Religiones

Entre Fausto y Don Quijote

El «teologúmeno español»

Don Quijote, Gustave Doré (1863)

Presentamos al lector hispanohablante una conferencia que el teólogo jesuita Erich Przywara pronunció en 1940 y publicó en 1956 con ocasión de los 400 años de la muerte de Ignacio de Loyola. En ella se describe la situación cultural, eclesial y política de la época de Lutero y de Ignacio[1]. Por «teologúmeno» se entiende la comprensión teológica de la palabra de Dios y el modo de encarnarla. Przywara ilustra el «teologúmeno español», es decir, el ambiente religioso y teológico de España y su misión específica frente a Europa. Parte de diversas tensiones e imágenes simbólicas que reflejan la tentativa de expresar la palabra de Dios en la cultura: en la teología, en la política, en el arte y en la literatura. Este «teologúmeno» de la España de san Ignacio aparece en contraste con el «teologúmeno» de la Alemania de Lutero. Se trata de dos concepciones del mundo que determinan un modo de reaccionar frente a conflictos y tensiones.

Para Przywara, el contraste entre estas dos concepciones del mundo no se da como oposición, sino como cercanía extrema: en efecto, tanto Lutero como san Ignacio de Loyola tuvieron conflictos con la Iglesia y aparecieron como sospechosos a los ojos de la Inquisición, aunque sus caminos se separaron en el modo de afrontar esta situación común. No obstante, la bifurcación de los caminos no significó un aislamiento recíproco. Ignacio indica una manera de resolver las tensiones en general y, en particular, esta tensión, cuando en las instrucciones dadas a los jesuitas exige, respecto de la Reforma, que «aquellos que a los herejes puedan ser útiles, se caractericen por un gran amor hacia ellos y los estimen verdaderamente en mucho, alejando de sí todos los pensamientos que puedan de algún modo amenguar su estimación de los mismos». Del mismo modo, del lado de la Reforma encontramos una respuesta similar, cuando Leibniz mantiene estrechas relaciones con los jesuitas.

Si bien ni en Alemania ni en España conocen la solución que se ha de dar a las tensiones religiosas, Alemania termina por proponer una imagen de hombre en el «Fausto» de Goethe y en el «superhombre» de Nietzsche, mientras que España llega a identificarse con «Don Quijote», «vano y loco», pero que, al final, en los últimos instantes de su vida, en un momento de lucidez deja que quien diga la última palabra en su existencia sea Dios. Y esta es la forma más profunda del «teologúmeno». El «yo» de Lutero se aferra a la búsqueda de la verdad para no hundirse en las olas de la borrasca, mientras que el «yo» de Ignacio se sacrifica al servicio de una Iglesia herida y que toca fondo para llegar al lugar donde se encuentra su base y fundamento.

José Luis Narvaja S.I.

Teologúmeno tiene un doble sentido. En primer lugar quiere decir «lo dicho acerca de Dios». Pero, más exactamente, quiere decir «lo que fue dicho por Dios», y por eso tiene su fundamento en Dios mismo. En este doble sentido, esta palabra se convierte en la mejor expresión del peculiar rostro religioso y teológico de España. Desde el principio mismo del período en que la Europa cristiana comienza a ser conmocionada hasta el punto culminante de esta conmoción, se da de manera simultánea el florecimiento de la fuerza religiosa y teológica de España y la misión de España frente a Europa.

Cuando todavía no había sido totalmente quebrantado el dominio del islam en España y los albigenses ya habían introducido en el norte de España y el sur de Francia la reforma que dividía el occidente cristiano, el canónigo castellano Domingo (1175-1221) fundó la Orden de los Predicadores, quienes después de él serían llamados simplemente «dominicos», para el servicio incondicional a la «verdad» (la palabra «veritas» es el lema dominico).

En el período decisivo en que la Reforma, con Lutero (1483-1546) y Calvino (1509-1564), se opone al fundamento de lo cristiano entre «vida» y «servicio» —destruyendo de raíz la Europa cristiana—, surge en Montserrat, la «montaña sagrada» de España, con Ignacio de Loyola (1491-1556) y con los Ejercicios, la figura de la Compañía de Jesús, cuyo lema es el «solo servicio» —como lo formulan los Ejercicios y las Constituciones— mientras con Teresa de Ávila (1515) y Juan de la Cruz (1542-1591) se prepara la reforma del Carmelo, que exige el sacrificio total y ciego de la personalidad.

Finalmente, en el siglo que vio dominar el espíritu de la Revolución francesa sobre toda Europa —y, de esta manera, la culminación espiritual de la Reforma—, proclama Donoso Cortés (1809-1853), solo e incomprendido, la superación futura del proceso que abarca desde la Reforma hasta la Revolución en un hombre nuevo de «mando» y la «obediencia», para ser interpelado desde el centro de la Alemania luterana, en terrible lucha con su herencia luterana, por Friedrich Nietzsche, con la misma y nueva imagen de hombre.

Desde estos contextos decisivos, la religiosidad española es teológica en un sentido particular: todo llamear de la interioridad personal —característico de las tres órdenes españolas: Dominicos, Jesuitas y Carmelo reformado— está rigurosamente sometido, en la forma de un celoso servicio, a la autoridad del Dios uno, que «habla» de manera viva en la Iglesia una —servicio implacable de teólogos a la teología única (hasta el punto de que también el político Donoso Cortés se sentía teólogo, y esto en la forma propia de la época de Felipe II).

Inscríbete a la newsletter

Cada viernes recibirás nuestros artículos gratuitamente en tu correo electrónico.

De esta manera, de estas tres épocas que se destacan, la intermedia se convierte en la decisiva para este «teologúmeno español». Domingo y Donoso Cortés están solos en una época oscura: Domingo con la mirada puesta en la futura «España eterna» de Carlos V y Felipe II, pero aún en la época de la lucha desesperada; Donoso Cortés con la mirada puesta en la resurrección de esta «España eterna», aunque en medio de los escombros de su forma histórica. De esta manera, es justo en la época intermedia, la de Carlos V y Felipe II, en la que se destaca el «teologúmeno español». Este tiene su rostro característico en que todo el siglo XVI, en el que se decide para siempre el destino y la forma de la Europa cristiana, se encuentra inmediatamente cara a cara con la época más grande de España.

El «teologúmeno» español cara a cara frente a la Reforma

Lo determinante es estar cara a cara frente a la Reforma. Pero este cara a cara no significa propiamente ni Contrarreforma ni Barroco.

No significa Contrarreforma. Tiene razón Lortz al llamar a Carlos V el único antagonista grande y válido de Lutero. Felipe II, en su lucha en los Países Bajos y contra Inglaterra, aparece como el único poder contra Calvino —cuyo espíritu dará forma al occidente europeo hasta América—. Sin embargo, ambos están en contra: ni como una «reacción» dependiente —frente a una acción espontánea de la Reforma—, ni como «poder policíaco» de una Iglesia interventora. Carlos V y Lutero, Felipe II y Calvino se contraponen como poderes cerrados en sí mismos. De ninguna manera es Lutero para Carlos V «el centro del problema», como tampoco lo es Calvino para Felipe II.

El término «Majestad», que en esta época caracteriza la vida profana de España y que también se convierte en Ignacio de Loyola y Teresa de Ávila en término típico de lo religioso —Dios como «Su Majestad»—, aparece en Carlos V y Felipe II como un ser implacablemente callado frente a la explosividad vulcánica de Lutero, hasta que el término llega a pasar incluso al estilo de Calvino.

Son Carlos V y Felipe II quienes parecen realizar el sueño reformador de una «corrección de la Roma corrompida»: ambos llevan sus conflictos con el Papa hasta la guerra —Carlos V hasta el espantoso «sacco di Roma».

Tampoco significa Barroco en el sentido de una exageración de las antiguas tradiciones cristianas en rivalidad con la Reforma. La «conquista del mundo» (EE, 93, 95) en Ignacio de Loyola, y su «siempre más», pertenecen como «conquista» a la era de los conquistadores, pero son más bien un desbordarse de la propia plenitud, de la misma manera en que la España recién liberada del yugo de los «infieles» y unificada en la plenitud de sus fuerzas se siente ahora impulsada a comunicar a todos su liberación y su unidad. La renovada «Subida al Monte Carmelo», en Teresa de Ávila y Juan de la Cruz, es más bien la manera en que esta «conquista» aparece tomada, en su total interioridad, como una intrépida y audaz aventura caballeresca en la tierra del amor de Dios —de la misma manera que Teresa se sentía primero impulsada a ir «a tierra de infieles», para pensar y escribir más tarde en sus escritos e himnos con espíritu propio de soldados; y como los himnos de Juan de la Cruz tienen la forma de una audaz aventura en las alturas y profundidades de Dios.

El verdadero sentido de este cara a cara con respecto a la Reforma está más bien en el mismo plano, como Domingo y su Orden están frente a la incipiente modernidad y Donoso Cortés frente a Nietzsche y la futura superación de la modernidad.

La idea originaria de la Orden de los Predicadores tenía su contrapartida en los libres predicadores ambulantes albigenses —en los que se preludiaba el «sacerdocio universal» de la Reforma y la eliminación de una «esfera sacra» que se distingue frente el mundo—. El agustinismo originario de la Orden alcanza su cima en el Meister Eckhart, anticipo de todos los grandes sistemas de la modernidad, y el bañecianismo de la Orden aparecerá en la disputa acerca de la gracia como «sospechosamente cercano al Calvinismo».

Donoso Cortés no es solo el inicio de la profecía de la nueva Europa que se radicaliza en Nietzsche, sino que las imágenes del hombre nuevo de ambos se exigen mutuamente.

En este mismo plano está también el cara a cara entre la España clásica y la Reforma. En cuanto a la relación de la Compañía de Jesús y del Carmelo reformado con la Reforma no solo es característico el hecho externo de que Ignacio y Juan de la Cruz eran sospechosos ante la Inquisición como emparentados con los «iluminados»; ni el hecho de que la Compañía de Jesús como tal era considerada por el gran teólogo dominico Melchor Cano como «imagen del Anticristo»; ni que Teresa de Jesús y Juan de la Cruz debieron atravesar por las más graves acusaciones y las más duras presiones, de manera que la Compañía de Jesús y el Carmelo reformado aparecían en la España de su tiempo casi como una Reforma intracatólica, sino que, de hecho, hay también relaciones internas, de manera que el nuevo «catolicismo objetivo» de Alemania ve en la Compañía de Jesús el comienzo intracatólico de la Modernidad —Eschweiler— y destaca agudamente la verdadera mística clásica cristiana contra el Carmelo reformado —Anselm Stolz.

La manera en que en los Ejercicios el hombre es llevado, por medio de un derrumbe de toda autonomía, de un «simple existir ante Dios» a una vida totalmente vivida con Cristo, está en un llamativo paralelismo con la vivencia fundamental y la forma fundamental de Lutero: Cristo, con el cual hay que conformarse inmediatamente en el desmoronamiento de toda justicia personal.

La manera en la que el camino del Carmelo reformado exige en la noche de un abandono de Dios la total entrega —«Dame cielo o infierno, dispón», como reza Teresa, o como aparece en el trasfondo del Himno a la noche de Juan de la Cruz—, aparece asombrosamente emparentado con el camino de la «prueba» y del «sobresalto» y de la theologia crucis de Lutero. La expresión «Gloria de la divina Majestad» en Ignacio (EE, 16, 152, 167, 240) y en Teresa, y una vida «en esperanza pura» en Juan de la Cruz, es exactamente la fórmula con la que Calvino resume toda la actitud de la Reforma, como vida sola en la esperanza, totalmente entregada al servicio de la Divina Majestad.

De esta manera, el frente a frente entre la «España eterna» y la Reforma se da en esta cercanía extrema de una misma situación.

Desde la Compañía de Jesús y desde el Carmelo reformado esto significa padecer y abrirse paso en la noche interna de la que surge la Reforma, para, en el «momento decisivo» (EE, 175-188), entregarse y someterse totalmente al servicio objetivo de la Divina Majestad y a su forma en la tierra, es decir, la Iglesia —como hacen las llamadas «consideraciones para hacer elección» de los Ejercicios y el himno En las manos de Dios de Teresa.

Desde la Reforma significa la real experiencia personal del misterio radical de la cruz y del misterio del fuego del amor divino en ella, que es justamente el sentido más propio de los Ejercicios —y de las Constituciones de la Compañía de Jesús— y la profundidad más propia de la Subida al monte Carmelo. Sin embargo, la Reforma opone esta experiencia a una «Iglesia deformada»; no la entrega y somete al servicio objetivo, sino que hace de ella misma una religión.

De esta manera, es común a ambos, a la España de la Compañía de Jesús y del Carmelo reformado y al Norte de la Reforma, estar en conflicto con la Iglesia. Pero mientras que para la Reforma este conflicto lleva a hacer de un «correctivo» la única «norma» —como lo expresa Kierkegaard—, para la España de la Compañía de Jesús y del Carmelo reformado el conflicto se convierte en el camino hacia el más profundo y concreto misterio de la cruz, no para «protestar» —con una protesta de apostasía— contra lo oscuro de la Iglesia, sino para soportarlo y participar de la manera más íntimamente posible de la actualización de la cruz salvadora.

Aquí se separan los caminos. El camino de la España de la Compañía de Jesús y del Carmelo reformado conduce al ardor del amor llameante, amor que en los cuadros de El Greco se convierte en un mundo en sí, mientras que la Reforma sigue el camino opuesto de la fría ética y razón de los siglos XVII y XVIII.

Pero también aquí permanece la correlación interna. El pietismo, como una nueva primavera religiosa de la Reforma, dejará reconocer en su fuente la mística del Carmelo reformado —como demostró Max Wieser[2]—.La metafísica escolar protestante tendrá como su texto fundamental las Disputationes metaphysicae del jesuita español Suárez (1548-1617) —como demostró Max Wundt[3]—.Y así como las instrucciones para los primeros jesuitas exigían frente a la Reforma que «aquellos que a los herejes puedan ser útiles, se caractericen por un gran amor hacia ellos y los estimen verdaderamente en mucho, alejando de sí todos los pensamientos que puedan de algún modo amenguar su estimación de los mismos» —como el beato Fabro lo formuló para Laínez—, de la misma manera Leibniz va a mantener después estrechas relaciones con los jesuitas.

El «teologúmeno» español en el símbolo histórico: Carlos V y Felipe II, la Casa Borja, Dominicos y Jesuitas

Pero el cara a cara con respecto a la Reforma no agota la esencia de esta gran época de España. Debemos considerar aún tres combinaciones históricas necesarias para completar la significación simbólica del «teologúmeno español».

La primera es la concepción de «gobierno» de Carlos V y Felipe II como símbolo de la tensión cristiana entre mundo y evangelización.

La segunda es el misterio de la Casa Borja, como se presenta en Francisco de Borja (1510-1572), bisnieto de Alejandro VI, sobrino nieto de César Borgia y de Lucrecia Borgia, amigo íntimo de Carlos V, tercer general de los jesuitas y santo canonizado, como símbolo de la tensión entre demonología y santidad en la Iglesia.

Finalmente, la tercera es la aguda contraposición de los dos teólogos en los cuales adquiere su rostro determinante la lucha entre las dos grandes Órdenes españolas, Dominicos y Jesuitas: Molina como autor del Molinismo jesuítico (1535-1600) y Báñez como autor del Tomismo particular de los dominicos (1528-1604), como símbolo de la más profunda tensión metafísica de lo cristiano entre la actividad absoluta de Dios y la libertad humana.

En estas tres combinaciones se asume positiva y autónomamente y de la manera más propia el tema de la Reforma: su problema entre lo sacro y lo profano, su problema entre la Iglesia no santa y el Dios santo, su problema entre el obrar de solo Dios y el obrar del hombre. Pero aparece sin protesta ni tragicismo, en una implacable claridad objetiva y una tranquilidad de eterna objetividad, entregado totalmente a las cosas y a las ideas, sin la pasión propia de lo humano. Y precisamente por ello aparece con una osadía casi mortal, despreocupada del resultado, éxito o fracaso, siempre dispuesta a la desaparición del sujeto en favor de la claridad y de la consecuencia objetiva.

De esta manera, un majestuoso silencio es la forma con la que Carlos V (1500-1556) y Felipe II (1527-1598) tenían en su mano el destino de casi todo el mundo: entregados sin reserva como políticos implacables al juego realista de las cosas del mundo, y sin embargo, no solo dispuestos a sacrificarlo todo por una iota de la fe (Mt 5,18), sino también inmersos en la política del mundo desde una distancia del mundo: fue así como Carlos V abdicó voluntariamente al cetro para irse a un convento, y Felipe II dirige los destinos del Viejo y Nuevo Mundo desde el «monasterio» de El Escorial.

Dona

APOYA A LACIVILTACATTOLICA.ES

Queremos garantizar información de calidad incluso online. Con tu contribución podremos mantener el sitio de La Civiltà Cattolica libre y accesible para todos.

Así es como Francisco de Borja, amigo de Carlos V y consejero paternal de Felipe II, lleva en sí el legado de la más demoníaca de las grandes familias: la de Alejandro VI, el más famoso de los malos papas, al que golpeó en el rostro el fuego pasional de un Savonarola; de César Borgia, el modelo del «Príncipe» de Maquiavelo y del sueño de Nietzsche del «no-hombre» y del «súper-hombre»; y de Lucrecia Borgia, en quien la leyenda de siglos —aunque desmesuradamente exagerada— vio el tipo de la mujer cruelmente desatada. Con este legado aparece Francisco de Borja, bisnieto y sobrino nieto de estos tres, el santo en el que el fuego franciscano de la pobreza, renuncia y penitencia luchará con el espíritu de Ignacio de Loyola, del cual será tercer sucesor como General de la Compañía de Jesús.

Finalmente, las dos grandes Órdenes españolas, Dominicos y Jesuitas, alcanzan en la misma época la expresión clásica de su mutua rivalidad, hasta la en extremo mortífera disputa acerca de la gracia que con sus 200 años de duración (1582 hasta 1748) agotó, incluso físicamente, a sus más grandes teólogos y entregó así a la Iglesia la disolución de los enciclopedistas y de esta manera la Revolución francesa. Fue así como Melchor Cano (1509-1560), el genial teólogo dominico, creador del primer método teológico hecho conscientemente y teólogo de Carlos V en el Concilio de Trento, luchó durante toda su vida y con inquebrantable pasión contra la naciente Compañía de Jesús —en cuyo alejamiento del tipo monástico veía al «Anticristo»—. Y fue así también como Báñez, confesor durante años de Teresa de Ávila, convirtió en sus Scholastica commentaria la doctrina de santo Tomás de Aquino, el gran maestro de la Orden dominica, en una doctrina de la voluntad mayestática de Dios marcadamente omnideterminante —en la praemotio physica—. Rivalizando con él, el jesuita Molina acentuaba la misma doctrina de Tomás de Aquino en la manera de la mayestática y divina visión de todas las posibilidades de la creación —en la scientia media—. Por tanto, desde este momento y para siempre la tensión extrema de lo cristiano aparece en el mismo núcleo del Aquinate, y con esto la tensión extrema que hay en lo creatural en general entre la Majestad de la determinación y la infinidad de las posibilidades.

Y por último, el jesuita Suárez, en una lucha simultánea contra la teología dominica, las autoridades eclesiásticas y Vázquez, su hermano en la vida religiosa, entregó en sus Disputationes metaphysicae el legado de toda esta tradición a aquella metafísica escolar de Alemania a partir de la cual surgieron las filosofías de Kant y del idealismo alemán —como muestran las investigaciones de Heinz Heimsoeth y Max Wundt.

Así se presenta, de hecho, el tipo religioso de España como teologúmeno: a la manera en que en las obras de Calderón (1600-1681) los hombres aparecen como portadores de lo teológico y en los cuadros de El Greco (1541-1614) pierden su forma natural para convertirse en finas llamas del fuego de esta teología.

Así como en la Reforma todo un pueblo encolerizado y desesperado lucha con las profundidades de Dios hasta llegar a aparecer en la figura de Fausto como un buscador que ha pactado con el diablo, de la misma manera en la España de ese mismo tiempo todo un pueblo se lanza al fuego de la Verdad y el Amor divinos hasta llegar a aparecer en la figura de Don Quijote como caballero ridículo de un mundo olvidado y objeto de burlas.

«Teologúmeno» del servicio y fuego en la unidad cara a cara con la dialéctica de la Reforma

En esto está contenida finalmente la forma del «teologúmeno español»: la estructura histórica, tal como la hemos visto, se transparenta en un tipo suprahistórico.

Consiste, en primer lugar, en que el período clásico de España se caracteriza por el severo estilo de la «Majestad» —estilo que de Carlos V a Felipe II se convierte casi en un mito— y al mismo tiempo por el estilo pasional del «fuego» —como aparece tanto en Ignacio de Loyola y Francisco Javier, como en Teresa de Ávila y Juan de la Cruz—. Cada uno de estos estilos llega al extremo; cada uno incluye al otro —a la manera que el estilo de la «Majestad» caracteriza el lenguaje de los Ejercicios y de los escritos de santa Teresa, y a la manera como, inversamente, en el espíritu de Felipe II arde el espíritu de Teresa—. No significa que el estilo de la «Majestad» suavice el estilo del «fuego», sino que la broncínea y casi rígida severidad de la «Majestad» es el mismo «fuego» llevado al extremo. La entrega radical al servicio es radicalismo del amor. Es lo que expresa el estilo de los cuadros de El Greco: hombres que al mismo tiempo son inabordable severidad y fuego llameante.

Aparece, en segundo lugar, en el hecho de que la época clásica de España produce las dos teologías en que se formula la máxima tensión interna de lo metafísico, tan extrema que la Iglesia agota en ella sus fuerzas a lo largo de dos siglos —en la disputa de la gracia—, inútilmente en definitiva: en la disputa entre el molinismo (jesuita) y el bañecianismo (dominico). La orientación molinista acusa a sus contrincantes de solapado calvinismo, es decir, de una acentuación de la voluntad mayestática de Dios que todo lo determina hasta el punto de que esta voluntad llega a aparecer como un destino inflexible. La orientación bañecianista, por el contrario, dirige a sus contrincantes el reproche de ser un nuevo pelagianismo, es decir, de subrayar la inagotable amplitud de las posibilidades puramente fácticas de la decisión humana hasta el punto de que la libertad aparece como lo definitivo, una libertad que es capaz de todo.

Así, se contraponen mutuamente un estilo de callado y broncíneo «destino» frente a un estilo de inabarcable e indeterminable «libertad». En la manera en que ambas teologías intentan un acuerdo entre determinación y libertad queda claro —en una transparencia de las teorías en el tipo y el estilo— de qué manera también aquí ambos estilos se compenetran sin excluirse ni limitarse. La teología de Molina deja ver un Dios que determina soberanamente en vistas a las ilimitadas posibilidades de la libertad humana que solo Él puede determinar. La teología de Báñez hace que la libertad humana, sin verse disminuida, sea obrada por Dios, que es quien determina soberanamente. Es la severidad del destino que aparece como libertad ilimitada. Es libertad ilimitada que se revela en la severidad del destino. Es, nuevamente, lo que revelan los cuadros de El Greco: un estar sin ataduras que casi hace saltar todo estilo, en el que sin embargo domina la infalibilidad casi abstracta de una orientación unitaria.

Está contenida, en tercer y último lugar, en una doble característica de esta época. En ella, por un lado, pareciera sacrificarse sin reservas todo lo humano cambiante en favor de una pura objetividad —en el servicio cortesano español que conforma el transfondo del servicio en los Ejercicios y también el sentido más profundo del camino religioso del Carmelo—. Pero al mismo tiempo, esta época está justamente bajo el signo de la pura aventura —a la manera en que conquistadores y misioneros se arrojan a lo incierto, y como Ignacio de Loyola comienza su trayectoria en la apasionada aventura de la defensa de Pamplona y como en los Himnos de san Juan de la Cruz brilla verdaderamente la «aventura santa»—. Es objetividad hasta la rigidez del ceremonial puro. Es aventura hasta la apariencia, o hasta el deseo, de ser «ridícula locura» —como los Ejercicios que aparecen como esquema del servicio tienen en su centro la «tercera manera de humildad», «ser estimado por vano y loco por Cristo» (EE 167), y emparentado con el símbolo de Don Quijote—. Aquí aparece con la mayor claridad, de qué manera estos contrarios no se limitan, sino que se incluyen. Esto da origen a la caricatura que el espíritu de la modernidad ha hecho de la España clásica: que en ella la objetividad aparece como locura y la locura como objetividad.

Con esto también queda manifiesto de qué manera esta contraposición no es dialéctica, como en el tipo alemán los contrarios son los componentes de la vida, contrarios que, sin embargo, se unen de forma dialéctica. Para la dialéctica alemana es característico el haber recibido con Hegel su forma más aguda como movilidad viviente del espíritu. Pero para lo español, dialéctica significa, sin excepción, lucha por la verdad objetiva. La actitud alemana une los contrarios en sí mismos en la vitalidad de buscar hasta lo infinito. La actitud española ante los contrarios significa ir «más allá de sí mismo», tomar distancia de todo lo humano y personal para llegar a lo objetivo.

El ritmo de los contrastes es siempre, para lo alemán, el ritmo interno del hombre, a la manera como Lutero, Goethe o Nietzsche representan la autofinalidad de lo demoníacamente genial. En cambio, para lo español el ritmo de los contrastes es el súbito y discreto sacrificio sin reservas del hombre, al modo como Carlos V, Felipe II, Ignacio de Loyola, Teresa de Ávila y Juan de la Cruz entran y se hunden en un mismo silencio.

La actitud española y la actitud alemana ante las contraposiciones tienen en común que ninguna de las dos conoce la solución. Este último «acorde rasgado» que en lo alemán es la pervivencia del «hombre infinito», en lo español, en cambio, es el crujir de las llamas con que se hunde el hombre que se sacrifica.

De esta manera, una vez más, y resumiendo, «teologúmeno» es la voz adecuada, pues en todo lo humano solo «Dios» tiene la última «palabra» (Theos legei logon).

  1. E. Przywara, «Spanisches Theologumenon», en íd., Ignatianisch, Frankfurt del Meno, J. Knecht, 1956, pp. 11-30. En castellano: Cuatro estudios sobre San Ignacio, Buenos Aires, Ediciones Universidad del Salvador. Se publica la versión en castellano de J.L. Narvaja S.I.
  2. Wieser, Der sentimentale Mensch, Stuttgart, F.A. Perthes, 1924.
  3. Wundt, Die Deutsche Schulmetaphysik des 17. Jahrhunderts, Tubinga, Mohr, 1939.
Erich Przywara
Fue un teólogo jesuita alemán (1889-1972) y un prolífico escritor, que se interesó por la música, la poesía, la filosofía de la religión y las culturas del mundo. Entabló un diálogo fecundo desde el catolicismo con prominentes figuras de la filosofía moderna (como Husserl, Heidegger, Barth y Rahner), e influyó en el pensamiento de Edith Stein y Hans Urs von Balthasar. En sus innumerables escritos, desarrolló una vasta producción de corte teológico-espiritual, marcada sobre todo por la inspiración ignaciana. Su obra más importante es Analogia Entis (1932), donde reflexiona sobre la analogía entre Dios y la creación.

    Comments are closed.