SOCIOLOGÍAACÉNTOS

La templanza

El difícil arte de amar

Temperanza, Piero del Pollaiolo (1470)

Reconocimiento histórico

La templanza se ubica en el cuarto lugar en la clasificación de las virtudes cardinales. Es la última no por orden de importancia, sino porque toca la dimensión íntima del ser humano, a diferencia de las otras virtudes, que se orientan al bien común. Pero precisamente por esto es indispensable para obrar virtuosamente, pues para ello se requiere de la rectitud de la persona: «La prudencia enfrenta la realidad concreta de todos los seres; la justicia regula las relaciones con los demás; con la fortaleza el hombre, olvidado de sí mismo, sacrifica bienes y vida. La templanza, en cambio, se ordena hacia el hombre mismo […]. Templanza significa: observarse a sí mismo y la propia condición, dirigir la mirada y la voluntad hacia nosotros»[1]. La templanza tiene un carácter reflejo, retorna al sujeto y lo plasma, llevando armonía interior desde la sensibilidad, el intelecto y la voluntad, permitiendo a la persona expresar todo su potencial.

Era una virtud muy apreciada en el mundo antiguo, como puede observarse incluso mediante un simple reconocimiento de los términos. La palabra griega enkrateia viene de la raíz krat (poder, dominio, gobierno, autoridad) y en (sí mismo). La templanza es la capacidad de gobernarse a sí mismo, de dominar la sensibilidad y los pensamientos; es la meta de un camino de conciencia y plasmación de sí mismo, el ideal por excelencia de la filosofía antigua – redescubierta recientemente sobre todo por obra de Michel Foucault y Pierre Hadot –, un ideal que luego se perdió en el curso de la modernidad[2].

El área específica de la enkrateia es la sensibilidad (la facultad denominada concupiscible, epithymētikon), todo lo que tiene que ver con el cuidado del cuerpo (sexualidad, alimento, bebida, actividad, reposo), y permite su integración a la parte racional del alma. En cuanto dominio de sí, la templanza ayuda, además, a dominar la agresividad – la facultad que denominamos «irascible» -; por eso es indispensable para actuar y para razonar lúcidamente, evitando el estado de ofuscamiento de las pasiones (cfr Pseudo-Platón, Definiciones, 412 b; Jenofonte, Memorias, II, 1, 1).

Con Sócrates la enkrateia se convierte en una virtud central para la ética y para el comportamiento virtuoso, convierte a la persona en digna de confianza y la hace capaz de asumir responsabilidades (cfr La República, III, 390 b); el incontinente (akratēs), por el contrario, al no tener frenos, no es confiable, es peligroso e incapaz de llevar a buen término un encargo (cfr Jenofonte, Symposium, 8, 27; Flavio Josefo, De Bello Iudaico, 1, 34).

A la templanza está dedicado el diálogo platónico Gorgias (492c – 500c), entre Sócrates y el «libertino» Calicles. Según el sofista, el hombre expresa sus capacidades imponiéndose sobre los débiles y dando libro curso a los sentidos: de esa forma, se muestra capaz de imponerse, y por tanto de gobernar. Templar el deseo le parece algo risible, propio del hombre débil. Para Sócrates, las cosas son distintas: es precisamente el intemperante, incapaz de controlarse, el que es débil, pero sobre todo, el intemperante es un hombre infeliz, porque nunca logra alcanzar el placer que busca desesperadamente. Es como un barril con un agujero, imposible de llenar. El placer, además, no siempre es un ideal bueno, exige una disciplina del alma, una ascesis que libere al hombre de las pasiones y lo haga capaz de alcanzar el bien en sus múltiples aspectos. Solo así se puede experimentar un placer auténtico (cfr Gorgias, 492c – 500c).

Aristóteles trata la templanza en el libro VII de la Ética a Nicómaco. El continente sigue las indicaciones de la razón y así domina los propios deseos. La capacidad de gobernarse a sí mismo es lo que distingue al hombre del resto de los animales, de quienes no se puede hablar de continencia o incontinencia. El hombre, en cambio, puede formular juicios sobre situaciones concretas, que lo llevan a realizar elecciones buenas o malas (cfr Ética a Nicómaco, 1147b 1-6).

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Para Aristóteles, el problema de no reconocer la intemperancia como un mal es el siguiente: su capacidad de evaluación se bloquea en una situación puntual, absolutizándola (lo que se conoce como «premisa menor» del silogismo), sin confrontarla con lo que es verdaderamente bueno (la «premisa mayor»). En la práctica, este sigue la sensibilidad y desestima la razón. Lo que de cierto modo confirma lo que observaba Sócrates, que el mal se realiza por un defecto de evaluación.

Existe, además, el caso del incontinente, el que, a diferencia del intemperante, reconoce la maldad de su acto pero no tiene las fuerzas para contrarrestarlo. El intemperante que persigue el mal es como una ciudad regida por leyes malvadas; el incontinente es una ciudad con leyes buenas, pero que no se pueden ejecutar. Lo que falta en este último caso no es el conocimiento, sino la prudencia, la capacidad de ponderar con atención lo que debe hacerse, sin precipitarse. El que peca de intemperancia es todavía un niño, incapaz de escuchar la razón y de dominarse[3].

Para Aristóteles, solo el hombre sabio puede experimentar el placer auténtico, fruto de la armonía interior entre razón y deseo, y el placer vuelve sus acciones más agudas (cfr Gran ética, 1206a 13).

En la estoicismo, la enkrateia es la virtud que permite a la razón dominar el placer mediante la abstención, lo que libera al hombre de cualquier condicionamiento[4]. Cicerón traduce enkrateia por temperantia, y la define como «el firme y moderado dominio que la razón ejerce sobre los deseos y las pasiones y sobre los otros desenfrenos emocionales de la mente» (De inventione, II, 164). Una definición que, como veremos, capta el aspecto central del problema: la valoración de la razón y de sus capacidades de intervenir de manera moderada en las pasiones.

En la Biblia, el término es poco frecuente: se encuentra en los libros sapienciales como poder que permite frenar la disipación, especialmente sexual (cfr Eclo 18,30), pero no se puede conseguir con esfuerzos humanos, porque es un don de Dios (cfr Sab 8,21).

En el Nuevo Testamento, la enkrateia está completamente ausente en los Evangelios. Aparece en san Pablo con un significado deportivo: así como el atleta que quiere vencer en una competición debe comportarse como un asceta, renunciar a ciertas cosas para concentrarse en la empresa, del mismo modo tiene que comportarse el discípulo para conseguir el premio (cfr 1 Cor 9,25). La abstinencia se presenta también como ideal de vida (cfr 1 Cor 7,9). Aparece también la enkrateia en el listado de las virtudes, contrapuesta al desenfreno en la comida, la bebida y la sexualidad (cfr Gal 5,23). Finalmente, tiene el significado de paciencia, dominio de sí mismo, virtud indispensable para el pastor, llamado a gobernar la comunidad (cfr Tt 1,8; 2 Pt 1,6).

En general, sorprende la baja presencia en el Nuevo Testamento de este término tan relevante para la filosofía griega. El enfoque, en efecto, es muy diferente: el elemento central del hombre bíblico no es el dominio de sí mismo, sino la acogida de la voluntad de Dios, libremente dada. El comportamiento ético es la respuesta a este don, que precede cualquier iniciativa humana y la hace posible[5].

Los múltiples significados del término

Es además interesante el abanico de significados contenidos en el término «templanza», el que ofrece un espectro bastante rico de posibles aplicaciones a la vida cotidiana. «Atemperar» remite al acto de moderar, de dar el justo espacio, como el moderador de una mesa redonda que tiene la tarea de dar la palabra a cada uno de los participantes, alentando a los tímidos y frenando a los que tienden a superar los límites. De esta forma, cada uno puede dar su aporte[6].

«Templanza» remite también al tiempo, a la temperatura, al temperamento, términos empleados para indicar la medida y el estado de ánimo, indispensables para vivir bien. O incluso a la intervención adecuada que debe realizarse en un producto bruto: se atempera el vino (mezclándolo con la cantidad justa de agua para que pueda beberse), un metal (para que tenga la consistencia justa), un lápiz (para que esté afilado y pueda escribir bien). Son las condiciones para ser eficaz, equilibrado, profundo, capaz de obrar bien. Acciones que remiten a un «ascesis» – se debe quitar algo para que el producto sea eficaz, y así alcance el objetivo para el que fue hecho – y a su posible aplicación en el plano ético: la templanza requiere de un trabajo sobre sí mismo, cansador pero necesario para la correcta integración de diferentes aspectos de la personalidad, propios de un carácter estable (ēthikē), sobre todo en el campo de los afectos.

La templanza, decíamos, conlleva también la capacidad de frenarse, indispensable para la reflexión y el gobierno de sí mismo, y para no ser presa del impulso del momento.

El aporte de santo Tomás

Para Tomás, la templanza tiene la tarea de regular las pasiones ligadas al tacto – gracias al aporte de la sabiduría y al gobierno de la voluntad –, ordenándolas para el bien del hombre: la capacidad de amar, eso que llama, retomando a Agustín, ordo amoris, el amor ordenado, indispensable para la virtud y su raíz[7]. Entre las pasiones que son objeto de la templanza menciona en particular las que apuntan a la conservación del individuo (comer, beber, vestir, cuidarse, el dinero) y a las de la especie, la unión entre el hombre y la mujer, alcanzando el placer propio del bien conseguido[8].

El tratado sobre la templanza muestra una vez más la antropología unitaria de Tomás: sensibilidad e intelecto colaboran estrechamente a nivel cognitivo y práctico. El tacto, para Tomás, es indispensable para la inteligencia, más aun, es el sentido más apropiado para la actividad intelectual[9]. Por otro lado, este ejerce evidentemente una influencia relevante en el cuerpo, en su dimensión de placer y de sufrimiento. Por eso la templanza permite vivir mejor el primero y dominar el segundo, confiriendo paz al alma y dominio de sí[10].

En su tratado, Tomás retoma muchos aspectos conocidos de la reflexión de los clásicos. En primer lugar, los análisis realizados por Aristóteles en la Ética a Nicómaco acerca del valor de la sobriedad, la castidad y la continencia, decisivas para el domino de sí mismo y la libertad interior. El aquinate hará de ellas la base especulativa para hablar del amor como agapē, como donación de sí y participación del amor de Dios. Entre los autores paganos, figuran también Séneca (sobre todo el De ira y el De clementia), Cicerón y Macrobio. Estos son interrogados desde el pensamiento cristiano, en particular la Biblia – sobre todo para precisar el significado de las cuestiones individuales –, y los autores cristianos, especialmente Agustín: toda la obra del obispo de Hipona aparece continuamente citada en estas páginas.

Sin embargo, cada una de estas vetas de pensamiento son reelaboradas por Tomás de manera completamente original, ofreciendo ideas significativas, que serán retomadas por la psicología del desarrollo. Piénsese, por ejemplo, en la principal razón que se invoca para mostrar la gravedad de la incontinencia: Tomás habla de la importancia que la madre y el padre revisten, en tiempos y modos diferentes y complementarios, en el desarrollo del niño[11].

El papel del placer

A diferencia del estoicismo, de la ética puritana y del racionalismo, para Tomás el placer tiene un valor importante en la bondad del acto. Su ausencia no es considerada positiva para la moralidad de la acción; los poco afectivos, los flemáticos, los tibios, los insensibles no pueden ser considerados hombres virtuoso, porque carecen de la energía para realizar el bien, indispensable para la templanza. Esta, en efecto, no es una inclinación espontánea, sino un acto deliberado que exige el gobierno de sí mismo[12].

La importancia ética del placer está ligada al hecho de que para Tomás se trata de un bien del alma, que señala el momento en que se ha alcanzado un bien objetivo. En efecto, el placer es escurridizo, gratuito y paradojal, es una consecuencia indirecta del valor conseguido, nunca un fin en sí mismo. Su carácter irreductible a la sensibilidad queda demostrado por el hecho de que cada vez que se lo busca como fin de una acción, no se lo alcanza. Freud llegará a la misma conclusión en Más allá del principio del placer: cuando se vuelve un fin en sí, el placer muere. Una conclusión compartida por la investigación psicológica posterior[13].

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Al ser propio del alma, el placer tiene una dimensión intelectual. Por eso el placer virtuoso es superior al vicioso, porque en el vicio el bien buscado era aparente. El justo orden de las acciones presenta siempre una dimensión placentera, ya se trate de un trabajo manual, del estudio, del deporte, de una relación o de un servicio al prójimo.

Tomás distingue, además, el placer de la alegría: el primero es propio de los sentidos externos, mientras que la alegría (como la memoria y la imaginación) está ligada a los sentidos internos y a la voluntad guiada por la recta razón. Una advertencia valiosísima, capaz de dar cuenta de situaciones de la vida para nada placenteras, pero que, misteriosamente, son fuente de alegría, como en el caso de los mártires[14].

La intemperancia y sus remedios

Si la templanza es una virtud del alma, su corrupción también tiene sus raíces ahí: la fantasía es el verdadero alimento de la lujuria, que lleva a la razón a someterse a las pasiones. Tal como hemos visto en el curso del tratamiento de este vicio y a partir de los estudios sobre la dependencia sexual online, la lujuria es un trastorno de la mente, una búsqueda enferma del Absoluto. Su principal facultad es la imaginación, no la sensibilidad, que incluso opone resistencia a sus fantasías perversas. Y puesto que la imaginación es potencialmente infinita, nunca está completamente satisfecha. Así, la búsqueda viciosa del placer es al mismo tiempo la manera a través de la cual uno se castiga a sí mismo, hasta destruirse[15].

La lujuria no es el vicio más grave, pero es el que degrada más al hombre, embruteciéndolo, despojándolo de su dignidad, porque infecta su facultad más alta, la inteligencia. Al debilitar los frenos inhibidores, que son indispensables para la reflexión, la evaluación y la decisión – que exigen calma y ponderación –, la persona se vuelve esclava del capricho del momento: «En los placeres sobre los que versa la intemperancia es donde más falta la luz de la razón, de la cual se deriva el esplendor y la belleza de la virtud. De ahí que estos placeres se llamen serviles por antonomasia»[16]. Este embrutecimiento del alma ha sido expresado de forma literariamente elocuente en la novela de Óscar Wilde El retrato de Dorian Gray.

En línea con Aristóteles, Tomás observa que la intemperancia es propia de quien se ha quedado en el estado infantil, concentrado en el placer e incapaz de enfrentar la dureza de la vida. La rabia y la frustración que proviene de esta, les impide gozar de la propia vida y les abre la puerta del alma a otros vicios: ira, soberbia, gula, embriaguez, violencia sexual.

La castidad, es decir, la capacidad de vivir relaciones bajo el signo del respeto, del don de sí y de la no apropiación, corrige esta tendencia, la modera, y permite vivir un placer auténtico e integrado[17]. La castidad y la templanza son aliados poderosos para vivir la afectividad como don, y son la base de todo proyecto de vida, así como su pérdida hace extraviar el camino. No es casualidad que la crisis del celibato y la crisis del matrimonio hayan nacido al mismo tiempo, pues tienen en su raíz la misma carencia[18]. Henri Nouwen observa que el secreto de la belleza de una relación consiste precisamente en el ejercicio de la castidad como renuncia mutua a la posesión, que permite el surgimiento de un espacio común que nadie puede llenar – el espacio de la vida espiritual – y que da sentido a la relación. Como los espacios verdes de una ciudad, que ofrecen reposo y recrean al que los frecuenta: espacios «inútiles», gratuitos, pero por eso mismo esenciales para la calidad de la vida.

Cultivar la templanza

A partir de Agustín, Tomás destaca que una gran ayuda para la templanza es educar el alma en la belleza de las realidades espirituales: «Esto es lo que expresa San Agustín en VI Musicae: “Cuando la mente se eleva a las cosas espirituales y se detiene en ellas, se debilita la fuerza de la costumbre”, es decir, de la concupiscencia carnal, y “al ser reprimida, se extingue poco a poco. En efecto, si la siguiéramos, se haría más fuerte, mientras que si la frenamos, aunque no quede anulada, disminuye”»[19].

Entre las ayudas para cultivar esta belleza, sorprendentemente, Tomás nombra el juego. En efecto, en él se puede expresar la relación más alta, aquella entre Dios y el hombre, y el placer más intenso, propio de la sabiduría, capaz de llenar el corazón, un placer esencialmente gratuito. El juego es un placer que nace de la contemplación de la Sabiduría, capaz de entretener al hombre de la manera más excelsa. La templanza crece cuando cultivamos el deseo de esta belleza, puerta de entrada a la verdad de nosotros mismos, cuando nos reconocemos como parte de un diseño más grande[20].

Y así como el placer se alcanza de manera indirecta, lo mismo se puede decir para contrarrestar las tentaciones: concentrarse en aquello que da gusto al espíritu permite superarlas. Como en el relato de la toma de Jericó (cfr Jos 6,1-27), en la que el pueblo, en lugar de atacar la ciudad, es llamado a concentrarse en otras cosas, y así, en un determinado momento, de manera inesperada, los muros se derrumban solos. Este texto tiene enseñanzas profundas para la vida afectiva: no es sabio afrontar con el pecho en alto los obstáculos que se interponen en el ejercicio de la castidad. Es mucho más importante cultivar «lo que da gusto y sacia el alma», para retomar la célebre expresión de Ignacio en los Ejercicios Espirituales (n. 2). Cuando el corazón está lleno, la voluntad se fortalece y las tentaciones pierden su mordacidad[21].

El evangelista Mateo concluye el pasaje de las tentaciones de Jesús con esta frase: «Entonces el diablo lo dejó» (Mt 4,11: tote afiēsin auton): una expresión que aparece en este Evangelio solo una vez más, a propósito del bautismo de Jesús. El Bautista no quiere bautizar a Jesús, pone objeciones, pero, frente a su resolución, lo deja hacer: «Entonces le dejó» (Mt 3,15: tote afiēsin auton). Dos situaciones de resistencia a la misión que vienen de perspectivas antitéticas; pero ambas, cuando enfrentan una voluntad resuelta, consciente de la importancia de la misión recibida, ceden el paso y dejan libre curso al camino.

Una virtud devaluada

Bajo el influjo del puritanismo y de la ética victoriana, la modernidad ha deformado el significado de la templanza, reduciéndola a la regulación del comportamiento sexual mediante normas y prohibiciones, en contraposición a su contexto de referencia original. El deseo, los afectos, el bien y la felicidad son vistos incluso de manera sospechosa, como enemigos peligrosos de la virtud, entendida como mero deber. Así, la moral termina por oponerse a lo que da gusto y alegría, proponiendo un modelo de vida castigada. Nietzsche se divertirá desenmascarando está construcción, mostrando cómo el «virtuoso» en realidad es una persona ácida y resentida que mira con envidia al disoluto que rechaza las normas[22].

De aquí proviene la imparable crisis de la moral en la época moderna, que llega incluso a refutarla. No es casualidad que por esos mismos años se oponga al puritanismo el movimiento libertino, con Sade como su exponente más célebre y controvertido. Este invita a liberarse de toda norma y prohibición para dar libre curso a las fantasías más pervertidas, consideradas expresiones de una vida vivida plenamente. Una concepción muy compartida y difundida en la cultura actual, en la que los términos han acabado por invertirse: la moral se convierte en sinónimo de condena del deseo y de una vida triste y apagada; la inmoralidad, en cambio, se vuelve la expresión de la felicidad, fruto del placer desenfrenado. Si embargo, un análisis más atento muestra las desastrosas consecuencias de esta configuración de vida: «Un conocido cantante italiano proclamaba: “Quiero una vida peligrosa, quiero una vida exagerada… quiero una vida a la que le importe un bledo todo, ¡sí!”. Vivir de manera peligrosa: ya se lo repetía al inicio del siglo XX y muchos gritaban entonces que todo les importaba un bledo. Parece que la historia no terminó muy bien. En efecto, a los hombres de hoy se los sobreestimula diariamente. La publicidad y el consumo son las marcas de la sociedad industrial avanzada. Pero por eso mismo los hombres contemporáneos a menudo o a veces se sienten desilusionados, e incluso frustrados»[23].

Para Aristóteles y Tomás, las pasiones y la felicidad constituyen, por el contrario, los verdaderos pilares del edificio ético. De la misma manera que con la justicia, consideran que una virtud desprendida de las otras lleva a su total incomprensión.

«Si existe el amor, existe Dios»

La templanza es, además, la virtud que, más que cualquier otra, posibilita la experiencia de Dios. El lugar por excelencia de lo sagrado es precisamente la sexualidad: piénsese en la importancia que tiene en la Biblia y en la mística cuando se habla de la relación entre Dios y el hombre. El ser «imagen y semejanza de Dios» es el fundamento de la dignidad del hombre como persona, lo que lo pone en un plano cualitativamente diferente respecto a todo el resto de los seres. Una dignidad que solo se consigue en la relación sexual, en el ser hombre y mujer (cfr Gen 1,27).

Al mismo tiempo, su devaluación en la cultura contemporánea conlleva una grave incapacidad para hablar de la dimensión del misterio del ser humano. Como observa Christiane Singer: «La sexualidad es siempre una manifestación de lo sagrado, del ingreso del hombre y de la mujer en los ecos de la creación. Cuando una sociedad quiere separar al hombre de su trascendencia, no necesita atacar los grandes edificios de las iglesias o de las religiones, le basta degradar la relación entre el hombre y la mujer»[24].

A nivel eclesial, un signo de esta crisis puede verse en la progresiva desaparición de los símbolos nupciales de la profesión religiosa, para concentrarse sobre todo en aspectos más «funcionales», como el servicio, la investigación y el compromiso social.

Para Tomás, el amor lleva en sí el signo de lo divino de tres maneras diferentes: 1) a nivel natural, como respuesta de toda criatura a la voz del Creador, impresa con sus leyes en todas las cosas («El amor que mueve el sol y las demás estrellas», dice Dante en el Paraíso, XXXIII, 145); 2) a nivel sensible, como pasión, motor base de la acción (amor); 3) en la vida intelectual (dilectio), fruto de la valoración y la decisión. La caritas es la dilectio que tiene a Dios como objeto, y es la perfección del amor[25].

Pero aquí Tomás agrega una precisión decisiva: no se puede defender la superioridad de la dilectio sobre el amor. Este último, en efecto, al ser pasional presenta una pasividad que puede convertirse en docilidad para dejar obrar a Dios en uno mismo. De esa forma, el hombre podría participar de la vida divina de una manera superior a lo que conseguiría con la dilectio: «El hombre puede tender mejor a Dios por el amor, atraído pasivamente en cierto modo por Dios mismo, que pueda conducirle a ello la propia razón, lo cual pertenece a la naturaleza de la dilección, como queda dicho. Y por esto el amor es más divino que la dilección»[26]. En esta cuestión se muestra no solo la genialidad de Tomás, sino su gran apreciación de las pasiones humanas: el hombre experimenta a Dios sobre todo a nivel pasional, cada vez que se enamora. Esta es una experiencia que solo puede acoger y que lo transforma íntimamente, lo diviniza. Ninguna otra experiencia podría alcanzar esa cumbre.

Todo amor es religioso, porque lleva en sí la impronta del Amor, y anhela la unión (re-ligo) con lo perfecto: es tensión y nostalgia de plenitud y eternidad. Como observaba Pascal, invirtiendo la afirmación de san Juan, «si existe el amor, existe Dios».

  1. J. Pieper, La temperanza, Brescia, Morcelliana, 2001, 28 (traducción y cursivas nuestras); cfr Sum. Theol. II-II, q. 141, aa. 7-8.

  2. «La filosofía antigua propuso a la humanidad un arte de vivir. La filosofía moderna, por el contrario, emerge sobre todo como un constructo teórico compuesto de propuestas expresadas en lenguaje técnico y reservado a los especialistas» (P. Hadot, Philosophy as a Way of Life: Spiritual Exercises from Socrates to Foucault, New York, Wiley & Blackwell, 1995, 272). Cfr M. Foucault, El cuidado de sí. Historia de la sexualidad, Vol. III., Madrid, Siglo XXI, 2019. Sin embargo, como se observa en la investigación de Simone D’Agostino (Esercizi spirituali e filosofia moderna, Pisa, Ets, 2017), este tema siguió presente en la filosofía moderna, al menos hasta la mitad del siglo XVII. ­

  3. Cfr Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1147a 25 – 1152a 25. Cfr G. Cucci, «La prudencia. ¿Una virtud que ha desaparecido?», en La Civiltà Cattolica en español, 9 de julio de 2021: https://www.laciviltacattolica.es/2021/07/09/la-prudencia/

  4. «La enkrateia es la disposición insuperable de lo que ocurre según la recta razón, es decir, la virtud suprema que nos hace capaces de abstenernos de lo que parece muy difícil abstenerse» (Sexto Empírico, Contro i matematici, IX, 153. Traducido desde el italiano).

  5. Cfr W. Grundmann, «ἐγκράτεια», en G. Kittel – G. Friedrich (eds.), Grande Lessico del Nuovo Testamento, vol. III, Brescia, Paideia, 1967, 39-42; H. Goldstein, «ἐγκράτεια», en H. Balz – G. Schneider, Dizionario esegetico del Nuovo Testamento, vol. 1, ivi, 1995, 1002 s.

  6. Cfr L. Galli, Dal corpo alla persona. Il sesso come lo spiegherei ai miei figli, Cinisello Balsamo (Mi), San Paolo, 2009, 19 s.

  7. Cfr Sum. Theol. I-II, q. 55, a. 1, ad 4um; q. 62, a. 2, ad 3um.

  8. Cfr Sum. Theol. II-II, q. 141, aa. 3-4; a. 4, ad 3um.

  9. «Entre los hombres, los de mejor tacto son los de mejor entendimiento» (Sum. Theol. I, q. 76, a. 5; cfr De veritate, q. 2, a. 3, ob. 19; De anima, 2, 19).

  10. Cfr Sum. Theol. III, q. 15, a. 6; II-II, q. 141, a. 2 ad 2um; a. 3.

  11. «Para la educación del hombre se requiere no sólo el cuidado de la madre que lo alimenta, sino mucho más el del padre, que debe educarlo, defenderlo y guiarlo. Por eso es contrario a la naturaleza humana el que el hombre practique indiscriminadamente el trato carnal, siendo preciso, por el contrario, que sea marido de una determinada mujer, con la que ha de permanecer no durante un corto período de tiempo, sino por mucho, incluso durante toda la vida […]. Esta concreción de una mujer se llama matrimonio, por eso se dice que es de derecho natural […]. De aquí se deduce que, siendo la fornicación un contacto indeterminado, al no darse dentro del matrimonio, va contra el bien de la educación de la prole» (Sum. Theol. II-II, q. 154, a. 2; Summa contra Gentiles III, 122). Acerca de la importancia de los padres en la psicología de desarrollo, cfr G. Cucci, «Il padre è chiamato a svolgere un ruolo decisivo nella vita di fede», en Civ. Catt. 2009 III 118-127; Id., «Il ruolo della madre nello sviluppo del bambino», ibid, 2019 IV 334-347.

  12. «Es la propia naturaleza la que puso placer en las operaciones necesarias para la vida humana. Por ello, el orden natural exige que el hombre disfrute de estos placeres en la medida en que son necesarios para su bienestar, sea en orden a la conservación del individuo o de la especie. Por ello, si alguien rechazara el placer hasta el extremo de desechar lo necesario para la conservación de la naturaleza, pecaría por cuanto que se opondría, de algún modo, al orden natural» (Sum. Theol. II-II, q. 142, a. 1; cfr q. 153, a. 2, ad 2um).

  13. Cfr Sum. Theol. I-II, q. 2, a. 6; q. 4, a. 2. Viktor Frankl habla de «adicción al placer» y de la «caída del deseo», cuando estos se consideran el motivo exclusivo de la acción (V. Frankl, Psychotherapy and Existentialism, New York, Simon & Schuster, 1967, 5). El mismo autor muestra, en un estudio más detallado, que el que busca el placer como fin en sí mismo nunca lo encuentra (Id., The Will to Meaning, New York, Penguin Books, 1970, 31-49). Mihály Csíkszentmihályi une el placer a una experiencia de compromiso en el que no se advierte el paso del tiempo (la llamada «Teoría del Flow»: cfr M. Csíkszentmihályi, «Play and Intrinsic Rewards», in Journal of Humanistic Psychology 15 (1975/3) 41-63.

  14. Cfr Sum. Theol. I-II, q. 31, aa. 3-4; II-II, q. 141, a. 4, ad 3um; R. Cessario, Le virtù, Milano, Jaca Book, 1994, 194 s.

  15. Cfr G. Cucci, «La lussuria, una ricerca malata dell’Assoluto», en Id., Il fascino del male. I vizi capitali, Roma, AdP, 2011, 280-313; Id., Dipendenza sessuale online, Milano, Àncora – La Civiltà Cattolica, 2015; Sum. Theol. II-II, q. 142, a. 2, ad 2um; q. 156, a. 1.

  16. Sum. Theol. II-II, q. 142, a. 4; cfr qq. 148-158.

  17. Cfr ibid, II-II, q. 151, a. 2, ad 2um; Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1119b 1-15.

  18. «En el mismo período en que muchos sacerdotes y religiosos abandonan la vida célibe, vemos que muchas parejas se cuestionan el valor del compromiso mutuo […]. De hcho, el matrimonio y el celibato son dos formas de vivir en la comunidad cristiana que se apoyan mutuamente» (H. J. M. Nouwen, I clown di Dio, Brescia, Queriniana, 2002, 77 s).

  19. Sum. Theol. II-II, q. 142, a. 2.

  20. Cfr Tomás de Aquino, s., Expositio libri Boetii De ebdomadibus, I, 268a; Sum. Theol. II-II, q. 168, aa. 2-4.

  21. Para profundizar en el tema, cfr G. Cucci, Il fascino del male…, cit., 300-313; Id., «Affrontare la piaga della pornografia “online”», en Civ. Catt. 2019 III 23-34.

  22. Cfr J. Pieper, La luce delle virtù, Cinisello Balsamo (Mi), San Paolo, 1999, 33; F. Nietzsche, Más allá del bien y del mal, Madrid, Alianza, 2012, nn. 29-30.

  23. S. Natoli, Dizionario dei vizi e delle virtù, Milán, Feltrinelli, 1999, 122 s.

  24. Ch. Singer, Del buon uso delle crisi, Sotto il Monte (Bg), Servitium, 2006, 47.

  25. Cfr Sum. Theol. I-II, q. 26, aa. 1-3.

  26. Sum. Theol. I-II, q. 26, a. 3, ad 4um; cfr R. Miner, Thomas Aquinas on the Passions: A Study of Summa Theologiae, 1a2ae 22-48, Cambridge, Cambridge Uni­versity Press, 2009, 121.

Giovanni Cucci
Jesuita, se graduó en filosofía en la Universidad Católica de Milán. Tras estudiar Teología, se licenció en Psicología y se doctoró en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, materias que actualmente imparte en la misma Universidad. Es miembro del Colegio de Escritores de "La Civiltà Cattolica".

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