SOCIOLOGÍA

«Frágil»

Un nuevo imaginario del progreso

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La imaginación, motor de la historia

La imaginación es un tema que en las últimas décadas se está discutiendo cada vez más, no sólo en ámbitos literarios y artísticos, sino también en términos historiográficos, científicos e interpretativos, ya que se la considera el verdadero motor del progreso de la humanidad. Este es también el hilo conductor del poderoso ensayo de Francesco Monico[1].

Retomando las investigaciones de Jonathan Gottschall sobre la narratividad, el ser humano es concebido aquí como Homo fictus, es decir, como un ser construido por la imaginación. Un modo de pensamiento muy diferente a la programación y el cálculo: «El ser humano es el único animal que crea historias sobre sí mismo y su entorno, y que cree en ellas» (p. 227).

Y es precisamente a la imaginación a la que debemos la idea de progreso, entendida como crecimiento universal que se impone a toda la humanidad, sin ser conscientes de su origen históricamente situado: «Como escribe sabiamente Lev Tolstoi: “Hemos constatado la ley del progreso en el ducado de Hohenzollern-Sigmaringen, donde viven tres mil personas”» (p. 62). Este modo imaginativo prescinde de la tierra, de la frágil verdad que nos constituye como seres vivos, y acaba volviéndose contra el propio proyecto, con consecuencias catastróficas.

En consonancia con la asunción del Homo fictus, el libro presenta este ambicioso proyecto a través de un relato, El aprendiz de brujo, de Goethe, en el que el intento por someter a la naturaleza conduce a evocar fuerzas que el hombre es incapaz de controlar.

Esta referencia literaria muestra hasta qué punto la idea de progreso es, en realidad, un gran relato asumido acríticamente, que ha canalizado las mejores energías disponibles, llevando a la humanidad a derivas alarmantes. La separación del hombre de la tierra obliga a un modo de vida cada vez más artificial, que atrofia el pensamiento, reduciéndolo a mero cálculo: «El hombre produce tecnología mucho más allá de su capacidad para evaluar plenamente sus consecuencias: durante milenios imaginamos más de lo que podíamos realizar, mientras que hoy realizamos más de lo que somos capaces de imaginar» (p. 86).

Esta concepción ha entrado así en conflicto con la propia imaginación (considerada como algo irreal y contraria al desarrollo científico), que ha ido perdiendo su ímpetu creativo y onírico que subyace a los logros más bellos y duraderos de la cultura occidental. De hecho, los ideales de la imaginación han dado paso a la tecnología, concebida sin límites y sin posibilidad de replanteamiento crítico (cf. p. 61).

Una idea moderna

La idea de progreso, entendida como un desarrollo lineal, en continuo crecimiento, es un invento de la modernidad. Se encuentra por primera vez en Francis Bacon, como un aumento deseable del saber, sobre todo en clave cognitiva. Más tarde, la Ilustración y el positivismo aplicaron esta noción a todos los aspectos de la vida humana, exponiendo el futuro como sinónimo de mejoras crecientes en la calidad de vida[2].

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Se trata de una visión unidireccional, no sólo por la predilección por el futuro, sino también porque no hay crisis, catástrofes, contratiempos ni oportunidades para cuestionar los propios supuestos. Existe una concepción providencial de la historia dirigida por una «mano invisible» (por citar una famosa imagen de Adam Smith), capaz de conducir todo hacia lo mejor. Significativamente, esta perspectiva también es compartida por las filosofías que niegan la dimensión espiritual y religiosa, como el positivismo, el empirocriticismo y el marxismo (cf. pp. 177 s). Sin embargo, recurren frecuentemente a la mitología para exponer esta visión. Marx presenta su análisis de la sociedad capitalista como científico y materialista, pero su supuesto principal es la fe en su final feliz: el Estado comunista garantizará la felicidad y la salvación del hombre, ambas cosas difíciles de justificar sobre la base de un análisis de los procesos de producción. Al igual que Hegel, su filosofía dialéctica es de hecho una teología secular.

El imaginario que subyace a esta concepción es resumido por el autor en tres términos básicos. El primero es el «aparato», lo que sustenta la tecnología y la pone en práctica, un término que se remonta al pensamiento de Martin Heidegger. El aparato hace que el pensamiento sea agresivo, lo manipula todo, incluido al propio hombre: «La acción técnica es la realización del proyecto occidental de dominación sobre la naturaleza y su explotación, es una forma de percibir el mundo y es la forma occidental» (p. 73).

El segundo término es «el medium», popularizado por Marshall McLuhan, especialmente en su famosa afirmación de que el medium es el mensaje. El medium, al igual que el aparato, «produce relaciones de poder y relaciones de conocimiento que se cruzan e hibridan constantemente […], un modo de ensamblaje» (pp. 74-76).

El tercer término es «el dispositivo», característico de la biopolítica de Michel Foucault, entendido como una forma de diseñar y moldear coercitivamente la vida de una comunidad, sin que ésta sea necesariamente consciente de ello, estableciendo lo que está permitido no sólo decir, sino también pensar[3].

Las consecuencias

El progreso, así concebido, se aleja de una serie de saberes tradicionales y provoca graves divisiones. En primer lugar, entre técnica y tecnología. Como sabemos desde los griegos, el término technē abarcaba una amplia gama de significados, incluyendo la variada expresión de las artes. La tecnología moderna, en cambio, entiende el conocimiento en un sentido dominativo-manipulador, que implica una «geometrización del espacio físico y la matematización de las leyes de la naturaleza […]. En el siglo XVIII, la fe en el pensamiento y el conocimiento humanos empezó a coincidir con la fe en la tecnología» (pp. 97 y ss.). Un punto de inflexión evidenciado por la «cuarta revolución» – después de la copernicana, la evolucionista y la psicoanalítica – marcada por la llegada de las tecnologías de la información, internet y la robótica, con la posibilidad de crear una superinteligencia capaz de reunir una cantidad de información imposible de gestionar por la mente humana (el llamado «Big Data»), una superinteligencia capaz de controlar las actividades y elecciones de la humanidad. De este modo, «el mundo se encuentra comunicado, manipulado y gestionado por procesos incognoscibles, es decir, cuya magnitud ni siquiera podemos imaginar» (p. 193).

De ahí la segunda separación grave, con respecto a la naturaleza (incluida la humana), que se considera cada vez más como un objeto que se puede manipular a voluntad, sin tener en cuenta que el medio ambiente de la Tierra tiene una complejidad enorme y en gran medida desconocida y que, sin un enfoque prudente, puede provocar inmensas catástrofes.

Esto abre un proceso que nadie puede prever, y mucho menos controlar, en línea con la historia del aprendiz de brujo. Es la nueva era del Antropoceno, en la que por primera vez las acciones de una especie son la causa principal de los cambios geológicos: extinciones aceleradas de especies vivas – «el número de especies que se extinguieron en el último siglo habría tardado entre ochocientos y diez mil años en desaparecer» (p. 186) – y crecimientos anormales de otras para alimentarse – «hoy la gallina es el ser vivo superior más numeroso del globo, su número se calcula en 25.000 millones. Además, se estima que existen actualmente un billón de reses, un billón de cerdos y un billón de ovejas» (p. 146) – del cambio climático, la contaminación progresiva y la acumulación exponencial de residuos tóxicos – «en 2050 el mar contendrá más basura que peces. Casi todas las aves marinas tienen plástico en sus estómagos» (p. 188) -, lo que provocará el agotamiento de los recursos y nuevas enfermedades.

Ciertamente, esto no puede hacerse pasar por un aumento de la calidad de vida, sino, por el contrario, por un aumento de la incomodidad de vivir. Los efectos de la planificación tecnológica han recaído históricamente sobre los propios seres humanos a través de ciertos fenómenos propios de la modernidad, como el totalitarismo y el genocidio, que son también el resultado de una narrativa perversa: «El nazismo fue el ensayo general de la era de la realización técnica» (p. 58). El relato mitológico del progreso tiene como desenlace la sexta extinción masiva: una extinción, a diferencia de las otras, planificada por un ser vivo (cf. pp. 191-198).

Este escenario inédito se anuncia hoy no sólo por los fenómenos mencionados, sino también por ciertos demonios que han hecho realidad el «superhombre» planteado por Nietzsche: el cyborg (lo artificial que supera al humano y lo subyuga), el mito de Pan (símbolo de una humanidad indiferenciada), el Golem (término que en hebreo antiguo indicaba la masa sin forma, y en hebreo moderno el robot), el Zombie (el muerto-vivo), los X-men (a medio camino entre el hombre y el dios; cf. pp. 367-394). Estas nuevas categorías completan la «crisis de la individuación» y, como en el aprendiz de brujo, muestran que la naturaleza y el artefacto se rebelan contra el hombre. Dan lugar a algo que la mera planificación tecnológica no era capaz de prever, porque era demasiado reductora y se centraba por completo en la mera planificación cuantitativa.

La necesidad de desarrollar contra-imaginarios. A nivel económico

La imaginación, como cualquier actividad humana, conoce modos sanos y enfermos. El progreso como crecimiento a toda costa ha sido un modo enfermizo, sobre todo porque se ha impuesto a todas las culturas de forma masiva y acrítica; pero se puede corregir presentando contra-imaginarios adecuados, que están presentes en la propia modernidad occidental. Son menos conocidos, pero no por ello irrelevantes.

Un primer contra-imaginario puede encontrarse en la «teoría del decrecimiento» propuesta por el economista Serge Latouche. Según él, es necesario invertir el mecanismo de producción-consumo, que ha llevado a un aumento de la producción de bienes innecesarios, penalizando a los países en desarrollo, que se ven obligados a vender productos de primera necesidad a los ricos. Retomando la reflexión de Jacques Ellul, Latouche considera necesario contrarrestar la tendencia a la uniformidad cultural, que es en realidad una forma de suprimirla: «La tecnología es global, pero las culturas son locales, y esto provoca una discrepancia entre las tendencias del aparato técnico […] y la relación de los sujetos humanos con su propio territorio» (p. 233).

El decrecimiento requiere sobre todo una visión diferente de la sociedad, a nivel institucional y social – como atención a los más pobres – y a nivel ecológico, de la relación con el medio ambiente (considerado no como un mero recurso a explotar). El decrecimiento puede estar marcado por lo que el economista francés llama las «8 R» (Revalorizar; Reconceptualizar; Reestructurar; Redistribuir; Reubicar; Reducir; Reutilizar; Reciclar), donde las dos primeras tienen que ver precisamente con la imaginación y, por tanto, con un diseño del mundo. Por ello, el decrecimiento es un trabajo que involucra de manera relevante la imaginación, entendida como el motor de cambio posible, valorando el aporte de diversas culturas: «Descolonizar el imaginario del economicismo progresista significa reconstituir un Mundo no sólo sometido a Occidente, a la globalización, al progreso» (p. 335)[4].

A nivel filosófico

El segundo contra-imaginario es obra de un filósofo italiano, Giambattista Vico. En pleno apogeo de la Ilustración, impugnó la idea lineal y unilateral del progreso, así como la yuxtaposición de la historia y la investigación científica. El autor otorga a lo imaginario un lugar central en su obra principal (La scienza nuova), y le asigna la facultad de dar sentido al mundo en que vivimos y hacerlo representable. En otras palabras, Vico tematizó lo que la mayoría de los pensadores sólo habían supuesto, a saber, que el progreso es fruto de la imaginación, y que ésta no se opone a la razón, sino que es el modo de ser de la razón: «“Lógica” viene de la voz logos, que primero y propiamente significaba “fábula”, y que luego se transpuso al italiano “favella”»[5]. La lógica como logos, la palabra narrada. Es la fábula y la capacidad de narrar lo que puede representar el mundo y hacerlo habitable o fantasmal. Vico añade que a lo largo de la historia se han separado las dos facultades: se ha pretendido educar la racionalidad mientras se descuidaba la imaginación, con graves consecuencias para la planificación histórica.

El argumento vincula a lo que observamos sobre el dispositivo de Foucault, un modo de colonización del pensamiento y del comportamiento. Esta deriva totalitaria del imaginario está presente hoy en la «corrección política»: al privar al hombre de su capacidad imaginativa, es más fácil controlarlo y sugerirle lo que realmente necesita (como hacen los algoritmos de los grandes buscadores informáticos para orientar los gustos y preferencias de los usuarios).

La pertinencia del análisis de Vico se revela sobre todo en su rechazo a planificar el curso de la historia de forma creciente y lineal; hay una referencia a la «tierra», de la que debemos hacernos cargo, y que surge sorpresivamente en lo que él llama «la heterogénesis de los fines». La planificación humana persigue objetivos precisos, pero ocurre que, una vez alcanzados, muestran caminos y situaciones muy diferentes de lo imaginado[6]. El siguiente periodo supone un salto de calidad inesperado, un excedente irreductible a la planificación, que nos obliga a aceptar la complejidad.

A nivel comunitario

El tercer ejemplo de contra-imaginario es la experiencia comunitaria de los Amish. Llama la atención el número de páginas dedicadas a este grupo (pp. 431-477). En ellos, el autor ve una forma de dialogar con el progreso de forma libre y consciente, sin quedar esclavizado por él. Su propuesta se hizo notable tras la crisis energética de los años 70, que obligó a revisar el axioma producción-consumo, hasta entonces incuestionable. En el modo de vida de los Amish, el autor encuentra la aplicación de las teorías económicas de Latouche, especialmente desde el punto de vista ecológico y social. Hay en ellos un «elogio de la lentitud», junto con la atención al mantenimiento de lo esencial, que los protege de la «enfermedad de la riqueza», que está en el origen del frenesí, de la ansiedad de vivir y de la mayoría de los problemas psicológicos actuales: «La intuición del decrecimiento busca un repliegue del PIB en favor de un aumento de la atención al ser: una buena vida que tenga en cuenta […] los aspectos inmateriales generalmente “olvidados”, el tiempo libre y las relaciones humanas» (p. 433).

No se trata, pues, de volver a una especie de edad de oro incontaminada, ni de redescubrir el mito del buen salvaje, sino de garantizar ciertos bienes indispensables para la calidad de vida. Los Amish han dado lugar a un imaginario diferente de la existencia; realmente han sido capaces de «reencantar al mundo». La tecnología no está prohibida para ellos, pero no es un objeto de posesión personal: más bien se pone al servicio de la comunidad y sus ritmos. Sobre todo, no es una alternativa a la vida espiritual, marcada por horarios precisos y escuelas propias, que pretenden mantener vivas sus tradiciones y culturas, también a través de momentos de escucha y silencio, dos virtudes cada vez más raras en el frenético ritmo de vida actual.

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Su estilo de vida se refleja en un gran aumento de su población, que también contrasta con el resto del mundo occidental. Los Amish tienen la mayor tasa de natalidad del mundo: de 1992 a 2013 crecieron un 120%, frente al 23% de la población estadounidense. Como sabemos por la historia, las grandes crisis de la civilización son ante todo crisis demográficas, resultado de políticas equivocadas o de un lento malestar general[7].

Y, quizá no sea sorprendente, la calidad de sus vidas también es digna de mención. Por ejemplo, la comunidad Amish situada a pocos kilómetros de Filadelfia, tiene 10 veces menos depresión que los habitantes de esa ciudad. Los Amish respiran el mismo aire, beben la misma agua; el clima atmosférico es el mismo, pero no el interior. Las razones de la diferencia están relacionadas principalmente con la cooperación social, la fuerza de las relaciones afectivas y el hecho de compartir la experiencia espiritual, todo lo cual proporciona una fuerte protección frente a las dificultades de la vida[8].

Este modelo no debe tomarse al pie de la letra: no se trata de reclamar una «vuelta a los carruajes», sino de explicitar el imaginario social presente en ellos: un imaginario algo parecido al «capital social», base de la riqueza humana – y por tanto también económica y social – de una nación[9]. Sin dejar de utilizar la tecnología, los Amish siguen vinculados a la dimensión local, tan apreciada por Jacques Ellul como característica peculiar de toda cultura.

El escritor estadounidense Ralph Waldo Emerson, comparando diferentes culturas y tradiciones, reconoce lo infundado de la visión occidental del progreso en cuanto a la supuesta superioridad del hombre europeo sobre otros pueblos: «Los indios, los sajones y otros pueblos “primitivos” eran inmunes a esta aflicción, a pesar de tener niveles inferiores de “prosperidad externa” y “bienestar general”. Sin embargo, nosotros estamos tristes y ellos no… ¿Por qué?»[10].

A la luz de lo que viene

Este libro, fruto de cinco años de investigación, no pretende, desde luego, negar el valor de los descubrimientos realizados en el ámbito científico y, sobre todo, médico, durante la época moderna: han sido de gran ayuda en muchos aspectos (sanitario, alimentario, cultural y social). El tema de este estudio es esa particular idea de progreso elaborada como un relato y resumida en la balada de El aprendiz de brujo.

El escenario de los últimos meses, dominado por la epidemia de Covid-19, ha cuestionado radicalmente esta idea de progreso, junto con muchas prioridades y hojas de ruta que hasta ahora se consideraban intocables. También nos ha recordado la importancia del diálogo con la naturaleza: si no se presta una atención más respetuosa al medio ambiente y al ecosistema (aún muy desconocido), las consecuencias pueden ser catastróficas. Pero, sobre todo, demostró que la idea del ascenso irresistible del progreso y la consideración del futuro como una perspectiva mejor que el presente (o el pasado) es «un mito frágil» (retomando el título del libro), que no puede resistir la complejidad de la realidad.

El hombre moderno, acostumbrado a dudar de todo, no ha dudado hasta ahora de su noción de progreso. Es necesario cuestionar esta visión (individualista y colonizadora) para desarrollar una cultura más atenta a la complejidad, la solidaridad y la valoración de las diferentes culturas. También es necesario ser más prudente a la hora de aplicar las novedades sin evaluar sus posibles consecuencias. Como señaló el filósofo Kwame Anthony Appiah, lo que realmente importa no es ganar el juego, sino entender qué juego se está jugando, conocer las reglas y lo que está en juego. Fue la primera advertencia de Martin Heidegger sobre la tecnología: «Lo realmente inquietante no es que el mundo se convierta en un dominio completo de la tecnología. Lo que es mucho más inquietante es que el hombre no está en absoluto preparado para este cambio radical del mundo. Mucho más inquietante es que todavía no seamos capaces de lograr, a través del pensamiento meditativo, una confrontación adecuada con lo que realmente está surgiendo en nuestro tiempo»[11].

  1. Cfr F. Monico, Fragile. Un nuovo immaginario del progresso, Milán, Meltemi, 2020. Entre paréntesis señalaremos las páginas del libro citadas o a las que hacemos alusión.
  2. «La vida está en el futuro, el pasado está plagado de errores y supersticiones […], un imaginario que solo puede mejorar» (pp. 247-249).
  3. Cfr M. Heidegger, Saggi e discorsi, Milán, Mursia, 1985, 5-27; M. McLuhan – E. McLuhan, La legge dei media. La nuova scienza, Roma, Edizioni Lavoro, 1994; M. Foucault, Dits et Écrits (1954-1988), t. III: 1976-1979, París, Gallimard, 1994, 298-329.
  4. Cfr S. Latouche, «La décroissance comme projet politique de gauche», en Revue du MAUSS 34 (2009/2) 38-45.
  5. G. B. Vico, «Principi di scienza nuova d’intorno alla comune natura delle nazioni», en Id., Opere, Milán, Mondadori, 1990, vol. I, 595; cfr F. Monico, Fragile…, cit., 266-270.
  6. Cfr Id., «Principi di scienza nuova…», cit., 968 s. Cfr Id., De antiquissima italorum sapientia, Florencia, Sansoni, 1971, 115-117.
  7. Cfr G. Cucci, «Ricostruire il patto educativo globale», en Civ. Catt. 2020 IV 3-16.
  8. Cfr J. Egeland – A. Hostetter, «Amish Study. I: Affective disorders among the Amish 1976-1980», en American Journal of Psychiatry, vol. 140, 1983/1, 56-61.
  9. Cfr G. Cucci, «Il capitale sociale. Una risorsa indispensabile per la qualità della vita», en Civ. Catt. 2019 I 417-430.
  10. R. W. Emerson, en A. Delbanco, The Real American Dream. A Meditation on Hope, Cambridge Mass., Harvard University Press, 2000, 51.
  11. M. Heidegger, L’ abbandono, Génova, Il Melangolo, 1959, 36; cfr K. A. Appiah, Cosmopolitismo. L’ etica in un mondo di estranei, Roma – Bari, Laterza, 2007.
Giovanni Cucci
Jesuita, se graduó en filosofía en la Universidad Católica de Milán. Tras estudiar Teología, se licenció en Psicología y se doctoró en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, materias que actualmente imparte en la misma Universidad. Es miembro del Colegio de Escritores de "La Civiltà Cattolica".

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