PSICOLOGÍA

La felicidad

Un sabroso anticipo de la eternidad

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Un término escurridizo y universalmente conocido

La felicidad es difícil de definir con precisión: evoca una amplia gama de sinónimos, abiertos a diferentes significados y direcciones (bienestar, satisfacción, gratificación, placer, alegría, contentamiento). Al mismo tiempo, es bien conocido por personas de todas las edades y culturas: las preguntas sobre la felicidad se entienden en todas las partes del mundo. Quienes viven en países extranjeros y conocen bien al menos dos idiomas, dan respuestas similares a los respectivos cuestionarios, aunque los modismos sean muy diferentes (por ejemplo, inglés y chino). La misma situación se da en los países en los que se hablan varias lenguas, como Suiza: si se formulan en italiano, francés o alemán, las respuestas no muestran diferencias significativas[1]. No es la cultura ni el idioma lo que marca la diferencia.

Otro elemento común encontrado es que la felicidad no está a nuestra disposición, no es un producto de nuestras manos: sólo se puede acoger cuando aparece en el momento más inesperado. Por eso se ha comparado la felicidad con una mariposa, que se escapa de las garras de quienes la persiguen, para posarse en nosotros cuando estamos tranquilos. Por su carácter esquivo, los antiguos llamaban a la felicidad eudaimonia, obra de un «demonio bueno»: habla de una dimensión superior al hombre, de la que este no es la medida, pero que es capaz de reconocer y acoger.

Aristóteles identificó la felicidad con la contemplación, porque en esta actividad el hombre participa de la propia vida de Dios. Para el filósofo griego, la alegría que se deriva de ello no es comparable a ninguna otra experiencia de la que sea capaz el hombre: «Y una vida de esta clase sería superior a la medida humana, pues no vivirá de esta manera en tanto que es un hombre, sino en tanto que hay en él un algo divino»[2]. Toda actividad es una forma de alcanzar esta plenitud, que es el verdadero motor que la acompaña constantemente y le permite a uno sentirse vivo, realizado. Ignacio de Loyola llamaba a esta meta final «sentir y gustar las cosas por dentro» (Ejercicios Espirituales, nº 2).

La dimensión contemplativa de la felicidad

Sin embargo, es importante no malinterpretar este término, como si estuviera reservado a una pequeña comunidad de ermitaños o como si fomentara la pasividad en detrimento de la acción. La contemplación no disminuye la actividad, sino que la lleva a su plenitud, dando un rasgo de alegría y belleza a lo realizado. El propio Marx, que criticó fuertemente la dimensión contemplativa del filosofar, en las pocas alusiones que dedicó a la futura sociedad sin clases, y sin alienación, utiliza términos relacionados con la plenitud y la gratuidad de la existencia: «En la sociedad comunista, en la que cada persona no tiene una esfera de actividad exclusiva, sino que puede perfeccionarse en cualquier rama a su antojo, la sociedad regula la producción general y precisamente así hace posible que hoy haga esto, mañana aquello, que cace por la mañana, que pesque por la tarde, que pastoree el ganado por la noche, que critique después de comer, según me apetezca; sin convertirme ni en cazador, ni en pescador, ni en pastor, ni en crítico»[3]. A pesar de esto, Marx teorizó una sociedad desprovista de espacios contemplativos y centrada únicamente en la producción, una sociedad que resultó ser inhumana.

La contemplación no se opone a la acción, sino que es su máxima expresión, permitiendo estar plenamente vivo. El psicólogo A. Maslow llama a estos momentos experiencias cumbre, en las que el tiempo se detiene, la existencia se percibe en su belleza y el Absoluto se revela, invistiendo al sujeto. Hay una profunda alegría, combinada con la sorpresa y el asombro, junto con un sentimiento de gratitud por un regalo tan inesperado. Como resultado, la persona se vuelve más tolerante, más indulgente, más empática y más receptiva al sufrimiento y a las dificultades[4]. El término experiencias cumbre puede abarcar una gama fenomenológica muy variada de acontecimientos, como la poesía, la inspiración literaria, una obra de arte, un logro excelente, un récord deportivo, un estado místico. Incluso la propia profesión puede vivirse así, no como un simple medio para sobrevivir o ganar dinero, sino como algo excelente en lo que se experimenta una especie de plenitud.

La contemplación tampoco es un momento de aislamiento, sino que es plenitud de comunicación y relación. Pensemos en la espléndida descripción de la experiencia de Agustín y su madre Mónica en Ostia[5]. Quienes experimentan esos momentos no tienen la impresión de estar inertes, sino que, por el contrario, los consideran los más intensos de su vida.

La contemplación, en el sentido especificado anteriormente, es por tanto lo más parecido a la felicidad. Una felicidad que nos habla del Infinito, como meta final de nuestra búsqueda de la plenitud: «Nuestro intelecto en el entendimiento se extiende hasta el infinito: un signo de ello es el hecho de que, dada cualquier extensión finita, nuestro intelecto es capaz de pensar en una mayor. Ahora bien, esta apertura de nuestra inteligencia al infinito sería vana si no hubiera una realidad infinita que conocer». (Summa contra Gentiles, I, cap. 43). Esta plenitud puede experimentarse de forma fragmentaria, como en un espejo, diría San Pablo. Como había señalado Aristóteles, se trata de momentos breves e intermitentes; la felicidad sólo puede ser plena y completa después de la muerte: «En ese estado de beatitud la mente humana estará unida a Dios por una operación única, continua y eterna» (Summa Theol., I-II, q. 3, a. 2, ad 4um; cf. Summa contra Gentiles, III, capítulos 25; 37; 39; 48).

Todo ello está en consonancia con la concepción antigua de la «virtud», recogida por Santo Tomás, considerada como una forma anticipada de beatitud (cf. Summa Theol., I-II, q. 5, a. 5), una excelencia practicada que permite vivir plenamente y disfrutar de lo que se hace[6]. Los que llevan una existencia plena (feliz) no sólo viven bien, sino que, en general, viven más tiempo. En una encuesta realizada a 180 religiosas de entre 20 y 30 años, se observó que el 75% de las que manifestaron su satisfacción tenían una esperanza de vida media superior a los 80 años, cifra que sólo alcanzó el 35% del grupo que se consideraba infeliz en general. La conciencia de vivir bien, de estar satisfecho con la propia vida, repercute en la salud y la longevidad, porque refuerza el sistema inmunitario y fomenta la resiliencia, la capacidad de afrontar activamente las dificultades[7].

La desaparición de la felicidad

La Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América establece por primera vez en forma legal que la búsqueda de la felicidad es un derecho inalienable de todo hombre[8]. Pero cuando uno se preocupa de poner un derecho o un valor sobre el papel, es porque ya no forma parte habitual del imaginario de las personas: «La felicidad se parece un poco al amor: si llegas a preguntarte si estás enamorado o no, lo más probable es que no lo estés»[9]. La edad moderna ha intentado hacer de la felicidad un derecho al alcance de todos; y así ha ido retrocediendo en su horizonte, incluso especulativo, hasta disolverse. Tal tema no tiene cabida en el nuevo conocimiento, que investiga la psique humana con rigor científico: para Freud, la característica peculiar de la civilización es precisamente la renuncia a la felicidad para obtener seguridad[10].

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Esta exclusión también la registra la filosofía moderna que, a diferencia de los antiguos, no parece interesarse por la felicidad, considerada una vana ilusión. Como señalan Fulvia de Luise y Giuseppe Farinetti al introducir su investigación sobre este tema: «Si tuviéramos que definir el lugar de la idea de felicidad en la cultura contemporánea, nos sentiríamos seriamente avergonzados. En el ámbito de la reflexión ético-política, el concepto parece aplanado por sus poderosos sinónimos, el placer y el interés, mientras que la obsolescencia de las pasiones y los grandes valores colectivos sugiere una actitud de tranquila aceptación de la infelicidad»[11].

Si la felicidad está relacionada con el «buen demonio» y el deseo de lo eterno, se puede entender que su papel sea marginal en el curso de la modernidad, que cada vez se interesa menos por todo lo que pueda ir más allá del ámbito de la verificabilidad empírica. El abandono de la perspectiva trascendente trae consigo también la pérdida de temas esencialmente ligados a ella, como la plenitud de la vida, la espiritualidad, la belleza, para revelar cada vez más la incomodidad, la visión enferma del ser humano, reducido a una máquina que hay que programar. La entrada «Philosophe» de la Encyclopédie es significativa a este respecto: «El filósofo […] es un reloj que se da cuerda a sí mismo, por así decirlo, a veces. Así, evita los objetos que pueden provocarle sentimientos que no son adecuados ni para el bienestar ni para ser razonable»[12].

Los acontecimientos posteriores han demostrado el fracaso de este proyecto: el hombre, aunque sea filósofo, no puede darse cuerda a sí mismo, no puede darse la felicidad en la tierra. La mayor cantidad de conocimientos y posibilidades disponibles, de los que la Enciclopedia se ha convertido en portavoz, no ha aumentado el bienestar del hombre. Las sociedades occidentales han logrado enormes avances en comparación con hace 50 años en muchos aspectos: longevidad, esperanza de vida, posibilidades de alimentación, atención médica, acceso a la educación, libertad de movimiento, difusión generalizada de derechos.

A pesar de ello, el porcentaje de infelicidad percibida ha aumentado considerablemente. En los últimos 50 años, la depresión se ha multiplicado por 10; mientras que el primer episodio solía producirse en torno a los 30 años, ahora aparece a los 13. El aumento de la riqueza no ha hecho más feliz a la gente, pero la carrera por el bienestar económico sigue siendo un mantra incuestionable, sordo a toda negación[13].

Felicidad y tristeza

Otra razón por la que parece más difícil hablar de la felicidad, y de la posibilidad de alcanzarla, es que hemos intentado eliminar su imagen especular: la tristeza[14]. Tal era el deseo del autor de la entrada de la Encyclopédie mencionada anteriormente. Pero, en realidad, la tristeza y la felicidad están unidas, y la pérdida de una lleva a la pérdida de la otra.

Una lección importante a este respecto nos llega de la literatura de ciencia ficción, por medio de la novela de A. Huxley, El mundo feliz, que imagina un mundo en el que la tecnología permite realizar cualquier deseo, acceder a una extraordinaria abundancia de bienes que garantizan el bienestar. El aumento del nivel de vida se pagará con la supresión de la variedad, de las características personales, lo que conducirá a una dictadura tecnológica. Al Gobernador/Dictador de El mundo feliz, que ha sustituido los sentimientos por sucedáneos para eliminar cualquier posible inconveniente, el Salvaje le responde: «Pero me encantan los inconvenientes». «A nosotros no», dice el Gobernador. «Preferimos hacer las cosas con toda comodidad». «Pero no quiero comodidad. Quiero a Dios, quiero poesía, quiero peligro real, quiero libertad, quiero bondad. Quiero el pecado». «En resumen», dice Mustafa Mond, «reclamas el derecho a ser infeliz». «Pues sí», dijo el Salvaje en tono desafiante, «reclamo el derecho a ser infeliz»[15].

Del mismo modo, R. Nozick, un filósofo político, planteó la hipótesis de la creación de una máquina capaz de proporcionar sensaciones placenteras a demanda. Sin embargo, en lugar de experimentar alegría, «conectarse a la máquina es una especie de suicidio […]. No hay un contacto verdadero con ninguna realidad más profunda, por mucho que podamos simular la experiencia. La máquina no satisface nuestro deseo de ser de una determinada manera»[16]. Una situación placentera pero artificial acaba por apagar el gusto por la vida.

En la misma perspectiva, se pueden considerar las numerosas propuestas utópicas de sociedades perfectas, en el plano político, social y administrativo, configuradas según criterios meramente horizontales, desprovistos de idealidad[17]. La utopía habla de una apertura, de una indeterminación que se opone a la mera planificación, para permitir al ser humano alcanzar sus más altas posibilidades: no es casualidad que la palabra «utopía» tenga un significado a la vez positivo y negativo («buen lugar», y «lugar que no existe»), y el vocabulario del cuaderno de Tomás Moro habla de la ciudad de la Utopía en términos indeterminados, como algo que no está disponible, pero que al mismo tiempo anima la búsqueda del lugar perfecto. La ciudad de Utopía se llamaba antiguamente Abraxa («no mojada por la lluvia»); el río que la atraviesa se llama Anidro («río sin agua»); la capital se llama Amauroto («desconocida y oscura»); el magistrado supremo se llama Ademo («el que no tiene pueblo»). La tensión hacia la sociedad perfecta debe entenderse siempre in negativo, como una tensión, no como algo que pueda traducirse en un diseño preciso e inmediato, y sobre todo no es algo que se posea de una vez por todas[18].

La búsqueda de un bienestar meramente material, además de anular las características más propias del ser humano, subestima los problemas fundamentales de la vida, que no pueden encontrar ninguna «solución final» técnica. En este sentido, es significativa la respuesta de Benedicto XVI al libro de Odifreddi, Caro papa ti scrivo, en el que «el matemático impertinente» propone sustituir las religiones por una hipotética religión científica: «En su religión de las matemáticas, tres temas fundamentales de la existencia humana quedan sin considerar: la libertad, el amor y el mal. Me sorprende que pueda descartar la libertad con una sola palabra, aunque haya sido, y siga siendo, el valor fundamental de la era moderna. El amor no aparece en su libro, y tampoco hay información sobre el mal. Independientemente de lo que la neurobiología pueda decir o no sobre la libertad, en el drama real de nuestra historia está presente como una realidad determinante y debe ser tenida en cuenta. Sin embargo, su religión matemática no tiene ninguna información sobre el mal. Una religión que deja de lado estas cuestiones fundamentales está vacía»[19].

El retorno de la felicidad

La felicidad ha vuelto a aparecer recientemente: los que la han estudiado han observado que puede remontarse a aspectos fundamentales de la existencia, como la creatividad, las ganas de vivir, la calidad y profundidad de las relaciones, la capacidad de afrontar con éxito las situaciones de estrés (resiliencia), la autoestima, pero también la salud, el descanso, el apetito y el cultivo de los intereses. El primer estudio sistemático de este tipo no apareció hasta 2004, de la mano de dos miembros de la llamada «psicología positiva», Christopher Peterson y Martin Seligman. Recogiendo la literatura sobre el tema, especialmente de carácter filosófico y religioso, esbozaron una serie de fortalezas – explicitan 24 de ellas – capaces de hacer más bella la existencia y más estable a la persona, fortaleciendo su carácter. El término carácter (ethiké) para los antiguos era también el significado original de la disciplina filosófica llamada «ética».

En línea con el pensamiento filosófico clásico, Peterson y Seligman ponen en primer plano las virtudes exploradas por Aristóteles y Tomás: sabiduría, valor, amor, justicia, templanza, trascendencia[20]. Son cualidades cultivadas por la persona a lo largo del tiempo, a través de la educación, las relaciones afectivamente relevantes, la vida en comunidad y el desarrollo sano y armonioso. Si un niño crece en un matrimonio estable y afectivamente rico, muestra una indudable ventaja en términos de cognición, escolarización, atención, aprendizaje e intereses, así como en la capacidad de convivir con sus compañeros de forma respetuosa y no violenta[21].

La dimensión comunitaria de la felicidad

Entre las principales características de la felicidad, se menciona sobre todo el amor, en particular la posibilidad de vivir relaciones afectivas duraderas y estables, gracias a la presencia de comunidades de referencia relevantes, empezando por la familia y las comunidades religiosas. Cuando se indagó en los grupos y a las personas que estaban satisfechas con su vida, surgieron una serie de características constantes: las relaciones familiares, la economía, la profesión, los amigos, la salud, seguidas de los valores y la libertad[22].

También en este aspecto, desgraciadamente, hay un creciente individualismo en Occidente, que nunca se cuestiona realmente. El desmoronamiento del sentido de comunidad lleva así a evaluar un fracaso, un obstáculo o la propia sensación de limitación como algo catastrófico que hace que la vida ya no merezca la pena. El asombroso aumento del suicidio juvenil parece estar vinculado a este comentario interno global, que carece de puntos de referencia que no sean los propios sentimientos subjetivos: «Como las instituciones más amplias y benévolas (religión, nación y familia) ya no tienen ningún valor hoy en día, los fracasos personales parecen catastróficos […]. En cambio, cuando son las instituciones más amplias las que dirigen la vida, cualquier fallo personal parece menos duradero y generalizado. En la medida en que hoy es difícil para los jóvenes creer en la religión, cumplir con sus deberes para con su país o formar parte de una familia extensa estable, también es difícil dar sentido a la vida. El yo es un terreno muy pobre para la búsqueda del sentido de la vida»[23]. Esto empobrece lo que R. Putnam llama «capital social»[24], la red de relaciones e intereses que son la base de la vida comunitaria y que permiten expresar el mayor potencial, pero sobre todo transmitirlo a las generaciones siguientes.

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De ahí el aumento de la soledad y la tendencia a identificarse con un único papel (principalmente el de la profesión), que no puede dar por sí mismo plenitud de vida y que, si entra en crisis, corre el riesgo de abrumar toda la existencia de la persona. Umberto Eco afirmaba con razón que el individualismo exasperado lleva necesariamente a considerar la felicidad como un espejismo ilusorio: «La idea de la felicidad nos hace pensar siempre en nuestra propia felicidad personal, raramente en la del género humano, y de hecho a menudo nos vemos inducidos a preocuparnos muy poco por la felicidad de los demás para perseguir la nuestra […]. Esta idea de felicidad impregna el mundo de la publicidad y el consumo, donde cada propuesta aparece como una llamada a la vida feliz, la crema para reafirmar la cara, el detergente que por fin elimina todas las manchas, el sofá a mitad de precio, el trago amargo después de la tormenta, la lata de carne alrededor de la cual se reúne la familia feliz, el coche bonito y barato y pañuelos que te permitirán subir al ascensor sin preocuparte por las narices de los demás. Rara vez pensamos en la felicidad cuando votamos o enviamos a un niño a la escuela, sino sólo cuando compramos cosas inútiles, y pensamos que con ello hemos satisfecho nuestro derecho a la búsqueda de la felicidad»[25].

La reflexión sobre la felicidad pone así en cuestión algunos de los axiomas básicos de las sociedades actuales: la riqueza, el individualismo, la carrera por el éxito, la acumulación. La dimensión comunitaria de la felicidad rechaza su evaluación en términos de propiedad personal o de bienes de consumo. La dimensión relacional y afectiva es indispensable para la felicidad, precisamente porque pertenece a la categoría de lo gratuito, de lo «sin precio» (P. Ricœur)[26]: cuando tiende a comercializarse (como en la sexualidad reducida a mercancía), se pervierte, convirtiéndose en fuente de malestar.

Las sociedades más «primitivas» en términos tecnológicos, pero más sólidas y sanas en términos humanos, no sienten el «malestar en la cultura» señalado por Freud. La comunidad Amish, que vive a pocos kilómetros de Filadelfia, tiene diez veces menos depresión que los habitantes de esa ciudad[27]. La misma situación se desprende de un estudio realizado entre las tribus de Nueva Guinea: en estas poblaciones la fenomenología de la depresión estaba de hecho ausente. Las razones de esta ausencia eran principalmente la cooperación social y la fuerza de los lazos afectivos: el sentimiento de comunidad es una fuerte protección contra las dificultades de la vida[28].

«Hay más alegría en dar que en recibir»

La reflexión sobre la felicidad vuelve a proponer así verdades antiguas y desatendidas. La plenitud de la vida se alcanza cuando uno no la busca directamente, cuando, en otras palabras, uno se ha olvidado de sí mismo y de sus propios problemas para dirigirse a los demás, gratuitamente. Es una de las lecciones más importantes del altruismo: «Se dice que Warden Duffy (un personaje mítico de la prisión de San Quentin) dijo que la mejor manera de ayudar a un hombre es dejar que te ayude. La gente necesita sentirse útil»[29]. Las dificultades personales no se olvidan, pero el hecho de sentirse importante para alguien da paso a una actitud diferente ante la vida, más proactiva y menos victimista, experimentando una especie de plenitud vital sin precedentes.

«Hay más alegría en dar que en recibir» (Hch 20:35). La gratuidad implícita en este gesto invita al otro a abrirse y dar lo mejor de sí mismo. La paradoja del regalo expresa la paradoja de la felicidad, que se ha observado repetidamente: sólo puede llegar en exceso. Cuando das a alguien, experimentas una satisfacción que no se puede comparar con ninguna ganancia material: la alegría de dar no tiene comparación.

Kierkegaard señaló al respecto: «La puerta de la felicidad se abre hacia fuera; quien intenta forzarla en sentido contrario acaba por cerrarla aún más». Cuanto más intentamos poseer la felicidad, más esquiva e inalcanzable se vuelve. Ésta es la parábola de nuestro tiempo, que se preocupa demasiado por sí mismo y por su propio bienestar, descubriéndose cada vez más triste e incapaz de vivir. Como en el caso de la conquista de Jericó (cf. Js 6,1-22), la felicidad llega cuando uno se ocupa de otra cosa que cautiva el corazón; llega, además, como un don gratuito.

  1. Cfr R. Veenhoven, «Freedom and happiness: A comparative study in 46 nations in the early 1990’s», en E. Diener – E. M. Suh (eds), Culture and subjective well-being, Cambridge (MA), MIT Press, 2000, 257-288. Desde el enfoque filosófico se puede tomar la definición de E. Berti: «La felicidad consiste en la plena realización de sí, de las propias capacidades, de las propias dimensiones humanas, tanto espirituales como materiales, tanto individuales como sociales» (E. Berti, «Il problema dell’etica oggi: Nietzsche o Aristotele?», in Id., Nuovi studi aristotelici, IV/2. L’influenza di Aristotele. Età moderna e contemporanea, Brescia, Morcelliana, 2010, 202).

  2. Aristóteles, Ética a Nicómaco, Madrid, Alianza, 2005, X, 7, 1177b, 303.

  3. K. Marx – F. Engels, L’ideologia tedesca, Roma, Editori Riuniti, 1972, I, 24.

  4. Cfr A. Maslow, Religions, Values, and Peak-Experiences, Columbus, Ohio State University Press, 1964, 59.

  5. «cuando elevándonos con más fervoroso afecto hacia esto mismo, fuimos recorriendo sucesivamente por sus grados todas las criaturas corporales y hasta el mismo cielo, desde donde el Sol, la Luna y las estrellas envían a la Tierra su luz y resplandores. Subíamos todavía más, ya pensando interiormente en vuestras obras, ya comunicándonos uno a otro nuestros pensamientos con palabras, ya admirándonos de la excelencia de vuestras criaturas; vinimos a tratar de nuestras almas y de allí pasamos más adelante para llegar a tocar en aquella región de abundantes e indefectibles delicias, donde por toda la eternidad apacentáis a vuestros escogidos con el pábulo de la verdad infinita, donde es vida de todos los bienaventurados aquella misma Sabiduría, por la cual fueron hechas todas las cosas que al presente son, las que han sido y las que serán»; sin que ella haya sido hecha, porque es y será siempre lo que ha sido» (Agustín, s., Confesiones, X, 10, 24).

  6. « Estas características de plenitud pueden ejemplificarse con la forma en que I. Yalom, en una novela autobiográfica, describe su profesión: «Afortunado es el que ama su trabajo. Ernest se sentía afortunado, ciertamente. Más que afortunado. Bendito sea. Era un hombre que había encontrado su vocación, que podía decir: “Me expreso perfectamente, estoy a la altura de mis talentos, mis intereses, mis pasiones”. Ernest no era un hombre religioso, pero cuando abría su agenda cada mañana y veía los nombres de las ocho o nueve personas que le eran queridas y con las que iba a pasar el día, se sentía abrumado por un sentimiento que sólo podía describirse como religioso. En esos momentos sintió el más profundo deseo de dar las gracias -a alguien, a algo- por haberle guiado hacia la comprensión de su vocación» (Sul lettino di Freud, Milán, Neri Pozza, 2015, 7).

  7. Cfr D. Danner – D. Snowdon – W. Friesen, «Positive emotions in early life and longevity: findings from the nun study», en Journal of Personality and Social Psychology 80 (2001) 804-813; C. D. Ryff – B. H. Singer, «The role of emotion on pathways to positive health», en R. J. Davidson – K. R. Scherer – H. H. Goldsmith (eds), Handbook of affective sciences, New York, Oxford University Press, 2003, 1083-1104.

  8. «Sostenemos que estas verdades son evidentes: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador con ciertos derechos inalienables; que entre estos derechos están la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad» (Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América, 4 de julio de 1776).

  9. D. Nettle, Felicità. I segreti dietro al tuo sorriso, Florencia, Giunti, 2007, 17.

  10. S. Freud, Il disagio della civiltà, in Id., Opere, X, Turín, Boringhieri, 1978, 602.

  11. F. de Luise – G. Farinetti, Storia della felicità. Gli antichi e i moderni, Turín, Einaudi, 2001, XI.

  12. Entrada «Philosophe», en Encyclopédie, ou dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers, XII, Livorno, 1765, 509 s.

  13. Cfr P. Wickramaratne et Al., «Age, period and cohort effects on the risk of major depression: results from five United States communities», en Journal of Clinical Epidemiology 42 (1989) 333-343; P. M. Lewinsohn, «Age-cohort changes in the lifetime occurrence of depression and other mental disorders», en Journal of Abnormal Psychology 102 (1993) 110-120; R. Layard, Felicità. La nuova scienza del benessere comune, Milán, Rizzoli, 2005, 52.

  14. Cfr G. Cucci, «La tristezza. I preziosi insegnamenti di questo sentimento», en Civ. Catt. 2017 I 133-146.

  15. A. Huxley, Il mondo nuovo, Milán, Mondadori, 1971, 135.

  16. R. Nozick, Anarchia, stato e utopia, Milano, il Saggiatore, 2008, 64; cfr G. Samek Lodovici, L’ utilità del bene: Jeremy Bentham, l’utilitarismo e il consequenzialismo, Milán, Vita e Pensiero, 2004, 206.

  17. Es significativa la conclusión de Utopía, refiriéndose a los gobernantes de la época: «Estos hombres innobles y malvados, una vez que han repartido entre ellos, con insaciable avaricia, lo que sería suficiente para todos, ¿cuán lejos están de la felicidad de los utopistas?» (T. Moro, Utopia. Lo Stato perfetto, ovvero l’isola che non c’è, in www.culturaesvago.com/ 69).

  18. Cfr T. Moro, Utopia…, cit., 26-31; V. Melchiorre, La coscienza utopica, Milán, Vita e Pensiero, 1970, 7-21.

  19. www.repubblica.it/la-repubblica-delle-idee/societa/2013/09/24/news/­lettera_ratzinger_a_odifreddi-67140416

  20. Cfr N. Park – Ch. Peterson – M. Seligman, «Strengths of character and well-being», en Journal of Social and Clinical Psychology 23 (2004) 603-619, qui 605 s; Ch. Peterson – M. Seligman, Character strengths and virtues: A handbook and classification, Washington, American Psychological Association, 2004, 31.

  21. Cfr I. Boniwell, La scienza della felicità. Introduzione alla psicologia positiva, Bolonia, il Mulino, 2016, 123; M. Seligman, Authentic Happiness: Using the New Positive Psychology to Realize Your Potential for Lasting Fulfillment, New York, The Free Press, 2002, 188.

  22. Cfr R. Layard, Felicità…, cit., 84.

  23. M. Seligman, Imparare l’ottimismo, Florencia, Giunti, 2015, 370 s.

  24. R. Putnam, Bowling Alone: The Collapse and Revival of American Community, New York, Simon & Schuster, 2000, 332; cfr Id., Better Together: Restoring the American Community, ivi, 2003; G. Samek Lodovici, La felicità del bene, Milán, Vita e Pensiero, 2007, 183.

  25. U. Eco, «Il diritto alla felicità», en L’ Espresso, 26 de marzo de 2014.

  26. P. Ricœur, Percorsi del riconoscimento, Milán, Cortina, 2005, 272; G. Salvini, «Il malessere nella società del benessere», en Civ. Catt. 2006 II 332-344.

  27. Cfr J. Egeland – A. Hostetter, «Amish Study, I: Affective disorders among the Amish 1976-1980», en American Journal of Psychiatry 140 (1983) 56-61.

  28. E. Schieffelin, «The cultural analysis of depressive affect: an example from New Guinea», en A. Kleinman – B. Good (eds), Culture and depression: Studies in the anthropology and cross-cultural psychiatry of affect and disorder, Berkeley, University of California Press, 1985, 101-133.

  29. . Yalom, Teoria e pratica della psicoterapia di gruppo, Turín, Boringhieri, 1997, 30. Para profundizar, cfr G. Cucci, Altruismo e gratuità. I due polmoni della vita, Asís (Pg), Cittadella, 2015.

Giovanni Cucci
Jesuita, se graduó en filosofía en la Universidad Católica de Milán. Tras estudiar Teología, se licenció en Psicología y se doctoró en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, materias que actualmente imparte en la misma Universidad. Es miembro del Colegio de Escritores de "La Civiltà Cattolica".

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