Pastoral

El pueblo de Dios como templo

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¿Dónde buscar a Dios, en la soledad o en las relaciones humanas? Ambos caminos son válidos, y esto es un hecho probado. En cuanto a la soledad, pensemos en los anacoretas de la antigüedad; en cuanto a las relaciones humanas, en los sacerdotes obreros del siglo XX. O bien, se puede pensar en Santa Teresa de Lisieux para la contemplación y en San Francisco Javier para la acción.

Hay una tercera posibilidad, que consiste en buscar a Dios en la soledad y en el contacto social, tratando de encontrar un ritmo adecuado de alternancia, como el flujo y reflujo de las mareas en una playa.

Sin minimizar el beneficio espiritual de la soledad, aquí me gustaría explorar las posibilidades de buscar a Dios en contacto con la gente. ¿No hay acaso una espiritualidad que nace de la relación con las personas, especialmente las más sencillas? Quisiera rendir aquí un homenaje a tantas personas sencillas que, por ser quienes son, me han ayudado y me ayudan a ser sacerdote y religioso.

¿Quién nos librará de la tristeza?

La gente está sufriendo hoy en día. Nosotros, sacerdotes y religiosos, no sufrimos de la misma manera. Por ejemplo, no nos faltan ni el trabajo, ni los bienes materiales, ni la atención sanitaria, ni los medios y oportunidades para nuestra formación continua.

En los últimos tiempos, el sufrimiento de la gente va en aumento. Corremos el riesgo de encerrarnos en nuestro capullo, como el gusano de seda, e instalarnos en nuestro sacerdocio y en la vida religiosa como un refugio para permanecer en la comodidad y la seguridad.

Ahora bien, no es a los religiosos, sino a la gente sencilla de Corinto a la que San Pablo escribe: «Porque nosotros somos el templo del Dios viviente, como lo dijo el mismo Dios: “Yo habitaré y caminaré en medio de ellos; seré su Dios y ellos serán mi Pueblo”». (2 Cor 6,16). Encerrados en nuestro capullo, nos condenamos a vivir en diferentes formas de tristeza: la de la falta de comunión con la mayoría de la gente, la de vivir en casas rodeadas de muros, la de evitar los desafíos del Evangelio y sofocar en nosotros la compasión del buen samaritano (cfr Lc 10,25-37), la de no perder la vida para salvarla (cfr Mc 8,34-35), etc.

Sin darnos cuenta, estamos en el lado equivocado. Pensábamos que estábamos del lado de los apóstoles y podíamos repetir las palabras de Pedro: «Tú sabes que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (Mc 10,28), pero en realidad estamos todavía, o de nuevo, en el lugar del joven rico. Como él, guardamos los mandamientos de Dios y, como él, nos sentimos interpelados por Jesús: «Jesús lo miró con amor y le dijo: “Sólo te falta una cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme”» (Mc 10,21). Encerrados en nuestro capullo, reaccionamos como el hombre rico y llegamos al mismo resultado: «Al oír estas palabras, se entristeció y se fue apenado, porque poseía muchos bienes» (Mc 10,22).

Sin embargo, una cierta tristeza también puede ser una gracia. En los Ejercicios Espirituales (ES) de San Ignacio, en la primera regla de discernimiento de espíritus, se afirma: «En las personas que van de pecado mortal en pecado mortal […], el buen espíritu usa contrario modo, punzándoles y remordiéndoles las consciencias» (ES 314). En esta línea de pensamiento se habla de la «gracia de la tristeza». El buen espíritu da tristeza para que la gente sienta el mal que hay en el aislamiento.

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Es saludable que los religiosos que viven lejos del pueblo sientan sufrimiento por su situación. No es necesario que todos los religiosos permanezcan en contacto casi diario con el pueblo. Piénsese en los líderes de la comunidad, los líderes institucionales, los investigadores, etc. No se trata de cambiar su trabajo o su modo de vida. Pero si Dios les da «la gracia de la tristeza», experimentarán el amor al pueblo como una carencia, como una dimensión de su vida que han tenido que sacrificar y de la que sienten una especie de nostalgia.

Los judíos, durante su exilio en Babilonia, rezaron para no olvidar el templo. Del mismo modo, la persona religiosa que está alejada del pueblo puede rezar así: «que la lengua se me pegue al paladar si no me acordara de ti, si no pusiera a Jerusalén [el pueblo] por encima de todas mis alegrías» (Sal 137,6).

Dios nos insta a los que estamos lejos a buscar más contacto con la gente y a buscarle más conscientemente en esos contactos. Por ellos, y por nosotros, continuamos ahora nuestras reflexiones.

¿Cómo se rompe el capullo del gusano de seda?

Convivir con la gente de una parroquia, un barrio, una clínica o una escuela es un reto. Además de los esfuerzos de adaptación y del eventual aprendizaje de la lengua, hay que hacer frente a los «problemas». Se quiera o no, se vive en medio de «casos» de los que se es testigo directo o por los que la gente acude a nosotros: hambre a fin de mes, enfermedades que se manifiestan en momentos críticos, tormentas que han destruido una casa, un joven detenido por la policía, etc.

Si queremos preparar el terreno para buscar a Dios en contacto con la gente, he aquí un consejo muy sencillo: «Permanezcamos abiertos a los problemas». Pero hay que añadir inmediatamente: «sin dejarse abrumar por ellos». Y por último: «sin pretender resolverlos».

No es fácil. ¿Quién de nosotros se atrevería a escribir en la puerta de su despacho o de su habitación: «Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré» (Mt 11,28)? En cualquier caso, a menudo tenemos la tentación de escribir lo contrario: «Para tus penas y dificultades, recurre a otro». Y sin embargo, aquí tocamos un punto crítico en nuestra vida cristiana. Esto va más allá del contacto con la gente corriente de la que hablamos: afecta al conjunto de nuestras relaciones. Y pone en juego «el único precepto: amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gal 5,14).

Romper el capullo significa aceptar someterse a una especie de autoexpansión. Nuestro egoísmo es como un resorte que, cada vez que se tira de él, intenta retroceder y volver a su posición inicial. Por lo general, al organizar nuestro tiempo o nuestro trabajo, establecemos límites dentro de los cuales nos sentimos seguros; y si alguien viene a nosotros con su problema, esto trastorna nuestro «mapa interior» bien definido, nos perturba, pone el resorte en tensión. En otras palabras, tenemos que salir de nosotros mismos para abrirnos, y ésta es la condición previa de todo amor verdadero. Hace falta dinamismo, trabajo y valor. Pero el resultado es una verdadera expansión, una existencia expuesta pero libre, una vida dada.

¿Hay una búsqueda de Dios en esta actitud que hemos llamado «apertura a los problemas»? La búsqueda de Dios es, de hecho, la aceptación progresiva de su amor. Queremos darle cada vez más espacio, porque vemos que ese es el objetivo más noble de la vida humana. Ahora bien, la autoexpansión de la que hemos hablado permite a Dios entrar en nuestro corazón, y tarde o temprano lo sentimos. La expansión de sí mismo que acompaña al amor genuino por los demás intensifica el don de sí mismo a Dios, aunque en algunos casos esto no se experimente conscientemente. Incluso para los que no se dan cuenta («Señor, ¿cuándo te dimos de comer?»), el Señor hace oír sus palabras en esta tierra, de un modo u otro: «lo hicieron conmigo»; «reciban en herencia el Reino» (cfr Mt 25,31-46).

Me doy cuenta de que estoy diciendo algo que no es en absoluto evidente. Cuando aceptamos ir a visitar a un enfermo, lo hacemos para confortarlo y ayudarlo, y lo que importa es mostrar afecto por ese enfermo, que es diferente a Jesucristo o a Dios. Pero también es cierto que nos movemos impulsados por alguien más grande que el enfermo. Si nos mira con gratitud, el consuelo nos viene ciertamente de su gratitud, pero también de más lejos.

Esta experiencia, que nos atrevemos a llamar «experiencia de Dios», se percibe de diferentes maneras. Un cristiano me dijo: «Cuando salgo del hospital después de visitar a los enfermos, me siento como un rey». Para otros, esta experiencia es algo así como el «corazón ardiente» de los discípulos de Emaús. Para mí, después de tantos años como párroco, ya no son las grandes llamas de los comienzos. Pero muchas experiencias me han llevado a tener esta certeza inquebrantable: en las misas con la gente, en los encuentros y oraciones en el barrio, en los contactos con personas angustiadas, la presencia del pueblo aporta una paz, una seguridad, una especie de alegría tranquila que proviene de una realidad muy profunda. Y no encuentro otra respuesta que las palabras de Pablo: «Porque el templo de Dios es sagrado, y ustedes son ese templo» (1 Cor 3,17).

En su escuela

Hasta ahora hemos hablado de la presencia oculta de Dios en el servicio ofrecido a las personas. Pero hay más. Está lo que el pueblo nos enseña sobre Dios y su Reino. Estando con la gente podemos recibir un «aprendizaje permanente». No olvidemos que Dios nos tiene reservado algo que sólo encontraremos en los «pequeños». Jesús dijo: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños» (Lc 10,21).

Vivir en una actitud de servicio, pero sin tener un corazón de discípulo, es una posible trampa. Todos conocemos a personas que se «matan trabajando». Se entregan en cuerpo y alma, ayudan, no escatiman esfuerzos para ayudar a los enfermos o enseñar. Y acaban vacíos o agotados. ¿Qué ocurre?

Hay varios factores que pueden llevar a estos excesos. Entre ellos, el orgullo es una plaga en nuestras vidas, y puede colarse en nuestra forma de servir sin que seamos conscientes de ello. Perseguimos una imagen de nosotros mismos de total generosidad, pero ni siquiera se nos pasa por la cabeza la idea de que podamos recibir algo, aunque sea espiritualmente, de aquellos a los que servimos. En definitiva, se trata de llevar el ideal de servicio hasta sus últimas consecuencias: aceptar que somos sus «siervos», y que ellos son nuestros «amos» y, como tales, pueden guiarnos, enseñarnos y ayudarnos.

Reconozco que es un área en la que todavía tengo mucho que hacer: acercarme a la gente con un corazón de discípulo; no sólo para servir, sino para acoger, aprender y recibir. Se adquiere a través de mil pequeños gestos: interesarse más por las personas que por el trabajo, aprenderse los nombres de quienes se conocen, pedirles consejo, observarles para admirar lo que hacen bien, escuchar su punto de vista, conocer a sus hijos, etc. En una palabra, se trata de conectar con la gente con un corazón de pobre, y esto no es fácil.

Una consecuencia inesperada de esta actitud es hacer amigos, y ésta es la verdadera riqueza. En definitiva, ¿quién evangeliza a quién? De la actitud inicial de ser misioneros enviados a los pobres para evangelizarlos, pasamos a la actitud de dejarnos evangelizar por ellos: «¿Acaso Dios no ha elegido a los pobres de este mundo para enriquecerlos en la fe y hacerlos herederos del Reino que ha prometido a los que lo aman?» (Santiago 2,5). Así pues, el resumen es que nos evangelizamos unos a otros.

¿Y cuál es el Evangelio que la gente nos proclama? No es posible ponerlo por escrito, porque una escritura lo vaciaría de su calor humano. Todo lo que se puede hacer es sugerir formas de identificar los hogares donde brilla la vida cristiana del pueblo y donde los religiosos pueden encontrar luz y consuelo.

«Esperando contra toda esperanza» (Rm 4,18)

Estar en relación con las personas significa entrar en contacto con la enfermedad y la muerte. En mi parroquia he tenido que presenciar muchas situaciones de malaria, tuberculosis, sida. En muchos de estos casos la enfermedad ha causado la muerte de personas que no deberían haber muerto: niños, jóvenes, adultos.

A veces uno se enfrenta a una muerte violenta. Jean Kisenda no poseía todas sus capacidades mentales, y tenía la costumbre de entrar en las casas sólo para curiosear, sin llevarse nada. Formaba parte del grupo de fieles que nunca faltaba a misa, ni siquiera en la semana. Lo único que se llevó de la sacristía fueron algunos ornamentos litúrgicos, que su madre llevó después a la parroquia. Hacía algún tiempo, había ido a dar un paseo por otra parte de la ciudad. Dos días después de su desaparición, supimos que estaba muerto. Le habían confundido con un ladrón, le habían golpeado cruelmente y le habían echado aceite en los oídos. Su madre lo había visto unas horas antes de su muerte. Me refirió las dos frases que le dijo Jean: «Perdono a todos los que me han hecho daño» y «Ofrezco mi alma a Dios». Al igual que Jesús, Jean fue castigado injustamente. ¿Es casualidad que repitiera dos de las frases de Jesús en la cruz? La gente sufre y muere, prolongando así la pasión de Jesús.

Sin embargo, estas experiencias trágicas se viven con esperanza, como Jesús vivió su pasión con esperanza: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46); «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). A veces se habla de fatalismo. Pero, ¿dónde está el fatalismo en el caso de una mujer que durante dos años se ha dedicado en cuerpo y alma al cuidado de su marido enfermo de sida? Su actitud fundamental es: «No dejo de rezar». Fui a visitar a la pareja la tarde del último día del año. Justo cuando todos se preparaban para celebrar el Año Nuevo, los encontré con sus hijos más pequeños leyendo la Biblia…

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Tengo la impresión de que el sufrimiento de las personas nos pone en contacto directo con lo sagrado. Es terrible, por supuesto, pero también hay algo fascinante. ¿Es la presencia de Jesús la que prolonga su pasión en ellos? ¿Es la gracia de Dios la que compensa el sufrimiento que tantas veces provocan la injusticia y la opresión? No lo sé. Es un misterio, ante el que uno siempre se siente muy pequeño.

La fe que canta

Sin embargo, no todo es sufrimiento. También están los colores vivos de la ropa de los domingos, los niños jugando y divirtiéndose, las celebraciones familiares. También están las grandes celebraciones litúrgicas o los grupos que se reúnen para rezar.

Desde hace unos años, me he dado cuenta de que hay como una paradoja en mi vida: como sacerdote, debería animar a la gente a rezar, pero en realidad ocurre lo contrario. Al principio, sentí que simplemente me empujaban a rezar más tiempo. Por ejemplo, después de la misa, algunos feligreses me expresaban su decepción porque «no había durado lo suficiente». Ahora me doy cuenta de que la gente también me enseña a rezar. Hay una referencia espontánea a Dios en todas las circunstancias: hacemos la señal de la cruz antes de comer; una mujer dice: «Que Dios te bendiga» en lugar de «¡Gracias!» cuando alguien la ayuda a ponerse una carga en la cabeza. Todo ello es signo de una familiaridad con Dios que muestra cómo la filiación divina es una realidad vivida. También existe el espíritu de adoración y agradecimiento, una aceptación de Dios como Señor, cuya voluntad se acepta incondicionalmente. Existe la petición llena de confianza. Respecto a esto último, la gente me da muchos ejemplos de gracias recibidas de Dios. Esto puede parecer ingenuo, pero los ejemplos son reales e ilustran cómo Dios responde efectivamente a sus oraciones.

En el camino hacia la comunión

Un religioso que entra en contacto con el pueblo y se pone a su servicio se hace inevitablemente popular. Muy pronto se le conoce en el barrio, se le pone un apodo, los niños corren a saludarle por la calle. Pero la popularidad es un poco como una bebida alcohólica, se sube a la cabeza y produce una alegría efímera. Es una alegría ser conocido y apreciado por la gente, pero la popularidad no es un remedio contra la soledad del corazón.

Más profundo que la popularidad entre la gente es la amistad con algunos, y más profundo que la amistad es la comunión con alguien. Los lazos de comunión son también una piedra angular en la espiritualidad del contacto con las personas. Sé por experiencia que la comunión nace y crece en la colaboración. Se colabora en la ayuda a los pobres, o en la catequesis, o en las comunidades de base. Y poco a poco se descubre que algunos se dedican más generosamente al ideal del Evangelio que a sí mismos.

Siempre experimento este descubrimiento con gran consuelo. Muy a menudo, la admiración que inspira este ideal y las oportunidades de compartirlo dan lugar a un entendimiento muy profundo. A este nivel, existen vínculos privilegiados de caridad. Hay algo más que la simple alegría de trabajar juntos o tener una afinidad de sentimientos: está la conciencia de «beber de la misma fuente» y compartir lo que da sentido a nuestras vidas; está la presencia de Dios y la búsqueda de Dios vivida como una tarea común.

En la comunión encontramos todas las cualidades de la amistad, pero su origen y dinamismo provienen del amor que compartimos por Dios. Las personas que tienen la gracia de entrar en este tipo de relación experimentan entre ellas, de la manera más profunda, las actitudes de servicio y acogida que he tratado de ilustrar. Cuando estamos juntos, experimentamos la alegría de ayudarnos mutuamente y nos sentimos apoyados por los demás. Cuando nos separamos, sabemos que la unidad del ideal vivido en común es más fuerte que la distancia creada por la separación.

Conclusión

«La religiosidad pura y sin mancha delante de Dios, nuestro Padre, consiste en ocuparse de los huérfanos y de las viudas cuando están necesitados» (St 1,27). Hemos buscado caminos de devoción en la dirección indicada por el Apóstol Santiago. Sin ignorar la valentía y la energía necesarias para permanecer atentos a las personas y a sus problemas, hemos querido insistir en el concepto de que son una fuente de gracia y que Dios se deja encontrar allí.

El tema no está agotado, y no creo haber expresado del todo bien la riqueza espiritual de quienes viven el reino de Dios en medio de enormes dificultades materiales. Hay, sí, algo de sagrado en ellos, y nuestro respeto por ellos nunca será suficiente. «Porque el templo de Dios es sagrado, y ustedes son ese templo» (1 Cor 3,17).

Joaquín Ciervide
Sacerdote jesuita, ha sido misionero en distintos países de África, principalmente en República Democrática del Congo. Entre 1985 y 2000 fue párroco de Kindele, un barrio de la capital de dicho país (Kinshasa). Entre 2000 y 2009, fue el responsable del Servicio Jesuita a los Refugiados (SJR) en los Grandes Lagos (República Democrática del Congo, Ruanda y Burundi). Ha estado al servicio de la red de educación Fe y Alegría y actualmente vive y trabaja en el Colegio de Palma de Mallorca.

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