Biblia

«Creyeron en el Señor y en Moisés, su servidor»

Los hijos de Israel cruzan el Mar Rojo, Frédéric Schopin (1850)

El cruce del Mar Rojo es sin duda uno de los textos más relevantes de toda la Biblia. Se trata, en efecto, de un texto fundacional, el que narra el nacimiento de los israelitas como pueblo. Es cierto que la tradición ha remontado su origen a Abraham, que ha sido llamado «el padre de los creyentes» y, por tanto, sigue siendo para nosotros el primer modelo de los que compartimos su fe. ¿Por qué entonces no empezar con él?

Una de las razones es que Abraham estaba solo, mientras que nosotros no lo estamos: formamos parte de un pueblo, el pueblo de los creyentes. Y es en este pueblo donde hemos recibido la fe, la vivimos y la compartimos. La vivimos y la compartimos a menudo de noche, sobre todo desde que asistimos al alejamiento de la fe en la mayoría de los miembros de nuestro pueblo, incluso dentro de nuestras familias. Revivir la prueba de fe de nuestros padres, llamados desde las tinieblas de la esclavitud a la luz de la libertad, puede ayudarnos a recorrer con ellos el camino de la muerte que recorrieron para levantarse a una nueva vida.

El cruce del Mar Rojo en Ex 14 se presenta como un drama en tres actos.

Primer acto (vv. 1-10): Israel cae en la trampa

El primer acto del drama se extiende desde el versículo 1 al 10 del capítulo 14 del Éxodo. Contiene tres escenas.

Primera escena (vv. 1-4): el plan del Señor anunciado a Moisés. «El Señor habló a Moisés en estos términos: “Ordena a los israelitas que vuelvan atrás y acampen delante de Pihajirot, entre Migdol y el mar, frente a Baal Sefón. Acampen a orillas del mar, frente al lugar indicado. Así el Faraón creerá que ustedes vagan sin rumbo por el país y que el desierto les cierra el paso. Yo, por mi parte, endureceré su corazón para que salga a perseguirlos, y me cubriré de gloria a expensas de él y de todo su ejército. Así los egipcios sabrán que yo soy el Señor”. Los israelitas cumplieron esta orden»

Escuchemos el detallado discurso del Señor a Moisés. En primer lugar, una orden: el pueblo debe trasladarse al mar. Luego, el anuncio de lo que dirá el Faraón, tan seguro de que puede tender una trampa a los israelitas. Por último, una promesa: no es que el Señor vaya a salvar a su pueblo, sino que demostrará su gloria contra el Faraón, y Egipto tendrá que reconocer que es el Señor.

¿Transmitió Moisés las palabras de Dios en su totalidad al pueblo? El narrador no lo dice. Si Moisés lo hizo, el narrador no informa de la reacción del pueblo. Lo único que nos dice es que «cumplieron» la orden, es decir, que se trasladaron realmente al lugar indicado, junto al mar. En esencia, obedecieron a Moisés, el mandato del Señor. ¿Oyeron la promesa final? Si lo escucharon, ¿cómo lo interpretaron? ¿Qué han entendido? ¿Sólo que serían perseguidos por el Faraón? ¿Creían que su Señor demostraría su gloria contra el Faraón? No sabemos nada al respecto: suspenso.

Segunda escena (vv. 5-7): los egipcios se movilizan. «Cuando informaron al rey de Egipto que el pueblo había huido, el Faraón y sus servidores cambiaron de idea con respecto al pueblo, y exclamaron: “¿Qué hemos hecho? Dejando partir a Israel, nos veremos privados de sus servicios”. Entonces el Faraón hizo enganchar su carro de guerra y alistó sus tropas. Tomó seiscientos carros escogidos y todos los carros de Egipto, con tres hombres en cada uno».

El lugar y los personajes cambian: en efecto, ahora estamos en Egipto, con el Faraón. En realidad, si el lugar ha cambiado, los personajes no son del todo diferentes. No porque el Faraón ya haya sido mencionado en la primera escena, al final del discurso de Dios a Moisés, sino porque el Señor está siempre presente y activo. Y esto desde las primeras líneas: «informaron al rey de Egipto». «informaron», ¿quiénes? Esta voz pasiva es la voz divina, que tendrá una respuesta inmediata: «El Faraón y sus servidores cambiaron de idea» (algunas traducciones proponen: «el corazón del Faraón dio un vuelco»), lo que corresponde a lo que el Señor había anunciado: «endureceré su corazón» (v. 4).

Comprendemos, así, que el protagonista de esta escena no es el Faraón, ni sus ministros, ni todo su pueblo, ni todos sus carros, sino el que dirige esta historia. Los egipcios se arrepienten de haber dejado ir a sus esclavos y se proponen recuperarlos. Han olvidado por completo lo sucedido y cómo se vieron obligados a dejarlos marchar, es más, olvidaron que les habían rogado que se marcharan. Ahora interpretan lo sucedido como si fueran los únicos actores de la historia, no reconocen en absoluto la obra del Señor: ¡un buen ejemplo de falta de fe total!

Tercera escena (vv. 8-10): se cumple el plan del Señor. «El Señor endureció el corazón del Faraón, el rey de Egipto, y este se lanzó en persecución de los israelitas, mientras ellos salían triunfalmente. Los egipcios los persiguieron los caballos y los carros de guerra del Faraón, los conductores de los carros y todo su ejército; y los alcanzaron cuando estaban acampados junto al mar, cerca de Pihajirot, frente a Baal Sefón. Cuando el Faraón ya estaba cerca, los israelitas levantaron los ojos y, al ver que los egipcios avanzaban detrás de ellos, se llenaron de pánico e invocaron a gritos al Señor».

Nuestra lectura de la segunda escena, en la que reconocimos que el protagonista era el Señor, se confirma con las primeras palabras de esta última escena. Es cierto que los sujetos de todas las demás frases, hasta el comienzo del versículo 10, serán el Faraón y los egipcios: «persiguió», es decir, el Faraón persiguió; luego «los egipcios persiguieron»; «los conductores de los carros y todo su ejército alcanzaron»; y finalmente «el Faraón ya estaba cerca». Pero el sujeto de la frase inicial es otro: «El Señor endureció el corazón del Faraón». En cuanto a los israelitas, hasta ese momento «salieron triunfalmente», es decir, muy probablemente «libres», «liberados»: «[El faraón] se lanzó en persecución de los israelitas, mientras ellos salían triunfalmente».

Pero después, a la vista de Egipto y de todo su ejército («los caballos y carros de guerra») – algo que les coge por sorpresa – el miedo se apodera de ellos: «se llenaron de pánico». ¿Por qué? Porque compartían la opinión que el Faraón había expresado en medio de la primera escena, según la predicción del Señor: «El desierto les cierra el paso» (v. 3). Aquí han caído en la trampa que el propio Señor ha tendido: se encuentran atrapados entre el mar, el poder de la muerte, y el ejército del Faraón, el poder de la esclavitud.

Los egipcios están lejos de querer matarlos: pretenden llevarlos de vuelta a Egipto, donde volverán a su servicio. Como afirman los egipcios en la mitad de la segunda escena: «“¿Qué hemos hecho? Dejando partir a Israel, nos veremos privados de sus servicios”» (v. 5).

Sin embargo, aunque el miedo es grande, no paraliza completamente a los israelitas. Seguramente se les debilitarán los brazos y las piernas, y retrocederán; pero su grito permanecerá. Como si este grito respondiera de alguna manera a las palabras que el Señor había dirigido a Moisés para que hablara a los israelitas.

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Podríamos estar tentados a pensar que los israelitas habían fracasado en su fe en el Señor, que no habían creído lo que les había prometido, es decir, que se cubriría «de gloria a expensas de él y de todo su ejército» y que los egipcios sabrían por fin quién es el Señor (v. 4). Es cierto que si hubieran creído en las palabras del Señor, habrían permanecido tranquilos, confiados y expectantes de que el Señor actuaría según su promesa.

Algunos piensan, por el contrario -y es difícil rebatirlos-, que los israelitas no escucharon las palabras del Señor. Así lo expresa un célebre exégeta: «Enredados en la trampa de la muerte, ni siquiera saben lo que ocurre, porque sólo Moisés escuchó las palabras del Señor, que les indicaba con toda certeza el camino a seguir» (vv. 1-4). Si este fuera el caso, el lector podría preguntarse por qué Moisés no transmitió completamente las palabras de Dios al pueblo.

La sospecha recaería entonces sobre Moisés, cuya fe habría flaqueado. Por supuesto, esto no es imposible, pues más adelante demostrará que su fe no siempre estuvo exenta de fisuras. Basta pensar en el episodio de las aguas de Meribá en Números 20, donde golpea la roca dos veces, después de decir al pueblo junto con Aarón: «¡Escuchen, rebeldes! ¿Podemos hacer que brote agua de esta roca para ustedes?». Y esto les causó esta reprimenda del Señor: «Por no haber confiado lo bastante en mí para que yo manifestara mi santidad ante los israelitas, les aseguro que no llevarán a este pueblo hasta la tierra que les he dado». (Nm 20,12). Por lo tanto, corresponde al lector, según su función en la Iglesia, reconocerse en uno u otro personaje: en el pueblo de los israelitas, o en el que está designado para dirigirlo, Moisés.

Volvamos ahora a los israelitas y a su reacción al final de este primer acto del drama. El texto dice: «se llenaron de pánico». En algunas traducciones el narrador deja el verbo en estado absoluto, sin complemento de objeto («temieron mucho»). No dice a quién temían, ni qué temían. Tengamos esto en cuenta.

Pero eso no es todo. Debemos ir a la conclusión de esta escena: «los israelitas invocaron a gritos al Señor». La última palabra del versículo 10 recoge el primer sustantivo de este primer acto: “Yhwh“, el nombre propio del Dios de Israel, el que se reveló a Moisés en la zarza. De nuevo, el verbo «gritar» no tiene complemento de objeto, y no se sabe qué gritan. Puede entenderse como un simple grito, es decir, sin palabras, como cuando uno se ve embargado por un miedo pánico o un dolor insoportable.

Sin embargo, esto no es nuevo. De hecho, según Ex 2:23-24, «Pasó mucho tiempo y, mientras tanto, murió el rey de Egipto. Los israelitas, que gemían en la esclavitud, hicieron oír su clamor, y ese clamor llegó hasta Dios, desde el fondo de su esclavitud». Esta es la única vez, antes de la travesía del mar en el capítulo 14, que el narrador hace hincapié en el grito de los israelitas. Para ello, utiliza cuatro términos: dos verbos: «gemir» y «gritar»; y dos sustantivos: «invocación de ayuda» y «lamento» (o «suspiro»). Este último término será retomado por Dios cuando diga que ha oído sus «lamentos» (6,5). En 3,7-9 el autor había utilizado una quinta palabra: «clamor».

Todos estos términos tienen en común que designan emisiones de voz no articuladas en palabras. El pueblo grita, no habla; grita en sentido absoluto, sin dirigir su grito a nadie. No son más que suspiros y gemidos. Como los gritos de los animales, ya que sólo los seres humanos son capaces de hablar. Y esto deja claro que hasta que no se liberen, tampoco lo hará su discurso. La señal de que serán liberados será, por tanto, el hecho de que tendrán acceso a la palabra.

Aquí, por el contrario, su grito se dirige al Señor. Por lo tanto, decir que les faltaba fe es una exageración. Si no hubieran creído en absoluto, ¿podrían haber gritado «al Señor»? Su fe será imperfecta, ciertamente -y esto se verá en los versos siguientes, al comienzo del segundo acto-, pero no insustancial. Si claman al Señor, es al menos porque creen que existe, y se puede suponer, sin correr demasiado riesgo de equivocarse, que le piden ayuda, y por tanto creen que puede salvarlos. Del mismo modo, se puede cuestionar la fe de Moisés, si se interpreta que se comportó en esta ocasión como lo hizo en Meribá, pero, si no hubiera creído en absoluto en las palabras del Señor, ¿podría haber conducido al pueblo al mar, como se le había ordenado?

Todo esto quiere decir que es muy difícil juzgar la fe de los demás, y que ciertamente debemos pensarlo dos veces. ¿Acaso nuestra visión de los demás no traiciona el crédito que les damos, la fe que les concedemos? Más allá de nuestro juicio sobre los demás, ¿no es nuestro juicio sobre Dios lo que está en juego? Nuestra fe en los hombres está ligada a nuestra fe en el Señor. Al igual que la fe de los israelitas en Dios está ligada al crédito que dan a Moisés, a la fe que depositan en su fe en Dios.

Segundo acto (vv. 11-15): Moisés responde al lamento del pueblo

El segundo acto consta de dos escenas estrechamente relacionadas: el diálogo entre el pueblo y Moisés o, más exactamente, la serie de preguntas que los israelitas plantean a Moisés y la respuesta que éste les da.

Primera escena: las preguntas de los hijos de Israel (vv. 11-12). «Y dijeron a Moisés: “¿No había tumbas en Egipto para que nos trajeras a morir en el desierto? ¿Qué favor nos has hecho sacándonos de allí? Ya te lo decíamos cuando estábamos en Egipto: ¡Déjanos tranquilos! Queremos servir a los egipcios, porque más vale estar al servicio de ellos que morir en el desierto”».

No sabemos lo que los israelitas «gritaron» al Señor al final del primer acto (v. 10); sin embargo, se informa ampliamente de las palabras que dirigieron a Moisés (vv. 11-12). De espaldas al desierto, como la presa de la serpiente, están fascinados por Egipto, hasta el punto de no ver nada más que eso. Su nombre en sus labios vuelve no menos de cinco veces. En cuanto al nombre del Señor, no lo pronuncian ni una sola vez, como si no existiera para ellos. La única solución es, por tanto, rendirse, capitular sin vacilar, para escapar de la muerte.

¡Esclavitud o muerte! Han tomado la decisión de vivir. Incluso antes de dejar a su amo, habían dicho que preferían la seguridad de la esclavitud al riesgo de la libertad; eso es al menos lo que exigen ahora. Se acabó el descanso y hay que reanudar la fabricación de ladrillos. Los israelitas han tomado la decisión de vivir, pero en realidad sólo hablan de la muerte o, más exactamente, sólo eligen el lugar de su entierro. La primera palabra que pronuncian, de hecho, es «tumbas». ¿Adónde ha ido a parar su fe en el Señor, a quien acababan de clamar?

En efecto, puesto que ni siquiera pronuncian su nombre, debemos tomar nota de que es hacia Moisés hacia quien dirigen su grito. Y sus preguntas no esperan realmente una respuesta: son sólo reproches, e incluso un cuestionamiento de lo que Moisés había hecho. Es cierto que habían confiado en él y le habían seguido para ir a sacrificar al desierto; pero en este momento han perdido toda la fe en él. Vemos de nuevo cómo la fe en el hombre y la fe en Dios están intrínsecamente unidas.

Segunda escena: la respuesta de Moisés (vv. 13-14). «Moisés respondió al pueblo: “¡No teman! Manténganse firmes, porque hoy mismo ustedes van a ver lo que hará el Señor para salvarlos. A esos egipcios que están viendo hoy, nunca más los volverán a ver. El Señor combatirá por ustedes, sin que ustedes tengan que preocuparse por nada”».

Moisés no se deja abrumar por la acusación que el pueblo lanza contra él. No entra en la polémica. Responde, ciertamente, pero no al ataque: ni una sola vez utiliza el verbo en primera persona. No es él quien está en juego: todo su discurso se dirige a un «tú». Y, sobre todo, si menciona a los egipcios en el punto medio de sus palabras, es para subrayar que serán atrapados por la garra que el Señor estrecha en torno a ellos, y que, por tanto, los israelitas no tienen motivos para «temer» (v. 13b) y pueden estar tranquilos (v. 14b).

La primera palabra que pronuncia Moisés es: «¡No teman!». Es el incipit de todas las anunciaciones. Todavía resuenan en nuestros oídos las palabras pronunciadas por Juan Pablo II el 22 de octubre de 1978: «¡No tengáis miedo!». No tengas miedo, a pesar de todas las razones que pueda haber para temer por el futuro de la Iglesia.

Esta vez no se puede pensar que Moisés carecía de fe. Si hace este discurso, es porque se lo cree. Se podría decir que este explicita concretamente a sus interlocutores lo que el Señor había prometido al principio del primer acto. Teniendo en cuenta todo lo que hemos visto hasta ahora, se puede suponer que él también ha «progresado en la fe». Aquí se ve claramente que se toma en serio el riesgo de la fe.

Tercer acto (vv. 15-31): Israel se libera de la trampa

El último acto está más desarrollado que el anterior, y también que el primero. Se desarrolla en cinco escenas.

Primera escena (vv. 15-18): el Señor ordena a Moisés que divida el mar. Después el Señor dijo a Moisés: «¿Por qué me invocas con esos gritos? Ordena a los israelitas que reanuden la marcha. Y tú, con el bastón en alto, extiende tu mano sobre el mar y divídelo en dos, para que puedan cruzarlo a pie. Yo voy a endurecer el corazón de los egipcios, y ellos entrarán en el mar detrás de los israelitas. Así me cubriré de gloria a expensas del Faraón y de su ejército, de sus carros y de sus guerreros. Los egipcios sabrán que soy el Señor, cuando yo me cubra de gloria a expensas del Faraón, de sus carros y de sus guerreros».

La pregunta con la que comienza el discurso del Señor puede ser un problema, porque no se oyó a Moisés gritar al Señor. Los israelitas, sí, gritaron, pero no Moisés personalmente. Se pueden dar dos explicaciones, sin tener que recurrir a diferentes fuentes que se fundirían en un relato final que se vuelva incoherente. En primer lugar, Moisés sí clamó al Señor, sin que el narrador se sienta obligado a decírnoslo; en otras palabras, es la petición de Dios la que nos hace saber que Moisés le suplicó. Segunda explicación posible: es del grito lanzado por los israelitas al final del primer acto que Dios quiere hablar, pero lo atribuye a Moisés como representante de todo el pueblo.

En cualquier caso, está claro que es el grito al final del primer acto y al principio del tercero, y esto une estos dos actos. Y en cuanto al significado de esta conexión, es importante saber que Dios ha escuchado el clamor y está a punto de responder a él. Como si reprendiera a Moisés y, a través de él, a todo el pueblo por su falta de fe.

La continuación de la escena llama menos nuestra atención. El Señor dice en primer lugar lo que Moisés debe hacer y lo que, a sus órdenes, deben hacer los israelitas; luego dice lo que él mismo hará. O, más exactamente, no lo dice. Al igual que al principio del primer acto, el Señor sólo dice que demostrará su gloria contra el Faraón. Ni Moisés ni el pueblo sabrán cómo lo hará. Y tendrán que confiar, creer en Dios. Siempre es una cuestión de fe.

Segunda escena (vv. 19-25a): Israel cruza el mar con los pies secos. « El Ángel de Dios, que avanzaba al frente del campamento de Israel, retrocedió hasta colocarse detrás de ellos; y la columna de nube se desplazó también de delante hacia atrás, interponiéndose entre el campamento egipcio y el de Israel. La nube era tenebrosa para unos, mientras que para los otros iluminaba la noche, de manera que en toda la noche no pudieron acercarse los unos a los otros. Entonces Moisés extendió su mano sobre el mar, y el Señor hizo retroceder el mar con un fuerte viento del este, que sopló toda la noche y transformó el mar en tierra seca. Las aguas se abrieron, y los israelitas entraron a pie en el cauce del mar, mientras las aguas formaban una muralla a derecha e izquierda. Los egipcios los persiguieron, y toda la caballería del Faraón, sus carros y sus guerreros, entraron detrás de ellos en medio del mar. Cuando estaba por despuntar el alba, el Señor observó las tropas egipcias desde la columna de fuego y de nube, y sembró la confusión entre ellos. Además, frenó las ruedas de sus carros de guerra, haciendo que avanzaran con dificultad».

Ahora es de noche. Y seguimos los acontecimientos que se desarrollan a lo largo de ella. La narración insiste dos veces en la duración de esta larga noche, hasta llegar al «despuntar del alba». Antes de que Moisés y los israelitas comiencen a actuar según las instrucciones que han recibido, se produce un desplazamiento del ángel de Dios -también llamado «columna de nube»-, que deja la vanguardia de Israel para situarse en la retaguardia, con el fin de separar los dos campamentos.

La nube tiene un doble aspecto: es a la vez oscuridad y luz. Muchos interpretan que oscurece a los egipcios y en cambio ilumina a los israelitas. Podemos imaginar que los Padres, en su lectura alegórica, vieron aquí la luz de la verdad opuesta a las tinieblas del error, las tinieblas de la incredulidad opuestas a la luz de la fe.

Sea como fuere, cuando se ve a Moisés extendiendo su mano sobre el mar, queda claro que ha creído en la palabra de Dios. Y entonces se le revela a él, y a todo su pueblo que está con él, cómo el Señor abre el mar, abre esa trampa en la que se habían creído atrapados. En este punto los israelitas se adentran en el mar, confiando en el Dios que tiene el poder de convertir el poder de muerte de las aguas en «murallas». Había que creer en el Señor para precipitarse así en el mar, en el que uno suele ser tragado. Protegidos por la muralla que Dios ha erigido a su derecha y a su izquierda, resguardados detrás de ellos por la nube, pueden cruzar el mar de su miedo e incredulidad. En la vigilia de la mañana, en la nube el Señor está bien situado para vigilar el campamento de los egipcios e interviene para obstaculizar sus carros.

Tercera escena (v. 25b): el grito de los egipcios. «Los egipcios exclamaron: “Huyamos de Israel, porque el Señor combate en favor de ellos contra Egipto”.

Esta es la escena central del último acto. Responde a una escena central del primer acto, cuando el Faraón y sus ministros habían dicho: “¿Qué hemos hecho? Dejando partir a Israel, nos veremos privados de sus servicios”. La situación ha cambiado por completo. Al igual que Israel huía ante los egipcios, los egipcios se dieron cuenta de que eran precisamente ellos los que tenían que huir ante Israel.

Y, sobre todo, como el Señor había anunciado desde el principio del primer acto y como repitió al principio del tercero, ahora son los egipcios los que saben quién es el Señor. Es ciertamente un conocimiento que no es fe, porque la fe es exactamente lo contrario de un conocimiento. La fe es precisamente un no saber, es la confianza ciega de quien se lanza al agua por la palabra de otro. Esto es lo que hizo Pedro, pero entonces estuvo a punto de hundirse; afortunadamente el Señor lo tomó de la mano (cf. Mt 14,28-31).

Cuarta escena (v. 26): el Señor ordena a Moisés que cierre el mar. «El Señor dijo a Moisés: “Extiende tu mano sobre el mar, para que las aguas se vuelvan contra los egipcios, sus carros y sus guerreros”».

Esta es una nueva prueba de fe para Moisés. Había creído en Dios una primera vez al extender su mano sobre el mar. Sin embargo, una vez no parece suficiente: la fe nunca se adquiere de una vez por todas. El mar se había abierto para Israel, gracias a la fe de Moisés, pero ahora debe cerrarse sobre los egipcios, y es de nuevo a la fe de Moisés a la que apela el Señor. Esta vez el discurso dirigido por Dios a Moisés es mucho más breve que el primero: no sólo ya no se menciona el bastón, sino que sobre todo el Señor es mucho más lacónico sobre lo que va a suceder.

Quinta escena (vv. 27-31): Egipto es tragado por el mar. «Moisés extendió su mano sobre el mar y, al amanecer, el mar volvió a su cauce. Los egipcios ya habían emprendido la huida, pero se encontraron con las aguas, y el Señor los hundió en el mar. Las aguas envolvieron totalmente a los carros y a los guerreros de todo el ejército del Faraón que habían entrado en medio del mar para perseguir a los israelitas. Ni uno solo se salvó. Los israelitas, en cambio, fueron caminando por el cauce seco del mar, mientras las aguas formaban una muralla, a derecha e izquierda. Aquel día, el Señor salvó a Israel de las manos de los egipcios. Israel vio los cadáveres de los egipcios que yacían a la orilla del mar, y fue testigo de la hazaña que el Señor realizó contra Egipto. El pueblo temió al Señor, y creyó en él y en Moisés, su servidor».

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Moisés extiende su mano, confiando en el Señor por segunda vez. Es el hombre quien extiende su mano, pero es el Señor quien hace que el mar vuelva a su lecho y quien barre a los egipcios en medio del mar. Es el Señor quien «en aquel día salvó a Israel de las manos de los egipcios». Y el narrador comenta: «Israel fue testigo de la hazaña que el Señor realizó contra Egipto».

Aquí, pues, hay tres manos: la de Egipto, amenazante, incluso mortal como la de una bestia que desgarra y devora; la del Señor, que es «poderosa» y salva de la garganta del león; y la que Moisés es invitado a extender sobre el mar. Este último es el que tiene prioridad en la historia. Y cabe preguntarse qué habría ocurrido si Moisés no hubiera creído en la palabra del Señor y si, como consecuencia, no hubiera extendido su mano sobre el mar; si, después de todo, el Señor no se hubiera arriesgado a confiar en Moisés, si Dios no hubiera creído en el hombre.

La fe nunca puede ser unidireccional, porque, por definición, es transitiva: es fe en Dios, fe en el hombre. La fe no es la adhesión a una verdad, sino a una persona, con la que se hace un pacto. La fe sin el poder divino no serviría para nada, pero la omnipotencia divina sin la fe de Moisés no habría tenido objeto, no habría tenido forma de expresarse.

Conclusión

Después de leer la historia paso a paso, realicemos algunas reflexiones generales.

El final de una historia revela su propósito. El relato termina mencionando la fe de Israel: «El pueblo temió al Señor, y creyó en él y en Moisés, su servidor» (v. 31). No es exagerado decir que la narración destaca no tanto la derrota de los egipcios como la victoria de los israelitas sobre su propia incredulidad. Ciertamente, es «de las manos de Egipto» que el Señor salvó a Israel en aquel día, pero el mayor milagro no es tanto la derrota y muerte de los enemigos exteriores como el reconocimiento por parte de los israelitas de la presencia salvadora de Dios, que en última instancia logra vencer toda su resistencia interior.

Tanto el primer acto como el último terminan aludiando al temor. Pero hay un abismo entre ambos. Un abismo en el sentido propio de la palabra, porque incluso fue necesario cruzar el mar y la muerte para pasar de un miedo al otro. Es a la vista de Egipto -una vista que se presenta de repente, por sorpresa- que los hijos de Israel son asaltados por el «miedo». Ese miedo no está hecho de nada más que miedo, y miedo a la muerte. Es un miedo ciego, porque sólo es capaz de discernir a los hombres que atentan contra la propia vida.

Sin embargo, un rayo de esperanza se hace perceptible en la oscuridad: los israelitas «invocan a gritos al Señor». Así que el Señor no ha desaparecido completamente de su horizonte. Pero su voz no se oirá: como si su grito fuera el del animal cazado, completamente inarticulado. Las palabras que se escucharán entonces serán preguntas, dirigidas no a Dios sino a Moisés, palabras nubladas por el nombre del enemigo, donde el Señor está ausente. En definitiva, palabras en las que se manifiesta su total falta de fe.

El final de la historia contrasta fuertemente con el final del primer acto. Sigue tratándose del «temor», pero ahora ya no es lo mismo, de hecho es todo lo contrario. Ya no es el miedo al enemigo y a la muerte, sino que es el «temor de Dios», lo que el exégeta Paul Beauchamp describió como «la temblorosa certeza del amor». El texto proporciona el otro nombre para esta «certeza temblorosa»: la fe.

Otras dos palabras clave ponen de relieve tres puntos estratégicos del texto: «servir» vuelve a aparecer dos veces en las recriminaciones de los israelitas, al principio del segundo acto; «servicio» se utiliza en la mitad del primer acto (v. 5); «servidor» es la última palabra del texto (v. 31c). El servicio evocado por los egipcios es el de la esclavitud, descrito ya en el primer capítulo del Éxodo: «les hicieron insoportable la vida, forzándolos a realizar trabajos extenuantes: la preparación de la arcilla, la fabricación de ladrillos y toda clase de tareas agrícolas» (Ex 1,14). Los egipcios sienten la falta de los esclavos que les han servido y pretenden recuperarlos. En cuanto a los antiguos esclavos, ellos también lamentan el tiempo de su servidumbre: «¡Déjanos tranquilos! Queremos servir a los egipcios, porque más vale estar al servicio de ellos que morir en el desierto”» (v. 12).

Israel está llamado a servir, pero de una manera totalmente diferente. Al igual que su miedo, su servicio también debe cambiar de objeto e incluso de naturaleza. Reconociendo a Moisés como el «servidor» del Señor, es al servicio de su imagen al que está llamado Israel. La travesía del mar le llevará de la servidumbre al servicio, de la esclavitud forzada de Egipto al servicio libre de su Señor. Un servicio que no tiene nada en común con la esclavitud, porque el Señor es precisamente quien le liberó de la esclavitud que le impuso Egipto y que Israel había interiorizado hasta el punto de preferirla a la libertad.

Aquel que le hizo encontrar, con tanto sufrimiento, el camino de la libertad, ¿cómo iba a querer enredarlo en los lazos de otra esclavitud? Un servicio así sería lo peor de todo, la negación misma de la naturaleza divina. Se habla de Moisés como «servidor» del Señor, pero su servicio es tanto el de Dios como el de su pueblo: es la colaboración que su fe ofreció a la obra de salvación y liberación llevada a cabo por Dios.

Roland Meynet
Antiguo alumno de Paul Beauchamp y Georges Mounin, Roland Meynet pasó veinte años en Oriente Medio. Dirigió el Centro de Investigación y Estudios Árabes de la Universidad de Saint Joseph de Beirut y fundó la Escuela de Traductores e Intérpretes. Ha enseñado en el Centro Sèvres de París y en la Universidad de Turín, y actualmente es profesor en la Universidad Gregoriana. Es especialista en retórica semítica y en el Evangelio de Lucas. Recibió el Gran Premio de Filosofía de la Academia Francesa en 2006 por su libro sobre el Evangelio de Lucas, al que aplica el método de análisis retórico.

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