Vida de la Iglesia

La identidad cristiana en una sociedad global y plural

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Muchos se preguntan hoy por la actitud a asumir frente a la Iglesia [1] . Para unos, la Iglesia pertenece al pasado y no puede sino obstaculizar los desarrollos de la civilización. Para otros, en cambio, su influencia guía las fuerzas morales que aseguran la orientación del progreso. Otros, a su vez, consideran que la Iglesia tiene la llave de la justicia y de la paz en un mundo dominado por la globalización.

Una toma de posición semejante tiene que ver, en realidad, con todas las fuerzas y tradiciones culturales, porque cada una de ellas ha tejido lazos con las concepciones que se encuentran en el origen de la civilización. Las instituciones internacionales, además, fueron creadas para superar las diferencias y oposiciones. El fin que se les ha asignado es permitir que los pueblos que provienen de horizontes diferentes y que siguen creencias o teorías filosóficas opuestas construyan de manera progresiva las bases de su unidad haciéndoles descubrir aquello que tienen en común.

La ética de la futura sociedad universal exige que se dé un sentido común a estos valores, sentido que no puede ser el de una sola de las civilizaciones o religiones que la integran. La conciliación que se ha de realizar entre la fidelidad a las tradiciones y la universalización de los valores representa un desafío planteado hoy en día a todas las sociedades: un desafío particularmente fuerte para la Iglesia, que se proclama universal, aunque se presenta ligada a la cultura occidental.

¿En qué sentido puede hablarse, entonces, de conservar la identidad cristiana tal como ha sido transmitida por las generaciones pasadas? Nos preguntamos, además: ¿está la Iglesia todavía en condiciones de contribuir a la universalización de los valores salvaguardando su propia identidad? ¿Cómo puede contribuir a hacer posible una unidad entre universos culturales que deben fundar su vida en común en valores que tengan el mismo sentido para todos?

El conflicto entre identidad y universalidad

Cada individuo es consciente de su propia identidad. Toma conciencia de lo que hay de único en él, entre otras cosas, en función de sus vínculos familiares y profesionales y del sentido que él mismo da a la existencia. De ahí extrae una coherencia en relación con sus propios comportamientos. Pero el reconocimiento de la propia identidad separa a todo grupo humano de los otros, que se reconocen también como diferentes. Por tanto, el riesgo estriba en que cada uno de los grupos se vea inducido a defender a cualquier precio la propia especificidad.

La revolución del cristianismo consistió en afirmar que los pueblos podían evitar una yuxtaposición hostil proveniente de la conciencia que cada uno de ellos tiene de su propia individualidad cultural. San Juan, san Pablo y, más tarde, la Didaché y los Padres de la Iglesia desarrollaron de manera amplia la idea de la Carta a los Efesios según la cual ya no hay más judío ni griego, porque la misión de Cristo les asegura su reconciliación: «Él es nuestra paz» (Ef 2,14; cf. Gál 3,26-28)[2]. Así afirmaron la posibilidad de una unidad superior que permitía superar las divisiones que surgen por la diversidad de culturas y civilizaciones. La historia del cristianismo puede verse como una tentativa siempre nueva de hacer prevalecer una exigencia de fraternidad universal para superar los bloques que aparecen dentro de las sociedades y entre ellas. Pero ¿no puede decirse acaso que en la actualidad resulta paradójico querer hacer de la búsqueda de la universalidad un rasgo distintivo y esencial de la identidad católica? La pretensión de la Iglesia de tener la vocación de realizar la unidad del género humano parece falta de realismo cuando, desde el Renacimiento, la separación del poder civil y del religioso parece tener que ser definitiva en Occidente y dos tercios de la humanidad ignoran la revelación cristiana. Aun así, no es menos cierto que todos los pueblos toman conciencia de compartir una misma condición y quieren construir su ciudad común en torno a valores de libertad, igualdad y fraternidad. Juan XXIII, en sus encíclicas Mater et magistra y Pacem in terris, hizo de ese hecho el punto de partida de sus reflexiones.

La disociación de los fundamentos religiosos y sociológicos de la sociedad universal ha sido progresiva. Mientras que durante siglos la regla del cuius regio, eius religio podía dar la impresión de mantener la unión entre religión y política, sacudía, en cambio, sus fundamentos. La ausencia de una autoridad religiosa única, la del Papa, para juzgar en última instancia si una política era justa o no, devolvía a la razón de los soberanos la condición de intérprete en ese juicio a expensas de una autoridad reconocida por todos y garante de la unidad. De ahí el conflicto surgido en Occidente entre la Iglesia y una sociedad civil que reclamaba la liberación de toda tutela religiosa. A medida que se iba dando esa disociación, el fundamento de las unidades nacionales no fue ya la religión, sino que se pidió a las ideologías que lo aseguraran. La primera de ellas fue el nacionalismo.

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Dándose cuenta de que a partir de entonces los pueblos intentaban ya construir la propia unidad fuera de toda referencia religiosa, la Iglesia se encontró aliada con las instituciones internacionales, que buscaban también establecer la paz en un mundo culturalmente dividido. Pero las potencias que estuvieron en el origen de la Sociedad de las Naciones y de la ONU consideraron que los ideales democráticos presentes en el mundo occidental tenían valor universal[3]. Esta filosofía de las relaciones internacionales caracterizaba todavía la posición de los Gobiernos occidentales durante la guerra fría. Al igual que los del bloque del Este, ellos pensaban que poseían un modelo de sociedad destinado a llegar a ser universal.

La consiguiente oposición hizo temer el estallido de un nuevo conflicto mundial, pero la imposibilidad en la que se encontraba cada uno de los bandos para poder imponer su visión al otro inauguró un nuevo enfoque de la solución de las diferencias culturales entre bloques y permitió esbozar los primeros rasgos de lo que sería la conciliación de la universalidad y de la identidad en un mundo global. En efecto, detrás de las luchas de influencia en las que cada uno se empeñaba y que ocupaban la opinión pública estaban los que consideraban posible llevar a los defensores de los diferentes sistemas sociales a comprenderse, pues todos estaban de acuerdo en que el fin de toda organización social es asegurar el pleno «bienestar material y […] desarrollo espiritual»[4] de «todos los hombres y de todo el hombre»[5].

Una de las primeras señales de tal evolución la ofreció Jacques Maritain en el discurso inaugural de la segunda Conferencia General de la UNESCO, celebrada en Ciudad de México en 1947[6]. En efecto, Maritain declaró allí que los delegados provenientes de culturas y sistemas de vida diferentes se reunían para encontrar qué acciones comunes podían llevar a cabo a pesar de las posiciones doctrinales en las que se oponían. De ahí resultó un nuevo esclarecimiento sobre la presencia de los cristianos en la sociedad pluralista que contribuyó a la evolución de la opinión pública.

Pero lo determinante fue la experiencia que los Gobiernos vivieron respecto de la posibilidad de celebrar acuerdos entre Estados con sistemas sociales diferentes. Se vio entonces con claridad que la salida de la guerra fría provendría de la instauración de un tipo nuevo de relaciones internacionales fundado en el entendimiento entre «todos los hombres de buena voluntad»[7] a uno y otro lado de la Cortina de Hierro, y no de la victoria política o militar de un bloque sobre el otro. Aquí se verifica un cambio radical, porque no se trataba ya de construir una sociedad universal reduciendo a la unidad las características de los más débiles, sino de salvaguardar lo que cada uno tenía de específico, adaptándolo, a través del diálogo, a las nuevas exigencias del universalismo. El director general de la Organización Internacional del Trabajo, David A. Morse[8], dijo en una intervención en la Conferencia Internacional del Trabajo: «Todos tenemos una idea de libertad, pero no la entendemos de la misma manera; se trata, por tanto, de comprendernos para superar nuestras dificultades y sentar las bases de una mayor unidad»[9].

Este modo de plantear el problema invierte los términos en los que se lo había hecho hasta entonces. No se trataba ya de hacer prevalecer una concepción particular sobre las otras para reducirlas a la unidad, sino de examinar lo que cada uno debía modificar en la idea que tenía de su propia identidad. En efecto, los dos bloques llegaron a reconocer la necesidad del universalismo, es decir, de la paz en su forma más elemental, que es la ausencia de guerra[10]. Estas políticas prepararon el camino para los Acuerdos de Helsinki (1973-1991) y la caída de la Cortina de Hierro. Como dijo Juan XXIII, la justificación de esta política se encuentra en el hecho de que cada ser humano, creyente o no, está movido por la necesidad de confrontar sus acciones con los ideales de libertad, de justicia, de igualdad y de solidaridad, y, como dijera Pablo VI a la Conferencia Internacional del Trabajo, de contribuir a «afinar» la propia conciencia, confrontándola con los valores[11].

La superación de la política de bloques tal como se vivió durante la guerra fría no puede transferirse tal cual al mundo actual, que ha pasado de ser pluralista a ser multicultural. Los dos bloques políticos tenían raíces culturales comunes —griegas y judeocristianas— gracias a las cuales ambos contaban con la voluntad de transformar la naturaleza y también al hombre para asegurar su progreso material, social y espiritual. Pero, dado que las grandes civilizaciones con las que Occidente se encontraba estaban fundadas en presupuestos distintos de los suyos, el problema del universalismo se planteó en términos nuevos.

Desafíos actuales para la misión universalizadora de la Iglesia

El vínculo entre identidad cristiana e identidad política que se estableció en la Edad Media condiciona todavía la mentalidad occidental, aunque no cesa de debilitarse ya desde el Renacimiento. El descubrimiento de seres humanos que viven en civilizaciones fundadas sobre otros principios que los considerados hasta entonces como universales marcó el comienzo de una verdadera revolución cultural. El fundamento fue servido por Francisco de Vitoria con la idea de un mundo unido (totus orbis) en el que todo pueblo pudiera hacer su aporte a la edificación de una solidaridad universal. Una forma más conceptual le dio Francisco Suárez en su De legibus, donde afirmó que el género humano, aunque dividido en diversos pueblos y reinos, tiene una unidad política, moral y natural que está en el origen del mandamiento nuevo del amor mutuo[12].

Ambos pensadores abrieron el camino hacia la comprensión de un mundo pluralista de acuerdo con el teocentrismo. Pero los filósofos destruyeron la síntesis de los teólogos: si algunos pueblos —dijeron— han podido descubrir los principios y los valores que aseguran la paz de las sociedades sin la ayuda de la revelación, quiere decir que la razón puede conocer por sí sola las verdades por las que puede guiarse el hombre honesto. La fórmula «como si Dios no existiese», que se encuentra en los teólogos[13], quienes la utilizan como un a fortiori, se vuelve contra ellos para probar el poder de la razón: en efecto, la razón descubre su propio poder tanto frente a la naturaleza, gracias al desarrollo de la ciencia, como por la mayor conciencia de su dignidad, que impulsa hacia la iniciativa y al pleno ejercicio de la libertad.

La distancia entre la religión y la razón como fuente privilegiada, cuando no única, para el conocimiento de la verdad ha seguido creciendo. Esta separación dio origen, primero, al humanismo laico, y, después, a la duda acerca de la posibilidad del mismo humanismo. Estos desarrollos han influido también en el diálogo entre la Iglesia y el mundo contemporáneo. El humanismo laico difundió en la opinión pública convicciones morales con raíces diferentes de las de la fe en la divinidad[14]. Desarrolló ante todo una «ética de la nobleza humana» (Augustin Renaudet)[15], viendo en el ser humano «una riqueza inagotable», ya que su naturaleza impulsaba a inventar sin cesar. Dios ya no le era necesario para actuar. Decía Jacques Vallée des Barreaux (1602-1673): «Estos dioses que el hombre ha hecho y que no han hecho al hombre»[16].

Este escepticismo, que durante mucho tiempo fue el privilegio de una elite, se difundió entre las masas sobre todo después de 1945. Sin embargo, bajo el choque psicológico provocado por la Segunda Guerra Mundial se tornó en antihumanismo al negar el valor y la dignidad que el individuo se atribuía como sujeto. Eugène Ionesco se pregunta: «¿Qué pensar del hombre civilizado cuando se considera la última guerra? ¿Qué pensar de un progreso que pone a su disposición la bomba atómica?»[17]. Después de Jean-Paul Sartre o Michel Foucault, Claude Lévi-Strauss denunció «esta especie de humanismo desvergonzado surgido, por un lado, de la tradición judeocristiana y, por el otro, del Renacimiento y del cartesianismo, que hacen del hombre un amo, un señor de la creación»[18]. Este «nuevo» humanismo aniquilaría al hombre eliminando la historia, porque el individuo no vive más que instantes sucesivos y la razón se declara incapaz de interpretar la realidad: «Lo real no se distingue más del simulacro. Todo se ha tornado en espectáculo. “El mundo se torna en fábula” (Nietzsche)»[19]. En las sociedades occidentales contemporáneas se asiste a la desaparición de la dimensión religiosa de la existencia, dejando así a las conciencias sin una brújula para orientarse.

Los filósofos promotores de la muerte de Dios son los intérpretes de este desconcierto[20]. Ellos dan forma teórica y conceptual al sentimiento que de manera inconsciente comparte gran parte de sus contemporáneos. Frente a la imposibilidad de reunir en una misma síntesis explicativa las preguntas y las contradicciones del presente, se declara ilusorio el camino ofrecido por las religiones para justificar las incertidumbres del presente en función de un fin futuro que ellas afirman ser de otro orden. Según los filósofos contemporáneos hay aquí una ilusión del espíritu. Jean-François Lyotard, por ejemplo, considera imposible liberarse de la contradicción inherente a la vida. Según él, el hombre cree dominar la naturaleza, pero, de hecho, el acto con el cual la somete influye en su sistema nervioso, en su código genético, en su sistema cerebral, en sus sentidos de la vista y del oído, en su sistema de comunicación, en su lenguaje y en la organización de la vida de grupo. De ese modo, el hombre se vuelve esclavo de la técnica que aplica hasta en su modo de pensar y de organizar la vida[21].

Así las cosas, ¿qué criterios de juicio y de legitimación pueden proponer todavía las religiones? La supuesta imposibilidad del mundo actual para llegar a un pensamiento global que explique la situación del ser humano en el momento presente del mundo en que se encuentra está en el origen de una crisis de la religión, porque la antropología transmitida por Occidente está en contraposición con la suya. Dicha antropología ya no es aceptada como un a priori a partir del cual pueda pensarse la diversidad sociológica y científica del mundo. Viendo que no se le reconoce función vital alguna en la sociedad por parte de las elites intelectuales y de los medios, se ve desafiada a hacer que se la perciba como un principio de unidad y de cohesión allí donde la conciencia contemporánea no ve más que diversidad y contradicción; a dar sentido a la historia explicando que todos los hombres están llamados a participar en su desarrollo.

Esta filosofía es en gran medida responsable de la crisis en la que se encuentra el mundo occidental. Las grandes nociones de bien común, de solidaridad, de seguridad, de identidad, de felicidad, etc., ya no son capaces de regular las relaciones entre los hombres, porque su valor universal se ve cuestionado por la complejidad de las situaciones. El rechazo de los valores que la civilización occidental consideró siempre como evidentes parece prevalecer en virtud de que esa civilización es solo la expresión de una antropología entre otras. La universalidad de la civilización occidental ha alcanzado un punto de no retorno, puesto que los pueblos de África, América y Asia no adoptarán ya la filosofía griega, sino que seguirán su reflexión fundándose en otras visiones explicativas del mundo[22].

La idea cristiana de universalismo y las filosofías asiáticas

El cristianismo se encuentra ya con civilizaciones para las cuales la relación del individuo con la sociedad y con el mundo exterior se percibe de una manera fundamentalmente distinta de la que prevalece en Occidente. Para esas civilizaciones no se trata de transformar el mundo y de someterlo a las aspiraciones del hombre, sino de adaptar el hombre al mundo en que se encuentra y que escapa a su poder.

Diversos filósofos chinos contemporáneos son conscientes de que ese enfoque de la realidad es el responsable del retraso de sus países en la carrera por el desarrollo, porque no les ha permitido descubrir la ciencia teórica ni ser administrados según las reglas de la democracia, sin las cuales no es posible entrar en la Modernidad. Liang Shuming[23] dedicó gran parte de su vida a reflexionar acerca de este conflicto entre los valores tradicionales chinos, a los que no quería renunciar, y la Modernidad[24]. El estudio de las civilizaciones le mostró que la humanidad tomó tres direcciones diferentes: algunos pueblos, los de la civilización occidental, procuraron someter la naturaleza a su voluntad y unificar el mundo en función de sus valores; otros, como los chinos confucianos o de otras civilizaciones tradicionales[25], tomaron conciencia de esa oposición y procuraron construir un mundo estable y armonioso, adaptando sus aspiraciones al medio ambiente; otros, por su parte, como en India, suprimieron uno de los términos del problema, declarando que las aspiraciones, los deseos y las ambiciones de dominar la naturaleza provienen de una ilusión del espíritu, y que el sabio es el que se libera de dicha atracción. Estas tres civilizaciones se desarrollaron durante milenios independientemente una de otra. Pero, como subraya Liang Shuming, no es posible que permanezcan en su aislamiento cultural, porque la globalización económica y política provoca una mezcla de pueblos y exige que todos compartan reglas y posiciones comunes a fin de construir un mundo de paz[26].

Occidente había intentado imponer su visión del mundo al conjunto de los pueblos despreciando sus culturas, consideradas como inferiores. La supremacía económica, militar y política que Occidente ejercía en ese tiempo parecía justificar dicha perspectiva. El fracaso de tal tentativa es hoy en día evidente, puesto que el conjunto de los pueblos rechaza ese dominio cultural. Se plantea, pues, la pregunta de si es posible que las culturas no occidentales entren en la Modernidad sin renunciar a su experiencia histórica de lo humano[27]. Los pueblos que entran hoy en la Modernidad deben responder a la pregunta de si consideran necesario adoptar algunos valores que han sido difundidos por el cristianismo y que, aunque laicizados, pueden considerarse como el origen del éxito de Occidente, o si, por el contrario, es posible hacer emerger de sus tradiciones movimientos y símbolos capaces de desarrollar también el espíritu de aventura y de emprendimiento que ha animado a la civilización occidental[28].

Al examinar los impulsos que se sitúan en el origen de la expansión de Occidente, encuentran así la idea de trascendencia y la de religión y se cuestionan si es necesario o no introducirlas en la mentalidad confuciana[29]. A la idea de trascendencia está ligada la de la responsabilidad moral del sujeto que se presenta ante el totalmente Otro. El dinamismo fundamental emprendido por la filosofía griega con vistas a dominar la naturaleza encuentra en el cristianismo una razón adicional para comprometerse en la conquista de esta[30]. Este dinamismo se deja modelar por la trascendencia buscando en tal relación el camino justo para la acción.

El cristianismo introdujo en la civilización romana, en la que el individuo carecía de derechos frente al poder, la idea de que el poder está al servicio de la persona. Tal concepción se extendió en Europa gracias a la difusión de los monasterios benedictinos y cistercienses, en los que el padre abad ejercía una justicia medicinal, orientada a la conversión del pecador, y no vindicativa, en la aplicación de una sanción determinada a una culpa concreta sin tener en cuenta las circunstancias[31].

Para la mayor parte de los filósofos chinos, el progreso científico y el espíritu democrático, que están en el origen de la expansión de la civilización occidental, pueden conseguirse independientemente del cristianismo. Para ellos, Occidente se ha alejado del cristianismo demostrando así que una civilización puede asegurar su «bienestar material» y su «desarrollo espiritual» concentrándose en sus propias fuerzas. Los filósofos chinos consideran que la cultura occidental puede ayudar hoy en día a cambiar China, pero que, a la larga, no salvará a la humanidad[32], porque las religiones no son adecuadas a la cultura futura[33]. En efecto, se dice que estas reemplazan la explicación científica de los problemas de la existencia por otra que se encuentra más allá de lo observable y lo razonable. En la actualidad la ciencia explica los fenómenos: el único interés que conserva una religión es la satisfacción de una necesidad de emotividad por parte del pueblo, porque este no es todavía capaz de dominar sus autosugestiones: pero el progreso permite prever el tiempo en que los seres humanos no tendrán más necesidad de un consuelo religioso[34].

El papel futuro del cristianismo

La Iglesia no es considerada ya como una autoridad constitucional asociada al poder político. Por eso, la actualidad del cristianismo se halla en su inserción original entre las «fuerzas de ideal»[35], en torno a las cuales los hombres se esfuerzan por construir su unidad. La Iglesia ofrece una luz para juzgar la capacidad de los programas para promover u obstaculizar el «bienestar material» y el «desarrollo espiritual» de «todo el hombre y de todos los hombres». Al no poder reducírsela a una doctrina intelectual, a la ejecución de ritos ni a la búsqueda espiritual de emociones, propone unir las exigencias racionales de la justicia a las exigencias religiosas de la caridad.

Para la Iglesia, lo que conducirá a un acuerdo sobre los principios y valores que tienen el mismo sentido para todos no son las discusiones acerca de los méritos o los límites de las diversas filosofías existenciales, sino el rechazo, por parte de cada uno, de los comportamientos que se encuentran en la raíz de todas las divisiones e injusticias. El creyente halla en su fe el coraje para dar testimonio de una realidad diferente. Con su vida personal, familiar y social ofrece el ejemplo de la paz que procede de la victoria sobre el egoísmo y sobre la violencia, como también del rechazo de la injusticia. Así, el cristianismo se presenta como el poseedor de una llave que permite hacer saltar el cerrojo que torna a las culturas heterogéneas unas respecto de otras, apelando a los principios más profundos de la realidad humana[36].

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El callejón sin salida en el que parecen encontrarse las relaciones interculturales solo podrá superarse si todos reconocen que el ser humano, ordenado como está hacia la búsqueda de la verdad, de la justicia y de la paz en sus relaciones con los demás, alberga en sí un obstáculo que le impide dedicarse por completo a esa búsqueda y del cual debe liberarse purificando su conciencia[37].

El papel futuro del cristianismo está cuestionado tanto por lo «políticamente correcto» de Occidente que, rechazando toda trascendencia, se hunde en el nihilismo, como por las civilizaciones extramediterráneas, construidas sobre antropologías distintas de la griega y la judeocristiana. En todo ser humano anida la necesidad de revisar continuamente en qué medida lo que consideró durante largo tiempo como verdadero debe ser reexaminado a la luz de circunstancias nuevas. Hay, por tanto, un terreno en el que cada uno encuentra a otros hombres convencidos como él de que su verdad del momento debe ser profundizada, porque, a causa de la «evolución dinámica» de la «vida en común»[38], se presenta a una luz diferente.

Así, toda civilización es portadora de un conocimiento del ser humano y de un sentido del Absoluto al que no puede renunciar, pero, al mismo tiempo, está invitada a revisar su tradición y a enriquecerla con la experiencia de las otras[39]. Reconociendo que en el intercambio cada uno se hace consciente de la «unicidad» de la propia cultura y que esta florece en esa relación con el otro, François Cheng, que ha llegado a ser miembro de la Academia Francesa, afirma que de su contacto resultará un enriquecimiento recíproco. Aunque ningún chino —sea budista, musulmán, marxista o cristiano— está dispuesto a renunciar a la cosmología ternaria de Asia, experimenta de todos modos un enriquecimiento cuando conoce las nociones de sujeto y de derecho destinadas a proteger el estatuto de sujeto de las personas. A la inversa, en la filosofía china el occidental encontrará razones para revisar su propia noción demasiado individualista de la posición del ser humano en el mundo.

Someterse a la lógica de la verdad es la condición sine qua non del diálogo. Implica el respeto del derecho fundamental de los otros a buscar la verdad y a adherirse a ella[40]. Según algunos, este modo de proceder amenaza con reducir la identidad cristiana a la de una opinión entre otras. Pero la identidad cristiana no deriva de la fuerza política propia de todo movimiento transcultural ni del solo valor racional de su «doctrina». Dicha identidad es de un orden diferente: está fundada en una certeza —religiosa— que supera la de la sola razón y la distingue de las teorías sociales; no contrapone a ellas otra «doctrina» juzgada solo de manera racional como más verdadera, sino que también rechaza en ellas todo aquello que no parece corresponder a la dignidad humana: consiste en la exigencia de confrontar los programas y las realizaciones presentes con los del pleno desarrollo de cada uno y de todos. El Absoluto sobre el cual se funda la identidad cristiana hace que esta no esté nunca satisfecha y constituye siempre un acicate para ir más allá[41].

Las observaciones realizadas muestran que, para desarrollar un papel universalizador, el cristianismo no puede limitarse a su experiencia y a sus realizaciones pasadas, porque estas llevan el signo de los tiempos en los que se desarrollaron. Hoy la relación del cristianismo con el mundo debe cambiar de nivel. Mientras que en el pasado el ambiente sociocultural en el cual él debía insertar la reivindicación de universalidad era relativamente homogéneo, hoy debe confrontarse con un ambiente pluralista como consecuencia de la legitimidad de toda tradición cultural y multicultural. En efecto, las sociedades futuras serán cada vez menos homogéneas a nivel religioso a causa de las migraciones y del reconocimiento del derecho de cada uno y de cada comunidad a buscar la verdad y a vivir en consecuencia. Mientras que en el pasado el conflicto con los elementos anticristianos podía darse en el plano intelectual y, a partir de allí, repercutir en el campo político, hoy ya no existe un lenguaje común, y las relaciones interculturales deben ser encaradas desde una perspectiva nueva por parte de la Iglesia y de la revelación cristiana para justificar su actualidad.

  1. El P. Joseph Joblin S.I. murió el 1 de febrero de 2018. Nació el 28 de diciembre de 1920 en Orleans, entró en 1942 al noviciado de la Compañía de Jesús en Laval y fue ordenado sacerdote diez años más tarde. Se graduó en Derecho, Filosofía y Economía, y en 1954 obtuvo un doctorado en Teología. Fue docente de la Pontificia Universidad Gregoriana hasta 1995; de 1956 a 1981 ostentó un alto cargo en el BIT (Bureau International du Travail/Oficina Internacional del Trabajo), secretaría permanente de la OIT (Organización Internacional del Trabajo). Fue consejero eclesiástico del CICIAMS (Comité Internacional Católico de Enfermeras y Asistentes Médico-Sociales). En octubre pasado se depositó en el archivo histórico de la Universidad Gregoriana el «Fondo Joblin», compuesto por 24 carpetas con material académico e intervenciones de variada índole. El padre Joblin fue también colaborador de nuestra revista. Lo recordamos con el último artículo entregado para su publicación.

  2. Cf. G. Fessard, «Pax nostra». Examen de conscience international, París, B. Grasset, 1936; M. Aumont, Philosophie sociopolitique de Gaston Fessard: «Pax nostra», París, Cerf, 2004; M. Sales, Gaston Fessard (1897-1978). Genèse d’une pensée, Namur, Culture et Verité, 1997.

  3. Por ejemplo, el político británico Lord Rosebery dijo en 1893 respecto de la política exterior de su país: «Hemos de recordar que una parte de nuestro deber y de nuestra herencia es velar por que todo el mundo reciba nuestra impronta y no la de otro pueblo», en G. Hanotaux, Le partage de l’Afrique: Fachoda, París, Flammarion, 1909; cf. J. Joblin, L’ Église et la guerre. Conscience, violence, pouvoir, París, Desclée de Brouwer, 1988, pp. 188-190. Observa J. Rivero: «La ideología de 1789 […] se presentaba como un elemento de la civilización que Occidente considera como definitivo y ejemplar», en J.-J. Vincensini, Le livre des droits de l’homme, París, R. Laffont, 1985, p. 105.

  4. Organización Internacional del Trabajo, Declaración de Filadelfia, año 1944.

  5. Pablo VI, encíclica Populorum progressio, n. 14.

  6. Maritain reivindicó en su discurso «la afirmación de un mismo conjunto de convicciones prácticas que dirijan la acción». Cf. Centre catholique international de Coopération avec l’Unesco, Le parvis des Gentils, París, 2011, p. 10; J. Fornasier, Jacques Maritain ambasciatore. La Francia e la Santa Sede e i problemi del dopoguerra, Roma, Studium, 2010, p. 61.

  7. Pío X, Radiomensaje de Navidad de 1956 (en w2.vatican.va). Cf. G. Fessard, Libre méditation sur un message de Pie XII: Noël 1956, París, Plon, 1957, p. 150s; J. Joblin, «Le lent “grignotage” de l’empire communiste par les “forces d’idéal”: le cas du Saint-Siège», Carità Politica 15 (2010), pp. 52-59.

  8. Véanse en particular sus intervenciones ante la Conferencia Internacional del Trabajo de 1954 a 1958, en las que mostró la posibilidad de hacer prevalecer la exigencia de universalidad sobre las formas particulares asumidas por el tripartidismo, con ocasión de la creación de la Organización Internacional del Trabajo por el Tratado de Versalles (1919).

  9. Respuesta del secretario general a su informe como director general en Compte Rendu Provisoire.

  10. Cf. A. Casaroli, «La Santa Sede e la comunità internazionale», en íd., Nella Chiesa e nel mondo. Omelie e discorsi, Milán, Rusconi, 1987, pp. 329-352.

  11. Cf. Pablo VI, Discurso a la Organización Internacional del Trabajo en el 50.º aniversario de su fundación, Ginebra, 10 de junio de 1969 «Dominando todas las fuerzas disolventes de la contestación y de la confusión, es preciso construir la ciudad de los hombres, una ciudad cuyo único elemento aglutinador durable es el amor fraternal entre las razas y los pueblos, entre las clases y generaciones. […] Tenéis que asegurar también la participación de todos los pueblos en la construcción del mundo» (en w2.vatican.va).

  12. Cf. F. Suárez, De legibus, II. IX. 9; O. De Bertolis, L’ ellisse giuridica. Un percorso nella filosofia del diritto tra classico e moderno, Padua, Cedam, 2011, p. 116.

  13. Cf. Suárez, De legibus, op. cit., II. VI. 14.

  14. Cf. J.D. Hunter, «De l’humanisme laïque», Dialogue 2 (1991), pp. 65-71.

  15. H. Gouhier, L’ anti-humanisme au XVIIe siècle, París, Vrin, 1987, p. 17.

  16. Ibíd., p. 79.

  17. E. Ionesco, Un homme en question, París, Gallimard, 1979.

  18. J.-M. Domenach, «Pour un nouvel humanisme», conferencia en la Universidad Saint Joseph de Beirut el 6 de febrero de 1994, Bulletin de la Société Internationale des Conseillers de Synthèse 3 (1994), pp. 23-28.

  19. Ibíd., p. 26.

  20. Cf. G. Sans, Al crocevia della filosofia contemporanea, Roma, Gregorian & Biblical Press, 2010, p. 181; J. Joblin, «La tradition au défi: identité occidentale et universalisme», en G. Guyon, Chrétienté de l’Europe, Brouère, D. Martin Morin, 2010, pp. 28-32.

  21. Cf. J.-F. Lyotard, Il postmoderno spiegato ai bambini, Milán, Feltrinelli, 1987, pp. 27-30.

  22. Cf. Kenzaburō Ōe, entrevista en Le Monde, 17 de octubre de 1994.

  23. Cf. L. Shuming, Les cultures d’Orient et d’Occident et leurs philosophies, París, Presses Universitaires de France, 2000; íd., Les idées maîtresses de la culture chinoise, París, Cerf, 2010; M. Masson, «Culture chinoise et modernité», Études 126 (1981), pp. 35-40; íd., Philosophy and tradition. The interpretation of China’s philosophic past: Fung Yu-Lan (1939-1949), Taipéi-París, Institut Ricci, 1985; C. Allègre, Dieu face à la science, París, Fayard, 1997 [trad. cast.: Dios frente a la ciencia, Buenos Aires, Atlántida, 2000].

  24. Cf. L. Vandermeersch, «Préface», en L. Shuming, Les cultures…, op. cit., pp. XIV y 57s.

  25. Cf. C. Pairault, Retour au pays d’Iro. Chronique d’un village du Tchad, París, Karthala, 1994, p. 294.

  26. Cf. L. Shuming, Les cultures…, op. cit., p. 235.

  27. L. Xiaobo, «Meditations of an iconoclast», Problems of Communism 1 (1991), p. 118.

  28. Cf. M. Masson, «À propos d’un article sur Colon paru dans “Clarté” (Pekin)», Lettres de Weixin 11 (1992), p. 2.

  29. Cf. M. Walter, «Le visage chinois du Christ. À propos du livre de B. Vermander, “Les mandariniers de la rivière Huai”», Liberté politique 23 (2003), p. 158; íd., «Confucius et le progrès chinois», ibíd., 53 (2011), pp. 163-172.

  30. Cf. R. Lenoble, «Le miracle grec», en íd., Histoire de l’idée de nature, París, A. Michel, 1969, pp. 55-88.

  31. Cf. D. Guyon, Chrétienté de l’Europe, op. cit., pp. 92-100; L.G. Motte, «Libri penitenziali e cura animarum», en La pastorale della Chiesa in Occidente dall’età ottoniana al Concilio Lateranense IV. Atti della XV Settimana internazionale, Mendola, 2001, Milán, Vita e Pensiero, 2004, pp. 55-73.

  32. «Sé que la cultura occidental puede ser utilizada en la actualidad para cambiar China, pero, a largo plazo, no puede salvar a la humanidad» (Liu Xiaobo, «The Inspiration of New York: Meditations of an Iconoclast», Problems of Communism 40:1-2 [1991], p. 117).

  33. Cf. Liang Shuming, Les cultures…, op. cit., p. 229.

  34. Cf. ibíd., p. 102.

  35. Esta expresión parece haber sido lanzada a la opinión pública por Luigi (Don) Sturzo (cf. L. Sturzo, «Leone XIII e la civiltà moderna», en Sintesi sociali, Roma, 1906, 96. 122). También Albert Thomas, en el discurso dirigido a la Alianza Universal para la Amistad Internacional de las Iglesias, en agosto de 1928, habló de las «fuerzas espirituales» que deben arrastrar a los pueblos (cf. A. Thomas, Politique sociale internationale, Ginebra, BIT, 1947, p. 151) o se refirió «a las vigorosas fuerzas morales» («Message aux Semaines sociales de Besançon 1929», en Dix ans d’organisation internationale du travail, Ginebra, BIT, 1931, p. 462).

  36. Cf. B. Senécal, Jésus le Christ à la rencontre de Gautama le Bouddha. Identité chrétienne et bouddhisme, París, Cerf, 1998, p. 252.

  37. Cf. Benedicto XVI, encíclica Caritas in veritate, n. 28.

  38. Pío XII, Radiomensaje de Navidad de 1956.

  39. A este respecto es particularmente significativo el testimonio de F. Cheng, Le dialogue: Une passion pour la langue française, París, Desclée de Brouwer, 2002, p. 95.

  40. Cf. Juan XXIII, s., encíclica Pacem in terris, nn. 12 y 14.

  41. Cf. M. Fédou y P. Valadier, L’ étique aujourd’hui. Les grandes tendances, París, Médiasèvres, 2009, p. 130.

Joseph Joblin
Fue un sacerdote jesuita, profesor de la Facultad de Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Gregoriana durante décadas. Entre los temas que solía tratar destacan: la globalización y el pluralismo; la modernidad, la secularización y el ateísmo; la paz, la guerra y los derechos del hombre; el trabajo y la sociedad. Parte de su pensamiento fue publicado en un libro que recoge más de 30 artículos suyos, bajo el título Réponse des chrétiens aux transformations du monde (Pontificia Universidad Gregoriana, 2013).

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