Espiritualidad

El camino de Ignacio de Loyola

Un retrato espiritual de «oposiciones dialécticas»

Ignacio nace en 1491. España, con una mentalidad aún caballeresca, está completando la reconquista de sus territorios y asegurando, al mismo tiempo, su unidad y el triunfo de su fe. Los reyes (y el mismo Cristóbal Colón) se consideran investidos de una misión divina. Muere en 1556, en medio del impulso de un Renacimiento que ha logrado imponer una nueva concepción del hombre y de su relación con Dios. Entre estas dos fechas se extiende la lenta evolución de una persona que descubre de manera progresiva hacia qué forma de vida es conducido «suavemente»: tiene una fuerza, venida de lo Alto, que lo hace pasar del servicio de un rey al servicio de Dios, de Jerusalén a Roma, de los intereses particulares a las tareas universales. Ignacio mismo revela el secreto de esta fuerza interior: el nombre de «Jesús, Salvador de los hombres», expresado con las tres letras IHS.

La personalidad de Ignacio está hecha de contrastes cuya unidad se realiza gracias al equilibrio de la acción. Rigor de la razón y gusto por las «cosas grandes»; firmeza y ternura; «tan fijo y constante como un clavo muy bien clavado» y extrema flexibilidad frente a las situaciones y a las personas; mirada siempre dirigida hacia lo más universal y pasión casi escrupulosa por el detalle aparentemente ínfimo. El teólogo jesuita Hugo Rahner afirmó que «no podemos hablar nunca correctamente de Ignacio como no sea por oposiciones dialécticas»[1].

Confianza en el tiempo presente

No obstante, parecen imponerse algunos rasgos más importantes que marcan la unidad de la vida de Ignacio. Estos contienen un mensaje para cuya comprensión nuestro tiempo posee una especial capacidad.

Desde de su conversión, durante los largos meses de convalecencia[2] en la casa paterna de Loyola, Ignacio descubre «la diversidad de los espíritus que se agitaban» en él. Ignacio busca el sentido de ese descubrimiento y extrae tres conclusiones para la reforma de su vida y, sobre todo, para el compromiso definitivo al solo servicio de Dios. Después aprende progresivamente no solo a practicar las virtudes, sino, también, la «discreción para reglar y medir» tales virtudes.

Considerando los acontecimientos, las situaciones y las personas, Ignacio se vuelve cada vez más sensible a las «circunstancias», es decir, a todo aquello que explica el nacimiento de las libertades, sus evoluciones, sus conflictos. Y, al mismo tiempo, en la reacción de su ser percibe la fidelidad a la que está llamado. La mirada de Ignacio interioriza continuamente el acontecimiento que está viviendo: ¿de qué manera, bajo qué «espíritu», con qué alternancia se han dado los hechos?

Cuando en 1539 quiere dar un título al documento que da cuenta de la búsqueda común de la que había salido la decisión del primer grupo de compañeros reunidos en torno a él de hacer el voto de obediencia y de sellar así el nacimiento de una nueva orden religiosa, Ignacio utiliza una palabra que le es habitual: «el modo de ordenarse la Compañía». Lo importante no es que la compañía esté fundada, sino que lo haya sido de manera tal que él pueda estar seguro de que es un fruto auténtico del Espíritu. Se trata, por decirlo así, de una segunda lectura del acontecimiento, a fin de reconocer su estabilidad y poder confiar ahora en todas sus consecuencias.

La importancia del «modo» es evidente sobre todo en los fragmentos de su Diario que han llegado hasta nosotros. Ignacio nunca buscó escribir un «diario espiritual», pero sí quiso apuntar cada día y casi cada hora las «mociones» que lo agitaban, en un sentido o en otro, hasta descubrir con certeza cómo lo conducía Dios. Él busca ininterrumpidamente reconocer la «moción», hasta la más ínfima y poco visible que prepara la más clara o más compleja.

Tal fineza de análisis implica, sin duda, un límite, e Ignacio se deja arrastrar, a veces, a una búsqueda que parece obsesiva. También este es un rasgo de su temperamento, llevado hacia la interioridad de cada cosa, y hacia el silencio, más que hacia la expresión. Pero este es el secreto de su fuerza: allí donde se ha reconocido la acción del Espíritu, la acción humana puede desarrollarse con seguridad y, según una fórmula que el santo usa a menudo, él «no tendría ánimo de dudar de esto».

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Para facilitar decisiones claras y estables, acogiendo la gracia de Dios que trabaja en el corazón del hombre, Ignacio propone sus Ejercicios. La palabra no es suya: la toma en préstamo de una tradición espiritual que se remonta a los orígenes del monacato, a los padres del desierto y a la cultura griega; pero la pedagogía que da valor al ejercicio es completamente suya.

El ejercicio, claramente libre en el curso de la jornada, determina un comienzo y un fin; hace aparecer, de forma gradual y creciente, el modo en que la conciencia se ve movida, agitada, orientada; crea el tiempo interior, generador de mociones, de ciclos, de alternancias. Sin duda, el tiempo exterior, que apoya el ejercicio, sigue existiendo, pero abre al tiempo de la conciencia, que, a través de una progresiva interiorización, permite hacer que lo que antes eran tinieblas accedan a la luz, formular lo no dicho, acoger fuerzas desconocidas que construyen un ser nuevo.

Para el ejercicio, los tiempos interiores aparecen en su sucesión, en su insistencia, en su alternancia. Cada momento está situado en una historia, una historia hecha de «pasos» de una situación espiritual a otra, de una «consolación» a una «desolación» o, por el contrario, de una certeza que nace, se desvanece y renace, a una certeza que, al final, se impone y se abre a una decisión completamente afirmada «en Dios».

El ejercicio hace entrar en una plenitud de vida porque, con la experiencia acogida y reconocida de estos movimientos interiores y de su alternancia, todo se unifica y se torna en fuerza. Así, Ignacio se acerca mucho al movimiento que atraviesa su tiempo. El Renacimiento ha llevado a cabo una revolución al introducir el tiempo en el seno mismo de la vida doméstica y al multiplicar los medios técnicos para medirlo, poniéndolo al servicio de los navegantes por medio de aparatos que los hacían más independientes de los astros. Ignacio aplica esta revolución a la escucha de Dios por parte del hombre. En efecto, su referencia no es la sucesión monástica de las horas canónicas, que marcaban el ritmo de la naturaleza y del cosmos, sino la sucesión de momentos interiores en la historia de una conciencia. El camino del ejercicio, lejos de apartar de la existencia concreta e inmediata, supone, por el contrario, que se entra en ella por completo, con una confianza ardiente en el tiempo presente que hay que recibir y vivir.

Esta confianza en el tiempo presente es una de las fuerzas más manifiestas del temperamento de Ignacio. Él «mira» el mundo y a los hombres con atención, habitualmente en silencio, sin juzgar, sino procurando ir más allá de lo que se dice y de lo que parece. Mirar es la palabra que Ignacio utiliza con preferencia. Mirar el presente y, en el presente, percibir el futuro posible: mirar, pero con el matiz que propone la etimología de la palabra y que llena la mirada de una «admiración» contenida. Mirar es para él percibir lo que se presenta, pero es también reflexionar, valorar, dejarse interrogar; y es, más aún, orar. La palabra aparece sobre todo cuando se trata de prepararse a una decisión, de valorar los pros y los contras, de discernir los tiempos y los «pasos» que acabamos de recordar. Mirar lo real sin miedo, pero también sin ilusionarse: mirarlo como lo mira Dios, pero también, y al mismo tiempo, como lo miran los hombres.

Por eso Ignacio está totalmente abierto a la vida y a las adaptaciones que esta impone. En las Constituciones de la Compañía de Jesús (Const.) él repite continuamente que es más «conveniente», más «útil», más «expediente» hacer una cosa, a menos que las circunstancias lleven a preferir otra: la decisión permanece abierta para acoger toda urgencia y toda nueva llamada, a condición de que el corazón esté libre de todo «desorden», de todo apego o pasión que no tenga como regla y como medida el amor exclusivo de Dios.

En Ignacio, esta plena apertura a la vida está marcada por una experiencia que le da una profundidad extraordinaria: la experiencia de la muerte. En Loyola, mientras los médicos y cirujanos curaban sus heridas, Ignacio, como confiaría más tarde, se encontró muy cerca del momento en que «se podía contar por muerto». Él relata también cómo varias veces, durante una tempestad o en el curso «de una muy recia enfermedad», estuvo a punto de morir. «En este tiempo, pensando en la muerte, tenía tanta alegría y tanta consolación espiritual en haber de morir, que se derretía todo en lágrimas; y esto vino a ser tan continuo, que muchas veces dejaba de pensar en la muerte, por no tener tanto de aquella consolación» (Autobiografía [A], n. 33).

La muerte no es una experiencia de ruptura o una sombra arrojada sobre la existencia cotidiana, sino una luz que esclarece el momento presente y contribuye a conferirle una especie de absoluto. «Mirando y considerando cómo me hallaré el día del juicio, pensar cómo entonces querría haber deliberado acerca la cosa presente; y la regla que entonces querría haber tenido» (Ejercicios Espirituales [EE], n. 187). Examinemos bien cada una de estas palabras: «cómo querría haber deliberado», «regla que entonces querría haber tenido». En este nivel de la verdad, la muerte es compañera de la vida como ordenadora de las elecciones humanas que hay que hacer o confirmar.

No extraña, pues, que, en la mirada que Ignacio dirige a los acontecimientos y a las personas, haya un acogimiento y, al mismo tiempo, una distancia; una comunión y, al mismo tiempo, un alejamiento. Él está presente, pero, al mismo tiempo, está lejos. Cuando habla no es seguro que haya dicho todo y ni siquiera que haya dicho lo esencial. A veces busca la palabra que ha de escribir; la encuentra, pero enseguida la borra. Sabe que es escuchado, pero en lo que dice está siempre lo no dicho, que hará nacer otro discurso, y que, en ese mismo momento, suscita ya en aquellos que lo escuchan la sensación de que «el Padre» está fuera del su alcance.

Así pues, la experiencia de la muerte es continua. No la muerte física, o, más bien, esta muerte física, sino en cuanto está presente en su signo permanente, que es la mortificación: rechazo de todo aquello que, en el orden, aún es desorden; dominio de todos los sentidos; ofrecimiento constantemente renovado para el «más» que asegura la permanencia del impulso hacia lo mejor. Ignacio vive de esta «continua mortificación» que se debe practicar «en todas cosas possibles», «apartando quanto es posible de sí el amor de todas las criaturas, por ponerle en el Criador dellas, a Él en todas amando y a todas en él conforme a la su santíssima y divina voluntad» (Const. 288). Es este gesto de «apartamiento» el que da a Ignacio su verdadera fisonomía: el amor a Dios no disminuye el amor a las cosas creadas, sino que lo purifica de toda complacencia humana; la muerte hace que la vida aparezca continuamente, en cada decisión, en cada donación de sí, en cada palabra como en cada silencio.

La unidad

Dios y las criaturas: ¿quedará así dividido el corazón entre dos llamamientos, entre dos amores? La respuesta de Ignacio es fulgurante: Dios solo, pero todas las cosas en Dios. El amor a Dios no admite compromiso alguno, pero no deroga «las otras cosas sobre el haz de la tierra»: las integra en el movimiento de amor que proviene de Dios y que retorna a Dios. Esta es la actitud —escribe Ignacio— de «aquellos que divididos no están» y «que tienen fijos los dos ojos en lo celestial», al mismo tiempo que están comprometidos en las obras humanas que requieren el empeño de todas sus fuerzas.

«Cosa debida es al último fin nuestro, y en sí suma e infinita bondad, que sea en todas las otras cosas amado, y que a Él solo vaya todo el peso del amor nuestro»[3]. El mensaje esencial que Ignacio dirige a nuestro tiempo se encuentra, tal vez, en la unión entre «criaturas» y «Él solo». «Las criaturas» son todo el universo creado, en su complejidad y en la fuerza de su seducción; pero «Él solo» es un absoluto que «no quiere le dejemos de dar parte de nosotros».

Sabemos que este es el camino que siguió Ignacio a lo largo de su vida. El P. Jerónimo Nadal, estrecho colaborador y compañero del santo, nos ha dado testimonio de ello con una fórmula que, si bien no es de Ignacio, expresa de forma decidida su ideal: «Como contemplativo en la misma acción [in actione contemplativus], sentía y contemplaba en todas las cosas, acciones y conversaciones la presencia de Dios y el afecto por las cosas espirituales (algo que él solía explicar diciendo que hay que encontrar a Dios en todas las cosas)»[4]. Pero, evidentemente, esta vida espiritual era la expresión de un temperamento. Ignacio, que tenía inclinación a los extremos, no podía amar a Dios sino de forma absoluta, pero se sentía impulsado hacia las «grandes cosas», hacia la «conversación» con las personas, hacia las relaciones con los demás (acción que él llama «tratar»). Él se vio confirmado en este camino por la experiencia que hizo en Manresa, cuando, después de muchos meses de oración y sufrimiento, todavía buscaba su propio camino interior. Leemos en su Autobiografía, dictada a Luís Gonçalves da Câmara[5]: «Y yendo así en sus devociones, se sentó un poco con la cara hacia el río, el cual iba hondo. Y estando allí sentado se le empezaron abrir los ojos del entendimiento; y no que viese alguna visión, sino entendiendo y conociendo muchas cosas, tanto de cosas espirituales, como de cosas de la fe y de letras; y esto con una ilustración tan grande, que le parecían todas las cosas nuevas» (A 30). Una nota al margen, agregada más tarde por el P. Luís Gonçalves, precisa que «le parescía como si fuese otro hombre y tuviese otro intelecto, que tenía antes».

La luz que entonces le abre los ojos produce diversos efectos, sobre los cuales regresan significativamente tanto el testimonio de Ignacio como el de sus familiares. Ante todo, esa luz le permite unificar sus experiencias anteriores. Tiene «mucha voluntad de ir adelante en el servicio de Dios», pero esa voluntad no es ciega: Ignacio abandona los «extremos» en que caía antes; en lugar de espantarse por las «variedades» a través de las cuales debía pasar, las convierte en un camino de apertura al Espíritu que actúa en él. Toda la variedad de eventos pasados se ve transportada en un nuevo aliento. Esta iluminación transforma a un hombre apasionado de Dios, pero violento y disperso, en un servidor «modesto y humilde». Nadal, que está muy cerca de él, dice: «A partir de entonces comenzó a brillar en su rostro no sé qué vivacidad y qué luz. A partir de entonces adquirió una notable experiencia en las cosas espirituales y en el discernimiento de los espíritus, una familiaridad habitual con Dios, con Cristo, con la Virgen María y con los santos».

Nadal expresa de forma aún más insistente un segundo efecto de la gracia recibida ese día: «A esta luz comprendió y contempló los misterios de la fe y las cosas espirituales, como también las relacionadas con las ciencias, y la verdad de cada cosa le parecía presentada como nueva y de clara comprensión». La luz recibida se extiende a todo el saber humano en una visión que Nadal define con un término extraño pero sugerente: «como si hubiese recibido todo del Señor en una suerte de espíritu arquitectónico de sabiduría». Esta visión que construye y organiza el mundo a partir de las causas es similar al que Ignacio coloca como «Principio y fundamento» de los Ejercicios: conocimiento de las cosas en su fuente, en su origen, en su valor exacto, con una fe que reconoce en cada realidad humana el orden divino.

Por último, a partir de aquí Ignacio comienza resueltamente «a comunicar al prójimo las cosas del Señor […] como las recibía de Dios». Y esto no por una decisión más o menos brusca, sino «encontrando por experiencia que, cuando comunicaba al prójimo las cosas que Dios le regalaba, estas no disminuían en él, sino que crecían aún más». Es un descubrimiento fundamental. La vocación «apostólica» de Ignacio se le impone con la fuerza misma de un impulso interior que tiene en sí su propia prueba: comunicar al prójimo «las cosas de Dios» es abrirse aún más a Dios mismo.

Ignacio ya ha encontrado lo que él es. Es un hombre de acción cuyo fuerte dinamismo está sólidamente unificado por el hecho de que el amor y las obras son un todo unitario: el amor se manifiesta a través de las obras, y las obras suscitan sin cesar una purificación que acrecienta el amor. Nadal habla a este respecto de un «círculo» entre la acción y la oración. Ignacio lo expresa de manera más simple utilizando una hermosa palabra hoy desvalorizada, pero a la cual podemos restituir su valor: servía al Señor «siempre creciendo en devoción» o, como él mismo explica, en la «facilidad de encontrar a Dios». La acción humana no es ya un obstáculo, sino que se ha convertido en medio para progresar en la fidelidad al Espíritu de Dios, que en cada momento conduce a la elección precisa, que, inseparablemente, es la elección de actuar según Dios y tiene en cuenta toda la situación humana.

Primero hemos procurado distinguir en la mirada de Ignacio un acogimiento, una distancia, una comunión, un desapego. Ahora debemos agregar que este es el fruto de una doble profundidad. Cada «cosa creada» es captada al mismo tiempo en sí misma y en su causa, en su plena verdad inmediata y en la fuerza divina que le confiere el ser. Después de la iluminación de Manresa y de la toma de conciencia que esta ha provocado en él, Ignacio aprehende con una sola mirada al Dios que es la fuente de todo bien y el mundo que sale de sus manos creadoras. Con los años, progresa en esta visión unificadora, contemplando cómo «todo nuestro bien eterno sea en todas cosas criadas». La misma experiencia de fe le hace amar a Dios de forma radical y única, y, al mismo tiempo, es decir, con el mismo amor, amar al mundo en el que está presente y actúa la gloria de Dios.

De la gracia recibida por Ignacio de «hallar a Dios en todas las cosas», Nadal dice: «Sentíamos difundirse hasta nosotros no sé qué flujo de esta gracia». Es verdad que la Compañía fundada por Ignacio contiene en su estructura fundamental el signo de esta gracia; la obra a realizar en ella al servicio de los hombres se ve directamente como el fin que se nos propone, y es esta misma obra la que asegura la «gloria de Dios». Pero, en una perspectiva mucho más amplia, Ignacio ha abierto un camino espiritual en el cual puede comprometerse no solo todo cristiano, sino toda persona que tenga en sí el deseo de dar un sentido al mundo en el que vive, sin correr el riesgo de arrebatarle su verdad.

La Iglesia, lo universal

El mismo P. Nadal agrega que Ignacio recibió en Manresa «un gran conocimiento y sentimientos muy vivos de los misterios divinos y de la Iglesia».

Hugo Rahner ha puesto el acento en la transfiguración obrada por Ignacio en su comportamiento: «Así pues, Ignacio, de hombre puramente interior llega a ser un hombre apostólico. […] La imitación de Jesús […] se transforma en un “seguimiento” de Cristo presente en la Iglesia militante. El reino de Cristo es la Iglesia, en la cual se reúnen todos los demás misterios»[6]. Cristo se convierte para él en «el Rey vivo y activo que no ha completado aún la misión que le fue confiada por el Padre de conquistar el mundo entero».

Pero, incluso teniendo en ese tiempo una mejor comprensión del misterio de la Iglesia, no es que Ignacio haya descubierto la realidad de la Iglesia. Él la conoce, por así decirlo, desde siempre. Por su nacimiento, por su educación, por las convicciones que se expresan en su ambiente social y político, Ignacio pertenece a la Iglesia católica y romana institucionalmente establecida. Él no pone en discusión el carácter jerárquico, con la obediencia que de allí deriva, ni el poder temporal que ella ejerce frente a los reyes y príncipes, a menudo en competencia con ellos. Puede afirmar, sin contradecirse, que toda elección de vida o de estado se sitúa «dentro de los límites de la Iglesia», aprobados por ella.

¿Por qué razón, con ocasión de los votos de Montmartre de 1534, Ignacio y sus compañeros resuelven remitirse al Papa para decidir su misión apostólica en el caso de que los acontecimientos les impidan realizar sus propios proyectos? No hay documento alguno que informe con precisión acerca de las razones de esta apelación a la autoridad del Papa, tanto más sorprendente en aquellos años, cuando el papado, comprometido en numerosas intrigas y escándalos y todavía debilitado por el reciente saco de Roma, no gozaba de gran crédito. Pero sabemos que, en 1538, cuando Ignacio y sus compañeros, para cumplir los votos pronunciados en Montmartre, hacen efectiva al Papa la «oblación» de sí mismos, indican claramente el motivo que los anima: el Papa es «el Señor de toda la mies de Cristo», que tiene «mayor conocimiento de lo que conviene al universo cristiano».

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El «universo»: esta es la palabra decisiva. Ignacio llega en su fe al proyecto de Dios, que quiere «salvar el género humano». La Iglesia es para él el lugar espiritual en el que se realiza progresivamente el reino universal de Jesucristo, y solo ella puede definir y garantizar una misión que escape a los intereses particulares. El encuentro mismo de sus «compañeros» es un signo vivo que expresa y confirma el deseo de Ignacio de ir «a todos los países del mundo». Los compañeros forman un grupo internacional según sus orígenes y culturas: aunque los españoles son los más numerosos —y lo seguirán siendo por mucho tiempo—, prevalece una voluntad de acuerdo en la diferencia y de apertura más allá de toda frontera, como signo del Espíritu que los conduce. Si ellos precisan gradualmente su voluntad de hacer un voto que los vincule al Papa es, ante todo, para ser fieles a este deseo universal que, a través de cada tarea particular, mantiene viva y operativa en ellos la pasión común por el reino universal de Dios, que se realiza en los reinos humanos.

En esta visión permanente de lo universal, que los nuevos mundos ofrecidos a los exploradores amplían año tras año, Ignacio se encuentra totalmente a gusto. Su antiguo sueño de «peregrino» a Jerusalén, pero también a todos los caminos de Europa, se realiza a través de la obra que está impulsado a realizar.

Con su voluntad de conservarle firmemente este carácter universal a la Compañía que él funda y dirige, Ignacio afirma la originalidad del servicio que quiere prestar a la Iglesia. Ninguna tarea queda excluida, como no sea la que limitaría el esfuerzo, reduciendo su alcance a intereses locales o particulares. Pero él se abre cada vez más a la tarea privilegiada que es la formación humana, espiritual y doctrinal de aquellos que después deberán trabajar por la reforma de la Iglesia.

La «iluminación» de Manresa sigue esclareciendo aquí su camino. La «fe y las letras» se acogen así con una sola mirada y, en las orientaciones que da a su naciente orden, se preserva más que nunca su unidad: predicación de la palabra de Dios, enseñanza teológica, pero también integración de las disciplinas que constituían la base de una cultura humana sana en aquel tiempo. Cuando, poco antes de su muerte y después de años de continuas peticiones, obtiene que el Colegio Romano por él fundado pueda otorgar los títulos académicos de Filosofía y de Teología y que, por tanto, se lo asimile a las universidades, o cuando sostiene el proyecto de crear en este Colegio Romano una imprenta, Ignacio no ha abandonado para nada su amor por el reino de Dios, sino que siempre tiene presente el mundo de los hombres: ningún valor del espíritu le puede ser ajeno.

El cambio más radical realizado por Ignacio

La Compañía de Jesús nace en un período en el que se afirman fuertes corrientes de reforma interna de la Iglesia, que se concretizan con la creación de nuevas órdenes religiosas en torno a hombres que se imponen por su autoridad moral y por su capacidad realizadora. Cayetano de Thiene y Gian Pietro Carafa fundan los teatinos, Mateo de Bascio, los capuchinos, Antonio María Zaccaria los barnabitas, Jerónimo Emiliani los somascos, Felipe Neri el Oratorio. Todos están animados por el mismo deseo de reformar una Iglesia cuya decadencia es analizada fuertemente en sus causas por Carafa en su Memoria sobre el estado religioso de Venecia, de 1532. Todos ellos desean la reforma de la Iglesia a partir de la conversión personal, la restauración de los institutos religiosos en decadencia, el servicio a los pobres y enfermos, la fidelidad a la predicación y la renovación de la vida sacramental. Estas iniciativas surgen independientemente del impulso producido por la crisis protestante y sin relación con ella.

La Compañía de Jesús se inserta vitalmente en esta corriente, que conduce a la creación de asociaciones de clérigos regulares o de sacerdotes reformados. Es el fruto de su tiempo y participa, al mismo tiempo, del esfuerzo de renovación espiritual de la Iglesia.

Pero Ignacio realiza un cambio más radical que los fundadores de estos nuevos institutos no se atrevieron a dar. Introduce para sus religiosos una forma de vida que rompe con una tradición secular, eliminando toda observancia de origen monástico: residencia estable en torno a un «abad», vida comunitaria marcada por el oficio coral, penitencias de regla, hábito particular. La Compañía, cuyas bases institucionales sienta firmemente Ignacio en 1539, es una orden de sacerdotes, no de monjes ni de frailes; su «parroquia» es el mundo, como dirá más tarde el P. Nadal; la forma exterior de vida no se distingue de la de los demás sacerdotes; la elección de las actividades al servicio del prójimo está determinada por los diversos criterios de universalidad y de urgencia ampliamente expuestos en las Constituciones.

Este ideal de una consagración religiosa fuera de toda forma monástica crea asombro y oposición, que, por lo demás, todavía se manifiesta después de Ignacio y de la cual se encuentran rastros también en nuestro tiempo. Pero Ignacio no dio nunca un paso atrás en este punto que, según su forma de ver, no podía tocarse sin que la Compañía se destruyera, y pudo comprender cuán fecunda había resultado su intuición fundadora. La Compañía, instituida para la «propagación de la fe», amplía espontáneamente su acción frente al avance de las ideas luteranas en «defensa de la fe». La urgencia de las tareas de formación y de educación suscita la creación de colegios, cuya idea no estaba prevista. Las expediciones de los exploradores y navegantes abren campos desconocidos hacia los cuales parten aquellos que están ansiosos de llevar la fe hasta los confines del mundo. Junto a las formas monásticas de la «obra de Dios» adquiere su lugar una forma «misionera» que se afirma en la Iglesia como un medio para abrirse plenamente al mundo en el mismo movimiento con el que se busca consagrarse solo a Dios.

Una comunidad de compañeros

Por último, en la vida de Ignacio se percibe de manera continua una presencia que, sin confundirse con la suya, lo acompaña estrechamente y lo ayuda a afirmarse en su obra: «compañeros» íntimamente asociados a su emprendimiento. Decían los primeros compañeros de Ignacio: «Todos teníamos una misma mente y voluntad común, a saber, buscar la voluntad de Dios que fuera perfectamente de su agrado, conforme al objeto de nuestra vocación […] No deberíamos romper la unión y congregación hecha por Dios, sino más bien confirmarla y asegurarla cada día más, agrupándonos en un solo cuerpo»[7]. Sin ellos y sin el vínculo que los une en la experiencia común de Dios para la misión universal, Ignacio no habría realizado su proyecto.

Parece indiscutible que es Ignacio el que «engendra» a sus compañeros en la vida del Espíritu. «Padre mío único en las entrañas de Cristo», le escribirá Francisco Javier. «Hemos llegado a tener un solo deseo y una sola voluntad», confía Pedro Fabro en su Memorial para recordar su relación con el santo desde los tiempos de París. Pero Ignacio respeta, a su vez, la originalidad de cada uno: para cada uno de «los que han firmado» tiene una atención que es una verdadera obediencia al Espíritu Santo. Más allá del grupo de los «fundadores», todos sus compañeros se convierten para él en «amigos en el Señor», de los que él quiere fiarse con plena confianza. Esta es una característica esencial, hasta tal punto que, en todas las cosas, también en la redacción de las Constituciones de la Compañía, Ignacio deja a los otros la tarea de llevar a término la iniciativa que ha tomado.

También esta incompletitud es una de las características de Ignacio. La obra que él realiza le parece siempre incompleta, y desea que siga siendo tal, para evitar que, completada, interrumpa el movimiento que le ha dado origen. Hay un poco de ironía, pero también mucha verdad, en estas palabras que, según sus primeros biógrafos, Ignacio repetía a menudo: «Los que deben venir después de los primeros compañeros serán mejores y harán más. En cuanto a nosotros, hemos hecho lo que hemos podido».

  1. H. Rahner, «Die Grabschrift des Loyola», en Stimmen der Zeit 72 (1947), p. 335. Cf. íd., Come sono nati gli Esercizi. Il cammino spirituale di sant’Ignazio di Loyola, Roma, AdP, 2004 (original: Ignatius von Loyola und das geschichtliche Werden seiner Frömmigkeit, Graz, Pustet, 1949).

  2. Ignacio había resultado herido por una bala de bombarda en la batalla de Pamplona, en 1521, entre el ejército español y el del Reino de Navarra, apoyado por Francia.

  3. Ignacio de Loyola, Carta a Manuel Sanches, obispo de Targa, Roma, 18 de mayo de 1547 (Epp. 1, 513-515), en íd., Obras. Edición manual, Madrid, BAC, 1997, pp. 806-807, especialmente p. 807.

  4. H. Nadal, «In Examen annotationes», en íd. Commentarii de Instituto, Roma, MHSI, 1962, p. 162.

  5. Luís Gonçalves da Câmara (1519-1575) fue el jesuita que Ignacio eligió para dictar su Autobiografía por sus dotes de precisión y memoria.

  6. H. Rahner, Come sono nati gli Esercizi…, op. cit., p. 81s.

  7. Deliberatio primorum patrum, nn. 1 y 3, en Monumenta Ignatiana ex autographis vel ex antiquioribus exemplis collecta, series tertia, v. 1, Roma, Typis Pontificiae Universitatis Gregorianae, 1934, pp. 1-17; esta cita en pp. 2-3.

Maurice Giuliani
Fundador de la revista Christus, Maurice Giuliani fue un estudioso de la obra y la vida de San Ignacio. Entre sus libros destacan Acoger el tiempo que viene. Estudios sobre Ignacio de Loyola (Mensajero – Sal Terrae, 2006) y La experiencia de los Ejercicios Espirituales en la vida (Mensajero – Sal Terrae, 1997)

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