PSICOLOGÍA

La tristeza. Un sentimiento valioso

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Un sentimiento censurado

La tristeza, con su gran cúmulo de sinónimos, difíciles de separar con precisión (aburrimiento, angustia, depresión), no es ciertamente un sentimiento deseable o atractivo. Nunca lo ha sido, aunque se le haya tenido cierta estima en los círculos literarios y filosóficos (piénsese en el Spleen, la tristeza meditativa o la melancolía, del Romanticismo y el decadentismo, o en la angustia de Heidegger como cifra de la existencia humana) y, en general, haya influido en toda la historia de la cultura y la investigación médica en Occidente[1].

Desde la Segunda Guerra Mundial, tal vez con la intención de dejar atrás los horrores de lo ocurrido, se ha intentado eliminar la tristeza para proponer una visión de la existencia bajo la bandera de la serenidad perfecta. Sin embargo, la tristeza forma parte de la vida y nos ayuda a captar la riqueza de sus matices; también contiene valiosas lecciones para vivir bien. Tratar de suprimirla sería como eliminar la noche del curso del día: eliminar la tristeza significa excluir la posibilidad de acceder a los sentimientos y actitudes especulares, como la alegría, la paz, la creatividad y el gusto de vivir.

El propio arte nos recuerda esta necesidad. Piense en el juego de claroscuros que, por ejemplo, caracteriza la Vocación de San Mateo de Caravaggio: cuando se eliminan los colores oscuros (una operación que puede realizarse fácilmente en un ordenador), el efecto final es horrible: resulta imposible captar la belleza y la profundidad dramática del acontecimiento que cambió la vida del recaudador de impuestos para siempre.

La tristeza como enfermedad

En 2007 se publicó en Estados Unidos un estudio titulado La pérdida de la tristeza[2]. Se ha observado una preocupante tendencia a confundir la tristeza motivada (tristeza con causa) con la depresión (tristeza sin causa). Mientras que la segunda necesita ser tratada, incluso con medicamentos, la primera es importante para una vida humana sana y rica. Por desgracia, esta tendencia se ha acentuado en los últimos años.

En el ámbito de la psicología y la psiquiatría, el ejemplo más emblemático viene dado por la última edición (la quinta) del texto de referencia más autorizado para la salud mental, el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-5), publicado en 2013[3]. Ha terminado por patologizar los comportamientos y las tendencias que expresan tristeza, prescribiendo un tratamiento desde la infancia (algo que las ediciones anteriores nunca habían hecho). Pero esto devaluó aspectos fundamentales e incuantificables de la vida humana, como las relaciones interpersonales (y la propia relación médico/paciente), los sentimientos, todo lo que tiene que ver con la dimensión subjetiva e irrepetible del ser humano, presentando una imagen cada vez más enferma del hombre.

Desde este punto de vista, es significativa la trayectoria de las distintas ediciones de este texto. La primera edición del DSM (1952) clasificaba 106 trastornos, presentados en otras tantas páginas. La cuarta edición de 1994 (ligeramente revisada en 2000) recogía 297 trastornos en un volumen de 886 páginas. La quinta edición tiene 1.168 páginas, y se enumeran más de 400 trastornos, entre ellos la tristeza. El DSM-5 ya no distingue entre tristeza y depresión, eliminando así una amplia gama de situaciones en las que es correcto y saludable sentir tristeza. Por ejemplo, la reacción a la pérdida de un ser querido o a un acontecimiento trágico: sentirse triste es un signo de una personalidad sana, capaz de expresar afecto. A diferencia de las ediciones anteriores, el duelo ya no es un criterio de exclusión para el diagnóstico de depresión mayor en el DSM-5. Cualquier persona que experimente tristeza en estos casos debe ser considerada una persona enferma y, por tanto, debe ser tratada.

El psiquiatra A. Frances, que editó la anterior edición del DSM, está preocupada por la tendencia a tomar fármacos para deshacerse de los sentimientos desagradables: «Nos estamos convirtiendo en una sociedad que toma pastillas. Uno de cada cinco adultos estadounidenses utiliza al menos un fármaco para problemas psiquiátricos; el 11% de todos los adultos tomaron un antidepresivo en 2010; casi el 4% de los niños estadounidenses utilizan estimulantes, mientras que el 4% de los adolescentes toman antidepresivos; el 25% de los residentes en residencias de ancianos reciben antipsicóticos […]. El 6% de la población estadounidense es adicta a los medicamentos recetados regularmente, los ingresos en urgencias y las muertes debidas a estas drogas superan a las causadas por las drogas ilegales de la calle […]. Un número increíble de soldados, 110.000, toman al menos una droga psicotrópica, muchos más de una, mientras que cientos mueren por sobredosis cada año»[4].

Pero sobre todo, continúa Frances, el DSM-5 ha intentado introducir una especie de «psiquiatría preventiva». Este es el aspecto más peligroso e invasivo de esta tendencia, que puede conducir a daños mucho más graves, etiquetando con demasiada facilidad a la persona como enferma e incapaz: «¿Estamos afligidos? Luego tenemos el Trastorno Depresivo Mayor. ¿Tenemos problemas de salud física? Esto se convierte en un Trastorno de Síntomas Somáticos. ¿Me cuesta recordar cosas ahora que tengo 71 años? Eso se convierte en un Trastorno Cognitivo Menor. Mi tendencia a comer todas esas galletas y lo que haya en la mesa se convierte en un Trastorno por Atracón Compulsivo; mis díscolos nietos sufren un Trastorno de Temperamento Irregular. Las definiciones de los trastornos se han relajado, lo que facilita que se etiquete a las personas normales»[5].

Intentar adormecer el psiquismo con drogas para conseguir una serenidad artificial y «a la medida» puede tener graves consecuencias para la salud mental, distrayéndonos del esfuerzo de buscar puntos de referencia indispensables para una vida sana, como la familia, los afectos, las relaciones, la actividad física, los pasatiempos, la lectura y las actividades al servicio de los más necesitados: «Superar los problemas de forma personal normaliza la situación, nos ayuda a adquirir nuevas habilidades y nos acerca a las personas que pueden ayudarnos […]. La capacidad de experimentar dolor psicológico tiene un gran poder de adaptación y sirve para lo mismo que el dolor físico: señala que algo ha ido mal. Al convertir el dolor psicológico en un trastorno mental, terminamos por cambiarnos radicalmente a nosotros mismos […]. Si no podemos soportar la tristeza, tampoco podemos ser felices»[6]. Los medicamentos son ciertamente una ayuda para los trastornos psiquiátricos, que en el caso de Frances se sitúan, sin embargo, entre el 5 y el 10% de la población, un rango muy inferior a los criterios de diagnóstico sugeridos por el DSM-5.

Y, sin embargo, a pesar de las numerosas y serias objeciones de gran parte del mundo psiquiátrico, incluido el de Estados Unidos, el DSM-5 se publicó, no obstante, en mayo de 2013. En aquella ocasión, el presidente de la Asociación Americana de Psiquiatría (APA), en una entrevista personal con Frances, reconoció que el texto contenía demasiadas lagunas y aspectos problemáticos que mermaban seriamente su fiabilidad; sin embargo, dado el enorme coste incurrido hasta el momento (25 millones de dólares, frente a los 5 millones del DSM-4), era de hecho imposible posponer su publicación[7].

Detrás de este enfoque «técnico» de la angustia hay, obviamente, enormes intereses económicos, sobre todo por parte de las empresas farmacéuticas: solo la venta de antipsicóticos (que suponen el 6% de todos los fármacos vendidos) registró en 2011 unos ingresos de más de 18.000 millones de dólares: 11.000 millones para los antidepresivos y 8.000 millones para tratar el Trastorno por Déficit de Atención. En 2015 se gastaron 425.000 millones de dólares en medicamentos en Estados Unidos, un 8,5 % más que en 2014[8]. En un periodo de 10 años (1987-97), el número de pacientes deprimidos aumentó un 300%; se calcula que la depresión es la principal causa de discapacidad entre las personas de 15 a 40 años, con un coste de 43.000 millones de dólares al año en asistencia sanitaria[9]. Esto significa que, además de la atención sanitaria, quienes estén realmente deprimidos pagarán el precio, ya que se les privará de los fondos y recursos que necesitan para ser tratados adecuadamente.

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En 2012, 29 psiquiatras británicos firmaron un texto conjunto en el que denunciaban la deriva farmacológica de la salud mental, en detrimento de las relaciones personales[10]. En Estados Unidos, muchos psiquiatras abandonaron la redacción del DSM-5, acusando a la APA de haberse convertido en una asociación política, controlada por las empresas farmacéuticas (que también financian la formación y la investigación científica de los psiquiatras) y movida por intereses económicos e ideológicos que dejan poco margen a la investigación y a la libertad de expresión: a quienes expresan opiniones diferentes, el Instituto Nacional de Salud Mental (NIMH) les puede retirar la financiación y las subvenciones o se arriesgan a ser acusados e inhabilitados para ejercer la profesión[11].

Ninguna edición anterior ha registrado una disidencia tan fuerte, y la extrema diversidad de evaluaciones que contiene desmiente radicalmente la aséptica objetividad de la que el Manual quiere ser portavoz[12].

La marginación cultural de la tristeza

Este cambio de rumbo no sólo está relacionado con la psiquiatría, sino que refleja un clima cultural más general, que puede ejemplificarse con una famosa obra de A. Miller, Muerte de un viajante. El protagonista, Willy Loman, a pesar de sus constantes esfuerzos, se encuentra sin trabajo, en constante conflicto con su mujer e hijos, por lo que decide simular un accidente de coche en el que pierde la vida, para que la familia pueda beneficiarse del dinero del seguro. Cuando apareció por primera vez en 1949, los espectadores y los críticos la consideraron un símbolo del sufrimiento de quienes habían intentado en vano perseguir el sueño americano de riqueza, bienestar y reconocimiento. En 1999, 50 años después, las reacciones a la historia fueron completamente diferentes: un editorial del New York Times invitaba al protagonista a tomar Prozac. Esto provocó las protestas del autor. Miller señaló que su personaje no estaba deprimido, sino triste, y que tenía toda la razón para estarlo, ya que la causa de su sufrimiento no era psicológica, sino económica y social[13].

A nivel religioso, las propuestas de serenidad perfecta también han tenido mucho éxito. El New Age es una de las más famosas: sólo en 1988 aparecieron en EE.UU. más de 18.000 nuevos títulos pertenecientes al género de la llamada «literatura transformadora», vinculada al bienestar interior y a la armonía del «hágalo usted mismo». En Italia, la novela La profezia di Celestino se publicó cinco veces entre septiembre y diciembre de 1994. Esta imagen también ha sido propuesta a nivel cinematográfico por importantes directores como S. Spielberg, en cuyas producciones predomina la búsqueda de la armonía perfecta y un sueño por realizar, el sueño de la nueva era de Acuario: piénsese en Encuentros cercanos del tercer tipo o en la serie dedicada a Indiana Jones o en la película de Oliver Stone sobre Jim Morrison[14]. Ciertamente no es malo apuntar a lo que puede contribuir al bienestar; se vuelve problemático cuando se quiere implementar censurando otros aspectos esenciales del ser humano y de la existencia.

La misma tendencia se ha observado en el ámbito terapéutico, especialmente desde los años 60. B. Rosenthal introdujo el término «opiatismo» para designar a los grupos que pretenden escapar de las situaciones y dificultades de la vida ordinaria ofreciendo gratificaciones económicas. Este tipo de experiencias, como la de reunirse con grupos los fines de semana en un lugar agradable y relajante, lejos de la ciudad y de las ocupaciones «alienantes», son en última instancia poco útiles, porque evitan la confrontación, idealizan una situación artificial y conducen a la separación del aspecto cognitivo del afectivo[15].

Rosenthal reconoce que estas formas de asociación han llevado a la liberación de potencialidades emocionales y relacionales que son positivas en sí mismas, pero que han acabado adquiriendo un sentido «opiáceo», convirtiéndose en un calmante anestésico de la ansiedad y la frustración, acentuando la sensación de aislamiento de la sociedad y, en última instancia, impidiendo la realización de cambios importantes y necesarios en la propia vida.

Otro signo preocupante de la marginación de la tristeza es la creciente difusión entre adolescentes y jóvenes de la alexitimia, es decir, la incapacidad de reconocer y expresar la propia experiencia afectiva, una situación de frialdad y superficialidad crónicas. Esta condición de anafectividad puede llevar a que se produzcan graves daños a uno mismo. Numerosos casos de prostitución de menores pertenecientes a familias de clase media/alta demuestran que en la mayoría de los casos se trata de adolescentes que padecen alexitimia, incapaces de percibir las consecuencias destructivas de la promiscuidad sexual.

Además de los fármacos, el alcohol y las drogas están cada vez más extendidos y se fomentan públicamente como formas de compensar el vacío interior y la tristeza de la vida.

Los refugios virtuales

La tendencia a la anafectividad puede verse alimentada por la revolución digital, que ha revelado, junto con un indudable abanico de posibilidades y recursos, nuevas formas de trampas mentales. La enorme oferta de las redes sociales también puede ser una forma de escapar de la tristeza y de la incapacidad de estar solo. Ya se ha señalado que la dimensión corpórea es indispensable para la verdad de las relaciones, especialmente para la capacidad de reconocer y expresar los sentimientos[16]. Las investigaciones llevadas a cabo sobre este tema entre los estudiantes universitarios revelan una preocupante falta de capacidades empáticas (para reconocer y comprender un estado de ánimo diferente al propio), vinculada en particular a la gran cantidad de tiempo que se dedica a los medios digitales. Se consideran una forma de escapar de sentimientos desagradables, como la soledad y la tristeza.

S. Turkle lleva muchos años estudiando el tema de la comunicación en las redes sociales, sobre todo entre los jóvenes y adolescentes. En su última investigación confiesa con asombro que la mayoría de los entrevistados nunca hablan de un «interés» o «deseo» de aumentar sus relaciones. Por eso, navegar por la red acaba convirtiéndose en una huida de la realidad, en primer lugar de uno mismo: «El aburrimiento y la ansiedad son señales que empujan a una mayor participación en la realidad de las cosas, no a escapar de ella […]. En general, la experiencia del aburrimiento está directamente relacionada con la creatividad y la innovación»[17].

Además, cuanto más se intenta encubrir las propias vulnerabilidades, más se es víctima de ellas de forma más oculta pero también más profunda, siendo presa de una tristeza generalizada y constante. Es el caso, por ejemplo, de la alarmante difusión de las «pasiones tristes», por tomar el título de la exitosa investigación de M. Benasayag y G. Schmit, signo de un grave sufrimiento interior, de un profundo y complejo malestar. Las «pasiones tristes» (como las llamaba Spinoza) expresan un malestar existencial, «no es la pena ni las lágrimas, sino la impotencia, la desintegración y la falta de sentido, lo que hace de la crisis actual algo diferente de las demás […], es una crisis de los fundamentos mismos de nuestra civilización»[18]. El aburrimiento, la tristeza y la soledad son, sin duda, fuentes de sufrimiento, pero también son la puerta de entrada a las posibilidades más elevadas del ser, como la creatividad, la verdad de sí mismos, la empatía y la compasión. Podemos ser creativos cuando no negamos nuestra vulnerabilidad y fragilidad, sino que aprendemos a abrazarlas[19].

En 2013, en el programa Late Night with Conan O’Brien (uno de los programas de entrevistas más conocidos de la NBC), el cómico estadounidense Louis C.K. (de nombre artístico Louis Szechuan) fue invitado a dar una charla en el programa. (de nombre artístico Louis Székely) explicó por qué no le parecía apropiado comprar un teléfono móvil a sus dos hijas. Entre otras razones, mencionó la necesidad de entrar en contacto con la tristeza, escuchándola, sin tratar de escapar de ella con dispositivos electrónicos. Esta valoración surgió de una experiencia personal que le afectó profundamente: «Empecé a sentir esa tristeza y cogí el móvil, pero luego me dije: “¿Sabes qué? No lo hagas. Sólo estar triste. Sólo prepara el camino para la tristeza y deja que te arrolle como un camión”. Así que paré [el coche] y lloré como un hombre desesperado […]. Pero entonces empecé a tener una sensación de satisfacción, porque cuando te abandonas a la tristeza, tu cuerpo produce como anticuerpos que se precipitan hacia los sentimientos tristes. Sin embargo, sólo porque no queremos ese primer sentimiento de tristeza, tratamos de alejarlo con nuestros teléfonos. De este modo, nunca nos sentimos completamente felices ni completamente tristes. Simplemente sentimos que estamos contentos con nuestros productos tecnológicos. Y entonces… entonces mueres. Por eso no voy a comprarle a mis hijas un teléfono móvil»[20].

La desaparición de la tristeza, de la tristeza cum fundamento in re, como diría Santo Tomás, o confundida con la depresión, no ha mejorado ciertamente la calidad de vida, sino que ha exacerbado su malestar y sufrimiento.

La enseñanza de la tristeza

La tristeza fue muy estudiada por los antiguos, que reconocieron su complejidad y profundidad. Santo Tomás dedica cuatro números de la Summa Theologiae (I-II, qq. 35-39) a este sentimiento. Para Tomás, la tristeza es un modo de dolor, un dolor del alma. Al igual que el dolor corporal, la tristeza es una campana de alarma que debe ser escuchada y no reprimida, porque invita a mirar un bien ausente pero necesario (I-II, q. 36, a. 1), y al mismo tiempo permite comprender el sufrimiento de los demás: la tristeza está, en efecto, asociada a la pena, a la angustia, a la pereza, a la envidia, a la ira y a la misericordia (I-II, q. 35, a. 8). La tristeza también es importante en el ámbito espiritual: cuando el malvado se arrepiente de lo que ha hecho, siente tristeza, contritio, remordimiento (literalmente, una conciencia que muerde), «una pena racional y voluntaria, que constituye una especie de oxímoron psicológico, porque hace de la contrición una acción y una pasión, un acto que implica al mismo tiempo racionalidad y sensibilidad»[21].

Este tipo de tristeza (que Tomás llama «moderada») favorece la vida interior, tanto intelectual como espiritual, porque lleva a dejar de lado las distracciones y divagaciones inútiles, y por tanto «puede ayudar a adquirir la ciencia, principalmente de aquellas cosas por las que el hombre espera poder librarse de la tristeza. Y de esta manera, en la tribulación en que gimen, los hombres reciben mejor la doctrina de Dios» (I-II, q. 37, a. 1). De ahí la saludable necesidad de este sentimiento: «pues el no entristecerse o no dolerse no podría ser sino, o por no sentirlo, o por no juzgarlo contrario a sí, y ambas cosas son manifiestamente un mal. Por lo tanto, pertenece a la bondad que, supuesta la presencia del mal, se siga la tristeza o el dolor. […]. Así como el disfrute del bien hace que se busque el bien con mayor avidez, también el dolor o la pena por el mal hace que se huya del mal con mayor esfuerzo» (I-II, q. 39, aa. 1-2). Por otra parte, sería mucho más grave y peligroso no tener la posibilidad de percibir o rechazar el mal por uno mismo, alejándose de lo que es el verdadero bien para nosotros (I-II, q. 39, a. 3).

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Otro aspecto interesante, en consonancia con lo señalado anteriormente, es que la tristeza no se opone en sí misma a la alegría, porque pertenece a aspectos diferentes de la vida humana[22].

El tipo más grave de tristeza es la acedia, la incapacidad de apreciar y disfrutar el bien, hasta el punto de rechazarlo, revelando un vacío desolador: «De ahí que la tristeza en sí misma no implica ni algo laudable ni algo vituperable. Es digna de encomio la tristeza cuando proviene de mal real, ante el cual permanece moderada. Es, en cambio, vituperable cuando proviene del bien, o es tristeza excesiva del mal. Por eso es pecado la acedia» (II-II, q. 35, a. 1, ad 1um). Cuando la huida de la tristeza se convierte en la única motivación de la acción, lleva a hacer cualquier cosa para librarse de ella, impidiendo hacer el bien, y es este posible resultado final el que la convierte en malvada. Muchos actos de violencia gratuita están relacionados con este vacío interior, con el aburrimiento, que se intenta desterrar desesperadamente.

Estas aclaraciones muestran la gran diferencia entre la doctrina cristiana y otras propuestas, como la New Age, que identifican la experiencia espiritual con el simple «sentirse bien», y quieren hacer de la serenidad perfecta la meta de la vida. Por otra parte, hay una tristeza sana y necesaria, como la de quien comparte los sufrimientos de los que ama (cf. Rm 12,15) o la de cuando uno está a punto de enfrentarse a una prueba decisiva que es coherente con la elección que ha hecho. Es la tristeza que también experimentó Jesús. «Mi alma está triste hasta la muerte» (Mc 14,34), dijo a sus discípulos en el momento más dramático e importante de su vida. El criterio de interpretación es más bien la coherencia con los valores elegidos, y esto implica a veces la tristeza (cf. 1 Pe 1,6-7), entendida como purificación y verificación del fundamento de las propias acciones. Es una situación similar al momento de la prueba (cf. Dt 8), que pone al descubierto el corazón humano, revelando a menudo verdades sorprendentes.

Remedios para la tristeza

En cuanto a los posibles remedios, Tomás nos invita en primer lugar a expresar nuestra tristeza, por ejemplo, llorando y lamentándose (I-II, q. 38, a. 2), o a cuidar nuestro cuerpo durmiendo o tomando un baño caliente (I-II, q. 38, a. 5). Manifestar la tristeza es una forma de enfrentarse a ella y de tomarla en sus manos, un acto profundamente terapéutico y de reflexión psicológica. En segundo lugar, recuerda la importancia fundamental de las relaciones: cuando se comparte el dolor con un amigo, la tristeza de los demás puede convertirse en una fuente de consuelo (I-II, q. 38, a. 3). La actividad intelectual también es útil, especialmente la contemplación de la verdad y la unión con Dios, cuyo deleite es mayor que cualquier dolor. Tomás cita el testimonio del mártir San Tiburcio, quien «andando con los pies desnudos sobre carbones encendidos, dijo: “Paréceme que camino sobre rosas en el nombre de Jesucristo”» (I-II, q. 38, a. 4).

Estas consideraciones se inspiran en la necesidad de leer lo que se mueve en el corazón, diferenciando el propio sentimiento, sin tomarlo acríticamente como criterio de verdad. También se reafirma el poder de la libertad, que siempre queda en manos del hombre, y de la fe en el Crucificado, que hace posible lo imposible.

Ignacio de Loyola, en consonancia con lo observado anteriormente, ofrece una compleja valoración del estado de tristeza, que califica con el término «desolación». Puede tener diferentes significados y posibles lecciones[23]. Ignacio se preocupa sobre todo de señalar la importancia de una tristeza capaz de mantener el espíritu despierto, de mantener la vigilancia y sobre todo de invitar a la humildad, condiciones indispensables para progresar en la vida espiritual.

La vigilancia es fundamental para una correcta lectura de la tristeza: sentirse incapaz no significa serlo, y este juicio de verdad sobre la experiencia es decisivo para los pasos posteriores. Por eso Ignacio recomienda encarecidamente: «en tiempo de desolación nunca hacer mudanza, mas estar firme y constante en los propósitos y determinación en que estaba el día antecedente a la tal desolación, o en la determinación en que estaba en la antecedente consolación»[24].

Por lo tanto, nunca se debe decidir en base el ánimo inmediato, porque se corre el riesgo de ser llevado a donde no se quiere ir, siguiendo sólo el viento de la emoción, sin reconocer el valor de lo que está en juego. Por eso, la tristeza como «sacudida del alma» es una ayuda, una invitación a descender a las profundidades de la vida espiritual, teniendo cuidado de no identificarla con una vida de gracia y serenidad. De hecho, carecer de preocupaciones o remordimientos puede conducir a una peligrosa tosquedad interior.

Aprovechar el momento actual

La tristeza puede, sobre todo, recordarnos el valor del tiempo, de las personas y de las posibilidades que no siempre estarán a nuestra disposición. En una novela de G. Carofiglio, el protagonista se entera por un amigo íntimo de que su esposa de 34 años ha enfermado y ha muerto en tres meses. El amigo comenta el hecho con unas palabras lapidarias: «“Sabes, Guido, ahora piensas en muchas cosas. Y sobre todo, piensas en el tiempo que has perdido. Piensas en los paseos que no hiciste, en los gestos de cariño que no diste, en el momento en que mentiste. Piensas en esos tiempos en que escatimaste la moneda del cariño. Sé que es banal, pero piensas que te gustaría volver a decirle lo mucho que la quieres, todas las veces que no lo hiciste y deberías haberlo hecho. O sea, siempre. No es sólo el hecho de que no quieras que muera, sino que no deseas que el tiempo se haya desperdiciado de esa manera”. Hablaba en presente. Porque su tiempo se había roto»[25].

Es raro que un adulto lea su propia tristeza como una invitación a aprovechar el tiempo presente. Cuando J. Milton perdió la vista, escribió un magnífico soneto, On His Blindness («Sobre su ceguera»), en el que expresaba su tristeza por no poder seguir sirviendo a Dios como antes. Pero también sabe que Dios no le pedirá algo que no sea capaz de hacer y, sobre todo, que no hay condición en la que no pueda ofrecer su contribución: «Dios no necesita ni el trabajo del hombre ni sus dones; quien mejor soporta su suave yugo, mejor le sirve; su estado es real: miles a sus órdenes se apresuran y sin descanso recorren la tierra y el océano, pero también le sirven los que solo están a su lado y esperan»[26].

A la luz del espléndido poema de Milton, emerge una preciosa verdad, que el poeta supo expresar ante todo con su propio ejemplo: la tristeza puede ayudarnos a hacer el bien con prontitud, a utilizar las posibilidades de que disponemos, haciendo que nuestra vida merezca la pena de ser vivida.

  1. Cfr J. Starobinski, La tinta de la melancolía, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económico, 2017; R. Klibansky – E. Panofsky – F. Saxl, Saturno y la melancolía, Madrid, Alianza, 1991.

  2. A. V. Horwitz – J. C. Wakefield, The Loss of Sadness: How Psychiatry Transformed Normal Sorrow into Depressive Disorder, New York, Oxford University Press, 2007.

  3. American Psychiatric Association, DSM-5 Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, Panamericana, 2018.

  4. A. Frances, Primo, non curare chi è normale, Turín, Boringhieri, 2013, 11.

  5. www.stateofmind.it/2013/11/dsm5-intervista-allen-frances

  6. A. Frances, Primo, non curare chi è normale, cit., 52; 179; cfr F. Occhetta, «La salute tra etica e diritto», en Civ. Catt. 2016 IV 269-281.

  7. Cfr P. Migone, «È uscito il DSM-5. Dove va la diagnosi in psichiatria?», en Psicologia Contemporanea, enero-febrero 2014, 47.

  8. www.imshealth.com/en/thought-leadership/quintilesims-institute/­reports/medicines-use-and-spending-in-the-us-a-review-of-2015-and-outlook-to-2020

  9. Cfr C. Murray – A. Lopez (eds), Global Burden of Disease and Risk Factors, Cambridge (MA), World Health Organization, 2006; M. Olfson et Al., «National trends in the use of outpatient psychotherapy», en American Journal of Psychiatry 159 (2002) 1914-1920; R. Pear, «Americans Relying More on Prescription Drugs, Report Says», en The New York Times, Diciembre 3, 2004; Th. Croghan, «The Controversy of Increased Spending for Antidepressants», en Health Affairs 20 (2001) 129-135; P. Greenberg et Al., «The economic burden of depression in the United States: how did it change between 1990 and 2000?», en Journal of Clinical Psychiatry 64 (2003) 1465-1475.

  10. Cfr P. Bracken et Al., «Psychiatry beyond the current paradigm», en The British Journal of Psychiatry 201 (2012) 430-434; R. Whitaker, Indagine su un’epidemia. Lo straordinario aumento delle disabilità psichiatriche nell’epoca del boom degli psicofarmaci, Roma, Fioriti, 2013.

  11. Cfr G. A. Fava, «Road to nowhere», en World Psychiatry 13 (2014) 49 s.

  12. Cfr V. Lingiardi, «Dsm, la rivolta dei medici», en Il Sole 24 Ore, 4 de diciembre de 2011, 31; F. Ronchin, «Ma non siamo tutti matti», en Corriere Lettura, 7 de octubre de 2012; M. Zaccaria, «Le osservazioni dell’Ordine all’APA sul DSM-5», en Notiziario dell’Ordine degli Psicologi (2011), nn. 2/3, 19. Para profundizar sobre este tema: cfr S. Chapman: www.dxrevisionwatch.com/dsm-5/ y: www.dsm5-reform.com.

  13. J. Mckinley, «Get that man some Prozac», en New York Times, 28 de febrero de 1999; cfr A. V. Horwitz – J. C. Wakefield, The Loss of Sadness…, cit., 3 s.

  14. Cfr A. N. Terrin, «New Age: la religiosità del post-moderno», en Id. (ed.), Nuove ritualità e irrazionale. Come far rivivere il «mistero» liturgico?, Padua, Messaggero, 1993, 34-69; P. Vanzan, «Contestualizzazione socioculturale e discernimento teologico-pastorale del New Age», en E. Fizzotti (ed.), La dolce seduzione dell’Acquario. New Age tra psicologia del benessere e ideologia religiosa, Roma, LAS, 1996, 53-101.

  15. Cfr B. Rosenthal, «The nature and development of encounter group movements», en L. Blank – G. B. Gottsegen – M. G. M. Gottsegen (eds), Confrontation: Encounters in self and interpersonal awareness, New York, Macmillan, 1971, 435-468; aquí 462.

  16. Cfr G. Cucci, Paradiso virtuale o infer.net? Rischi e opportunità della rivoluzione digitale, Milán, Àncora – La Civiltà Cattolica, 2015, 42-57; D. Winnicott, «La capacità di essere solo», en Id., Psicoanalisi dello sviluppo, Roma, Armando, 2004, 156-163; S. H. Konrath – E. H. O’Brien – C. Hsing, «Changes in Dispositional Empathy in American College Students Over Time: A Meta-Analysis», en Personality and Social Psychology Review 15 (2011) 180–198.

  17. S. Turkle, La conversazione necessaria. La forza del dialogo nell’era digitale, Turín, Einaudi, 2016, 50; cfr Id., Insieme ma soli. Perché ci aspettiamo sempre più dalla tecnologia e sempre meno dagli altri, Turín, Codice, 2012; S. Mann – R. Cadman, «Does Being Bored Make Us More Creative?», en Creativity Research Journal 26 (2014) 165-173.

  18. Galimberti, L’ospite inquietante. Il nichilismo e i giovani, Milán, Feltrinelli, 2007, 28; cfr M. Benasayag – G. Schmit, L’epoca delle passioni tristi, ivi, 2005; M. W. – R. Alzahabi – C. J. Hopwood, «Media multitasking is associated with symptoms of depression and social anxiety», en Cyberpsychology, Behavior and Social Networking 16 (2013) 132-135.

  19. Cfr G. Cucci, Abitare lo spazio della fragilità. Oltre la cultura dell’homo infirmus, Milán, Àncora – La Civiltà Cattolica, 2014.

  20. www.gawker.com/louis-c-k-s-explanation-of-why-he-hates-smartphones-­is-1354954625

  21. C. Casagrande, «L’uso delle passioni», en Oss. Rom., 10 de noviembre de 2010, 4. Es la tristeza de la que habla Pablo: «Si les causé tristeza con aquella carta, ¡no lo lamento! Y si hubo un momento en que lo lamenté, al darme cuenta de que – aunque por un breve tiempo – esa carta los entristeció, ahora me alegro, no de haberlos entristecido, sino del arrepentimiento que provocó en ustedes aquella tristeza. Y como fue una tristeza querida por Dios, ningún daño han sufrido de nuestra parte. Esa tristeza querida por Dios produce el arrepentimiento, que lleva a una salvación que no se puede rechazar; en cambio, la tristeza producida por el mundo ocasiona la muerte» (2 Cor 7,8-10).

  22. «La tristeza y la delectación respecto de diversos objetos que no son opuestos, sino dispares, no se oponen entre sí por razón de su especie, pero son también dispares, como entristecerse por la muerte de un amigo y deleitarse en la contemplación. En cambio, si esos diversos objetos son contrarios, entonces la delectación y la tristeza no sólo no implican contrariedad por razón de la especie, sino que incluso muestran conveniencia y afinidad, como alegrarse del bien y entristecerse del mal» (Sum. Theol., I-II, q. 35, a. 4).

  23. «Tres causas principales son porque nos hallamos desolados: la primera es por ser tibios, perezosos o negligentes en nuestros ejercicios espirituales, y así por nuestras faltas se aleja la consolación espiritual de nosotros; la segunda, por probarnos para cuánto somos, y en cuánto nos alargamos en su servicio y alabanza, sin tanto estipendio de consolaciones y crecidas gracias; la tercera, por darnos vera noticia y conocimiento para que internamente sintamos que no es de nosotros traer o tener devoción crecida, amor intenso, lágrimas ni otra alguna consolación spiritual, mas que todo es don y gracia de Dios nuestro Señor, y porque en cosa ajena no pongamos nido, alzando nuestro entendimiento en alguna soberbia o gloria vana, atribuyendo a nosotros la devoción o las otras partes de la spiritual consolación» (Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, n. 322).

  24. Ibid, n. 318.

  25. G. Carofiglio, Ad occhi chiusi, Palermo, Sellerio, 2003, 88.

  26. J. Milton, Soneto XVII, On His Blindness, en A. Q.-Couch, The Oxford Book of English Verse: 1250–1900, Oxford, Oup, 1963, 318.

Giovanni Cucci
Jesuita, se graduó en filosofía en la Universidad Católica de Milán. Tras estudiar Teología, se licenció en Psicología y se doctoró en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, materias que actualmente imparte en la misma Universidad. Es miembro del Colegio de Escritores de "La Civiltà Cattolica".

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