aflicción». «El pequeño gran hombre me enseñó (quién sabe si lo he aprendido) a no espantarme del fluir de los pensamientos que, inevitablemente, varían con el tiempo. Importa relativamente poco que sean agradables o gravosos, aunque, obviamente, es deseable que no se agregue un peso a otro y que la mente pueda permanecer ágil, libre, propositiva. Paradójicamente, es sano también un pensamiento que te lleve a desear que terminen tus días, siempre y cuando sepas decodificarlo como un pensamiento que aspira a la vida y no dejes de colocarlo en el flujo típico de los pensamientos del peregrino […]. Me resultó valiosa su invitación a vivir un día por vez, una hora por vez, un minuto por vez […]. Vivir en el futuro (o en el pasado) no nos permite habitar en el presente y gustar de él, con el riesgo de no percibir sus dones y de renunciar a experiencias posibles o de no saborear las maravillas que podrían ofrecerse allí donde uno lograra ver como un recurso lo que antes llamaba problema»[18].

Por tanto, la ilusión, como toda facultad humana, debe ser reconocida y educada: en ese caso, puede ofrecer una ayuda valiosa. Y, como toda facultad humana, puede volverse peligrosa cuando no es tematizada y se convierte en invasiva si tiende a ocupar toda la dimensión de la persona.

Cuando la ilusión es un obstáculo

Las derivas de la ilusión pueden encontrarse en las situaciones más inesperadas, no raras veces justamente en aquellas personas que se profesan racionales y concretas. Recorriendo la historia de la ciencia, Karl Popper señala con desconsuelo en referencia a los científicos: «Si tuviésemos que depender de su imparcialidad, la ciencia, incluso la ciencia social, sería del todo imposible»[19]. El pensamiento «científico» está sembrado de prejuicios. Pensemos en las resistencias a aceptar el nexo entre contagio e higiene que planteó como hipótesis el doctor Ignaz Philipp Semmelweis en el siglo XIX. A pesar de la drástica reducción de mortalidad de las parturientas, el equipo médico se negó a lavarse las manos después de haber tocado los cadáveres y destituyó al médico, llegando a internarlo en un manicomio, donde sufrió violencias y humillaciones de todo tipo. Decía Ferdinand von Hebra en referencia a estos hechos: «Cuando se escriba la historia de los errores humanos, difícilmente podrán encontrarse ejemplos tan fuertes. Y quedaremos asombrados de que hombres competentes y altamente especializados pudiesen —en la propia ciencia— seguir siendo tan ciegos y estúpidos»[20].

Entre las costumbres «tóxicas», pero que se resisten a morir en el campo científico, puede recordarse la tendencia a mezclar aguas pluviales y aguas cloacales, que predominó en las ciudades europeas hasta fines del siglo XIX (y que fue causa de frecuentes y letales epidemias de cólera), o la convicción de poder curar la sífilis con el ungüento de mercurio, que algunas veces resultaba curativo, pero, más a menudo, tóxico (de donde proviene el dicho que aparecía en las unidades de atención sanitaria: «Una noche con Venus y toda una vida con Mercurio»)[21].

Una de las ilusiones más arraigadas, que está presente en personas de toda edad e instrucción y que se encuentra en el origen de la mayor parte de los males de la humanidad, es la identificación de la felicidad con el provecho económico. Ya señalaba Aristóteles: «En cuanto a la vida dedicada al dinero, es un género violento y resulta evidente que la riqueza no es el bien que buscamos, pues es algo útil, esto es, con vistas a otra cosa»[22].

A pesar de que los datos de la investigación llevan a conclusiones perfectamente alineadas con lo que observa Aristóteles, esa ilusión nunca ha sido puesta en discusión. Las sociedades occidentales han ganado enormemente en comparación con cincuenta años atrás desde muchos puntos de vista: longevidad, esperanza de vida, posibilidades alimentarias, atención médica, acceso a la instrucción, libertad de desplazamiento, difusión de derechos. Sin embargo, el porcentaje de infelicidad percibida ha aumentado notablemente.

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En los últimos cincuenta años el fenómeno de la depresión se ha multiplicado por diez. Si en un tiempo su primer episodio depresivo se verificaba en torno a los treinta años, ahora hace su aparición a los trece. El aumento de la riqueza no ha traído consigo que las personas estén más contentas que antes, no obstante lo cual la carrera hacia el bienestar económico sigue siendo un mantra indiscutido[23]. Si desde Descartes el hombre occidental ha dudado de todo, sobre el dinero no ha dudado nunca: más aún, es lo único seguro y evidente que regula el ritmo de su vida. Y es una certeza falsa, pero sorda a toda desmentida.

También en el caso de la fe religiosa las ilusiones pueden conducir a graves distorsiones. Pensemos en aquellos «filtros» afectivos y cognitivos que están en la base de las omisiones, que influyen, a su vez, en la imaginación y en la valoración final de lo que se ve, se escucha o se lee. En la experiencia de fe estos filtros tienden a seleccionar o a olvidar las partes «incómodas» del evangelio. Otras veces se distorsiona explícitamente el mensaje, como en el siguiente resumen de la parábola del hijo pródigo hecho por un niño de cuarto año de primaria, un niño que siempre se había mostrado atento e interesado en la catequesis: «Un hombre tenía dos hijos; pero el más joven no estaba a gusto en casa y, un día, se marchó lejos llevándose consigo todo el dinero. Pero en cierto momento ese dinero se le terminó y, entonces, el muchacho decidió regresar a casa, porque no tenía ni siquiera algo para comer. Cuando estaba por llegar, su padre lo vio, cogió muy contento un buen bastón y corrió a su encuentro. Por el camino encontró al otro hijo, el bueno, que le preguntó adónde iba tan deprisa y con ese utensilio: “Ha vuelto el desgraciado de tu hermano; ¡después de lo que ha hecho, se merece una buena paliza!”. “¿Quieres que te ayude, papá?”. “¡Claro!”, respondió el padre. Y así, entre los dos lo molieron a bastonazos. Al final, el padre llamó a un criado y le indicó que matara el novillo más gordo y que hiciera una gran fiesta, porque, finalmente, se había sacado las ganas de castigar a ese hijo que se había portado tan mal»[24].

En esta transcripción, los hijos no parecen muy diferentes del original. El que resulta verdaderamente deformado es el padre, que, en su modo de pensar y de actuar, se ha vuelto totalmente semejante a sus hijos, a los hijos de todos los tiempos, que piden castigos ejemplares para los pecados de otros.

No se trata de un caso límite ligado a la ignorancia de la edad. El chico en cuestión presenta una buena fotografía de la situación universal. Emergen aquí las resistencias interiores al ofrecimiento del perdón gratuito que hace un Dios que se revela más grande que los miedos del hombre.

La influencia de la ilusión puede manifestarse también en las elecciones decisivas de la vida: pensemos en el poder de las expectativas presentes con ocasión de una experiencia, pequeña o grande, y en el valor que la persona les atribuye, especialmente si son inconscientes. Tales expectativas entrañan el peligro de cargar la situación, la persona y el estado de vida elegido con significados y con una importancia que poco tienen que ver con la situación efectiva. De ahí el peligro de dolorosas desilusiones y la perspectiva de vivir con creciente malestar la elección realizada, hasta que se la abandona, justificándose con la clásica frase: «Pensaba que era diferente…, pensaba que la vida aquí era diferente».

Pensemos también en las resistencias a decidirse por una opción considerada buena y auténtica, pero exigente. A muchas personas, jóvenes y no tan jóvenes, aun notando el sufrimiento de la propia situación, cuando se les presenta la posibilidad de liberarse de ella les cuesta hacerlo —y hasta a menudo se niegan a ello—, aduciendo justificaciones más bien rebuscadas y extravagantes: a pesar de que se reconoce el valor de la propuesta, no se está dispuesto a pagar su precio.

En estos casos es indispensable ayudar a las personas a cuestionarse, de modo que puedan reconocer y superar dificultades que por sí solas no advertirían.

Educar la ilusión

Lo dicho hasta aquí supone la capacidad de distinguir la ilusión como «ventana» respecto de la ilusión como «muro» frente a la vida. El psicólogo Heinz Kohut expone este punto retomando un episodio de la mitología. Frente a los enviados del rey (Agamenón, Menelao y Palámedes) que le traen la cédula de llamamiento a filas, Ulises, para no abandonar a su esposa y a su hijo, finge estar loco, poniéndose a arar con un asno y un buey y sembrando sal. Pero Palámedes no se cree la locura de Ulises: toma a Telémaco, hijo de Ulises, que era un bebé, y lo pone delante del arado. Ulises, para no matar a su hijo, se ve obligado a dar un giro en semicírculo, demostrando que no había perdido el bien de la razón. Para Kohut, este gesto simboliza el «semicírculo de la salud mental», la capacidad que cada uno tiene de romper el círculo vicioso de las derivas ilusorias cuando se debe proteger lo que más se ama[25].

Este episodio muestra también que el punto decisivo no es tanto la capacidad de operar la distinción, sino la disponibilidad a pagar su precio: no es tanto una cuestión de inteligencia como de afecto y de voluntad, que para san Ignacio son las facultades decisivas de la vida espiritual[26]. Los afectos son un criterio valioso para reconocer si una ilusión está al servicio de la salud mental. El semicírculo trazado por Ulises por el bien de su hijo implica un daño personal. Por eso es un gesto simbólico del desarrollo moral, la capacidad de utilizar la propia imaginación sin excluir aspectos fundamentales de la realidad, como la fidelidad a los compromisos asumidos y la responsabilidad hacia los demás.

  1. «Desde el punto de vista de mi cuerpo, nunca veo iguales las seis caras de un cubo, aunque fuese de cristal, y no obstante, el vocablo “cubo” tiene un sentido, el mismo cubo, el cubo de verdad, más allá de sus apariencias sensibles, tiene sus seis lados iguales» (M. Merleau-Ponty. Fenomenología de la percepción, Barcelona, Planeta-De Agostini, 1993, p. 219.

  2. K. Jaspers, Psicopatología general, Buenos Aires, Beta, 1977, p. 86.

  3. A. Sen, Identidad y violencia: la ilusión del destino, Madrid/Buenos Aires, Katz, 2007, p. 29s.

  4. D. Winnicott, Realidad y juego, Buenos Aires, Gedisa, 1988, p. 120.


  5. R. W. Hood, P. C. Hill y B. Spilka, Psychology of Religion. An Empirical Approach, Nueva York, Guilford, 2009, p. 487.

  6. P. Ricœur, «El sí y la identidad narrativa», en íd., El sí mismo como otro, Buenos Aires/Madrid, Siglo XXI, p. 138.

  7. B. Bettelheim, Psicoanálisis de los cuentos de hadas, Barcelona, Crítica, 2010, p. 15s.

  8. P. Barcellona y T. Garufi, Il furto dell’anima. La narrazione post-umana, Bari, Dedalo, 2008, p. 22. Cf. J. Bruner, La ricerca del significato, Turín, Boringhieri, 1992, pp. 54-72.

  9. A.-M. Rizzuto, El nacimiento del Dios vivo. Un estudio psicoanalítico, Madrid, Trotta, 2006, p. 67s.

  10. Cf. J. Becker, Jakob el mentiroso, Barcelona, Destino, 2000, pp. 152-154.

  11. Ibíd., p. 253. Véase también E. Drewermann, Psicanalisi e teologia morale, Brescia, Queriniana, 2005, p. 444.

  12. Cfr. V, Frankl, El hombre en busca de sentido, Barcelona, Herder, 2004, p. 101. Cf. F. Nietzsche, Crepúsculo de los ídolos o Cómo se filosofa con el martillo, Madrid, Alianza, 2001, «Sentencias y flechas», n. 12, p. 35.

  13. V. Frankl, Logoterapia y análisis existencial. Textos de seis décadas, Barcelona, Herder, 2018, p. 342.

  14. E. Drewermann, Psicanalisi e teologia morale, op. cit., p. 444s. Cf. Janina David, A square of sky; recollections of my childhood, Nueva York, Norton, 1966.

  15. F. M. Dostoievski, Diario de un escritor, Barcelona, Alba, 2012, p. 384.

  16. G. Sabbioni, Ovunque tu vada. Vivere l’esistenziale un minuto alla volta, Milán, Terre di Mezzo, pp. 75-77.

  17. H. Murakami, De qué hablo cuando hablo de correr, Barcelona, Tusquets, 2011, p. 11.

  18. G. Sabbioni, Ovunque tu vada…, op. cit., p. 36s.

  19. K. Popper, The Poverty of Historicism, Londres/Nueva York, Routledge, 2002, p. 144.

  20. Cita en M. Manzotti, «Perché lavare le mani: storia di un grande incompreso» (http://www.7per24.it/2011/07/04/perche-lavare-le-mani-storia-di-un-grande-incompreso/), 4 de julio de 2011.

  21. Cf. M. Livio, Cantonate. Perché la scienza vive di errori, Milán, Rizzoli, 2014.

  22. Aristóteles, Ética a Nicómaco, Madrid, Alianza, 2001, libro I, 1096 a5, p. 53.

  23. Cf. P. Wickramaratne et al., «Age, period and cohort effects on the risk of major depression: results from five United States communities», en Journal of Clinical Epidemiology 42 (1989), pp. 333-343; P. M. Lewinsohn, «Age-cohort changes in the lifetime occurrence of depression and other mental disorders», en Journal of Abnormal Psychology 102 (1993), pp. 110-120; R. Layard, Felicità. La nuova scienza del benessere comune, Milán, Rizzoli, 2005, p. 52. Véase también G. Salvini, «Il malessere nella società del benessere», en La Civiltà Cattolica, 2006, II, pp. 332-344.

  24. A. Cencini, Vivere riconciliati. Aspetti psicologici, Bolonia, EDB, p. 79. «Es un caso clásico de rechazo intelectual o de distorsión perceptiva. La mente del niño no podía aceptar el epílogo que propone el evangelio: es absurdo ese padre que perdona; no es creíble ese hijo que se arrepiente [¡cosa que ni siquiera está en la parábola!, y tiene razón el otro hermano [¡el bueno!] en lamentarse. Y así, probablemente sin darse cuenta, había ajustado el final dándole un resultado más “normal”» (ibíd.).

  25. «La fuerza que nos impulsa a trazar el semicírculo del arado de Ulises reside en el núcleo más central de nuestro self, mientras que las fuerzas que nos impulsan a seguir los pasos del rey Edipo constituyen solo la capa superficial del self que recubre al núcleo» (H. Kohut, «Introspección, empatía y el semicírculo de la salud mental», en íd., Los dos análisis del Sr. Z., Barcelona, Herder, 2002, pp. 149-186, esta cita en p. 183.

  26. «Como en todos los exercicios siguientes spirituales usamos de los actos del entendimiento discurriendo y de los de la voluntad affectando; advertamos que en los actos de la voluntad, quando hablamos vocalmente o mentalmente con Dios nuestro Señor o con sus santos, se requiere de nuestra parte mayor reverencia, que quando usamos del entendimiento entendiendo» (Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, n. 3, en íd., Obras, Madrid, BAC, 1997, p. 222).

Giovanni Cucci
Jesuita, se graduó en filosofía en la Universidad Católica de Milán. Tras estudiar Teología, se licenció en Psicología y se doctoró en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, materias que actualmente imparte en la misma Universidad. Es miembro del Colegio de Escritores de "La Civiltà Cattolica".

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