FILOSOFÍA Y ÉTICA

¿Tiene aún valor la metafísica?

© Samuel Zeller / Unsplash

Los términos de la cuestión

El término «metafísica» suena a los oídos del hombre común (y, a veces, también a los del filósofo) como algo abstruso y alejado de las problemáticas de la vida, en última instancia, como un saber «momificado», vestigio arqueológico de una época lejana y difícilmente comprensible. En un clima cultural semejante resultan loables, sin embargo, libros como La semplicità del principio[1], de Paul Gilbert, fruto de muchos años de enseñanza de esta disciplina en la Universidad Gregoriana de Roma. En él el autor ha aceptado el desafío no ciertamente fácil de devolver dignidad a este saber que resume y corona el sentido de la reflexión filosófica en cuanto tal. El libro gira en torno a la investigación del «principio», es decir, de lo que está primero, al comienzo y en la base de todo discurso, saber y reflexión por parte del hombre, reconociendo en él el carácter de «simplicidad», es decir, la capacidad de estar presente en todo sin con ello empobrecerse.

Pero ¿qué se entiende con el término metafísica? Y ¿por qué ella debería adquirir importancia alguna a los ojos del hombre, cargado de problemas mucho más urgentes y exigentes? Se pueden reconocer por lo menos cuatro ámbitos diferentes de este saber: investigación sobre el ser y el ente; búsqueda del sentido de lo real; interrogación sobre el fundamento último; explicitación de las condiciones que hacen posible el conocimiento. Estos cuatro significados articulan el itinerario del libro.

La metafísica como investigación sobre el ser

La metafísica se ocupa del ser, de todo lo que es, considerándolo desde este aspecto generalísimo pero fundamental. Ahora bien, ¿qué es el ser? No es posible definirlo, porque se lo presupone en toda definición, en toda noción y palabra: es el aspecto más básico bajo el cual puede comprenderse toda realidad. De una cosa se puede decir, por ejemplo, que es un ensayo de matemáticas, que es un libro, que es un objeto: en la práctica, que existe como algo determinado. La metafísica indica el «algo determinado» con el término «ente» y lo investiga bajo este aspecto, «vale decir, de los principios esenciales del conocimiento»[2].

Nosotros tratamos con entes, con cosas, pero ellas nos muestran algo más, algo a lo que remiten todas, sin distinción. En efecto, el ser es siempre «más» que la totalidad, como ya reconocía Platón: no se agota en la multiplicidad de los entes, remite más allá de ellos y, sin embargo, solo nos enteramos de él desde el modo de ser del ente.

Ser y ente están estrechamente unidos, pero no son propiamente la misma cosa, como observa Martin Heidegger: «Al pensar el ente, pensamos cada vez, “a la vez”, el ser. El ente en conjunto no es la mera suma de todos los entes ni tampoco se ha pensado ya todo el ente cuando se logra representar su “totalidad”. Pues si la totalidad no es lo que se adiciona con posterioridad al conjunto, sino que tiene en todo ente la precedencia de lo determinante —puesto que determina completamente al ente en conjunto en cuanto tal, “en cuanto ente”—, entonces la totalidad misma es solo un acompañante de aquello que distingue al ente en cuanto ente. Esto, distintivo, lo denominamos “el ser”. Al pensar el ente en conjunto pensamos todo el ente en cuanto ente y lo pensamos ya desde el ser. Así, sin saber cómo, a partir de qué y por qué, distinguimos cada vez el ente y el ser»[3].

Solo podemos decir qué es el ser mediante sinónimos: aquello que existe, aquello que se manifiesta en los entes, aquello cuyo acto es el ser, como para el viviente el vivir[4]. Por tanto, la investigación metafísica busca explicitar aquello que desde siempre formaba parte de la experiencia, aquello que está tan estrechamente unido a nuestro pensar y conocer (un poco como el aire, que no vemos, pero que nos hace vivir) que no le prestamos atención salvo a costa de un cierto esfuerzo, toma de distancia e implicación de todas nuestras facultades: «La palabra “ente”, que es única en su significado y abarca todo lo que es en su mayor intimidad, está pensada poniendo en movimiento todos los recursos del pensamiento y del lenguaje; sin embargo, su significado no nace de esta movilización. Todo se da como si tuviésemos una inteligencia a priori y como si esta inteligencia atrajese todos nuestros poderes de mediación y de reflexión»[5].

A la investigación sobre el ser pertenece también, desde luego, aquel ente particular que se interroga sobre el ser: el hombre. En el acto de conocer el hombre manifiesta algunas operaciones fundamentales que le permiten familiarizarse con el mundo, con los otros, con las cosas. La metafísica se ocupa también de estas operaciones fundamentales (objeto de una rama especial, llamada «lógica» y que representa también el cuarto significado de la metafísica), que, una vez explicitadas, muestran aspectos extraños, en absoluto evidentes, pero de los cuales hace uso todo ser humano, lo quiera o no.

Pensemos, por ejemplo, en el concepto. Conocer es elaborar un «concepto», válido no solo para el ente que actualmente veo (esta casa, esta pluma), sino para todo otro ente posible que presente tales características. El concepto es universal porque reconoce la esencia de un ente, aquello que permite decir: «es una casa, es una pluma». En el concepto se manifiesta la dimensión abstractiva del pensamiento humano, su capacidad de superar el plano de la sensibilidad, del aquí y ahora, y de elevarse al nivel de lo universal: veo un triángulo y elaboro un concepto que vale para todos los triángulos, que no he visto.

Acceder a lo universal, al concepto, es reconocer la dimensión espiritual del conocimiento, irreductible al límite propio del espacio y de la materia. Como señalaba Pascal: «Por el espacio el universo me comprende y me absorbe como un punto; por el pensamiento soy yo quien lo comprende»[6].

La metafísica como búsqueda de sentido

Así pues, hablar en términos universales de la realidad, del ser, también dice algo fundamental sobre el hombre y sobre la vida. La capacidad de elaborar lo que se ve y se siente prescindiendo del aquí y ahora permite reconocer constantes, leyes, regularidades: en otras palabras, un «sentido», una situación de permanencia en el ser, condiciones indispensables para la vida de cada día, para el conocimiento y para la ciencia.

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Los entes se presentan como inteligibles, es decir, pueden ser captados por una inteligencia, son comprensibles, complejos, pero no caóticos. Si el mundo fuese un mero caos, la vida inteligente sería imposible. La inteligibilidad es el presupuesto de todo pensamiento, valoración y acción. Se trata de asunciones no tematizadas que permanecen en el estado de creencia y que damos por descontadas: cuando nos levantamos por la mañana estamos convencidos de que el mundo que nos circunda —las casas, las calles, el jardín— ha seguido siendo sustancialmente el mismo, y nos asombramos de lo contrario.

Por eso, la investigación metafísica tiene que ver con cada hombre, porque —como señalaba Aristóteles al comienzo de la Metafísica[7], todo ser humano espera «saber»: en otras palabras, encontrar un sentido, entender—. ¿Por qué quiere ver claro el hombre? Porque sin esta experiencia de sentido, sin entender, no podría haber vida humana. Esta es la enseñanza que proviene de todo niño: no crece, no pasa a otras fases de la vida y cae en la psicosis si no encuentra un ambiente que esté bajo el signo del sentido y de la estabilidad. Y este es un dato confirmado por la psicología del desarrollo, como hace notar Berger: «De hecho, los psicólogos infantiles nos aseguran que no puede haber maduración psíquica si no se da dicha confianza en el comienzo del proceso de socialización. La propensión del hombre al orden se funda en la confianza o fe de que últimamente la realidad es “ordenada”, “correcta”, “tal como debe ser”. […] Ser padre es asumir el papel de un constructor y de un protector del mundo […]. El papel que el padre asume representa no solo el orden de esta o aquella sociedad, sino también el orden en general, el orden subterráneo del universo, que da sentido a la referida confianza»[8].

Del mismo modo, todo conocimiento y acción humana, en cuanto orientados a entender, exigen «ver claro», entendido como capacidad de insertar aquello que se aprehende dentro de una estructura ordenada y armónica. En la, a menudo, sufrida búsqueda de sentido, el psiquiatra Irvin Yalom reconoce el elemento común que está en la base de la gran variedad de personas y situaciones con las que se ha encontrado en el curso de su larga profesión de terapeuta como característica insuprimible del ser humano: «Somos criaturas que buscan significados. Biológicamente, nuestro sistema nervioso está organizado de tal manera que el cerebro en forma automática reúne los estímulos entrantes en configuraciones. Los significados también proporcionan una sensación de dominio: al sentirnos impotentes y confundidos frente a acontecimientos casuales, sin pauta alguna, buscamos ordenarlos y, al hacerlo, tenemos la sensación de que los controlamos. Lo que es más importante, el significado, da origen a valores y, por ende, a un código de comportamiento»[9].

Sin embargo, este requerimiento de sentido, implícito en todo acontecimiento humano, no es justificable sobre la base de la experiencia empírica: el sentido, como señalaba Wittgenstein, está colocado más allá de la experiencia empírica, más allá de las posibilidades dadas a la razón[10]. Es, precisamente, una problemática «meta-física», situada más allá de la experiencia sensible, particular y contingente. Esta observación abre al tercer significado propio de esta disciplina.

La metafísica como investigación sobre el fundamento último

La metafísica también tiene la tarea de indagar las realidades que superan el plano meramente sensible, físico, y que fundamentan toda otra realidad. Este significado constituye, de hecho, la etimología de la palabra «meta-física» (saber que versa sobre las cosas que se encuentran «después», «más allá» de las físicas). Aristóteles dedica los últimos libros de su Metafísica al fundamento último de los entes, Dios, partiendo de su situación de inestabilidad y precariedad (él no habla del mundo en términos de creación, concepto que es más bien de origen bíblico), de incapacidad para permanecer en el ser, que exige un Ser necesario puesto como su fundamento. La investigación sobre Dios en filosofía nace de la investigación sobre el ser y sobre sus características[11].

Lo que permite unir el discurso sobre el ser con el discurso sobre su fundamento, Dios, es la analogía, un tema central en la metafísica. La analogía encuentra en el sujeto del cual se habla algo similar y, al mismo tiempo, algo diferente, y los pone en relación entre ellos a partir de un término común que está llamado a hacer de bisagra. Por ejemplo, se puede emplear el término «sano» refiriéndolo a un hombre, a un ambiente, al color del rostro, a una comida, a un medicamento. Elaborar una analogía significa llevar el pensamiento de un plano de la realidad a otro. Gracias a la analogía la razón puede hablar de Dios, porque lo descubre presente en lo finito, reconociendo una proporción que es, al mismo tiempo, semejanza y diversidad entre ambos elementos[12].

Platón llamaba la analogía «el más hermoso de los lazos»[13], en razón de esta capacidad de unir realidades diferentes, mundos diversos: también la explicación científica recurre a menudo a la analogía y a la imagen para llegar a hacer inferencias válidas y fecundas y a justificarlas.

En metafísica se puede emplear la analogía para hablar de Dios sobre todo a partir de las que se denominan «propiedades trascendentales» del ser, es decir, las que pertenecen a todo ente y que manifiestan las características del ser en cuanto tal. Tales propiedades son sustancialmente tres: «uno», «verdadero» y «bueno». «La atribución al ser de estos tres caracteres da lugar a los tres principios supremos de la metafísica: el principio de identidad (del cual proviene el principio de no contradicción), el principio de razón suficiente (o principio de la inteligibilidad de lo real, de encontrar en ella un significado, un orden, captado por una inteligencia) y el principio de finalidad»[14].

La verdad y la bondad remiten a una plenitud de la cual los entes solo participan y a la cual remiten sin poder agotarla nunca. Por eso se puede hablar del ser en términos de bondad y de verdad solo después de haber reconocido la existencia de Dios, entendido como fundamento, criterio y medida de la bondad y de la verdad de las cosas.

La metafísica como investigación acerca de las condiciones del conocimiento

Por último, la metafísica procura explicitar los presupuestos, el fundamento que se encuentra en la base de toda operación cognoscitiva: presupuestos que nos parecen obvios, pero que, una vez explicitados, revelan ser todo menos simples y evidentes. Recurriendo a una analogía podemos decir que es como poner de manifiesto el proceso visual que permite ver todo lo que vemos: vemos las cosas, pero no vemos nuestro ver; podemos hacerlo de manera indirecta, «reflexiva». «La metafísica concierne a la determinación de las condiciones de posibilidad de efectuar nuestros juicios […], de la posibilidad de todas las ciencias, explicando la estructura última de lo que estas efectúan. Así pues, la metafísica funda las expresiones inteligibles de la experiencia»[15].

Las leyes de la óptica, por permanecer en el ejemplo, muestran que el ojo no es simplemente un espejo que registra lo que hay, sino que también reelabora, modifica y, a veces, deforma lo que ve (como muestran los fenómenos de las ilusiones, de los espejismos o de las distorsiones perceptivas que la psicología gestáltica ha puesto de manifiesto mediante célebres experimentos).

Entonces, identificar las «condiciones de posibilidad» significa también notar cómo el conocimiento modifica el ente, lo plasma y lo transforma para que pueda ser conocido. El problema fundamental que inquieta a la metafísica desde la modernidad hasta nuestros días es la diferencia entre el pensamiento y la realidad exterior: ¿son las cosas verdaderamente tal como aparecen, o este es solo nuestro modo de conocerlas? ¿Son las cosas conocidas de verdad idénticas a las cosas reales? En otras palabras, ¿cómo sabemos que podemos acceder a la verdad? El concepto es universal, pero las cosas son siempre particulares: siempre existe solo esta casa, esta pluma, y no su concepto.

Kant formuló este problema de manera ejemplar: cuando conocemos no somos nosotros los que nos adaptamos a las cosas, sino que son las cosas las que se adaptan a nuestro modo de conocer[16]. Es como tener gafas con lentes coloreadas: las cosas se ven filtradas por el color de las lentes, mientras que nosotros pensamos que son las cosas las que son de color. El saber metafísico quiere ser crítico, reflexivo, procura distinguir —para permanecer en el ejemplo— el ente de la lente, es decir, identificar las modalidades cognoscitivas con las que se accede al ser para comprender si el sujeto lo desvela o, por el contrario, lo deforma.

Este problema tiene que ver con el saber en cuanto tal, no solo con la metafísica. También las ciencias plantean tales cuestiones que, por lo demás, no llegan a tematizarse, aunque acompañan a cada paso la investigación científica. Por retomar un ejemplo célebre, Galileo decía que la naturaleza es un libro escrito en caracteres matemáticos[17]: esta manera de expresarse es sugerente y convincente, porque recurre a una imagen, no a una demostración. Sin duda, de esta metáfora pueden extraerse consecuencias ventajosas, confirmaciones, pero tal cosa no es suficiente para sostener que las cosas sean verdaderamente así.

Un filósofo de la ciencia, Karl Popper, señalaba que también una teoría equivocada puede hallar confirmaciones; su capacidad persuasiva es de carácter más bien psicológico: esta trasciende los límites propios de la teoría y se sitúa en campos del saber muy diferentes, como, precisamente, la psicología, la retórica, la imaginación y la sugestión afectiva[18].

Pero hay otro interrogante fundamental que plantea la metáfora de Galileo: ¿cómo podemos saber que la naturaleza está escrita en lengua matemática? Nadie ve números fuera de sí mismo: los números son una teorización del ser humano. Y, sobre todo: ¿por qué se presta la naturaleza a ser descrita en términos matemáticos? Esta imagen presenta de nuevo el problema de la inteligibilidad de las cosas, condición indispensable —y en absoluto evidente— para el surgimiento de las ciencias exactas. Las condiciones de posibilidad para el surgimiento del saber científico plantean cuestiones que van más allá de su ámbito específico y son de carácter más general, propias de la interrogación metafísica.

El libro de Gilbert dedica un denso capítulo (cf. pp. 191-211) a la búsqueda de un fundamento de las ciencias exactas, haciendo también un recorrido histórico por autores y corrientes de pensamiento que intentaron dar una fundamentación rigurosa y completa, por ejemplo, a las matemáticas, buscando hacerla provenir de axiomas primeros, evidentes y exhaustivos a partir de los cuales se pudiese deducir toda otra afirmación. Sin embargo, tales tentativas no han podido dar una respuesta a este problema fundamental.

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En 1931, el matemático Kurt Gödel formuló un célebre principio en el que reconoció que un sistema formal puede ser riguroso o completo, pero no puede poseer ambas características: el fundamento último remite a cuestiones de mayor magnitud que el sistema mismo no puede afrontar de manera rigurosa. Su conclusión fue que no hay área alguna de las matemáticas que tenga al mismo tiempo rigurosidad y completitud como para ponerla al resguardo de aporías y contradicciones[19].

Si el lenguaje de la naturaleza es de tipo matemático, como planteaba la hipótesis de Galileo, seguramente tal lenguaje no es el único capaz de describirla. Para mostrar la fascinación de su eficacia, las matemáticas tienen que fiarse no de una demostración —que, diría Gödel, es imposible—, sino de un saber de otro tipo: la analogía del libro hecho de números y de figuras geométricas.

El campo de la verdad es más grande que el de la demostración y exige una aproximación afectiva a la realidad: la confianza en la posibilidad de acceder a la verdad, la capacidad de asombrarse de la complejidad de las cosas y del conocimiento, que para Aristóteles es el auténtico comienzo de la metafísica[20]. Es la condición para «ver claro». El amor por la sabiduría —«filo-sofía»—, por aquello que da sentido, sabor a las cosas.

En el momento en que el hombre prescinde de esta actitud buscando una certeza total, el conocimiento mismo termina por volverse imposible, llevando a las derivas del escepticismo, del nihilismo, del emotivismo: se decide sin reflexionar, aunque muchos indicios llevarían a direcciones diferentes, a menos que uno se dé cuenta de la equivocación demasiado tarde. A menudo la modernidad se ha visto expuesta a estas inquietantes oscilaciones, con consecuencias que pueden volverse catastróficas en la política internacional o en elecciones de carácter ético: y en este punto ya no es posible volver atrás[21].

¿Un vestigio del pasado?

Como se señalaba al principio, la investigación metafísica hoy no goza de buena reputación, ni siquiera entre los iniciados. No es raro encontrarse con filósofos que liquidan este saber con etiquetas despreciativas: «fijación objetivista de la Verdad (con mayúscula)» (Rovatti); «esoterismo hipermetafísico» (Flores d’Arcais), prefiriendo cantar las alabanzas del filosofar a través de aforismos.

El autor de referencia desde este punto de vista es sobre todo Nietzsche, en particular por su crítica a toda tentativa de conocer la verdad: «Las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son, metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora consideradas como monedas, sino como metal»[22]. Para el filósofo de Basilea, «no hay verdades, sino solo interpretaciones». Este aforismo puede considerarse como el manifiesto intelectual de ese modo de pensar[23].

La lección de la metafísica, con sus 2 500 años de historia, invita, no obstante, a interrogar con paciencia —y esfuerzo— a autores y textos para descubrir una complejidad que no puede reducirse a eslóganes y frases hechas. Todo estudioso de filosofía sabe que la tradición metafísica no es, seguramente, aquel bloque monolítico con el que se tiende a representarla (aunque, indudablemente, algunos de sus exponentes, como el formalismo de la Escolástica tardía, presentan el flanco a una interpretación semejante)[24], sino que abarca una serie de corrientes, autores y obras muy diferentes entre sí.

Para Aristóteles, el caso más emblemático de pluralidad semántica es justamente el del término «ser», que encierra en sí muchas acepciones diferentes (de las cuales él enumera al menos diez)[25]. Tampoco la noción tomista de «ser» es una formalidad vacía, sino que tiene que ver con el acto concreto de existir, dirigiendo su atención al corazón mismo de la vida[26].

La imposibilidad de acceder al problema de la verdad y la negación de la propuesta metafísica —es interesante señalar cómo las dos posiciones resultan estar íntimamente conectadas— son propias también de aquella corriente filosófica conocida con la expresión «pensamiento débil». Esta nace oficialmente en Italia en 1983, a partir de la publicación de una colección de ensayos de autores varios que teoriza un pensamiento sin fundamento, decidiendo renunciar al problema de la verdad[27]. En efecto, verdad y fundamento se consideran sinónimos de violencia e intolerancia, de incapacidad de acoger un punto de vista diferente del propio.

Y sin embargo, la problemática sigue siendo ineludible. Como se ha visto, el hombre no puede dejar de interrogarse sobre la verdad y sobre el sentido de la propia existencia. Excluir la metafísica —y, por tanto, la reflexión crítica sobre la posibilidad de acceder a la verdad— del horizonte cognoscitivo del ser humano no hace la vida más simple o más «democrática», sino que abre las puertas a las derivas de la irracionalidad y a autoritarismos de otro tipo. ¿Quién ha establecido que verdad e interpretación deban ser inconciliables? ¿No se trata, tal vez, de una posición autoritaria que reduce al silencio la razón y sus interrogantes? Bien lo había comprendido Adolf Hitler, que hizo de la mentira el propio programa político, sabiendo llevar adonde quisiera a las masas con hábiles eslóganes. Tal cosa surge de forma clara pero inquietante de esta cita que Marrou atribuye a Hitler: «Una mentira colosal lleva en sí una fuerza que aleja la duda… Una propaganda hábil y perseverante acaba por llevar a los pueblos a creer que el cielo no es en el fondo más que un infierno, y que, por el contrario, la más miserable de las existencias es un paraíso. Pues la mentira impúdica deja siempre huellas, aun cuando se la haya reducido a nada»[28].

El reconocimiento de una verdad que no depende del mero arbitrio humano constituye para la reflexión, no solo filosófica, la más eficaz defensa contra el abuso de poder, la barbarie y la destructividad. Emprender esta búsqueda sigue siendo un esfuerzo que vale la pena realizar.

  1. P. Gilbert, La semplicità del principio. Introduzione alla metafisica, Bolonia, EDB, 2014. Como se indica en la «Avvertenza», el libro es la refundición de una publicación precedente aparecida con el mismo título en 1983. [En español: La simplicidad del principio. Prolegómenos a la metafísica, Ciudad de México, Editorial Universitaria, 2000, traducción de La simplicité du principe: prolegomènes à la metaphysique, Namur, Culture et Verité, 1994, edición que, a su vez, representa el original de los capítulos 4 y subsiguientes de la edición italiana de 1992 (cf. p. 31). N. del T.].

  2. Ibíd., p. 15.

  3. M. Heidegger, Grundbegriffe (GA 51), Fráncfort del Meno, Vittorio Klostermann, 1981, p. 42s.

  4. Cf. S. Vanni Rovighi, Elementi di filosofia, vol. II, Brescia, La Scuola, 41974, p. 13.

  5. P. Gilbert, La semplicità del principio…, op. cit., p. 26s.

  6. B. Pascal, Pensamientos, n. 113 (348), en Íd., Las provinciales – Opúsculos – Cartas – Pensamientos – Obras matemáticas – Obras físicas, estudio introductorio por Alicia Villar Ezcurra, Madrid, Gredos, 2012, p. 376.

  7. Cf. Aristóteles, Metafísica, I, cap. 1, 985a.

  8. P. Berger, Rumor de ángeles, Barcelona, Herder, 1975, p. 99 y 101.

  9. I. D. Yalom, Verdugo del amor. Historias de psicoterapia, Buenos Aires, Emecé, 1998, p. 24.

  10. «El sentido del mundo tiene que residir fuera de él. En el mundo todo es como es y todo sucede como sucede; en él no hay valor alguno, y si lo hubiera carecería de valor. Si hay un valor que tenga valor tiene que residir fuera de todo suceder y ser-así. Porque todo suceder y ser-así son casuales. Lo que nos hace no-casuales no puede residir en el mundo; porque, de lo contrario, sería casual a su vez. Ha de residir fuera del mundo» (L. Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus 6.41, en íd., Tractatus logico-philosophicus. Investigaciones filosóficas sobre la certeza, Madrid, Gredos, 2009, p. 133).

  11. «Lo que en filosofía puede decirse de Dios depende de aquello que puede decirse del ser. En otras palabras: no tenemos un concepto propio del ser divino, sino que solo podemos decir de él lo que es necesario para explicar el ser de aquello que entra dentro de nuestra experiencia» (S. Vanni Rovighi, Elementi di filosofia, vol. II, op. cit., p. 10).

  12. También para santo Tomás el discurso analógico representa la manera más plena y adecuada que se ha dado al hombre para hablar de Dios: «Ahora bien, en el estado de la futura bienaventuranza, la inteligencia humana contemplará la verdad divina en sí misma […] En la presente vida no podemos contemplar la verdad divina en sí misma, y el rayo de la verdad de Dios debe brillar a nuestros ojos a través de algunas figuras sensibles» (Summa Theologiae, I-II, q. 101, a. 2; cita según Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología II, Parte I-II, Madrid, BAC, 21989, p. 814).

  13. Platón, Timeo 31c. Sobre las diversas modalidades de la analogía cf. P. Gilbert, La semplicità del principio, op. cit., pp. 265-267.

  14. S. Vanni Rovighi, Elementi di filosofia, vol. II, op. cit., p. 25.

  15. P. Gilbert, La semplicità del principio…, op. cit., p. 17.

  16. Cf. E. Kant, Crítica de la razón pura, Madrid, Alfaguara, 1998, pp. 19-20.

  17. «[El universo] está escrito en lengua matemática y sus caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin los cuales es imposible entender humanamente una palabra; sin ellos es como girar vanamente en un oscuro laberinto» (G. Galilei, El ensayador, Madrid, Sarpe, 1984, p. 61). Por el contrario, Richard Hamming, matemático y miembro del «Proyecto Manhattan» que está en el origen de las calculadoras digitales y de la informática, era más bien escéptico sobre la bondad de esta imagen: «Generalizando, casi la totalidad de nuestras experiencias en este mundo caen fuera de los dominios de la ciencia o de las matemáticas»: así sucede, por ejemplo, con la ética, la estética, los afectos, la literatura y la política. Por eso continúa Hamming: «Ha sido un acto de fe por parte de los científicos afirmar que el mundo puede ser explicado en los simples términos que manejan las matemáticas» (R. W. Hamming, «The Unreasonable Effectiveness of Mathematics», en The American Mathematical Monthly 87 [1980] pp. 81-90, accesible y descargable en https://web.njit.edu/~akansu/PAPERS/The%20Unreasonable%20Effectiveness%20of%20Mathematics%20(RW%20Hamming).pdf).

  18. Cf. K. Popper, Congetture e confutazioni, Bolonia, il Mulino, 1972, p. 90.

  19. Cf. P. Gilbert, La semplicità del principio…, op. cit., p. 207s; K. Gödel, «Über formal unentscheidbare Sätze der Principia Mathematica und verwandter Systeme», en Monatshefte für Mathematik und Physik 38 (1931) pp. 173-198. Sobre la relación verdad-demostración cf. D. Hofstadter, Gödel, Escher, Bach: un eterno y grácil bucle, Barcelona, Tusquets, 1987.

  20. «Pues por el asombro comenzaron los hombres a filosofar, tanto ahora como al comienzo» (Aristóteles, Metafísica I, cap. 2, 982b; cf. Platón, Teeteto, 155d).

  21. Para una profundización del tema véase G. Cucci, Abitare lo spazio della fragilità. Oltre la cultura dell’«homo infirmus», Milán, Àncora – La Civiltà Cattolica, 2014, pp. 44-51.

  22. F. Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Madrid, Tecnos, 1990, p. 25. Como es sabido, este tema retorna en muchos otros escritos de Nietzsche. Véanse, por ejemplo, La visione dionisiaca del mondo, en íd., Opere 1870/1881, I, Roma, Newton Compton, 1993, pp. 60-73; La nascita della tragedia, ibíd., pp. 111-187 [trad. cast.: El nacimiento de la tragedia, Valdemar, Madrid, 2013]; La filosofia nell’età tragica dei greci, ibíd., pp. 203-243 [trad. cast.: La filosofía en la época trágica de los griegos, Valdemar, Madrid, 2013].

  23. Cf. Íd., La voluntad de poder, n. 596 [original: 604], Madrid, Edaf, 142006, p. 411.

  24. Desde este punto de vista, la crítica de Heidegger resulta plenamente legítima: «La posición heideggeriana atribuye a toda la metafísica, en general, el concepto espinoziano de Dios como causa sui al que llegó la filosofía occidental en la culminación de su flexión formalista con el racionalismo. De este concepto ha de responder quien deba hacerlo, pero ciertamente no santo Tomás: él captó bien la “diferencia” entre el ser y el ente indicando en el esse el acto puro y el “fundamento” [Grund] de la realidad de toda participación» (C. Fabro, Partecipazione e causalità, Segni, Edivi, 2010, p. 639; sobre la deriva formalista de la Escolástica cf. ibíd. pp. 599-635).

  25. Los elementos y los principios de estas cosas [sensibles] son los mismos, aunque diversos en las diferentes cosas. Pero no conviene decir de ese modo de todas las cosas, sino de forma analógica, como si uno dijera que los principios son tres: la forma, la privación y la materia. Sin embargo, cada uno de ellos es diferente para cada género de cosas» (Aristóteles, Metafísica XII, cap. 4, 1070b).

  26. Cf. Santo Tomás de Aquino, Super I Sententiarum, d. 19, q. 2, art. 2; Íd., Summa contra Gentiles, II, p. 52; Íd., De ente et essentia, cap. 5; cf. P. Gilbert, La semplicità del principio…, op. cit., pp. 103-126.

  27. «La expresión “pensamiento débil” constituye, sin duda, una metáfora y una cierta paradoja. Pero en ningún caso podrá transformarse en la sigla emblemática de una nueva filosofía. Se trata de una manera de hablar provisional, e incluso, tal vez, contradictoria, pero que señala un camino, una dirección posible: un sendero que se separa del que sigue la razón-dominio —traducida y camuflada de mil modos diversos—, pero sabiendo al mismo tiempo que un adiós definitivo a esa razón es absolutamente imposible. Una senda, por consiguiente, que una y otra vez habrá de intentar alejarse de los caminos trillados de la razón» (G. Vattimo y P. Rovatti, [eds.], El pensamiento débil, Madrid, Cátedra, 1988, p. 16).

  28. Henri I. Marrou, El conocimiento histórico, Barcelona, Idea Books, 1999, p. 11.

Giovanni Cucci
Jesuita, se graduó en filosofía en la Universidad Católica de Milán. Tras estudiar Teología, se licenció en Psicología y se doctoró en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, materias que actualmente imparte en la misma Universidad. Es miembro del Colegio de Escritores de "La Civiltà Cattolica".

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