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¿Sigue Stalin vivo en Rusia?

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¿Está el servicio secreto ruso orgulloso de la checa?

El 25 de febrero de 1956, en una reunión a puertas cerradas del XX Congreso del Partido Comunista de la URSS, después de muchas vacilaciones y discusiones con el jefe del partido, Nikita Jrushchov pronunció su famoso discurso «sobre el culto a la personalidad de Stalin y sus consecuencias», iniciando así el proceso de desestalinización de la sociedad soviética. Este hecho representa uno de los éxitos políticos más grandes del siglo XX si se piensa en los excesos de violencia, en la total falta de derechos y en la inseguridad que reinaron bajo Stalin. El discurso debía permanecer secreto y dirigirse solo a los miembros del Partido Comunista, y se hizo público por la puerta de atrás.

Más de sesenta años después, el 19 de diciembre de 2017, también Aleksandr Bórtnikov, director del Servicio Federal de Seguridad la Federación Rusa (FSB, los servicios secretos rusos), pronunció un discurso. No era secreto; más aún, se quiso que lo leyera el mayor número de personas posible. Se trataba de una entrevista que concedió al jefe de redacción del periódico oficial del Gobierno ruso Rossiyskaya Gazeta. La ocasión era el centenario del Servicio Federal de Seguridad de la Federación Rusa, fundado, con el nombre de «checa», el 20 de diciembre de 1917, menos de dos meses después del ascenso al poder de los bolcheviques. Del mismo modo que el discurso de Jrushchov fue un shock para la sociedad de la época, así lo es hoy el discurso del director del FSB, por lo menos para quienes en Rusia han oído hablar de él o lo han leído.

Fue la primera vez desde el XX Congreso que un importante representante del Gobierno procuró no solo justificar la represión, sino, en cierto sentido, presentarla como algo positivo. Tal cosa no había sucedido nunca desde los tiempos del discurso de Jrushchov. Con Brézhnev, los gobernantes habían guardado un silencio total en relación con la represión y, en general, con la personalidad del mismo Stalin. Habían borrado la gesta del dictador de todos los libros de historia para no tener que criticarlo. Pero ahora, en la nueva Rusia —que, desde 1991, ha elegido el camino de la democracia, como parecía entonces, y que, después de la tentativa de golpe de Estado de agosto de 1991, ha destruido el monumento a Félix Dzerzhinski, fundador de la checa—, se hace posible que el asesinato de millones de ciudadanos inocentes de ese país cometido por el régimen comunista con la ayuda de su Servicio Secreto sea presentado como algo positivo o, por lo menos, necesario «en las circunstancias particulares de la época».

Como escribe Aleksandr Golts en su artículo «Los herederos de la checa», mientras Putin condena toda revolución, Bórtnikov entona un himno a todo aquello que hizo el órgano de la represión bolchevique por la defensa de la «joven república soviética». Según el director del FSB a propósito de las represiones y los homicidios causados directamente por la checa en los primeros años del régimen bolchevique, en las «circunstancias del comienzo de la guerra civil y de la intervención, de la caída de la economía, del crecimiento de la criminalidad y del terrorismo […] y del refuerzo del separatismo», no habría podido ser de otro modo.

Según Bórtnikov, tampoco las represiones del período de Stalin carecieron de motivos. Y si a veces se llegó a exageraciones, estas terminaron cuando Lavrenti Beria asumió la conducción de los servicios secretos. Por lo que respecta a las purgas llevadas a cabo para eliminar a gran parte de los oficiales del Ejército Rojo —purgas que se realizaron en su mayoría bajo la conducción de Beria—, Bórtnikov las ignora.

Según Golts, lo peor de esta entrevista no es el hecho de que Bórtnikov repita las mismas explicaciones utilizadas por los criminales de la era soviética, sino que el director del FSB, organismo que debería tener la responsabilidad de defender el derecho, procure justificar las perversiones de la justicia y los crímenes como «necesidad histórica». Es bastante sorprendente que en la organización nacida como checa y que hoy se llama FSB el respeto por la ley y el derecho no sea una prioridad. Bórtnikov elogia las medidas del FSB actual, no solo las dirigidas contra el terror y el crimen, sino también las que han llevado a la clausura de más de 120 organizaciones internacionales y no gubernamentales que, según afirma, eran instrumento de los servicios secretos extranjeros.

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No se puede excluir que esta entrevista haya sido pensada con un carácter programático y que, por la razón de Estado, lo que sucedió en la historia pueda repetirse en la crítica situación internacional actual. No obstante, es interesante que en los medios extranjeros solo se haya puesto énfasis en lo que Bórtnikov dijo sobre la lucha contra el terrorismo islamista[1].

La entrevista concedida por el director del FSB ha demostrado que todavía es demasiado pronto para los historiadores la cuestión del terror de Estado contra los propios ciudadanos. Esta organización, que actualmente no solo representa el centro del sistema de seguridad ruso, sino que constituye también el núcleo del sistema político —y hoy, cada vez más, también del sistema económico—, se considera heredera de la checa, creada hace cien años para proteger el régimen bolchevique.

La respuesta a esta entrevista no se ha hecho esperar mucho tiempo. Pero, lamentablemente, provino casi exclusivamente de los círculos de intelectuales, y no de la población. Más de 80 miembros de la Organización «La palabra libre», como también los miembros de la Academia de las Ciencias de Rusia[2] han escrito una carta abierta en la que afirman que «esta entrevista, en la que se justifica o adula el terror contra el propio pueblo, no es solo la opinión privada de un hombre, sino un paso importante en la rehabilitación de la actividad de la checa y una tentativa de aprobar también oficialmente la restalinización que ya se está dando en la sociedad». Las actividades del terror de Estado que causaron la muerte de millones de víctimas inocentes son inaceptables. Hasta ahora las consecuencias de esas represiones no han sido investigadas, y todavía se está a la espera de que sean juzgadas ante la ley.

Las declaraciones del director del FSB van de la mano con la fuerte presión ejercida sobre aquellos que custodian la memoria histórica del tiempo de las represiones y de sus víctimas a través de organizaciones como Memorial o Perm-36. Yuri Dmitriev, historiador de Petrozavodsk (capital de la República de Carelia, en la frontera con Finlandia), se encuentra desde hace un año en detención cautelar. Otro caso similar es la tentativa de encontrar contenidos extremistas en el libro de Yuri Brodsky sobre los gulags de las islas Solovkí. «Bórtnikov define el terror de Estado como una exageración: esto es un desprecio hacia la memoria de todas las víctimas de las represiones. A todos aquellos que no quieren que esto suceda de nuevo los invitamos a unirse a la protesta. Esto no deberá repetirse nunca más».

Stalin y el Estado «siempre» autoritario

El proceso de restalinización comenzó en los años noventa. En ese tiempo parecía un fenómeno folclórico, con mujeres y hombres mayores vistiendo camisetas con imágenes de Stalin en las manifestaciones del Partido Comunista. No obstante, en ese período Stalin solo era celebrado como el líder de la Unión Soviética que resultó vencedor en la Segunda Guerra Mundial, pero nunca como el verdugo de los años treinta. El honor para Stalin como vencedor de la Gran Guerra Patriótica es un fenómeno relativamente nuevo, que contradice el modo en que se consideraban la Segunda Guerra Mundial y la Gran Guerra Patriótica durante el período de la desestalinización que comenzó con Jrushchov. Hasta la muerte de Stalin no había habido ninguna celebración de la victoria. Esta fiesta solo adquirió enorme importancia después de la desaparición del dictador, para convertirse en una de las fiestas principales que, en la conciencia y en los sentimientos de la población, ha llegado incluso a oscurecer, tal vez, la conmemoración de la Revolución de octubre.

Además, el mito positivo de la victoria sobre la Alemania nazi de la Segunda Guerra Mundial —«todos somos vencedores»— ha permitido llegar, en el período de la desestalinización de los años sesenta, a la paz entre el régimen (el verdugo) y el pueblo, sobre todo con los campesinos, las víctimas del Gran Terror del tiempo de la revolución, de la guerra civil y, después, de la colectivización. No obstante, esto ha complicado el proceso de elaboración y de clarificación de lo sucedido en los años del terror. El proceso se ha hecho aún más difícil en la Unión Soviética —y ahora en Rusia— por el hecho de que no existía un límite preciso entre víctimas y victimarios: ambos eran ciudadanos —o, mejor dicho, habitantes, porque los campesinos de la época de Stalin no eran ciudadanos— del mismo Estado, y varias veces los victimarios pasaron a ser víctimas. En la mencionada entrevista, Bórtnikov habla de cerca de 22.000 agentes de los servicios secretos, los chequistas, asesinados en el período del Gran Terror, muchos de los cuales, sin embargo, habían participado anteriormente en las acciones de terror. Por otra parte, hay que decir también que, con la eliminación de los miembros de los servicios secretos, las «mentes del terror» habían procurado limpiarse «a costa de los verdugos».

La paz entre el Estado y el pueblo, sellada después de la muerte del dictador, no significaba que el Estado renunciara a recurrir a la violencia por sus propios intereses. Lo único es que no se trataba más de violencia «revolucionaria», sino de una violencia que debía servir a la autoconservación del Estado y del statu quo. En este sentido, la situación actual no es muy diferente de la de entonces, al menos por lo que respecta a la actitud de las instituciones que tutelan el Estado.

Lo que el jefe del FSB describe ahora como una necesidad, y que justifica el terror de Estado, ya no es la lucha de clases o la razón de los partidos, sino la lucha contra los enemigos del Estado, cualesquiera que sean. Todo lo que amenaza la existencia y el interés del Estado puede y debe ser combatido, también con el uso de una violencia extrema que no se basa en ninguna ley, sino solo en la necesidad. Esto es muy significativo: lo que de hecho importa es la disposición a utilizar la violencia. Las causas que pueden justificarla son varias: la lucha de clases, pero también, simplemente, la necesidad de conservar la estabilidad política.

Por lo que respecta a los que iniciaron el Terror Rojo, «el experimento comunista les dio una justificación para asesinar a enemigos de clase y a todos aquellos que querían obstaculizar la victoria del comunismo, aunque no estuviese dictado por el experimento comunista. Los bolcheviques, en tiempos de la guerra civil y, más tarde, en el período de Stalin, lo hicieron voluntariamente y utilizaron la “necesidad” como justificación para acciones que debían servirles solo para conservar el poder. Stalin y sus compañeros ya no hablaban del hermoso mundo nuevo cuando discutían qué hacer con los presuntos enemigos de su ordenamiento: hablaban, en cambio, de técnicas de violencia. El sueño de la redención comunista fue ahogado en la sangre de millones de personas porque la violencia se había disociado de sus motivaciones, y el dictador la asoció solamente a sus objetivos de poder. Al final, todo tenía que ver con el reconocimiento del poder de decisión, del poder de Stalin de ser señor de la vida y de la muerte. Solo en una atmósfera de paranoia y de desconfianza podía lograr el déspota imponer su propia voluntad a los otros y hacer de su propio mundo un mundo de todos»[3].

No obstante, hay que observar, también, que la situación no era diferente desde el comienzo del dominio comunista —es decir, desde la época de Lenin y de sus seguidores—; solo que, entonces, el terror debía servir para consolidar la dictadura del partido en su conjunto y no de un solo individuo. Aun así, no se quiere afirmar con esto que la ideología no haya desempeñado también su papel. La violencia solo puede justificarse de manera ideológica retrospectivamente, pero también puede ser utilizada de forma anticipada como motivación. La movilización de las masas se dio con el uso de la ideología, que hizo de la intolerancia hacia los «enemigos» una virtud.

Una vez más, no importa si se trata de los enemigos de clase o de los enemigos del Estado: en definitiva, solo importa la incapacidad de aceptar al otro con sus ideas y sus intereses. «Las personas pueden convivir con la diversidad a condición de que consideren la visión del mundo de los otros como un mundo tan posible como el propio, aunque diferente. Donde se niega la posibilidad de que también los otros tengan razón no hay más equilibrio. Los bolcheviques no conocían posibilidad alguna de mirar el mundo de manera equilibrada: para ellos había una sola interpretación, y esta los representaba a ellos mismos. Esto es lo que generó el pensamiento desviado de la criminalización y de la estigmatización de todo lo que no se adecuaba a su programa»[4].

Si bien bajo los zares ya había habido en Rusia un Estado autoritario y represivo, los bolcheviques llegaron a un nivel de violencia sin precedentes. La tradición de la represión del Estado contra sus súbditos fue llevada hasta el absurdo. A diferencia de la vieja policía zarista, los órganos de represión de nueva fundación no se contentaban con mantener el statu quo y reducir al mínimo la violencia: por el contrario, la violencia misma se convirtió en el instrumento principal de la política.

«Ellos [los bolcheviques] no tenían idea de la destructividad de su culto a la violencia porque no la tenían bajo control, sino que la habían fomentado en sus súbditos. En el Ejército Rojo, los reclutas aprendían sobre todo la tarea principal de matar. El soldado era valiente, con nervios de acero y brutal. Solo conocía dos mundos: el de los amigos y el de los enemigos. Y el adiestramiento en el ejército debía ayudarlo a reconocer a los enemigos y a destruirlos en una lucha a muerte. Los bolcheviques no tenían la más mínima idea del tradicional papel de las fuerzas armadas y de la policía secreta de rechazar las amenazas internas y externas y de contener la violencia. El culto bolchevique a la muerte operaba una desinhibición sistemática de los soldados. Así, en el recuerdo de sus súbditos, los bolcheviques pasaron a ser como los hombres armados que, cuando aparecían, traían muerte y destrucción»[5].

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Por tanto, cuando el director del FSB habla del papel positivo de la policía secreta bolchevique en la sofocación de los «excesos» de la violencia de extrema izquierda, que estaba en el límite del caos y que representaba una amenaza para el Estado bolchevique, olvida que este tipo de violencia fue engendrada y alentada por los fundadores de ese mismo Estado. En realidad, habría que distinguir entre las muchas tentativas del Estado de dar un sentido a mucho —si no a todo— de lo que sucedió en el pasado de la historia de Rusia (también cuando formaba parte de la Unión Soviética) y la tentativa del Estado de purificar y revalorizar algunos acontecimientos (incluso el terror en nombre del Estado) con el fin de justificar las medidas represivas del presente.

La entrevista al director del FSB constituye un paso en esta segunda dirección, pero no es la primera tentativa. Podemos recordar un libro de historia para las escuelas publicado diez años atrás. En él se afirmaba que todo lo que sirve a los intereses del Estado debe ser también apoyado por la sociedad; que el hecho de que, en los años treinta, millones de personas fueran arrestadas y enviadas a los gulags ocurrió también por necesidad, porque sin el trabajo de estos esclavos no se habrían podido explotar los recursos del Norte ruso, algo que era necesario para la industrialización. En ese momento la tentativa de presentar la razón de Estado como justificación de los crímenes de Estado fracasó: era más de lo que la sociedad rusa podía aceptar. Este libro de historia fue retirado inmediatamente de la circulación. Pero, como vemos, algunos representantes del régimen de hoy no quieren renunciar a la ideología de que «lo que es bueno para el Estado es también justo», porque les da el pretexto para utilizar el poder del Estado cuando sea necesario, también contra la actual oposición.

Stalin como símbolo de orden y justicia

Esta pretensión de los gobernantes de tener el derecho de utilizar la violencia contra la población cada vez que lo consideren necesario difícilmente se habría podido imaginar si no hubiesen llegado de parte de la población señales de restalinización y de justificación de la represión y si no hubiese habido una disponibilidad básica para la afirmación de un Estado omnipotente que, en caso necesario, debe perseguir el orden y el desarrollo también con la violencia y con las represiones.

La última oleada de choques contra los opositores del estalinismo y sus defensores se produjo en 2013, con ocasión del 70º aniversario de la batalla de Stalingrado. En ese momento el nombre de Stalin fue asociado y casi identificado con las conquistas del pueblo, y el dictador mismo fue presentado como un representante de ese pueblo.

No se debería desestimar la nostalgia por Stalin y por su tiempo como algo no natural y masoquista. Durante la era de Brézhnev la élite entera del gobierno llegó al poder después del aniquilamiento de los antiguos cuadros. Eran ellos los que habían sacado provecho del terror, y conservaron la nostalgia por Stalin y por su tiempo hasta los años noventa.

La tentativa de restalinización «desde abajo» —por decirlo así— tiene una historia propia. Las personas que en Rusia —y, sobre todo, en las repúblicas de la ex Unión Soviética— tienen más de cuarenta años pueden recordar todavía qué se decía de Stalin en los años setenta y ochenta. En realidad, no se pensaba para nada en él. Se conocía su nombre y se sabía que era el jefe de la Unión Soviética que había llegado después de Lenin, y que en su tiempo se habían dado la colectivización y la industrialización. Nada más. Stalin no era ni adorado ni odiado, excepción hecha, probablemente, del sentir de las familias de aquellos que habían sufrido durante la represión.

Esta fue la consecuencia de la política oficial de ese tiempo. Después del período de la desestalinización que siguió al XX Congreso, el liderazgo político en tiempos de Brézhnev pensó que, en cierto sentido, era mejor ignorar a Stalin. No solo no querían criticarlo para no poner en discusión todo el sistema, sino también porque ellos eran los que habían vencido gracias al terror, aquellos a los que Stalin había allanado el camino hacia lo alto. Al mismo tiempo, no querían glorificar a Stalin, por lo menos públicamente. Stalin no había sido borrado por completo de la historia. Se citaba su nombre de manera totalmente neutral: había habido un hombre político con ese nombre, y basta. Esta política dio sus frutos. Los recuerdos de Stalin, por lo menos en las generaciones que crecieron después de la guerra, fueron desapareciendo poco a poco: Stalin se convirtió en una mera figura histórica más, entre muchas otras.

Las cosas cambiaron con Gorbachov y la perestroika. Las informaciones sobre la represión, los gulags y todo lo demás fueron ampliamente divulgadas: parecía que esta segunda oleada de desestalinización iba a ser la decisiva. Los crímenes fueron revelados, los criminales llamados por su nombre, sin ninguna justificación de lo que habían hecho. Pero, al mismo tiempo, esto tuvo como consecuencia que muchos aprendieron el nombre de Stalin. El problema se manifestó después, cuando, en 1992, las personas que habían criticado a Stalin ascendieron al poder y comenzaron a hacer reformas que, por utilizar un eufemismo, eran «poco populares» y que solo acarrearon miseria a la mayor parte de la población.

En consecuencia, los artífices de tales reformas, que al mismo tiempo eran los críticos de Stalin, no hallaron el favor de muchos rusos. Para aquellos a quienes las reformas solo les trajeron desventajas, la figura de Stalin se convirtió en un polo opuesto y cada vez más popular. Su argumentación era: «En los viejos tiempos había orden, ahora hay caos; bajo Stalin eso nunca habría sido posible. Antes había justicia social, y ahora, en cambio, la mayor parte de la población vive en condiciones de extrema pobreza, mientras algunos roban miles de millones».

Personas que no habían vivido bajo Stalin y que solo lo conocían a través de los libros o de las películas comenzaron a respetarlo. Stalin no era ya una personalidad que había existido realmente. No: se había convertido en un símbolo de orden y de poder estatal en un período de caos y de humillación. Era querido como símbolo, por aquello que se proyectaba en su figura, y no por lo que efectivamente había hecho. Se comenzaron a contar leyendas sobre él y sobre la vida de su tiempo: bajo Stalin se vivía como en el paraíso.

Estos mitos se difunden todavía hoy. El problema está en que los reformadores no quieren admitir que también ellos, aunque sea parcialmente, son responsables de este renacimiento del estalinismo, porque entregaron a los estalinistas y al poder estatal consignas como «orden», «estabilidad», «justicia». Mientras esto suceda, el Estado represivo hallará el consenso de una parte de la población para reivindicar su derecho a ejercer una violencia desproporcionada justamente en «interés» del Estado.

En un sondeo llevado a cabo en Rusia a comienzos de junio de 2017 por parte del centro ruso de investigación demoscópica, junto con el museo de historia del Gulag y con la Fundación Pamjat (que significa «memoria»), el 72 % de los entrevistados declaró que habría que acordarse de los gulags y de sus víctimas. El 49 % afirmó que nada podía justificar la represión, pero, para el 42 %, Stalin se había visto obligado a ejercerla. El 90 % de los encuestados sabe que en tiempos de Stalin muchas personas inocentes fueron arrestadas y ajusticiadas, pero el 24 % de los jóvenes de entre 18 y 24 años no ha oído hablar nunca de ellas. Este es un signo del modo en que se enseña la historia en las escuelas y en las universidades.

La mayor parte de los entrevistados se ha informado a través de los documentales de la televisión o de artículos en los periódicos; el 48 % ha hablado del tema en la familia; el 24 % declaró que sus propios padres sufrieron la represión. Muy preocupante es el hecho de que el 16 % de los entrevistados considera que las decisiones tomadas por los tribunales en tiempos de Stalin fueron justas (el 68 % no está de acuerdo); entre los jóvenes lo piensa el 22 %. El 72 % cree que es justo hablar de esta página terrible de la historia, pero el 22 % —sobre todo las personas ancianas y, una vez más, sorprendentemente, las nuevas generaciones— considera que no se debería hablar de ello, porque podría dañar la reputación del país[6].

El hecho de que en la conciencia de la sociedad rusa Stalin y su época estén indiscutiblemente ligados a la violencia y a los homicidios en masa muestra la aceptación de su personalidad y de sus acciones y hasta la aceptación de la violencia de Estado, que va de la mano con el desprecio por la ley. Las muchas personas que, como hemos visto, sienten nostalgia por la estabilidad y la justicia en tiempos de Stalin son solo una parte del número más amplio de aquellos que, por varios motivos, buscan justificar o racionalizar el estalinismo.

Como escribe Aleksandr Morozov en Echo Moskvy[7], todavía en los años noventa aparecieron algunos autores que insertaron el terror de Stalin en el proceso de la historia: simplemente la violencia es inevitable. Por tanto, según ellos el estalinismo no es un fenómeno especial en la historia. En esta perspectiva, el homicidio en masa no resulta justificado, sino racionalizado: los autores de tales argumentaciones procuran explicarlo con razones históricas. Para los comunistas, la motivación era la lucha de clases; después de la desintegración del comunismo, esta motivación fue sustituida por la razón de Estado. Este discurso no puede ser «patriótico»: la violencia representa solo una de las funciones de cualquier Estado, no solo del ruso.

Otros representantes del neoestalinismo se basan en una síntesis absurda entre ortodoxia y comunismo, síntesis que Ioann (Ivan) Snychev y sus seguidores han expresado en el libro La santa Rusia y el reino del dragón. Se trata de un enfoque histórico-civil de la historia: las civilizaciones nacen, florecen y mueren. En el libro se sostiene que la civilización rusa vivió su período de florecimiento con Stalin. Los millones de víctimas son olvidados por completo, mientras que se habla gustosamente de la industrialización, de la victoria en la Segunda Guerra Mundial y del papel de Rusia como una de las dos potencias mundiales de la época, cosa que nunca se había verificado anteriormente.

Estos argumentos, aun sin citar explícitamente a Stalin, pueden ser apoyados por la propaganda del Estado en el sentido de que una momentánea posición de fuerza en el escenario mundial y la grandeza del Estado pueden obtenerse a costa de sacrificios del país en su conjunto, aunque ese precio no tenga por qué ser necesariamente la sangre.

Ya se ha hecho referencia al neoestalinismo más clásico: Stalin se yergue como símbolo de justicia, de orden y de todo lo positivo que se espera del Estado. Este neoestalinismo tiene sus seguidores sobre todo entre los más ancianos, que han borrado el horror vivido por ellos mismos y por sus padres: se obstinan en decir que con Stalin todo iba mejor, sobre todo el «orden», cuya falta sienten por lo menos a partir de los tiempos de la perestroika («los salvajes años noventa»).

En los últimos tiempos se ha ido afirmando una nueva perspectiva, que presenta la historia de Rusia como la historia de la tragedia y de la violencia que el pueblo ha tenido que sufrir porque ese era su destino. De ese modo, aceptar a Rusia significaría aceptar el carácter ineluctable del sufrimiento del pueblo ruso: las víctimas del régimen se convierten (implícitamente) en mártires.

Se podría recordar también el denominado «neoestalinismo polémico». Este es utilizado solo para derrotar a los adversarios en el debate público. Esta variante del neoestalinismo no tiene una ideología propia, sino solo palabras huecas: «Stalin creó Ucrania dentro de sus fronteras actuales»; «Los otros eran todavía peores (por ejemplo, Truman, que ordenó que se lanzaran las bombas atómicas sobre Japón)». Aun sin tener por objetivo la rehabilitación de Stalin y de su política, esta retórica contribuye innegablemente a la aceptación del dictador por parte de la población.

Si bien la inmensa mayoría de los rusos se opone a estas tentativas de rehabilitar a Stalin y su régimen, no hay que descuidar la progresiva restalinización, que comenzó desde abajo y que ahora es utilizada por el Estado para sus propios objetivos. El peligro de este fenómeno no debe ser subestimado, porque la justificación de los crímenes del régimen en nombre de la razón de Estado o en nombre del orden y de la justicia social hace posible que lo que sucedió se repita.

Lo mejor para combatir el neoestalinismo y toda otra forma de nostalgia del totalitarismo es mostrar que el orden, la estabilidad y la justicia pueden existir también en un Estado liberal que respete los derechos de sus ciudadanos y esté a su servicio[8].

  1. Cf. «4,500 Russians joined “terrorists” abroad: security service chief», en Japan Times (www.japantimes.co.jp/news/2017/12/20/world/4500-russiansjoined-terrorists-abroad-security-service-chief), 20 de diciembre de 2017.

  2. Cf. https://echo.msk.ru/blog/inliberty/2007878-echo.

  3. J. Baberowski, Verbrannte Erde. Stalins Herrschaft der Gewalt, Múnich, C. H. Beck, 2012.

  4. Íd., Der rote Terror. Die Geschichte des Stalinismus, Múnich, Deutsche Verlags-Anstalt, 2003.

  5. Íd., Verbrannte Erde…, op. cit.

  6. Cf. https://wciom.ru/index.php?id=236&uid=116427. Cf. también https://wciom.ru/index.php?id=236&uid=116323.

  7. Cf. https://echo.msk.ru/blog/inliberty/2007878-echo.

  8. El 30 de octubre de 2017, en una intervención en la ceremonia de inauguración del «Muro del Dolor», un nuevo monumento dedicado en Moscú a las víctimas de la represión soviética, el presidente Putin definió la represión de la época soviética como «una tragedia para el pueblo ruso» que «no puede justificarse de ninguna manera, por ningún denominado “bien del pueblo”». Cf. ria.ru/politics/20171030/1507848582.html

Vladimir Pachkov
Jesuita, estudió el idioma árabe y la religión islámica en Egipto y, luego trabajó en Asia Central. Escribe regularmente en La Civiltà Cattolica.

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