PSICOLOGÍA

La Biblia como don cultural

Cuatro palabras para el hombre de hoy

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El padre Timothy Radcliffe, que fue Maestro General de los dominicanos, presentaba la posible relación entre fe y cultura en los siguientes términos: «Crecí en una subcultura católica que interpretaba la existencia y el mundo en términos de gratuidad y bendición. Creíamos en un Dios que escuchaba nuestras oraciones, que nos amaba y que, a la hora de nuestra muerte, nos llevaría al paraíso […]. Teníamos un grupo de amigos que no eran católicos, y ni siquiera cristianos, pero a todos les parecía evidente que la vida estaba orientada a la eternidad. Ahora esta subcultura está en gran medida desapareciendo […]. Me parece que para que el cristianismo crezca, el único camino es mantener una cultura cristiana viva, segura de sí misma y vital, y al mismo tiempo en interacción dinámica con la cultura contemporánea»[1].

Este es también nuestro principal deber como comunidad creyente: mantener viva la dimensión cultural de la fe cristiana, y en especial el valor decisivo que representa la educación bíblica frente a algunos problemas graves de nuestro tiempo. No por nada las Sagradas Escrituras han sido estudiadas durante siglos por las generaciones que nos precedieron, incidiendo de manera profunda en todos los aspectos de la historia de Occidente.

Pero es sobre todo en nuestro tiempo, marcado por la profunda inestabilidad institucional y económica, por la crisis de sentido y el fracaso de las grandes ideologías, que la Biblia continúa estimulando la cultura, el modo de ver y evaluar los problemas de la vida de siempre. Porque es en esta confrontación «sapiencial» donde el hombre puede experimentar a Dios.

La prohibición

Algunas palabras claves de la Biblia pueden acompañar la reflexión sobre el tema, palabras paradojales, incluso fuertemente críticas de ciertos aspectos de la cultura de nuestro tiempo, pero que son indispensables para vivir.

La primera palabra es prohibición. Es la primera gran instrucción que Dios da al hombre: «De cualquier árbol del jardín puedes comer, pero no comas del árbol del conocimiento del bien y del mal, porque el día en que lo hagas, ciertamente morirás» (Gn 2,16-17).

Una palabra absolutamente impopular. Y sin embargo, indispensable para vivir. La prohibición de comer de ese árbol es la prohibición de querer ser como Dios, medida de todas las cosas. Dios dice a cada hombre al inicio de su historia: si quieres vivir, si quieres disfrutar la vida, recuerda que eres creatura, que tienes límites. Esa es tu verdad de creatura, pues son los límites los que te permiten vivir. Si no los respetas, te destruirás a ti mismo.

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Es una instrucción que tiene importantes efectos culturales. Sobre todo a nivel pedagógico y psicológico. La psicología del desarrollo resume las tres etapas fundamentales del crecimiento a partir de tres renuncias diferentes a la omnipotencia, al hecho de creerse el centro de todo: el nacimiento, el destete, la derrota edípica[2]. Son tres «puntos de no retorno», propios del crecimiento (frente a las condiciones prenatales, de amamantamiento, del vínculo exclusivo con la madre), indispensables para entrar en la vida, para convertirse en hombres y mujeres.

En la base de muchas peticiones de ayuda psicológica, a menudo se encuentra la no aceptación de la propia verdad de creatura, marcada por el límite y la fragilidad. No nos aceptamos como somos, no aceptamos nuestro cuerpo, la familia de la que provenimos, la propia historia y personalidad, nuestras capacidades.

La psicoanalista francesa Catherine Ternynck, en un libro cuyo título es significativo, El hombre de arena, observa que cuando una generación se cree el centro de todo y descuida la prohibición, se vuelve incapaz de vivir: «Desde hace algunas décadas, vemos a jóvenes que llegan a los pies de la vida adulta sin alcanzarla y emprenderla. Parecen presas de un umbral de ansiedad que no pueden traspasar»[3].

Las culturas de todos los tiempos han introducido siempre al joven a su vida adulta mediante ritos de iniciación. Su objetivo – como el de los sacramentos de iniciación cristiana – era precisamente ayudar al recién llegado a traspasar el umbral, a entrar en la edad adulta, adquiriendo consciencia con la agresividad, el sufrimiento y la muerte – en otras palabras, con la propia fragilidad –, expresadas de manera concreta a través del cuerpo.

Cuando se descuidan, estos ritos no desaparecen sino que «enloquecen»: dan origen a los comportamientos de «manada», ampliamente difundidos en nuestra sociedad. Las violencias de las baby gang o pandillas adolescentes, el bullying masculino y femenino, las violaciones en grupo, la euforia del sábado por la noche, los comportamientos sexuales arriesgados, el consumo grupal de droga, e incluso la práctica del piercing y de las perforaciones, de los tatuajes, la fascinación por el horror y lo macabro, son ritos de iniciación desordenados, reclamos degenerados de los jóvenes por conectarse con la dimensión de la corporeidad, de la relación, de la agresividad, del sufrimiento y de la muerte (del propio límite como creatura), pero en ausencia de un adulto de una comunidad capaz de acompañarlos. Por eso quedan como peticiones desatendidos.

La segunda grave señal de alarma del olvido de la prohibición está simbolizada por una extraña paradoja: mientras más se proclama autonomía e independencia, el «hazte a ti mismo», mayor es la dependencia que descubren el hombre y la mujer. «El término autonomía está de moda, sin embargo nunca antes se observaron tantas personalidades adultas que sufren adicciones: drogadictos, adicción sexual, adicción pornográfica, adicción a internet, adicción afectiva, adicción al juego, al trabajo, al alcohol, a las compras. Hoy todo puede convertirse en una adicción»[4].

«Serán como Dios» (Gn 3,5), había sugerido la serpiente, tocando ciertamente una tecla sensible. Cuando el hombre olvida la prohibición pierde sus raíces: no se convierte en Dios, sino en «arena». Cuanto más intenta alcanzar la perfección, más desnudo se descubre.

Pensemos en la llamada «cultura de la salud y del bienestar», tan en boga hoy en día. A medida que aumenta la investigación en salud, más enfermos nos sentimos, incapaces de sobrellevar el peso de la vida: «Una investigación del gobierno inglés reveló que en 10 años el número de ingleses que se consideraban discapacitados aumentó en un 40%. En el rango etario que va entre los 16 y los 19 años, ¡el aumento era incluso de 155%! Los autores de la investigación concluyeron que 10 años eran “demasiado poco para explicar un aumento real de la discapacidad”, pero no logran explicar por qué las personas parecen cada vez más proclives a adoptar la etiqueta de discapacitado […]. Actualmente la cultura, que exagera el papel de la víctima, lleva a “menospreciar el yo, lo que tiene como consecuencia la acentuación de la fragilidad y la vulnerabilidad”»[5].

A pesar de la técnica y del aumento de las posibilidades, el hombre sigue sintiéndose desnudo. Desde esta perspectiva, es significativa la evolución del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM), considerado la «Biblia» de los profesionales de la salud mental. En su primera edición, de 1952, había 106 trastornos identificados, descritos en otras tantas páginas. La cuarta edición, de 1994, reportaba 300 trastornos en un volumen de 900 páginas. ¿Cómo interpretar estos datos? ¿Aumentaron los trastornos en 40 años, o bien se difundieron a medida que se fueron estudiando?

Volvemos a la paradoja de Gn 2,17: reconocer que somos frágiles, que tenemos límites, no solo es nuestra verdad, sino también nuestra verdadera fuerza. Por eso la primera instrucción de Dios es una prohibición. Ternyck concluía su lectura sobre la actual dificultad de crecer con una pregunta: «¿Quién prohíbe hoy?». La prohibición, el límite, cuando se establece bien, es decir, al interior del don recibido y de la estima, permite tener la experiencia de la realidad del otro, que no puede ser reducido a mi imagen y semejanza, puesto que es diferente a mí.

El fracaso

Otra palabra decisiva para la vida que sugiere Gn 3 es fracaso. En este pasaje la caída no se ve como una catástrofe global: Dios no retira su confianza en el hombre, sino que continúa dialogando con él. Reconocer la fragilidad implica también aceptar el fracaso, buscando la lección que deja.

Esta también parece ser una instrucción ampliamente ignorada: la posibilidad de equivocarse, de fracasar, se rechaza con horror. Pero de esta manera se vuelve todavía más inquietante, especialmente en la etapa de crecimiento. Pensemos en la dificulta del diálogo entre los padres y los profesores: se rechaza a priori la posible revelación de problemas o carencias[6]. A medida que se suceden las generaciones, a los padres se les hace cada vez más difícil reconocer y aceptar la fragilidad, los límites y los fracasos de sus hijos, quizá porque estos no los han reconocido y aceptado todavía. Sin embargo, no se ayuda a los hijos a crecer cubriendo su desnudez.

El que paga el precio de esta pretensión es el más débil. Basta pensar en el impresionante aumento de suicidios entre adolescentes y jóvenes. Los datos de la Organización Mundial de la Salud muestran un notorio aumento de suicidios en general en los últimos 50 años – más de 60% -, pero, entre los adolescentes, el aumento alcanzó un 400% (desde 2,5 a 11,2 sobre 100.000). En Estados Unidos, cada 90 minutos un adolescente se quita la vida[7].

¿Qué motivos explican un aumento tan relevante, especialmente en una etapa que debería ser la más abierta a la vida? Una investigación realizada en Italia en 2009, planteaba que la difusión del suicidio entre los adolescentes estaba ligada a un cambio de mentalidad que no tolera derrotas, defectos e incapacidades: hay que ser un ganador a toda costa[8]. Cuando este estilo de personalidad prevalece en la fase de desarrollo, refleja una preocupante fragilidad interior: cada revés – una calificación baja en la escuela, una burla de los compañeros, el «no» de la persona amada, el reproche del padre – puede vivirse como una negación total del valor de sí mismo, con consecuencias catastróficas.

Una vez más, el tema del rechazo de la fragilidad está en la base del problema, impidiendo enfrentar los obstáculos y las dificultades de la vida. Al querer ahorrar a los jóvenes todas las dificultades, se los hace más débiles e incapaces, y se alimenta la duda que tienen de su autoestima.

El tercer capítulo del libro del Génesis recuerda la presencia de una herida original, que debe ser reconocida para que el ser humano pueda crecer sin miedo al fracaso. En todas las culturas, el que ayuda a familiarizarse con esta herida es el padre, marcando una nueva etapa en la vida del hijo, quien hasta ese momento estaba relacionado de manera privilegiada con la madre. Es lo que el psicoanálisis llama «la derrota edípica»: «El padre inflige la primera herida, afectiva y psicológica, interrumpiendo la simbiosis con la madre […]; lo hiere para hacerlo más fuerte […]: cuando enfrente la pérdida, experiencia inevitable en la vida humana, esta no lo destruirá psicológica y espiritualmente. Más aun: sabrá extraer el jugo más valioso: el amor. Amor a sí mismo y a los otros: ambos se fortalecen en la experiencia de la pérdida, no en la ilusoria seguridad de la posesión»[9].

Prohibición, herida, castigo: son tres palabras «impopulares», pero indispensables para volverse adultos. Christopher Lasch, en su estudio sobre el narcisismo, entendido como la ilusión de no tener límites, muestra una interesante carta de un muchacho de 11 años sobre la inclinación del padre a evitarle cualquier tipo de castigo: «Me enseña a jugar al [béisbol y a] otros deportes [y] me da todo lo que puede»; pero se lamenta: «Nunca me dio una bofetada cuando la merecía». Lasch comenta: «Lo que al parecer el niño quiere decir es que el padre nunca pudo darle lo que necesitaba para convertirse en persona: el justo castigo por sus malas acciones. Para las personas que viven en una cultura de la permisividad, resulta sorprendente comprender que un castigo no dado puede vivirse como una privación. Pero para algunos niños es más doloroso soportar el sentido de culpa no castigada que recibir una bofetada»[10].

La Biblia enseña que la penitencia y la expiación son una manera de retornar a la vida, una forma de volver a levantarse de la caída, del mal y de la culpa: son, ante todo, un mensaje de esperanza y de reconciliación. Esto quiere decir que, a diferencia de la culpa negada, del mal es posible salir. El filósofo Paul Ricœur lo resume con una frase provocadora: «el castigo verdadero es aquel que nos hace felices, restableciendo el orden; el castigo verdadero tiene como resultado la felicidad; es el verdadero sentido de la paradoja de Gorgias […]: “huir del castigo es peor que sufrirlo”»[11].

En efecto, cuando se niega la culpa, se tiende a dudar de uno mismo, a vivir las relaciones de manera precaria e inestable, buscando en ellas un reconocimiento ilusorio e irreal; incluso la agresividad termina convirtiéndose en algo que el niño, y después el joven y el adulto, no está en condiciones de manejar.

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Hace algunos años, un periódico publicó un artículo que actualizaba de manera interesante este discurso. Una escuela inglesa había incluido entre sus actividades didácticas una iniciativa paradójica, que llamó la «Semana del fracaso»: «El modelo de referencia es el entrenamiento deportivo, que procede por ensayo y error, pues está convencido de que incluso el fracaso, cuando se acepta y se procesa, es parte integrante del camino a un mejor resultado posible, que nunca se alcanza de manera definitiva. Sin embargo, a menudo la defensa a ultranza de la seguridad, el miedo a equivocarse, la incapacidad de aceptar y valorar los propios errores bloquean la exposición al riesgo, transformando a los niños en agentes conformistas y pasivos […]. En la discusión participan los apoderados y se proyectan videos en los que los personajes exitosos cuentan cuánto han aprendido de sus errores»[12].

La autora del artículo esperaba que una iniciativa como esa, capaz de identificar un valor educativo incluso en experiencias de fracaso, pudiera aplicarse en otros países, para que el impulso hacia el perfeccionamiento y el éxito se equilibrara mediante el contacto realista con la propia fragilidad: «En una escuela cada vez más competitiva (piénsese en los procesos de selección para entrar a los mejores colegios, y ni hablar de las universidades), tanto las familias como los profesores exigen a los niños y jóvenes rendir siempre al máximo, sin admitir ninguna posibilidad de insuficiencia y de error. Las frustraciones, si son las adecuadas para el nivel de madurez de los niños, ayudan a desarrollar anticuerpos contra la desesperación. Creer que el camino evolutivo puede desarrollarse por completo bajo el signo de la felicidad es una ilusión peligrosa, porque no existen garantías para ello. Tarde o temprano llega el momento de tomar decisiones que conllevan riesgos, y evitarlas puede permitir sobrevivir, pero no vivir. En cambio, nuestros niños crecen al mismo tiempo sobreprotegidos contra las frustraciones y sobre estimulados para el éxito: se les exige excelencia en las asignaturas escolares, en las actividades deportivas, en las expresiones artísticas, en las relaciones sociales, y se construye así un hijo ideal en detrimento de un hijo real. Admitir que pueda fracasar exige, con el beneficio de todos, que el educador renuncie a la perfección, reconozca sus límites, y que, luego de superar el deseo de omnipotencia, confíe gradualmente a los jóvenes la responsabilidad de sus vidas»[13].

Todo esto constituye, en el contexto del presente discurso, un comentario muy estimulante y concreto de la instrucción del Génesis. El que establece la prohibición nos recuerda «lo que nuestra época parece haber olvidado: la felicidad del límite aceptado»[14]. La tarea fundamental de la madre y del padre, que son un símbolo poderoso del Padre celestial, consiste en presentar a sus propios hijos esta lección del Génesis: adquirir consciencia y reconciliarse con nuestros límites, condición esencial para convertirse en adultos y dar fruto en la propia vida.

Bajo este aspecto, la dimensión religiosa reviste un papel indispensable e irrenunciable. Lamentablemente, en la mayor parte de las familias de los últimos treinta años, los padres – por una serie de motivos que sería interesante analizar – se han preocupado cada vez menos de educar en la fe a sus hijos, prefiriendo asegurarles un bienestar material, que en realidad es ficticio: «Han crecido entre golosinas y dibujos animados, y nadie les ha enseñado a desarrollar el sentido de la importancia de la oración, de la lectura de la Biblia y de una vida al interior de una comunidad creyente. Sus mismos padres han tomado distancia de aquello»[15]. Y todo esto con graves consecuencias desde el punto de vista educativo, no solo bajo la perspectiva de la práctica religiosa.

La narración y los sentimientos

A la cultura bíblica no le gustan los conceptos, las ideas, las discusiones, sino que invita a escuchar el corazón (que es la sede de las emociones, pero también de la evaluación, de las decisiones, de los deseos). La Biblia no presenta el misterio de la vida de manera abstracta y teórica, sino mediante narraciones, de las que surgen las preguntas fundamentales: ¿qué sentido tiene todo esto? ¿Por qué existe el mal, la muerte, la violencia sexual, los desastres medioambientales?

Enfrentar estas cuestiones, inevitables para el ser humano, implica establecer un diálogo entre el mundo del texto y el mundo del lector. Más que ofrecer respuestas, este diálogo involucra, suscita sentimientos, presenta un camino posible. Incluso a nivel individual, el hombre se conoce, comprende quien es y qué está buscando (incluida la dimensión terapéutica), cuando empieza a contar su historia a los demás.

Como observa Umberto Galimberti, en la base del actual malestar juvenil se encuentra sobre todo la ausencia de narraciones, capaces de dar sentido y orden a los acontecimientos, identificando deseos y discrepancias. Hoy en día muchos jóvenes se sienten mal, pero no son capaces ni siquiera de nombrar su malestar, porque no tienen a su disposición relatos que puedan ofrecerles una identidad y una lectura de la vida; se encuentran en medio de un conjunto de experiencias y hechos dispersos, carentes de un proyecto unificador. Los sentimientos, los deseos, no existen en la naturaleza, no son un dato biológico, sino que se conocen y comprenden en el marco de un relato, con las vivencias y los modelos que están presentes en él. Los sentimientos son un elemento de verdad de nuestra relación con nosotros mismos, con los demás y con Dios. Son, además, una señal de alarma de un malestar.

Un filósofo y un psiquiatra franceses, Miguel Benasayag y Gérard Schmit, en un libro que ha tenido un considerable impacto (Les passions tristes), reflexionan sobre el preocupante aumento de solicitudes de ayuda psicológica de parte de jóvenes y adolescentes en Francia durante los últimos años. Se trata de una señal de grave sufrimiento interior, provocado por un malestar profundo y complejo que no puede ser sanado por una técnica o un medicamento[16]. Las «pasiones tristes» expresan un dolor existencial, «no son el dolor o el llanto, sino la impotencia, la dispersión y la falta de sentido, que hacen de la crisis actual algo diferente de las otras […]; es una crisis de los fundamentos mismos de nuestra civilización»[17].

La sabiduría bíblica invita a mantener estrechamente unidos el conocimiento y los afectos, el corazón, la inteligencia y la fe: en esta unión se encuentra la confirmación posible de nuestras evaluaciones, elecciones y decisiones. Pensemos en la importancia que otorgan los Evangelios a los sentimientos ante un acontecimiento, como el gozo de los Reyes Magos cuando ven la estrella (cfr Mt 2,10), la tristeza del joven rico frente a la propuesta de dejar todo y seguir al Señor (cfr Lc 18, 23), el miedo de Pilatos al saber que Jesús se proclamó Hijo de Dios (cfr Jn 19,8). Los discípulos de Emaús, rememorando el encuentro con el Señor, inicialmente no reconocido, quedan impactados sobre todo por las resonancias afectivas de sus palabras: «¿No ardía nuestro corazón dentro de nosotros mientras nos hablaba en el camino?» (Lc 24,32).

El aumento de la cantidad de información que tenemos a nuestra disposición, aun siendo un bien precioso, no vuelve por sí mismo más fácil y segura la decisión: el criterio es otro, es de tipo relacional y afectivo. Pensemos en lo que les ocurre a los Reyes Magos. Por una parte, están completamente despojados en el plano del conocimiento: no conocen las Escrituras, ni el idioma, ni las costumbres del lugar; son ingenuos, cometen errores graves, como pedirle ayuda a Herodes, animado por intenciones muy distintas. Pero esto no constituye un obstáculo infranqueable para la búsqueda de Dios: pervive en ellos lo más importante, el deseo de encontrar al Señor y la disposición a emprender un viaje. El pasaje, no por casualidad, los presenta como los únicos personajes en movimiento. Todo el resto – falta de conocimiento, incapacidad, errores de juicio – están en un segundo plano.

Este pasaje le dice al lector que es posible encontrar al Señor mediante las tres palabras clave que caracterizan la búsqueda de los Reyes Magos: estrella / Escritura / sentimientos; el libro de la naturaleza, la palabra de Dios, el conocimiento de sí mismo. Son tres signos que pueden leerse y comprenderse al interior de una narración, dentro de la historia de la propia vida. Quien tenga el coraje de descender con honestidad a las profundidades de sus sentimientos, podrá encontrar tanto al creyente como al no creyente para escucharlo y dialogar con él.

Al respecto, resulta significativa la consideración del cardenal Carlo Maria Martini con ocasión de la inauguración del ciclo de conferencias La cátedra de los no creyentes: «el no creyente que hay en mí inquieta al creyente que hay en mí, y viceversa […]. Creo que, en nuestros tiempos, la presencia de no creyentes que con sinceridad se declaran tales, y la presencia de creyentes que tienen la paciencia de querer volver a sí mismos, puede ser muy útil para unos y otros, porque nos estimula a cada uno de nosotros a seguir el camino hacia la autenticidad. Realizar juntos este ejercicio, sin defensas y con radical honestidad, podría además ser útil para una sociedad que tiene miedo de mirarse hacia adentro y que corre el riesgo de vivir en el engaño y en el descontento»[18].

El diálogo

De ahí la última gran palabra: el diálogo. La Biblia nos presenta siempre, a lo largo de toda su narración, un Dios rodeado de gente que, la mayor parte de las veces, parece incapaz de comprenderlo. Pensemos en la historia de Jesús y en la peculiar forma cultural que usa para hablar del misterio de Dios: la parábola. Si por un lado estimula la curiosidad, por otro desconcierta, porque la parábola es una manera de enfrentar los problemas que está en las antípodas del eslogan: encontramos el relato de las acciones cotidianas y junto a ellas la invitación a entrar en otra modalidad de pensamiento, de vivir y ver las cosas.

Pero, sobre todo, en la parábola los personajes dialogan entre sí, e incluso a menudo discuten: pensemos en la vehemente respuesta del hijo mayor, en la de los obreros que llegaron temprano o en la más diplomática respuesta del siervo holgazán. Su pensamiento es narrado sin caricaturas: las parábolas muestran el drama de estas personas, que no entienden el modo de proceder del padre y del amo, tienen miedo y los rechazan.

Pero estas narraciones presentan al mismo tiempo la historia del narrador: el diálogo entre los personajes refleja la situación de Jesús y de sus interlocutores. En su conjunto revelan un estilo, una manera de enfrentar las incomprensiones y los conflictos. Frente a quienes rechazan su propuesta, Jesús no reacciona apelando a la incomprensibilidad de la fe, ni corta la discusión recurriendo al nombre de alguna autoridad suprema. Invita, antes bien, a reflexionar, porque confía en las capacidades de cada hombre para encontrar la respuesta: «¿Qué les parece? Si un hombre tiene cien ovejas y una de ellas se pierde, ¿no deja las noventa y nueve en los montes para ir a buscar a la oveja perdida? Del mismo modo, la voluntad del Padre de ustedes que está en los cielos es que no se pierda ni uno solo de estos pequeños» (Mt 18,12-14); «“Si el hijo o el buey de alguno de ustedes se cae en un pozo, ¿no lo saca enseguida, aunque sea día sábado?”. Y [los fariseos y los doctores de la Ley] no pudieron responder a esto» (Lc 14,5-6); «Cuando ven aparecer una nube por el oeste, enseguida dicen que va a llover, y así sucede. Cuando sopla viento del sur dicen que va a hacer calor, y así sucede. ¡Hipócritas! Si saben interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no saben interpretar lo que está sucediendo en este momento? ¿Por qué no juzgan ustedes mismos lo que es justo?» (Lc 12,54-57).

En estas preguntas existe una invitación a una conversión sobre todo cultural en la relación con Dios, que supera las visiones mágicas, fideístas o punitivas: «A la vieja lógica opuesta a la de Jesús no se opone solamente una lógica divina incomprensible para el hombre, un decreto inescrutable y listo, sino que se entra en un diálogo, se intenta hacer razonar»[19].

Esta actitud dialogante está también presente en las parábolas en el personaje que de vez en cuando interpreta el papel de Dios: «El padre […] trata de convencer al hijo mayor de entrar a la fiesta. El empleador no se atrinchera en su incuestionable autoridad patronal, sino que expone con calma sus razones a los que protestan: “Amigo, no he sido injusto contigo. ¿No acordamos que te pagaría un denario?”. No se ha violado ningún derecho […]. ¿O acaso ves con disgusto mi gesto de generosidad y querrías que los que quedaron desempleados sufran de hambre, vuelvan con las manos vacías? El dueño del campo explica a los trabajadores por qué no debe arrancarse inmediatamente la cizaña, con el peligro de cortar prematuramente también el trigo que todavía no ha crecido (Mt 13,29); el rey, al condenar al siervo infiel, le explica una por una las razones (Mt 25,26; cfr Lc 19,22-23); incluso Abraham, desde lo alto de su gloria, contesta cortésmente a los reclamos del rico sumido en el infierno»[20].

En las parábolas Jesús nos presenta a un Dios que dialoga, que no teme enfrentar nuestras preguntas y que invita a reflexionar, a no abandonar la razón para tener una experiencia de él, pues tiene confianza en nuestra «capacidad de caminar hacia la verdad»[21]. La tensión permanece; comprender la parábola no significa creer, pero puede eliminar obstáculos, prejuicios, puede tocar el corazón.

Esta tensión se mantiene de generación en generación. Es significativo que las parábolas se terminen sin dar la respuesta del hijo mayor, de los siervos, de los trabajadores que llegaron temprano: no sabemos si después del diálogo estos cambiaron de idea. La conclusión permanece en suspenso, pues a esas alturas la parábola se dirige a cada uno de nosotros. El diálogo prosigue: «Y tú, ¿qué piensas?», parece sugerir el texto.

El padre sigue, por los siglos de los siglos, invitando a sus hijos a la fiesta, respetando la libertad de cada uno. Pero no sin hacerlos meditar. Enfrentarnos con la palabra nos transforma, incluso cuando no responde a nuestras preguntas.

  1. T. Radcliffe, Essere cristiani nel XXI secolo. Una spiritualità per il nostro tempo, Brescia, Queriniana, 2011, 19-21.

  2. Cfr G. Cucci, La crisi dell’adulto. La sindrome di Peter Pan, Assisi (Pg), Cittadella, 2012, 70-81.

  3. Ch. Ternynck, L’ uomo di sabbia. Individualismo e perdita di sé, Milano, Vita e Pensiero, 2012, 127.

  4. Ibid. Texto levemente modificado.

  5. F. Furedi, Il nuovo conformismo. Troppa psicologia nella vita quotidiana, Mi­lano, Feltrinelli, 2005, 139 s. Cfr D. Wainwright – M. Calnan, «Rethinking the work stress “epidemic”», en European Journal of Public Health 10 (2000) 3.

  6. Cfr P. Mastrocola, Togliamo il disturbo. Saggio sulla libertà di non studia­re, Parma, Guanda, 2011.

  7. Cfr G. Cucci, «Il suicidio giovanile. Una drammatica realtà del nostro tempo», en Civ. Catt. 2011 II 121-134.

  8. Cfr G. Pietropolli Charmet – A. Piotti, Uccidersi. Il tentativo di suicidio in adolescenza, Milano, Raffaello Cortina, 2009, 43-45.

  9. C. Risé, Il padre. L’ assente inaccettabile, Cinisello Balsamo (Mi), San Paolo, 2003, 12 s.

  10. Ch. Lasch, La cultura del narcisismo, Milano, Bompiani, 2001, 202.

  11. P. Ricoeur, Finitudine e colpa. II. La simbolica del male, Bologna, il Mulino 1970, 292.

  12. S. Vegetti Finzi, «La scuola inglese che insegna la sconfit­ta alle sue studentesse», en Corriere della Sera (http://27esimaora.corriere.it/ articolo/%ef%bb%bfla-scuola-inglese-che-insegnala-sconfitta-alle-sue-studentesse), 7 de febrero de 2012.

  13. Ibid.

  14. Ch. Ternynck, L’ uomo di sabbia…, cit., 129.

  15. A. Matteo, La prima generazione incredula. Il difficile rapporto tra i giovani e la fede, Soveria Mannelli (Cz), Rubbettino, 2010, 45.

  16. «La medicalización, que tiende actualmente a monopolizar la respuesta clínica, va exactamente en esta dirección. ¿Te sientes mal? ¿Sufres? Los laboratorios farmacéuticos proponen ocuparse en primer lugar del desorden molecular. Después de todo, ¿qué es el hombre sino un conjunto más o menos logrado de moléculas?» (M. Benasayag – G. Schmit, L’ epoca delle passioni tristi, Milano, Feltrinelli, 2005, 11).

  17. U. Galimberti, L’ ospite inquietante. Il nichilismo e i giovani, ivi, 2007, 28.

  18. C. M. Martini (ed.), La cattedra dei non credenti, Milano, Rusconi, 1992, 5 s.

  19. V. Fusco, «Parabola/Parabole», in P. Rossano – G. Ravasi – A. Gir­landa (edd.), Nuovo dizionario di teologia biblica, Cinisello Balsamo (Mi), Paoli­ne, 19914, 1092.

  20. Ibid.

  21. Ibid, 1094.

Giovanni Cucci
Jesuita, se graduó en filosofía en la Universidad Católica de Milán. Tras estudiar Teología, se licenció en Psicología y se doctoró en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, materias que actualmente imparte en la misma Universidad. Es miembro del Colegio de Escritores de "La Civiltà Cattolica".

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