CIENCIA Y TECNOLOGÍA

El estudio de las estrellas y las virtudes teologales

La experiencia de un astrónomo

© Jesuit.Media

Como jesuita del Observatorio Astronómico Vaticano, vivo en comunidad con mis compañeros astrónomos jesuitas.

El mundo de la astronomía es un microcosmos que refleja el modo en que encontramos motivación para actividades que no aportan beneficios evidentes, en términos de finanzas o poder. No hay ninguna ventaja evidente, por ejemplo, en conocer el alcance de los clusters (cúmulos) de estrellas. ¿Dónde encontramos, entonces, los astrónomos, la motivación para trabajar juntos en cosas que ninguno de nosotros podría hacer solo? ¿Qué nos sostiene, día tras día, en nuestra búsqueda del conocimiento? ¿Cuáles son las cualidades subyacentes que no sólo determinan si somos o no buenos científicos, sino que nos hacen elegir, en primer lugar, ser científicos?

La relación entre ciencia y religión

El objetivo de estas preguntas es entender cómo la ciencia enfrenta la religión. Es un lugar común hablar de la «guerra interminable entre la ciencia y la religión», y una forma común de resolver esta «guerra» es afirmar que la ciencia y la religión tienen cada una su propio ámbito. Según la definición de Steven Jay Gould, sus «magisterios no se superponen». Me ocupo de la ciencia durante la semana y de la religión los domingos.

Sin embargo, los que ponen una barrera entre la ciencia y la religión olvidan un aspecto muy importante. La ciencia y la religión se cruzan, sin duda, al menos en un lugar: en ese ser humano que es el científico, cuyas motivaciones y aspiraciones fundamentales, que le impulsan a dedicarse a esa ciencia, son de naturaleza más o menos abiertamente religiosa, y cuyos supuestos religiosos sobre el universo constituyen los fundamentos del razonamiento científico.

Cabe señalar, además, que también es un cliché sostener la forma más rígida de creacionismo, es decir, afirmar que el mundo fue creado en siete días exactos y que el Génesis es nuestro único texto científico de referencia; o pensar que todos los científicos consideran la ciencia su religión, y afirmar que la biología es el único dios y Dawkins su profeta. Pero hay una razón por la que algunas personas buenas, sinceras y muy inteligentes pueden adherir al creacionismo, y otras, igualmente buenas, sinceras e inteligentes, han abandonado la religión por una visión materialista de la ciencia. La razón puede ser que ambas posiciones son, al menos en parte, correctas. Como nos recuerdan los teólogos, toda herejía se basa en una importante verdad.

Para afirmar que no creen en Dios, los ateos deben tener una imagen bastante clara del dios que rechazan. Y el dios que rechazan es probablemente un dios digno de rechazo, muy alejado del Dios que los creyentes hemos experimentado y aceptado. Creemos en Dios en respuesta a una experiencia, no por fe ciega en un libro o en un gurú. Nuestra fe implica una experiencia personal de Dios. En este sentido, el creyente no se diferencia de un científico, que observa y luego trata de dar una explicación a lo que ha observado. El ateo niega la realidad de nuestras experiencias religiosas, o afirma que nuestra comprensión de ellas es falsa, porque proyecta a «Dios» sobre datos que pueden explicarse de otras maneras. El teísta argumenta que el ateo elimina los datos, negándose a admitir la realidad de cualquier experiencia que no se ajuste a una visión preconcebida del universo.

Al rechazar la intervención de lo sobrenatural en el universo, la ciencia rechaza a un dios del caos, sin leyes, que actúa por capricho, sin sentido. Pero el cristianismo también lo rechaza. La ciencia rechaza a un dios que dice al azar: «Que exista…». Una deidad elemental o arbitraria, que crea por capricho o al azar, es incompatible con la naturaleza compleja y regida por reglas del universo. Pero aunque el Dios del Génesis crea con un fiat («que exista»), no lo hace al azar, sino con lógica. El relato del Génesis nos dice que la creación se desarrolló por etapas, paso a paso, con sutiles indicios de un diseño final. Por lo tanto, los creacionistas tienen razón cuando dicen que descartar la historia de la creación y la caída tal y como se cuenta en el Génesis sería desperdiciar el único registro que tenemos del porqué y el cómo de este universo.

Inscríbete a la newsletter

Cada viernes recibirás nuestros artículos gratuitamente en tu correo electrónico.

La mayoría de los científicos no son ateos en el sentido estricto de la palabra. El porcentaje de científicos que van a la iglesia los domingos (o a la sinagoga los sábados o a la mezquita los viernes) no difiere en absoluto del de la gente corriente. Incluso los astrónomos que no pertenecen a una religión organizada siguen siendo, muy a menudo, teístas o, al menos, agnósticos, es decir, intuyen la existencia de Dios pero no esperan conocerlo.

Pocos científicos se declaran ateos. E incluso un científico ateo rendirá pleitesía en el altar de la Verdad; o al menos un buen científico lo hará. La verdad es importante, incluso cuando no tiene ningún interés inmediato admitir que el resultado de un experimento, una observación o un cálculo va en contra de la teoría preferida. Aunque podamos falsificar los datos para mantener nuestra posición, nadie lo sabrá nunca.

El principal problema para los científicos que se proclaman agnósticos es el de la existencia de un Dios personal que actúa en la vida cotidiana. Pero incluso el menos religioso de los científicos busca en la naturaleza una clave, una razón de ser, un patrón característico, que haya tenido éxito en el pasado a la hora de proporcionar una descripción útil de cómo funcionan las cosas, y que pueda proporcionar una indicación para futuras investigaciones y una oportunidad para una mayor comprensión. En otras palabras, la naturaleza tiene una personalidad. Y un científico de éxito es aquel que está lo suficientemente familiarizado con esa personalidad como para distinguir una teoría correcta de una errónea. Al igual que cuando conocemos a nuestros personajes favoritos de una novela o un programa de televisión, y reaccionamos mal si un nuevo autor intenta que se desvíen de su camino porque no los entiende, una teoría que no funciona hace que un científico experimentado se irrite, incluso antes de demostrar su carácter erróneo mediante las matemáticas. Es precisamente esa sensación de irritación la que le motiva a utilizar las matemáticas.

Los creyentes a los que la desconfianza ha alejado de la ciencia quizá nunca conozcan la estructura de la naturaleza, como lo han hecho los científicos. Por otro lado, los creyentes pueden conocer bien a aquel cuya naturaleza los científicos sólo pueden adivinar. Recordemos que el Dios del Génesis al comentar la creación la juzga buena. Del mismo modo, hasta el más ateo de los científicos experimenta una sensación de alegría, una simple felicidad, un sentimiento de verdad, cuando descubre la elegancia de la naturaleza reflejada en las leyes de la ciencia.

El gran astrónomo Johannes Kepler se refirió al movimiento de los planetas entre las estrellas, regido por leyes matemáticas, como la «música de las esferas». Y, en el Libro de Job, el Señor habla del momento de la creación un «canto unánime de las estrellas del alba» (Job 38:7). La armonía de las estrellas de la mañana es «poesía»: nos recuerda que, en su esencia, la creación es una fuente de alegría.

Al igual que con la música, se necesita habilidad y talento para hacer una investigación seria. Pero todo el mundo puede contemplar esa belleza y alegrarse, al igual que los que no son músicos pueden disfrutar de la armonía de una bella pieza musical. El trabajo científico de la astronomía demuestra que todo el universo se basa en leyes divinas, que dan vida a un conjunto agradable y coherente; la belleza de las estrellas y las nebulosas que se rigen por esas leyes es la expresión de esa alegre armonía y da la motivación para trabajar en esto. Pero hacer este trabajo requiere mucho más. Hoy en día, requiere una estrecha familiaridad con las matemáticas y la física, la química y la biología. Y no sólo eso. El trabajo del astrónomo también se basa en las tres virtudes descritas por San Pablo. Para abordar la ciencia, hay que aceptar los tres principios de la fe, la esperanza y el amor, que son indudablemente de naturaleza religiosa. De hecho, puede decirse que son específicamente cristianos. Sin duda, son principios en los que no todas las religiones creen necesariamente.

La fe, elemento esencial de la ciencia

Empecemos por la fe. San Anselmo dio esta famosa definición de la teología: «es la fe que busca comprender» (fides quaerens intellectum). Pero, ¿qué es realmente la fe? ¿Y cuál es su relación con la ciencia? Si la teología es la fe que busca comprender, es evidente que la fe es algo que aún no se comprende, al menos no en sí misma. Y, sin embargo, es algo bastante importante que se busca entender. En la ciencia ese «algo» es la experiencia de la Verdad: pura, simple, directa. Sabemos que algo está ocurriendo, pero no sabemos qué es. No hablamos aquí de la verdad que nos vemos impulsados a aceptar tras una larga y ardua búsqueda, sino de la verdad que es nuestro punto de partida, la verdad de la experiencia sobre la que construimos nuestra comprensión de lo que experimentamos. En este sentido, la fe es un elemento esencial de la ciencia.

Al menos debemos tener fe en que existe una realidad objetiva y que nos es dado conocerla. El mundo no es sólo una ilusión. La filosofía del solipsismo – toda la realidad es una mera proyección de la propia imaginación – es incompatible con la ciencia. Esta última acepta, a partir de un supuesto de fe, que el universo actúa según leyes y que la razón humana es capaz de comprenderlas, al menos en parte. Hoy admitimos sin problemas la realidad de un universo racional, porque hemos comprobado por experiencia que funciona; gracias a esas leyes podemos predecir eclipses, curar enfermedades, construir jets e iPods. Pero, ¿de dónde venía esa fe en el pasado, antes de que lográramos esos éxitos, antes de que supiéramos que iba a funcionar? Muchos historiadores de la ciencia, como Pierre Duhem y Stanley Jaki, han argumentado que se derivó de la fe en el Dios del Génesis, el que creó de forma ordenada. Creen que por eso se desarrolló esa cosmovisión científica precisamente en las culturas formadas en las religiones – judaísmo, cristianismo e islam – que aceptaban al Dios del Génesis. Por lo tanto, vale la pena examinar cómo estas religiones reconcilian la existencia de las leyes de la física con la existencia de un Dios creador.

Un principio común a las tradiciones filosóficas judía, cristiana e islámica es la idea de que Dios creó el universo «de la nada»: creatio ex nihilo, como lo llaman los filósofos. Hay una gran diferencia entre la idea de «nada» de la que hablan los filósofos y el concepto de vacío de los físicos. Incluso cuando no hay ninguna sustancia material, como puede ser el caso del espacio profundo alejado de cualquier galaxia, este espacio sigue teniendo «espacio» y «tiempo» y en él rigen las leyes de la física que permiten a los físicos operar en esos lugares. Por el contrario, los filósofos no se refieren al espacio vacío, sino a la razón primera, a partir de la cual existen el espacio y el tiempo.

Ninguna de las leyes de la naturaleza explica por sí misma el origen primordial del orden y la existencia. La física es incapaz de hacerlo. Siempre tiene que empezar con algo – un campo potencial, una energía – y con estados bien definidos de ese «algo». Debe tener una sistematicidad u orden dinámico, y entonces la física puede describir la transición de un estado de ese sistema a los estados sucesivos, o lo que debe preceder a un estado dado, suponiendo siempre la existencia del tiempo. En consecuencia, la física y las demás ciencias naturales, en principio, simplemente no son capaces de proporcionar el nivel de causa primera y explicación que ofrece la creación. Lo que las ciencias naturales investigan son las «causas segundas» (lo que ocurre más allá de esta acción creadora del Creador); es a través de estas causas segundas como se revela el universo en toda su riqueza. El hecho de que la existencia siga existiendo de un momento a otro está ligado al mismo misterio. Por eso los teólogos no sólo hablan de creatio ex nihilo, sino también de creatio continua: el hecho de que, en cada momento, la existencia constante del universo sea deliberadamente querida por Dios significa que el universo sigue siendo creado.

En la tradición teológica, sabemos que el carácter de nuestra descripción de la acción creadora divina, así como de nuestro lenguaje en relación con Dios, sólo puede considerarse como una analogía poética de la realidad. Dios, como causa primera de todo lo que existe, no es un ente más junto a los entes de la realidad, ni una ley más de la física. Y, más allá de esto, es esencial recordar que la acción de Dios es radicalmente diferente de otras acciones y causas. Permite, hace posible y da vida al resto de las acciones del universo, pero no las sustituye ni interfiere en ellas. Tampoco determina el cambio, sino que es lo que lo hace posible. Así pues, somos conscientes de que tanto la ciencia como la religión se ocupan de la creación, de la naturaleza de la realidad y del origen de las cosas, y ambas se ocupan de cuestiones relacionadas con la verdad. Mantenerlas separadas en compartimentos estancos es una solución estéril.

Sin embargo, la ciencia y la religión son fundamentalmente diferentes. La religión se basa en la fe, en la creencia en la verdad de la experiencia directa de algo que aceptamos como la Verdad, completa y fuera de toda duda. Cuando Dios habla, es indudablemente Dios y no un pálido sustituto suyo el que habla. Pero su verdad nos ha llegado a través de los hombres: los autores de las Escrituras y los maestros de la Tradición. Aunque hubiéramos escuchado a Jesús en persona, nuestra idea de lo que dijo seguiría estando limitada por el lenguaje humano que utilizó, así como por nuestras limitaciones humanas, nuestra débil capacidad cognitiva. Y, día tras día, tenemos que confiar en la comprensión demasiado frágil de nuestra experiencia religiosa personal. Por lo tanto, esta verdad es, en el mejor de los casos, poco conocida. La religión tiene la Verdad como punto de partida, pero sólo empieza a acercarse a la comprensión.

Por otro lado, la ciencia se basa en teorías hechas por el hombre para describir esa Verdad. Precisamente porque son elaboradas por el hombre, podemos verificarlas, comprenderlas y conocerlas perfectamente. Pero, precisamente por su origen humano, son siempre limitadas e inadecuadas. Sin embargo, pueden conducirnos a una verdad que va más allá de la comprensión completa de la ciencia. Así que esta tiene como punto de partida la comprensión, para acercarse a la verdad.

Esta es la experiencia humana: nos pasamos la vida en el camino que conecta la comprensión con la verdad. Los científicos proceden en una dirección, los creyentes en la dirección opuesta. Los científicos y los creyentes experimentan ambas cosas. Al fin y al cabo, es una calle de doble sentido. La fe es tanto el punto de partida como el punto final, pero si la fe es el punto de partida de ese camino, la esperanza es lo que nos da el valor para recorrerlo.

Esperanza: expectativa de conseguirlo

«La esperanza es la expectativa cierta de la felicidad futura», dijo el gran teólogo medieval Pedro Lombardo, del que se hicieron eco y citaron Santo Tomás de Aquino en la Summa Theologiae y Dante en el Paraíso. Es el corazón de las tres virtudes y depende de ellas. La certeza de la que habla se basa en la fe, la felicidad en el amor; la aportación clave de la esperanza es, pues, el sentido de la expectativa.

El trabajo de un astrónomo se basa en la esperanza. Todo astrónomo acude al telescopio con la esperanza de que el tiempo colabore, de que los instrumentos funcionen correctamente, de que el objeto en el cielo que hemos decidido observar nos proporcione realmente los datos que buscamos. Damos por sentadas estas expectativas, hasta el punto de que si nos encontramos con las nubes o con un fallo informático, estamos dispuestos a volver la noche siguiente para intentarlo de nuevo.

Un astrónomo ante el telescopio también tiene otro tipo de expectativa: la inquietud de preguntarse qué cosas inesperadas resultarán de su observación. Cada vez que aparece una nueva imagen en la pantalla, la observamos con aprensión. ¿Podría ser la que nos muestre algo nuevo? Cuando elegimos dedicar nuestra vida al estudio del universo, lo hacemos con la expectativa de tener éxito. Vivimos con la esperanza de que nuestros esfuerzos nos, lleven tarde o temprano, a algún nuevo conocimiento sobre el funcionamiento del universo físico.

Los grandes proyectos – una sonda espacial o un nuevo y potente telescopio – sólo pueden tener éxito si están respaldados por la esperanza. Por ejemplo, enviar una sonda espacial a Marte cuesta al menos 500 millones de dólares, por no hablar de los años de esfuerzo apasionado de cientos de personas. Sabemos por experiencia que la mitad de las sondas enviadas a Marte han sido un fracaso. Pero seguimos intentándolo, porque mantenemos la esperanza de que algunos lo consigan.

Cuando el Observatorio Vaticano decidió participar en la construcción de un telescopio de diseño radicalmente nuevo, lo hizo con la esperanza de que se superaran los riesgos a los que se enfrentaba y con la expectativa de los avances que se producirían para la astronomía. Los resultados derivados de creer en este proyecto y confiar en todos los que trabajaron para sacarlo adelante y seguir mejorándolo justificaron todas las esperanzas.

¿De dónde viene esta confianza? ¿Del fruto esperado de la observación nocturna o de la posibilidad de aprender algo estudiando el cielo? Algunas culturas antiguas creían que todo lo que ocurría en el universo – ya fueran los movimientos de los astros, el crecimiento de las cosechas o el clima – era simplemente el resultado del capricho arbitrario de las deidades. Otros describieron el universo como un caos o, peor aún, como un atolladero físico y moral, algo que hay que alejar de nuestra conciencia.

Pero, ¿qué nos hace creer que el mundo no es sólo un caos, que nuestras leyes científicas son algo más que descubrir figuras en las nubes? ¿Que las cosas no suceden por capricho de los dioses? El científico insiste: hay una razón por la que el grano crece: no es simplemente la acción de Ceres, la diosa de la cosecha. Hay una razón por la que el rayo cae: no es simplemente la ira de Zeus, el dios del trueno. Hay una razón por la que las enfermedades existen; no es sólo por la voluntad de Dios o – como los discípulos trataron de argumentar con Jesús – como consecuencia del pecado de alguien. He aquí el peligro de algunos tipos de creencias religiosas: al invocar a Dios en lugar de la evolución se corre el riesgo de convertir a Dios en una mera deidad de la naturaleza. Pero si Él está por encima de la naturaleza, los seres humanos no lo estamos. Somos criaturas; estamos creados, en la naturaleza, por la naturaleza, de materia natural… y al polvo volveremos.

Si el ser humano forma parte de la naturaleza, entonces la vida humana, e incluso la psique humana, pueden estar sujetas a la misma manipulación del mundo material que se aplica a la construcción de casas o al cultivo. La enfermedad, incluso la del alma, se cura con tecnología, no con magia. A esto se refería G. K. Chesterton cuando, al escribir su Breve Historia de Inglaterra hace cien años, señaló que «un materialismo místico ha marcado al cristianismo desde su nacimiento; su núcleo era un cuerpo. Entre las filosofías estoicas y las negaciones orientales, sus primeros adversarios, luchó ferozmente sobre todo por una libertad sobrenatural para curar enfermedades concretas con sustancias concretas».

Por eso se nos invita a conocer a Dios estudiando su maravilloso universo. Se nos invita a ser amantes de la tecnología e ingenieros, a hacer cosas que nos hagan la vida más fácil y mejor. Se nos invita a ser médicos y psiquiatras para curar enfermedades. Estamos invitados a ser astrónomos. Como esta invitación viene de Dios, tenemos la expectativa cierta – la esperanza – de que, en la belleza de las estrellas y las leyes que las rigen, nos encontraremos con Aquel que es la fuente de toda ley, belleza y verdad.

El amor: una búsqueda desinteresada que lleva a Dios

Por último, para dedicarse a la ciencia hay que creer que merece la pena. Este es el meollo de la cuestión: ¿por qué lo hacemos? ¿Estudiamos los astros para ganar poder, dinero o seguridad prediciendo el futuro como intentan hacer los astrólogos? ¿O para mejorar el tiempo de crecimiento de las cosechas, como hacían los calendarios en el antiguo templo? Nuestros calendarios no necesitan una revisión constante; y nuestra ciencia ha demostrado que la astrología no funciona, porque es un abuso, una negación del libre albedrío y del poder de Dios. Entonces, ¿por qué los jesuitas del Observatorio Vaticano actuamos como astrónomos?

Para los papas, el trabajo de los astrónomos tenía una aplicación muy práctica. En 1582, el Papa Gregorio XIII creó una comisión para reformar el calendario y encargó al matemático jesuita Christophorus Clavius que diera una explicación pública del mismo. Pero una vez terminado ese trabajo, los astrónomos jesuitas siguieron cartografiando el cielo, observando planetas y cometas y construyendo el primer telescopio reflector.

En 1774 se instaló formalmente un Observatorio Pontificio en el Colegio Romano; su tarea consistía en estar al tanto del tiempo, registrar los temblores sísmicos y marcar el paso del sol por el meridiano cada día: se dejaba caer una esfera y a esa señal un cañón disparaba desde un fuerte cercano, marcando el mediodía para toda Roma. Pero los astrónomos jesuitas hicieron más. En 1804, el Papa Pío VII fue testigo de un eclipse solar casi total desde el Observatorio. En 1835, Etienne Dumouchel y Francesco de Vico fueron los primeros en encontrar el cometa Halley. Hacia 1860, Angelo Secchi ideó un esquema de clasificación de los espectros de las estrellas, llegando a clasificar más de 4.000 estrellas en diferentes poblaciones en función de las características de sus espectros.

Cuando el Papa León XIII estableció la versión moderna del Observatorio Vaticano en 1891, quiso mostrar al mundo que la Iglesia estaba a favor de la ciencia y que siglos de investigación astronómica tenían como objetivo glorificar a Dios en la creación.

Todos los astrónomos, incluso los pocos que se dedican a ello profesionalmente, son aficionados, es decir, lo hacen por amor. Y esta es una afirmación radical. No todas las religiones consideran el estudio del universo físico digno de amor. Sólo si creemos que el universo fue creado, de forma ordenada, por un Dios benévolo, que, contemplándolo, dijo que era bueno; y si creemos en un Dios que amó tanto al mundo que envió a su único Hijo, entonces creeremos que estudiar este mundo es algo bueno, porque es una forma de entrar en intimidad con su Creador.

En La encarnación del Verbo, escrito en el año 300 d.C., San Atanasio declara explícitamente que la creación es Buena, y que es un camino que nos lleva a Dios: «Si un hombre mira hacia los cielos, ve allí su orden […]; y además, si un hombre se ha sumergido en el elemento agua y piensa que es Dios – como hacen los egipcios que adoran el agua – puede darse cuenta de que su naturaleza cambia con ella y aprender que el Señor es el Creador de todo. Y si un hombre ha descendido al Hades, todavía puede ver la resurrección de Cristo, porque el Señor ha tocado todas las partes de la creación y las ha liberado de todo engaño. Por eso el hombre, rodeado por todas partes de las obras de la creación, ve en todas partes – en el cielo, en el Hades, en los hombres y en la tierra – la divinidad revelada del Verbo».

Dona

APOYA A LACIVILTACATTOLICA.ES

Queremos garantizar información de calidad incluso online. Con tu contribución podremos mantener el sitio de La Civiltà Cattolica libre y accesible para todos.

Atanasio se opone a los que creen que la creación es mala. Y es el primero en darse cuenta de que, al participar personalmente en la creación a través de la Encarnación, Dios ha elevado el estado de la naturaleza permaneciendo separado de ella. Encontramos a Dios, por ejemplo, en el elemento agua no porque el agua sea Dios, sino porque es una creación, y por tanto una expresión, de Dios. Implícitamente, Atanasio sugiere que el privilegio y el deber de quienes conocen y aman a Dios es conocer y amar la creación. En otras palabras, Dios llama a algunos a ser científicos.

Astrónomos jesuitas

¿Por qué algunos jesuitas se hacen astrónomos?

Queremos ser observadores de nosotros mismos. Si tuviéramos que observar a los observadores, ¿qué veríamos desarrollarse, día tras día, en este Observatorio Vaticano? Veríamos una semana pasada casi en silencio, despiertos toda la noche en un pico frío y solitario bajo un cielo estrellado, moviendo lentamente un telescopio de una constelación a otra, emitiendo unos cuantos comandos al teclado de un ordenador, esperando que la luz de las estrellas se concentre en un chip de silicio congelado criogénicamente.

Veríamos el ruidoso salón de convenciones de un hotel lleno de miles de científicos, viejos colegas que conocimos en el instituto y nuevos estudiantes que se reunían por primera vez. En el barullo podríamos oír a los amigos hablando de nuevos descubrimientos, preocupados por su próxima subvención, su nuevo trabajo, intercambiando interminables noticias sobre matrimonios, nacimientos, divorcios desde la última vez que se vieron, ansiosos porque están a punto de intentar comprimir el trabajo de un año en una presentación de diez minutos frente a quinientos colegas hipercríticos. Y entonces uno de ellos preguntará si puede hablar con nosotros en privado durante unos minutos. Veríamos a alguien de pie en un auditorio, frente a doscientos estudiantes de secundaria, cuyas mentes siguen doscientas direcciones diferentes, atrayéndolos lentamente con los gloriosos colores de las galaxias y las nebulosas hacia una contemplación más profunda del Ser, la Creación y el Creador.

Veríamos una pantalla de ordenador en la que aparecen, no bellas imágenes en color, sino estrellas como puntos en blanco y negro distribuidos al azar entre las imperfecciones del chip detector, entre las motas de polvo del filtro, confundidas con la sombra de una polilla que voló hacia el telescopio mientras se tomaba la imagen. A partir de esto tendríamos que extrapolar el brillo de un punto concreto, contando el número de veces que un fotón ha chocado con un electrón en nuestro chip detector; y conoceríamos la inexorable ley matemática, que dice que el valor que alcancemos no será mejor, estadísticamente, que la raíz cuadrada de ese número de impactos. Y es de esperar que nuestro recuento no incluya la luz de alguna galaxia cercana apenas visible y distante. Entonces nos daríamos cuenta de que la galaxia apenas visible, anónima y distante que se interpone en nuestros datos es un conjunto de cien mil millones de estrellas; cada estrella presumiblemente rodeada de planetas; e incluso si la posibilidad de vida es de una entre un millón, eso sigue significando cien mil lugares en esa pequeña mancha en los que podría haber astrónomos extraterrestres observándonos, refunfuñando por esa lejana mancha de la Vía Láctea que se interpone en su observación.

Incluso antes de que Galileo construyera su primera lente, los jesuitas estaban involucrados en la astronomía. Cristophorus Clavius ayudó al Papa Gregorio XIII a reformar el calendario en 1582 y luego escribió un libro para explicar esa reforma al resto del mundo. También escribió una carta de recomendación para el joven Galileo, cuando éste buscaba un trabajo de profesor; y cuando ya había pasado la flor de la vida, miró por el telescopio de Galileo para ver las lunas de Júpiter con sus propios ojos. Otros jesuitas, en el Colegio Romano y en otros lugares, idearon el primer telescopio reflector; hicieron mapas de la Luna; persuadieron al Santo Oficio para que retirara a Copérnico del Índice; observaron los tránsitos de Venus que finalmente permitieron a los astrónomos medir la escala del sistema solar. Desde el tejado de la iglesia de San Ignacio de Roma, el jesuita Angelo Secchi descubrió unas manchas oscuras en Marte, a las que llamó «canales» (que eran reales, y muy diferentes de los «canales» ilusorios que creyeron ver los astrónomos posteriores) y fue el primero en clasificar las estrellas en función de sus espectros de color.

Todos estos precursores también hicieron su trabajo durante las reuniones, los estudios en el aula o a solas en el telescopio. Tuvieron momentos de conversación espiritual privada; Johann Hagen, director del Observatorio Vaticano a principios del siglo XX, fue el director espiritual de la beata Elizabeth Hesselblad, la conversa sueca que se nacionalizó estadounidense y fundó la orden de Santa Brígida. Asistieron a bodas, bautizos y funerales de sus colegas, incluidos muchos que se habrían sentido incómodos en presencia de sacerdotes.

Y así, nuestro trabajo continúa, tanto en el telescopio como en nuestras nuevas oficinas en los jardines papales de las afueras de Roma; y la Iglesia sigue apoyando activamente nuestra ciencia. El Vaticano mantiene un Observatorio y pide a los jesuitas que lo doten de personal, para mostrar al mundo de forma visible que no teme a la ciencia, sino que defiende su causa: esto se basa en la larga tradición que considera el conocimiento de la creación como un camino hacia el Creador.

Y las razones por las que somos astrónomos son tan antiguas como las propias estrellas, expresadas en poesía desde que los poetas comenzaron a escribir. El profeta Baruc escribió: «Las estrellas brillaron en sus relojes y se alegraron; él las llamó y ellas respondieron: “Mirad”, y brillaron de alegría por el que las creó» (Bar 3,34-35). Dante concluyó la Divina Comedia con una referencia al «amor que mueve al sol y a las demás estrellas» (Paraíso XXXIII, 145). San Ignacio escribió que «su mayor consuelo era contemplar los cielos y las estrellas, que contemplaba a menudo y durante mucho tiempo, porque de ello nacía en él un impulso muy fuerte de servir a Nuestro Salvador» (Autobiografía).

Llamémoslo consuelo; llamémoslo alegría; llamémoslo amor. Está en temporada todo el año. Es el estudio del universo, de «todas las cosas» donde encontramos a Dios. Es el trabajo del Observatorio Vaticano. Es el trabajo de todo Observatorio. Nosotros lo llamamos astronomía.

Guy Consolmagno
Es un astrónomo estadounidense, científico planetario y religioso de la Compañía de Jesús. Desarrolla su actividad en el Observatorio Vaticano, en sus dependencias del Observatorio Steward de la Universidad de Arizona (Estados Unidos), como portavoz del Grupo de Investigación del Observatorio Vaticano (VORG). Actualmente vive en los cuarteles generales del Observatorio Vaticano que se encuentran en el Palacio de Castel Gandolfo.

    Comments are closed.