Religiones

El sacerdocio de Cristo y las otras religiones

Crucifixión blanca, Marc Chagall (1938)

En las últimas décadas varios estudiosos cristianos han escrito mucho sobre la acción salvífica de Cristo respecto de aquellos que siguen otras religiones, pero no han completado su reflexión con la introducción del sacerdocio de Cristo. ¿Cómo podría enriquecerse la teología de las religiones a través de una reflexión sobre el sumo sacerdocio de Cristo? Para dar una respuesta a esta pregunta acudiremos ante todo al Concilio Vaticano II, para centrarnos después en la Carta a los Hebreos y concluir con Pablo y Juan.

El Vaticano II y su enseñanza sobre sacerdocio de Cristo

Los autores que se han ocupado de las relaciones entre el cristianismo y las demás religiones no han tenido en cuenta que una de las imágenes utilizadas por la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, del Concilio Vaticano II (Sacrosanctum concilium), es sumamente relevante para su área de especialización. La constitución cita un pasaje de la encíclica de Pío XII sobre el culto litúrgico, Mediator Dei (1947)[1], en el que, significativamente, se reemplaza la expresión «el Verbo de Dios» por la de «Jesucristo, el sumo y eterno sacerdote de la nueva y eterna alianza». Este lenguaje evoca la enseñanza sobre el sacerdocio de Cristo desarrollada por la Carta a los Hebreos: «El Sumo Sacerdote de la nueva y eterna Alianza, Jesucristo, al asumir la naturaleza humana, introdujo en este exilio terrestre el himno que se canta por todos los siglos en las moradas celestiales. Él mismo une así toda la comunidad humana y la asocia con Él, entonando este divino canto de alabanza» (SC 83).

En anteriores párrafos Sacrosanctum concilium se había limitado a considerar la Iglesia y había enseñado que Cristo resucitado está presente «cuando la Iglesia suplica y canta salmos» (SC 7, cursiva nuestra). Pero, en el pasaje citado, el documento habla de un «himno de alabanza» dirigido por el Sumo Sacerdote en persona, que une a «toda la comunidad humana» en el canto de este himno celestial que él trajo a la tierra. Seamos o no conscientes de ello, todos los seres humanos, con independencia de su forma de afiliación religiosa, están unidos al Sumo Sacerdote encarnado en la acción sacerdotal de alabar a Dios.

Solo en Sacrosanctum concilium establece el Vaticano II un enlace entre todos los seres humanos y Cristo, presentado explícitamente en su papel universal y sacerdotal de alabanza a Dios Padre. ¿En qué fuentes se basa la constitución conciliar para delinear a Cristo, sumo sacerdote, como aquel que dirige este himno universal de alabanza? Una fuente inmediata la encontramos en el pasaje que la constitución retoma de Mediator Dei, que a su vez citaba las Enarraciones sobre los salmos de san Agustín: «Es el hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo, el único salvador de su cuerpo, el cual pide también por nosotros y en nosotros; y también oramos nosotros. Ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como nuestra cabeza; y nosotros oramos a Él como nuestro Dios. Reconozcamos en Él nuestra voz, y su voz en nosotros»[2]. Agustín invoca aquí el sacerdocio del Señor Jesucristo, pero entiende los salmos no como la voz de la humanidad entera, sino de la Iglesia, es decir, de la cabeza y los miembros que forman el totus Christus. La constitución Sacrosanctum concilium podría haber arrojado una mirada retrospectiva más allá del papa Pío XII y de san Agustín para encontrar testigos más antiguos, por ejemplo, Clemente de Alejandría († ca. 215).

Al comienzo de su Protréptico, Clemente habla del Verbo, que existía en el principio y apareció ahora en la tierra como el «canto nuevo» (I, 4.4)[3]. Después, hacia el fin de la misma obra, presenta al «eterno Jesús, el único gran sacerdote», que «canta también con nosotros», nos invita a «participar en el coro» y exclama: «llamo a toda la raza humana […] Llegaos a mí para que el único Dios y el único Logos de Dios os designe un puesto» (XII, 120.2-3, la cursiva es nuestra)[4].

Podríamos unir ambos pasajes y hablar de un «canto nuevo» que, como «el único gran sacerdote eterno», reúne a «toda la raza humana» para que él nos «designe un puesto» en la ordenada unidad de un inmenso coro que cante un himno de alabanza al único Dios.

Cualesquiera sean sus antecedentes, Sacrosanctum concilium retrata a Cristo como sumo sacerdote que está activamente presente para todos los seres humanos. Por su encarnación, él ha inaugurado su papel sacerdotal para entonar el himno de la alabanza divina. Al hacerlo ha asociado a sí no solo a quienes lo conocieron y creyeron en él, sino a toda la comunidad humana. Todos juntos forman un coro cuyo jefe es Cristo, el sumo sacerdote. Esta unidad sacerdotal del género humano con Cristo se ha iniciado con la encarnación y ha sido reforzada y perfeccionada por la crucifixión, la resurrección y la efusión del Espíritu Santo. Y se realizará de manera definitiva cuando los seres humanos entren en las moradas del cielo y participen en la alabanza eterna al único Dios.

Al definir a Cristo como «el Sumo Sacerdote de la nueva y eterna Alianza», la constitución nos remite a la Carta a los Hebreos, donde encontramos la única referencia bíblica explícita a Cristo como sacerdote.

Escrita entre los años 60 y 95 d. C. (más plausiblemente antes del año 70), la carta quiere alentar la fe y la esperanza de una comunidad específica que había sufrido grandes tribulaciones (Heb 10,32-34). ¿Cómo elabora este mensaje particular también un relato de Cristo como sumo sacerdote que ejerce un oficio universal y ofrece la salvación al mundo entero?[5]

La intercesión de Cristo como sumo sacerdote en la Carta a los Hebreos

Cuando el autor de la Carta a los Hebreos menciona por primera vez de manera explícita la identidad sacerdotal de Cristo, la vincula de inmediato con su actividad sacrificial: Cristo se ha convertido en «un sacerdote misericordioso y fiel en lo que a Dios se refiere», que ha de «expiar los pecados del pueblo» (Heb 2,17). «Pueblo» remite, por lo menos en lo inmediato, a los descendientes de Abrahán y Sara. No obstante, el autor de la Carta considera un grupo mucho más amplio que aquel al que se está dirigiendo, una comunidad particular que estaba siendo «tentada» (Heb 2,18). El horizonte desvelado por la Carta será tan amplio como la especie humana.

El autor indica tres cualificaciones que han hecho de Jesús «el sumo sacerdote de la nueva alianza»: «Todo sumo sacerdote, [1] escogido de entre los hombres, [2] está puesto para representar a los hombres en el culto a Dios: [3] para ofrecer dones y sacrificios por los pecados» (Heb 5,1). Con otras palabras, Cristo ha sido (1) elegido de entre los seres humanos, y (2) no se ha designado a sí mismo, sino que ha sido llamado por Dios para representar a la humanidad (3) en la ofrenda sacrificial que el realiza, en particular, para expiación de los pecados.

Con la encarnación (Heb 8,1), el Hijo de Dios asumió la condición humana. Como sumo sacerdote podía representar a todos los seres humanos, justamente porque compartía su condición. Como sumo sacerdote era capaz de «compadecerse» de sus «debilidades, habiendo sido probado en todo (Heb 4,15). Creció, fue puesto a prueba y perfeccionado en el sufrimiento (Heb 2,10.18), sobre todo sufriendo la muerte (Heb 2,9.14; 5,7), una muerte de cruz (Heb 6,6).

En cuanto sacerdote, Jesús comparte la condición humana con todos los seres humanos, que son «hijos» del único Dios y Padre, «para quien y por quien existe todo» (Heb 2,10). En cuanto es «el origen» de su salvación, Cristo guía a sus «hermanos y hermanas» para liberarlos del temor y de la esclavitud de la muerte (Heb 2,10-15). La creación por parte del único Dios y Padre produce una sola familia humana que ha sido redimida por la obra de Cristo como sumo sacerdote. Él se convirtió en sumo sacerdote no solo para los descendientes de Abrahán y de Sara, sino también para todos aquellos que pertenecen a la familia humana.

Si bien las que constituyen el momento decisivo del sacerdocio de Cristo son su muerte y exaltación, toda su existencia humana estuvo caracterizada por un ofrecimiento sacerdotal de sí mismo (Heb 10,5-7). La Carta asocia la acción sacerdotal de Cristo en la purificación de los pecados (Heb 1,2-4) con la encarnación, a través de la cual él se hizo solidario con todos los seres humanos. La encarnación permitió al Hijo de Dios llegar a ser sumo sacerdote, y llegar a serlo para todos.

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Esta perspectiva global se basa también en la figura del rey-sacerdote Melquisedec, que bendice a Abrahán (Gén 14,17-20) y es llamado «sacerdote para siempre» (Sal 110,4). El sacerdocio del misterioso rey-sacerdote precede y supera al levítico (judío) (Heb 7,1-28). Melquisedec «permanece» sacerdote para siempre, a diferencia de los sacerdotes levitas, que han muerto todos y no han podido continuar ese ministerio. Abrahán da a Melquisedec el diezmo del botín de una victoria sobre los «reyes» y recibe de él una bendición, hecho que pone de manifiesto cómo el misterioso rey-sacerdote es superior a Abrahán y a su descendiente Leví (jefe de la tribu sacerdotal).

Basándose en la piedra angular de Melquisedec, el autor de la Carta a los Hebreos sostiene que Cristo, en cuanto es «sacerdote para siempre según el rito de Melquisedec», es superior a cualquier sumo sacerdote levítico. Él posee un «sacerdocio que no pasa», «vive siempre para interceder» a favor de aquellos que «se acercan a Dios por medio de él» (Heb 7,24-25). Cristo no solo es sacerdote para todos, sino también para siempre. Su sacerdocio es ejercido para todas las personas y para todos los tiempos.

Mediador de una nueva alianza para todos

En cuanto sumo sacerdote, Cristo actúa como «mediador de una alianza nueva» (Heb 9,15; 12,24). Esta proporciona un eje de cohesión sin el cual la Carta a los Hebreos se desintegraría. Este compromiso definitivo de Dios es interpretado sobre el trasfondo de la alianza mosaica con el pueblo de Israel, pero se encuentra en contraste con ella como la alianza «mejor», o plenamente eficaz (Heb 8,7-13). Pero esta alianza mediada por Jesucristo sumo sacerdote, ¿se aplica a toda la raza humana? A primera vista parece limitada a los creyentes cristianos.

El sacrificio de Cristo, declara la Carta, ha abierto un camino hacia la presencia divina y permite a sus seguidores entrar en el santuario del cielo, donde Jesús mora para siempre, que ha «inaugurado» para ellos este camino y que es su gran sacerdote (Heb 10,19-21). Ellos siguen siendo partícipes de la ofrenda que Cristo hizo de sí, sabiendo que él está en el cielo para «ponerse ante Dios, intercediendo» por ellos (Heb 9,24). Él «vive siempre para interceder a favor» de aquellos que «se acercan a Dios por medio de él» (Heb 7,25). Pero ¿qué pasa con «los otros», que no lo conocen y que, de ese modo, no pueden conscientemente «acercarse a Dios por medio de él»?

A veces la Carta parece entender a los beneficiarios del ministerio sacerdotal de Cristo en sentido inclusivo: declara que Jesús «gustó [es decir, experimentó] la muerte por todos» (Heb 2,9). Pero afirma también que Jesús «se convirtió, para todos los que lo obedecen [¿solo para ellos], en autor de salvación eterna» (Heb 5,9). ¿Qué decir, entonces, de aquellos que, no por propia culpa, no han oído hablar nunca de Jesús y, por tanto, no son capaces de «obedecerlo», ser liberados de la muerte y gozar de la presencia de Dios en la gloria del cielo? ¿Está la salvación disponible solamente para aquellos que conocen la acción sacerdotal de Cristo y, por medio de él, se acercan conscientemente al «trono de la gracia» de Dios a fin de «alcanzar misericordia» por los pecados pasados y encontrar gracia para un «auxilio oportuno» en el presente y en el futuro? (Heb 4,16).

Aquí tenemos que recodar la lista de héroes y heroínas de la fe (cf. Heb 11,1–12,1). Esta comprende solo a personas que vivieron antes de Cristo y que, por lo tanto, no podían aceptar conscientemente la redención que iba a llegarles a través de su acción sacerdotal. No es casual que la Carta proponga una versión «abierta» de la fe común: «La fe es fundamento de lo que se espera y garantía de lo que no se ve. Por ella son recordados los antiguos. Por la fe sabemos que el universo fue configurado por la palabra de Dios, de manera que lo visible procede de lo invisible» (Heb 11,1-3). Otro versículo agrega dos requisitos bastante generales para este concepto «abierto» de fe: «Sin fe es imposible complacerlo, pues el que se acerca a Dios debe creer que existe y que recompensa a quienes lo buscan» (Heb 11,6).

De ese modo, Hebreos 11 pone de relieve la fe, pero dice poco acerca de su contenido. El pasaje hace referencia al futuro. Las promesas divinas —presumiblemente, de una herencia eterna— suscitaron la esperanza de los seres humanos y su confianza de que Dios iba a mantener esas promesas, que tenían que ver con cosas futuras que «no se ven». La fe implica también una convicción referente al pasado. Por medio de ella se comprende el origen invisible del mundo: este ha sido «configurado por la palabra de Dios». Del mismo modo que las personas de fe dan crédito a la palabra de Dios a propósito del origen del universo, así confían en la promesa de Dios al esperar la meta del mundo y de su existencia.

Esta descripción de la fe no menciona a Cristo. Este hecho aparecerá más tarde, cuando la lista de los héroes y heroínas de la fe llegue por fin a «aquel que inició y completa nuestra fe» (Heb 12,2). Hebreos 11 menciona a los «antiguos», personas a las que Dios ha honrado por su fe perseverante. Siguen ejemplos de los que vivieron basándose en la fe, con particular atención a Abrahán, Sara y Moisés. Algunos hombres de fe (Abel, Henoc y Noé) existieron antes de Abrahán, de Sara y de la formación del pueblo elegido; una figura de fe fue «la prostituta Rajab» (Heb 11,31), una extranjera que intervino en la conquista de la tierra prometida (Jos 2,1-24; 6,22-25).

Hebreos 11 describe la forma que puede asumir la fe de los extranjeros. «Agradar a Dios» significa hacer la voluntad divina (Heb 13,16.20-21). Un comportamiento de este tipo no tiene por qué depender necesariamente de una relación consciente con Cristo sumo sacerdote. Una fe que «agrada» a Dios es una posibilidad abierta a todos. «Acercarse» a Dios en la oración no proviene necesariamente de ser consciente de la intercesión sacerdotal de Cristo exaltado. La Carta a los Hebreos enuncia un concepto «abierto» de fe. La salvación a través de una fe semejante se ofrece a todos, y se la ofrece sobre la base del sacerdocio de Cristo, que se sacrifica a sí mismo, aunque no son —o no son todavía— muchos los que están en condiciones de seguirlo en una obediencia consciente[6].

Si seguimos el testimonio bíblico de la relación entre la obra sacerdotal de Cristo y la salvación ofrecida a los hombres la encontramos sobre todo en la Carta a los Hebreos. Este es el único libro del Nuevo Testamento que confiere a Cristo el título de «sacerdote» (seis veces) o de «sumo sacerdote» (diez veces). No obstante, hay otros autores del Nuevo Testamento que ponen de relieve el sacerdocio de Cristo y sus efectos en la humanidad entera[7]. Aquí nos limitaremos a considerar a Pablo y a Juan.

El apóstol Pablo

Pablo afirma de Cristo resucitado que «intercede por nosotros» estando «a la derecha de Dios» (Rom 8,34). Aunque no le aplica el título de «sacerdote», el Apóstol expone los temas del sacerdocio de Cristo y de su significado universal[8]. El «nosotros» por el cual Cristo intercede incluye a todos, como aclararon los capítulos precedentes de la Carta a los Romanos.

Pablo sostiene que «todos» los seres humanos —judíos y gentiles del mismo modo— «pecaron y están privados de la gloria de Dios» (Rom 3,23), e inmediatamente después introduce la imagen sacerdotal y sacrificial, presentando a Cristo como instrumento para quitar los pecados de la humanidad (Rom 3,25)[9]. Después contrapone la obra superior salvífica de Cristo a los efectos universales de la desobediencia de Adán. Pasa de la mención de «todos» (Rom 5,12: pántes) a la de «muchos» (Rom 5,15: polloí), después de nuevo a la de «todos» (Rom 5,18: pántes) y, por último, de nuevo a la de «muchos» (Rom 5,16: polloí). Para el apóstol, los «muchos» equivalen a «todos»[10]. En otro lugar utiliza simplemente «todos»: «Si uno murió por todos, todos murieron. Y Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos» (2 Cor 5,14-15). La redención sacerdotal, realizada con la muerte, resurrección y exaltación de Cristo, tiene un valor universal.

En la primera de las cartas pastorales (que la mayor parte de los estudiosos no atribuye simplemente a Pablo), Jesús es definido como el único «mediador entre Dios y los hombres […] que se entregó en rescate por todos» (1 Tim 2,56). También la Carta a los Hebreos llama a Cristo «mediador» cuando presenta su acción sacerdotal como la del «mediador de la alianza nueva/mejor» (Heb 8,6; 9,15; 12,24). El Evangelio de Marcos describe a Jesús como el Hijo del hombre que ha venido «dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10,45). Aquí, «muchos» equivale al «todos» de 1 Timoteo y de Romanos 5. La redención sacerdotal obrada por Cristo tiene valor para todos.

El Evangelio de Juan

El Evangelio de Juan aplica a Jesús imágenes y temas sacerdotales, por lo que llega casi a dar a Jesús el título de «sacerdote». Al oficio sacerdotal de Caifás se atribuyen palabras que expresan a la vez «un cálculo humano criminal y una perspectiva divina de redención»[11]. Juan pone en labios de Caifás la frase: «os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera» (Jn 11,50). Aquí se revela una verdad fundamental en relación con Jesús como sacerdote y víctima: él iba a morir por el bien de todo el pueblo, y ese pueblo abarcaría no solamente a Israel, sino también a los hijos de Dios que estaban dispersos (cf. Jn 11,49-52). El plan de Caifás para eliminar a Jesús había puesto involuntariamente en movimiento un «plan universal de salvación para engendrar un solo pueblo de Dios»[12].

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A este texto extraordinariamente universal sobre la obra redentora de Cristo sacerdote y víctima debería remitirse toda teología cristiana de las religiones. Pero, lamentablemente, Cristo sacerdote y víctima permanece ausente de las teologías de la religión.

A diferencia de los otros evangelios, Juan no relata la institución de la eucaristía en el contexto de la última cena. No obstante, hay claras alusiones eucarísticas en el discurso precedente de Jesús sobre «su carne para la vida del mundo» y en la invitación a «comer su carne y beber su sangre» (cf. Jn 6,51-58). Al «hacerse carne» y asumir una naturaleza humana completa (Jn 1,14), el Logos se convirtió en sacerdote[13]. De ese modo podía entregarse a la muerte «para la vida del mundo»[14]. Comer su carne y beber su sangre implicaba que la carne fuese lacerada y que la sangre fuese derramada[15]. Estos versículos del capítulo 6 de Juan, aun sin hacer referencia explícita a la institución de la nueva alianza, sugieren un banquete sacerdotal, sacrificial, y una muerte violenta, sacrificial, que dan la vida al mundo entero.

A diferencia de los otros evangelios, Juan asocia la purificación del templo de Jerusalén con algunas palabras de Jesús sobre su inminente destrucción y reconstrucción. A los judíos que le pedían un «signo» para justificar su gesto de expulsar del templo a los que lo contaminaban con sus actividades, Jesús les responde: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré» (Jn 2,19). El evangelista comenta: «Pero él hablaba del templo de su cuerpo» (Jn 2,21). Jesús sustituirá el templo y su culto sacerdotal con un templo sacerdotal nuevo, mejor y definitivo, que será una bendición para todos: su cuerpo resucitado[16].

Cuando habla con una samaritana (cf. Jn 4,5-26), Jesús anuncia que ha llegado el momento en que se adorará a Dios en «espíritu y verdad», que ahora han sido hechos accesibles en abundancia por el mismo Jesús, que está lleno del Espíritu (Jn 1,32-33; 3,34) y de verdad (Jn 1,16-17). Ya no es necesario adorar a Dios en Jerusalén o en el monte Garizín (donde lo adoraban los samaritanos): Jesús mismo es el nuevo lugar de la presencia divina, el nuevo mediador sacerdotal entre Dios y todos los seres humanos.

En el retrato que se nos da de él en el cuarto Evangelio, Jesús lleva a cumplimiento el significado de varias fiestas importantes, sobre todo el de la de Pascua. El milagro que sacia a cinco mil personas y el discurso sobre el pan de vida ocurren, como lo especifica solamente Juan, cuando «estaba cerca la Pascua» (Jn 6,4). Escribe Andrew Lincoln: «Como el verdadero pan del cielo, Jesús da cumplimento a lo que se significaba no solo por el maná del éxodo, sino también por el pan ácimo de la Pascua, y la carne y la sangre de Jesús son ahora la comida y la bebida del verdadero banquete pascual (6,51-58)»[17]. A través de la donación sacerdotal de sí mismo Jesús sustituyó el banquete pascual y lo hizo así para todos.

Al comienzo del cuarto evangelio, Juan el Bautista da testimonio de Jesús definiéndolo como «el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29.36). En ese momento, tal afirmación queda envuelta en el misterio y no es explicada. Pero en el cuarto evangelio la muerte de Jesús tiene lugar en la hora en que se inmolan los corderos pascuales (Jn 19,14.31). Con la cita, en 19,33, de algunas palabras de Éx 12,46, Juan compara el cuerpo crucificado de Jesús con el de los corderos pascuales e inviste el «culto del cordero» judío de un nuevo significado. En su muerte sacrificial Jesús demuestra ser no solo el mediador sacerdotal, sino también «la víctima agradable» que quita los pecados del mundo y derrama sobre el mundo el don sobreabundante del Espíritu Santo (cf. Jn 7,37-39; 19,30.34; 20,22-23).

Juan no denomina nunca explícitamente a Jesús como «sacerdote». No obstante, sobre todo a través del motivo de la sustitución, su evangelio nos hace entrever aspectos del sacerdocio de Jesús. Agrega también la oración en la que Jesús se «santifica a sí mismo» para que también sus discípulos «sean santificados» (Jn 17,19). Aquí Jesús está sustituyendo la acción que el sumo sacerdote judío realizaba en el Día de la Expiación. Como sacerdote y víctima se prepara para morir por sus amigos, que, en realidad, son todos los seres humanos. Está santificándose a sí mismo para su función sacerdotal.

Conclusión

En este artículo hemos presentado enseñanzas del Concilio Vaticano II y del Nuevo Testamento que ilustran el sumo sacerdocio de Cristo y su significado para la salvación de la humanidad entera[18]. Algunos de estos testimonios son explícitos (Sacrosanctum concilium y la Carta a los Hebreos); otros están expresados de manera equivalente (Pablo y Juan). Este testimonio sobre el sacerdocio de Cristo será incorporado plenamente en la teología de las religiones. Eso reelaboraría la teología de las religiones de una forma nueva y contribuiría a transformar esta disciplina en una más rica cristología de las religiones.

  1. Dice la encíclica Mediator Dei: «Al tomar el Verbo de Dios la naturaleza humana, trajo a este destierro terrenal el canto que se entona en los cielos por toda la eternidad. Él une a sí mismo toda la comunidad de los hombres, y la asocia consigo en el canto de este himno de alabanza» (n. 179); texto completo de la encíclica disponible en http://w2.vatican.va/content/pius-xii/es/encyclicals/documents/hf_p-xii_enc_20111947_mediator-dei.html.

  2. S. Agustín, Enarraciones sobre los salmos, 85, p. 1 (la cursiva del texto es nuestra), cita según Obras de san Agustín, t. XXI, Madrid, BAC, 1966, p. 216. Los salmos han sido interpretados como «la voz que Cristo dirige al Padre (vox Christi ad Patrem)», «la voz que la Iglesia desde Cristo dirige al Padre (vox Ecclesiae ad Patrem de Christo)», y «la voz que la Iglesia dirige a Cristo (vox Ecclesiae ad Christum)».

  3. Al atribuir a Cristo este título, Clemente se hace eco del lenguaje de los salmos sobre el «cantar un canto nuevo al Señor», que viene a juzgar y a traer la salvación (Sal 96,1; 98,1; 149,1).

  4. Citas según Clemente de Alejandría, Protréptico, Madrid, Gredos, 2008, p. 44 y p. 195.

  5. Sobre la Carta a los Hebreos véase A. Vanhoye, Struttura e teologia nell’Epistola agli Ebrei, Roma, Pont. Ist. Biblico, 1987; R. C. Bauckham et al. (eds.), The Epistle to the Hebrews and Christian Theology, Grand Rapids, Eerdmans, 2009; C. R. Koester, Hebrews, Nueva York, Doubleday, 2001; P. T. O’Brien, The Letter to the Hebrews, Grand Rapids, Eerdmans, 2010. Sobre la carta a los Hebreos y el sacerdocio véase J. M. Scholer, Proleptic Priests: Priesthood in the Epistle to the Hebrews, Sheffield, Sheffield Academic Press, 1991; A. Vanhoye, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo, según el Nuevo Testamento, Salamanca, Sígueme, 1992; íd., La lettre aux hebreux. Jesus-Christ, mediateur d’une nouvelle alliance, París, Desclée, 2002; íd., Un sacerdote diferente. La Epístola a los Hebreos, Miami, Convivium Press, 2011.

  6. Véase al respecto G. O’Collins, Salvation for All: God’s Other Peoples, Oxford, Oxford University Press, 2008, pp. 248-259.

  7. Sobre el sacerdocio en el Nuevo Testamento y sobre el sacerdocio de Cristo véase G. O’Collins y M. K. Jones, Jesus Our Priest, Oxford: Oxford University Press, 2012, pp. 1-68.

  8. Cf. ibíd., pp. 27-35.

  9. Sobre Rom 3,23.25 cf. J. A. Fitzmyer, Romans, Nueva York, Doubleday, 1993, pp. 341- 359. En 1 Jn 2,2 se habla de Cristo como «víctima de propiciación» no solo «por nuestros pecados», sino también «por los del mundo entero»: cf. G. O’Collins y M. K. Jones, Jesus Our Priest, op. cit., p. 30.

  10. Cf. J. A. Fitzmyer, Romans, op. cit., pp. 405-428.

  11. A. Vanhoye, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo: según el Nuevo Testamento, op. cit., p. 30.

  12. A. T. Lincoln, The Gospel according to Saint John, Londres, Continuum, 2013, p. 330s.

  13. El hecho de que el sacerdocio de Cristo, mediador entre Dios y los hombres, comenzara con la encarnación es enseñanza común en Hebreos, san Juan Crisóstomo, Pierre de Bérulle, el Concilio Vaticano II (cf. supra) y en otros importantes escritores cristianos: cf. G. O’Collins y M. K. Jones, Jesus Our Priest, op. cit., p. 80 y pp. 184-188.

  14. Escribe Lincoln: «Como resultado de la entrega de su vida por parte de Jesús, el mundo, que en el presente está alienado de la vida divina, será habilitado para experimentar el don de esa vida. Aquí ha resonado un tema central de los evangelios: la vida para el mundo se da al precio de la muerte de Jesús»: The Gospel according to Saint John, op. cit., p. 231.

  15. Cf. ibíd., p. 232.

  16. Sobre el motivo de la «sustitución» que expresa aspectos de la identidad y de la función sacerdotal de Jesús cf. ibíd., p. 76s.

  17. Ibíd., p. 77.

  18. Cf. G. O’Collins, A Christology of Religions, Maryknoll, Orbis Books, 2018, donde se trata este tema de forma mucho más amplia.

Gerald O'Collins
Es un jesuita australiano y teólogo, escritor religioso y académico, conocido por sus trabajos sobre cristología. Enseñó por más de tres décadas en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Entre sus publicaciones destacan Christology: A Biblical, Historical, and Systematic Study of Jesus (Oxford University Press, 1995) y Retrieving Fundamental Theology (CIPG, 1993).

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