Personajes

Benedicto XVI

(In memoriam)

Benedicto XVI

El Papa emérito, Benedicto XVI, falleció el 31 de diciembre a la edad de 95 años, en el convento Mater Ecclesiae en la Colina Vaticana, donde se había retirado tras renunciar al papado y donde pasó los últimos años de su larga vida en retiro y oración. Una excepción significativa fue su viaje a Ratisbona, del 18 al 22 de junio de 2020, para visitar y encontrarse con su querido hermano mayor, Mons. Georg Ratzinger, pocos días antes de su muerte. Su última «aparición pública» había tenido lugar el 28 de junio de 2016, en la Sala Clementina del Palacio Apostólico, para un acto de buenos deseos y homenaje en presencia del Papa Francisco, con motivo del 65 aniversario de su ordenación sacerdotal. El Papa Francisco le había visitado varias veces, pero no fueron pocos los amigos y visitantes que también pudieron acercarse a él y comunicarle noticias e imágenes que circulaban por las redes sociales, de modo que seguíamos sintiéndonos acompañados por su presencia discreta pero atenta, que a veces se manifestaba en respuestas a cartas o mensajes breves, en los que invariablemente resplandecía su amabilidad y la agudeza e intensidad de su presencia espiritual. Hubo muy pocas intervenciones escritas de contenido más relevante.

Etapas de una larga vida: de Baviera a Roma

Joseph Ratzinger nació el 16 de abril de 1927 en Marktl am Inn, Baviera. Fue en la madrugada del Sábado Santo y esa misma mañana fue bautizado, según cuenta, «con el agua recién bendecida de la “noche de Pascua”, que entonces se celebraba por la mañana. […] Personalmente, siempre he agradecido que, de este modo, mi vida estuviera inmersa en el misterio pascual desde el principio, pues ello sólo podía ser un signo de bendición»[1]. Joseph vino al mundo en el seno de una modesta familia bávara de arraigada tradición católica – su padre, que también se llamaba Joseph, era gendarme, y su madre Maria, ama de casa, pero ocasionalmente prestaba servicios como cocinera para reforzar el presupuesto familiar – y fue el tercer y último hijo, habiendo sido precedido por su hermana Maria y su hermano Georg[2].

La infancia de Joseph transcurrió, en general, de forma normal y serena, con el traslado de la familia a distintos lugares de Baviera como consecuencia de los destinos de servicio asignados a su padre: después de Marktl, en 1929 se trasladaron a Tittmoning (que será, para Joseph, la tierra de los sueños infantiles y los momentos felices), en 1932 a Aschau, en 1937 a Traunstein. Ahí, en 1939, a la edad de 12 años, Joseph ingresó en el seminario arzobispal, donde le había precedido su hermano Georg. Eran los años del advenimiento del régimen de Hitler. Joseph sentía en el aire la tormenta que se avecinaba, pero la vivió protegido por el ambiente profundamente católico de la provincia de Baviera y de su familia, donde la actitud antinazi era inequívoca, aunque no militante.

Él mismo empezó a pagar los costos de la llegada del nazismo cuando el seminario fue confiscado poco después de su ingreso y tuvo que ser inscrito obligatoriamente en las Hitlerjugend (las «juventudes hitlerianas»), aunque no participó en sus actividades. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, a los 16 años fue destinado a los servicios antiaéreos de la ciudad de Múnich: era soldado, pero junto con otros seminaristas pudo continuar sus estudios, asistiendo a clases en un gimnasio de la ciudad.

En septiembre de 1944, fue licenciado del servicio antiaéreo y enviado a Burgenland – en la frontera entre Austria, Hungría y Eslovaquia – para realizar trabajos forzados y luego, tras una infección, al cuartel de Traunstein. En la confusión de los últimos meses de la caída de Alemania, desertó y regresó a casa, pero cuando llegaron los estadounidenses, fue unido a los prisioneros de guerra y llevado, junto con otras 50.000 personas, a un campo de prisioneros al aire libre, en condiciones extremadamente duras, cerca de Ulm. Cuando finalmente es liberado, el 16 de junio, vuelve de nuevo a su casa.

A pesar de todos estos acontecimientos, su vocación al sacerdocio se mantuvo firme. Aunque las instituciones seguían en condiciones precarias, Joseph reanudó sus estudios en Múnich y Freising. Se prepara para el sacerdocio con un discernimiento espiritual maduro y se adentra con gusto y pasión en el mundo de los estudios teológicos, favorecido por la cercanía y la guía de personalidades de primer nivel cultural y espiritual. Es la época en que se familiariza con el pensamiento de san Agustín, que seguirá siendo siempre su autor de referencia favorito y fundamental, pero también hay lecturas fascinantes de grandes teólogos contemporáneos, como Henri de Lubac.

El 29 de junio de 1951 Georg y Joseph son ordenados sacerdotes en la catedral de Freising por el Card. Michael von Faulhaber, arzobispo de Múnich. Es un hito en el curso de su vida: aunque fuertemente atraído por la pasión por la investigación teológica y la enseñanza, el sacerdocio será siempre para Joseph una dimensión primordial de su vocación, vivida con alegría, gratitud y gran responsabilidad, uniendo, en una síntesis vital, el servicio litúrgico, el ministerio de la Palabra y la atención pastoral con la profundidad de la reflexión cultural.

Tras la ordenación, al nuevo sacerdote se le asigna un año de trabajo parroquial en un barrio de Múnich, cerca de un párroco muy entusiasta. Desempeñó esta tarea con tanto empeño y gusto que, muchos años después, la recordaba como «la mejor época de mi vida»[3]. Por esto, sería muy erróneo considerar la personalidad de Ratzinger como la de un intelectual frío o abstracto, teniendo en cuenta que la sensibilidad pastoral vibraba en lo más profundo de su corazón. En todo caso, la vía de los estudios y la carrera académica parece la más adecuada para un joven que ya ha demostrado dotes excepcionales en este campo.

Tras su doctorado sobre San Agustín, cuya tesis defendió en 1953, llegó el objetivo de su cualificación docente. Aquí vivió un pasaje difícil y casi dramático de su vida, debido al abierto enfrentamiento entre dos autorizados profesores de la Facultad de Múnich – Gottlieb Söhngen, su maestro, y Michael Schmaus – a propósito de su disertación sobre San Buenaventura. Al final, el trabajo fue aceptado, y Ratzinger se convirtió en profesor libre en 1957. Pero estas tensiones dejarían en él una profunda huella. El joven teólogo, que hasta entonces había conseguido éxitos brillantes y recibido grandes elogios, vive la experiencia nueva de una dura crítica, hasta el punto de poner radicalmente en peligro su carrera. Finalmente, Joseph observa, con sabiduría – independientemente del mérito de la disertación – que «las humillaciones son necesarias […]. Es bueno que un joven conozca sus límites, que también sufra críticas, que tenga que vivir una fase negativa»[4].

Y así Ratzinger se convierte en profesor. Es una etapa fundamental en su itinerario, y dura casi veinte años. Al fin y al cabo, es en la que hace aquello a lo que se sentía llamado y lo que quería hacer. Una etapa que también pasa por múltiples fases. Después de un encargo sobre Dogmática y Teología Fundamental en la Escuela Superior de Frisinga, la primera cátedra a la que fue llamado fue la de Teología Fundamental en la Universidad de Bonn, donde permaneció de 1959 a 1963; luego se trasladó a Münster para impartir Teología Dogmática (1963-66), después a Tubinga (1966-69) y, por último, a Ratisbona (1969-77). Los testimonios sobre la excepcional calidad de su enseñanza universitaria, como la profundidad de contenidos, la claridad expositiva, el cuidado y la finura del lenguaje, son unánimes. Los estudiantes se agolpaban en las aulas para escucharle. Pudimos escuchar los ecos de estas cualidades y disfrutar de ellas a un nivel más amplio y universal, leyendo los documentos, escuchando los discursos, catequesis, homilías del profesor que se convirtió en Papa.

En este periodo se produjo un acontecimiento crucial en la vida de Ratzinger: la participación en el Concilio Vaticano II como experto teólogo del anciano cardenal de Colonia, Joseph Frings. Cuando se convoca el Concilio, Ratzinger está dando clases en Bonn, en la diócesis de Colonia, y pronto se hace notar con una importante conferencia sobre la teología del Concilio, a la que asiste el cardenal. Hay una chispa. Frings, aunque casi ciego, será un protagonista del Vaticano II, una figura destacada de ese episcopado del centro y norte de Europa – Francia, Alemania, Bélgica, etc. – que desempeñará un papel decisivo en la orientación del Concilio. Ratzinger, treintañero, formado en un ambiente académico distinto al de las facultades romanas, acompañó a Frings y preparó para él memorias y borradores de discursos que luego dejarían una importante impronta[5].

Pero, además de su aporte a la formulación de los documentos, su estancia en Roma durante las sesiones del Concilio representó para el joven profesor una ocasión única para conocer y entablar un diálogo personal con los principales teólogos de la época – Rahner, de Lubac, Congar, Chenu, Daniélou, Philips, etc.- y para respirar profundamente la universalidad de la Iglesia y los desafíos de su tiempo, viviendo desde dentro el mayor acontecimiento eclesial del siglo. Sus horizontes se amplían hasta las fronteras del mundo, la reflexión teológica y pastoral se enfrenta a cuestiones cruciales, y nunca más podrá encerrarse en perspectivas limitadas o efímeras.

Sin embargo, no todo es fácil ni está exento de problemas. Los frecuentes cambios de universidad son una muestra de ello. Al tiempo emocionante y creativo del Concilio le siguen también acontecimientos negativos y divisiones en los ámbitos eclesial y teológico. El debate sobre la función del teólogo en la Iglesia se acaloró, sobre todo en Alemania. Así, aunque fue Hans Küng quien motivó a Ratzinger a trasladarse a Tubinga, los caminos de estos dos teólogos se separaron y quedaron inexorablemente distanciados. Llegó un momento en que Ratzinger tuvo que tomar nota de que para Küng y otros «la teología ya no era la interpretación de la fe de la Iglesia católica, sino que se establecía como podía y debía ser. Y para un teólogo católico, como era yo, esto no era compatible con la teología»[6].

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En este contexto – que coincide con los disturbios estudiantiles de 1968 que perturbaron profundamente la vida universitaria – Ratzinger abandonó Tubinga por la más tranquila Ratisbona. Pero no hay que pensar que aquellos años no fueron también intensos y fructíferos. Es precisamente en 1968 que publica Introducción al cristianismo, obra nacida de un curso ofrecido a los estudiantes de todas las facultades y estructurada como un comentario al «Credo Apostólico», y que sería el libro más leído de Ratzinger, un texto de extraordinario éxito, con traducciones a 20 idiomas y continuas reediciones hasta nuestros días. Se caracteriza por el fascinante contraste entre la profundidad de su contenido y la sencillez de su lenguaje, lo que lo hace conocido incluso fuera del ámbito académico. Ratzinger subraya el carácter personal de la fe cristiana: «El sentido del mundo es […] el “tú” […]. La fe, por tanto, consiste en encontrar un “tú” que me sostenga y que, en lo incompleto de todo encuentro humano, me conceda la promesa de un amor indestructible, que no sólo aspira a la eternidad, sino que nos la concede»[7].

En los años siguientes, en Ratisbona, la actividad del profesor se manifiesta no sólo en las lecciones, sino también en el seguimiento esmerado de los estudiantes que le han elegido como Doktorvater («director») para sus estudios de doctorado. Así tomó forma y estabilidad aquel Schülerkreis («círculo de alumnos») que Ratzinger seguiría con admirable fidelidad hasta los años de su pontificado, testimonio de la excepcional profundidad de la relación cultural y espiritual que se había establecido entre el profesor y sus discípulos.

Pero la repentina muerte, por infarto, del Card. Julius Döpfner, arzobispo de Múnich y líder indiscutible del catolicismo alemán, dio un vuelco a la vida de Ratzinger justo en el momento en que alcanzaba su plena madurez académica y cultural, a los cincuenta años. Pablo VI le pidió la difícil obediencia de suceder a Döpfner. No es infrecuente que los papas consideren oportuno confiar las principales sedes episcopales de Alemania a personalidades de gran prestigio cultural. Ratzinger es un teólogo de reconocida autoridad, ha demostrado un profundo apego a la Iglesia durante las tensiones postconciliares y es también un «patriota bávaro», como él mismo se definía. La aceptación es una decisión «inmensamente difícil» para el profesor, pero prevalece su sentido de disponibilidad de servicio. El 28 de mayo de 1977 Ratzinger fue consagrado obispo. Pablo VI le nombró inmediatamente cardenal: el 27 de junio, Ratzinger recibió en Roma la imposición de la birreta roja.

Como lema episcopal eligió Cooperatores veritatis («Cooperadores de la verdad»), una cita de la Tercera Carta de San Juan (1,8). Difícilmente podrían encontrarse palabras que expresen mejor la continuidad entre su actividad teológica de investigación y enseñanza, y el compromiso del obispo con el magisterio y la orientación pastoral. Pero esto también se aplicará a sus compromisos posteriores: ¡un lema espléndido para toda la vida! El servicio como arzobispo de Múnich será intenso, debido a los compromisos de atención pastoral que exigía la gran archidiócesis, pero también bastante breve. Coincidió con el «año de los tres Papas» y los dos Cónclaves (1978), y después con la elección del Papa Wojtyła y su primera visita a Alemania (1980), que terminó en Múnich. Juan Pablo II ya conocía y estimaba mucho a Ratzinger. Lo eligió relator del Sínodo sobre la Familia de 1980, el primero del nuevo pontificado, y enseguida le dejó claro que deseaba tenerlo en Roma al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Al principio Ratzinger se resistió, pero la voluntad del Papa era demasiado clara: el 25 de noviembre de 1981 fue nombrado Prefecto, y en marzo de 1982 se trasladó a Roma.

El Cardenal Prefecto

Esta nueva etapa será muy larga. Durante 23 años, Ratzinger será uno de los colaboradores principales y de mayor confianza de Juan Pablo II, que no querrá en absoluto renunciar a su contribución hasta el final de uno de los pontificados más largos de la historia. La relación entre el Papa y el Prefecto fue intensa, franca y cordial, basada en la estima y la admiración mutuas, a pesar de la diferencia entre ambas personalidades. Así pues, la figura de Ratzinger constituye ciertamente uno de los elementos caracterizadores de esta época de la vida de la Iglesia y da un apoyo teológico de gran profundidad al Magisterio de Juan Pablo II, interpretando fielmente las orientaciones papales. Resulta espontáneo hablar de un «binomio formidable» y extraordinariamente feliz entre un gran Papa y un gran Prefecto.

El trabajo realizado por el Card. Ratzinger en estos años será impresionante, también gracias a su capacidad para guiar el trabajo conjunto de sus colaboradores, escuchándoles y dirigiendo sus aportaciones con una extraordinaria capacidad de síntesis, de modo que los documentos no sean tanto fruto de su trabajo personal como del esfuerzo de todo el cuerpo. Pero no será fácil, porque los debates en la Iglesia postconciliar son acalorados desde el punto de vista teológico.

Creemos que podemos destacar aquí tres acontecimientos sobresalientes, entre los innumerables de este periodo. En primer lugar, las intervenciones de la Congregación sobre el tema de la teología de la liberación en la primera parte de los años ochenta. La preocupación del Papa por la influencia de la ideología marxista en las corrientes de pensamiento de la teología latinoamericana es grande, y el Prefecto la comparte, y afronta el delicado problema con valentía.

Esto dio lugar a dos famosas Instrucciones, que se oponen, respectivamente, a las derivas negativas (la primera, de 1984) y reconocen el valor de los aspectos positivos (la segunda, de 1986). No faltaron las reacciones críticas, sobre todo al primer documento, y las discusiones encendidas, incluso para casos individuales concretos de teólogos controversiales (el más conocido de los cuales fue el brasileño Leonardo Boff). Ratzinger, a pesar de su reconocida finura cultural, no escapa por tanto al destino común de los responsables del Dicasterio Doctrinal de tener fama de censor rígido, guardián de la ortodoxia y principal opositor a la libertad de investigación teológica y, por ser alemán, recibe el apodo nada benévolo de Panzerkardinal.

Otro documento de la Congregación, muchos años después, suscitará también una oleada de críticas: la Declaración Dominus Iesus, publicada durante el Gran Jubileo del año 2000, sobre la centralidad de la figura de Jesús para la salvación de todos. Esta vez son sobre todo los círculos más comprometidos con las relaciones ecuménicas y el diálogo con otras religiones los que se sienten tocados y reaccionan. Pero incluso en este caso no cabe duda de que la postura corresponde plenamente a la intención de Juan Pablo II de proteger ciertos puntos esenciales de la fe de la Iglesia de malentendidos o desviaciones con graves implicaciones.

Un tercer esfuerzo, también muy debatido al principio, pero finalmente coronado por un amplio consenso y éxito, es el esfuerzo verdaderamente ciclópeo de redactar un nuevo Catecismo de la Iglesia Católica. El Sínodo de 1985 había solicitado una exposición orgánica de toda la fe católica, que reflejara la renovación del Concilio y estuviera formulada en un lenguaje adecuado a los tiempos modernos. El Papa confió la tarea al Card. Ratzinger y a una Comisión presidida por él. El hecho de que, tras una época de debates y tensiones teológicas y eclesiales muy fuertes, en pocos años, es decir, ya en 1992, la obra llegara a puerto de forma ampliamente convincente tiene algo de milagroso.

Sólo una capacidad excepcional de visión orgánica y sintética de la doctrina y de todo el campo de la vida cristiana podía orientar la empresa y salir airosa de ella. Y no faltó sensibilidad ante las expectativas contemporáneas. ¿No son éstas precisamente las cualidades que habíamos reconocido y admirado 25 años antes en el autor de la Introducción al cristianismo? El Catecismo sigue siendo probablemente el aporte doctrinal positivo más relevante del pontificado de Juan Pablo II, un instrumento seguro y valioso para la vida de la Iglesia: no en vano el Papa Francisco hace frecuentes referencias a él.

El Papa y la «prioridad suprema» del pontificado

Llegamos así a la penúltima, pero eclesialmente más importante etapa del largo camino de Ratzinger, tan inesperada como las dos anteriores. Sin embargo, a la muerte de Juan Pablo II, hay varias razones para mirar hacia él como posible sucesor: la prolongada y estrecha colaboración en plena armonía, las eminentes cualidades de inteligencia y de espíritu, la ausencia de toda ambición de poder que lo sitúa por encima de las partes, a lo que se añade finalmente la serena maestría con la que, como Decano del Colegio Cardenalicio, dirige los actos y preside los ritos de preparación y realización del Cónclave. A pesar de su avanzada edad, la opción de la continuidad se impone rápidamente. El 19 de abril, a la edad de 78 años, Joseph Ratzinger es el 265º Papa de la Iglesia Católica: elige el nombre de Benedicto XVI y se presenta ante el pueblo reunido en la plaza de San Pedro como un «sencillo y humilde trabajador de la viña del Señor».

A pesar de la edad del nuevo Papa, su pontificado, que durará algo menos de ocho años, será denso en actividad, en Italia y en el extranjero. Además de la actividad «ordinaria» de celebraciones y audiencias en el Vaticano, se pueden recordar 24 viajes al extranjero, varios de ellos coronados por un gran éxito popular, a 24 países en los cinco continentes; 29 viajes en Italia; cinco Asambleas del Sínodo de los Obispos – tres generales ordinarias: Sobre la Eucaristía (2005, ya convocada por Juan Pablo II), sobre la Palabra de Dios (2008), sobre la Promoción de la Nueva Evangelización (2012); y dos especiales: para África (2009) y para Medio Oriente (2010) -, cada una seguida (excepto la última de 2012) por una importante Exhortación Apostólica.

Otros documentos magisteriales importantes son las tres Encíclicas. De particular importancia es también la Carta a los católicos de la República Popular China, el día de Pentecostés, en 2007. También son dignos de mención los «Años» con los que Benedicto XVI pretendía dar coherencia y orientación a su liderazgo pastoral de la Iglesia: después de haber completado el «Año de la Eucaristía», ya iniciado por su predecesor, proclamó sucesivamente el «Año Paulino» (28 de junio de 2008 – 29 de junio de 2009, para el bimilenario del nacimiento del Apóstol), el «Año Sacerdotal» (19 de junio de 2009 – 11 de junio de 2010, para el 150 aniversario de la muerte del Cura de Ars) y, por último, el «Año de la Fe» (iniciado el 11 de octubre de 2012, en el 50 aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II). Respecto a este último, que el Papa no completará personalmente tras su renuncia, es justo observar lo que él mismo dice al respecto, respondiendo a la pregunta de Seewald: «¿Cuál considera que es, en retrospectiva, la marca distintiva de su pontificado?». «Yo diría – responde Benedicto – que lo expresa bien el Año de la fe: un renovado estímulo a creer, a vivir una vida partiendo del centro, del dinamismo de la fe, a redescubrir a Dios redescubriendo a Cristo, por tanto a redescubrir la centralidad de la fe»[8].

Estas palabras nos introducen directamente en la reflexión sobre las prioridades del pontificado como clave para su reinterpretación. Benedicto habla explícitamente de ello en un documento muy especial, apasionado e intenso: aquella Carta a los obispos del 10 de marzo de 2009, escrita a raíz de las críticas y ataques que se le hicieron tras la retirada de la excomunión a los obispos seguidores de monseñor Marcel Lefebvre y el «caso Williamson», en la que casi pretende «dar cuenta» de su gobierno de la Iglesia. «En nuestro tiempo, en el que en amplias zonas de la tierra la fe está en peligro de apagarse como una llama que no encuentra ya su alimento, la prioridad que está por encima de todas es hacer presente a Dios en este mundo y abrir a los hombres el acceso a Dios. No a un dios cualquiera, sino al Dios que habló en el Sinaí; al Dios cuyo rostro reconocemos en el amor llevado hasta el extremo (cf. Jn 13,1), en Jesucristo crucificado y resucitado»[9].

A esta prioridad, coherente con toda su vida anterior, el Papa Benedicto se dedicó con total entrega y con un estilo de gobierno que será caracterizardo agudamente como «gobierno magisterial». Como él mismo dijo: «Vengo de la teología y sabía que mi fuerza, si la tengo, es proclamar la fe de forma positiva. Por eso he querido ante todo enseñar a partir de la plenitud de la Sagrada Escritura y de la Tradición»; y al mismo tiempo: «Hay necesidad de renovación, y yo he intentado hacer avanzar a la Iglesia sobre la base de una interpretación moderna de la fe»[10].

Es fácil ver cómo la elección de los temas y el desarrollo de sus Encíclicas se inscriben en esta línea. Benedicto XVI limitó intencionadamente el número de ellas, y quiso dedicarlas principalmente a las virtudes teologales: la caridad (Deus caritas est, 2005); la esperanza (Spe salvi, 2007); la fe (Lumen fidei, que quedó inconclusa, y que verá la luz «póstumamente», retomada y completada por su Sucesor).

Lo que Benedicto dice sobre el amor y la esperanza aborda muy profundamente el modo en que estas palabras se interpretan en la cultura contemporánea, los interrogantes que esto plantea a la fe y al testimonio cristianos, y las respuestas que pueden brotar del corazón de la fe a las perturbaciones de nuestro tiempo, la pérdida del sentido más elevado del amor y la tentación de desesperar ante el poder del mal.

Incluso la Encíclica Caritas in veritate (2009), que hay que situar en la línea de la enseñanza social de la Iglesia, afirma la respuesta que ofrece la fe cristiana, mediante el compromiso operativo de la caridad, a la gravísima crisis económica, social y moral en la que se encuentra hoy la humanidad. Del mismo modo, es evidente la coherencia con las prioridades indicadas anteriormente de los temas asignados por el Papa a las Asambleas sinodales ordinarias: «La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia» y «La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana». A este respecto, es interesante señalar que el Papa Benedicto no consideró que fuera tarea suya emprender una reforma de la Curia Romana. Sin embargo, tomó una decisión innovadora: la de crear un nuevo Dicasterio, dedicado precisamente a «promover la nueva evangelización».

El segundo aspecto de la «prioridad suprema» – no cualquier dios, sino el Dios que nos ha revelado Jesucristo – se desprende de un elemento verdaderamente singular del pontificado de Benedicto XVI, sobre el que hay que llamar la atención. Ratzinger había comenzado a trabajar en 2003 en una gran obra sobre Jesús, a la que se sentía llamado como creyente y como teólogo en su «búsqueda personal del “rostro del Señor” (cf. Sal 27,8)»[11]. Este trabajo le parecía urgente, porque había crecido en él la preocupación de que los métodos modernos de interpretación de las Escrituras nos llevaran a perder la relación viva con la persona de Jesús.

Elegido Papa, Ratzinger no abandona la empresa, sino que la considera tan importante que le dedica todo el tiempo que tiene «libre» de los compromisos prioritarios del servicio de gobierno, y de hecho consigue llevarla a buen puerto. Subraya que «no se trata en absoluto de un acto magisterial» y que el resultado puede ser discutido y criticado libremente, pero, como él es Pedro, y debe, por tanto, «confirmar a sus hermanos», su investigación y su testimonio personal de fe tienen un inmenso valor para toda la Iglesia, y él es muy consciente de ello. La composición del libro sobre Jesús ha acompañado de hecho todo su pontificado[12], constituyendo en cierto sentido una dimensión interna del mismo. Benedicto XVI dice que se implicó mucho en esta labor. Cuando Seewald le pregunta: «¿Podría decirse que esta obra ha sido una fuente insustituible de energía para su pontificado?», responde inmediatamente: «Por supuesto. Para mí ha sido lo que se llama un constante sacar agua desde lo más profundo de las fuentes»[13].

La gran atención de Benedicto XVI a la liturgia de la Iglesia también deriva directamente de la «prioridad suprema». Existe una preocupación real por que ocupe el lugar que le corresponde en la vida de la comunidad y del creyente y por que se preserve la dignidad de su celebración, que sitúa en el centro el encuentro con Cristo. En la intención de Benedicto XVI no hay, por tanto, una restauración nostálgica de lo antiguo, sino el cuidado de una dimensión fundamental de la vida de la Iglesia. A esta luz debe verse también su esfuerzo por evitar rupturas en la tradición, expresado en el «Motu proprio» Summorum pontificum (7 de julio de 2007), que readmite como «forma extraordinaria» la celebración de la Misa según la liturgia romana anterior a la reforma conciliar.

Pero en este contexto queremos recordar sobre todo la feliz intuición de incluir la adoración eucarística entre los momentos culminantes de las Jornadas Mundiales de la Juventud (JMJ), con ocasión de la gran Vigilia: una innovación en cierto sentido «a contracorriente» para un inmenso y festivo encuentro juvenil, pero acogida y vivida con plena adhesión por los cientos de miles de jóvenes participantes en Colonia, Sydney y Madrid. Impresionantes momentos de silencio y espiritualidad, entre los más bellos e intensos de todo el pontificado. Esta fue la única innovación -¡de no poca importancia! – llevado a cabo por Benedicto a la JMJ.

Hablando de su pontificado, Benedicto XVI añadió que del primado de Dios «se sigue como consecuencia lógica, que debemos tener muy presente la unidad de los creyentes […].Por eso, el esfuerzo con miras al testimonio común de fe de los cristianos –al ecumenismo– está incluido en la prioridad suprema. A esto se añade la necesidad de que todos los que creen en Dios busquen juntos la paz, intenten acercarse unos a otros, para caminar juntos, incluso en la diversidad de su imagen de Dios, hacia la fuente de la Luz. En esto consiste el diálogo interreligioso»[14]. El inquebrantable compromiso ecuménico de Benedicto XVI se ha manifestado en numerosas ocasiones, entre las que siguen siendo memorables sus encuentros durante sus viajes: en Estambul con el Patriarca de Constantinopla Bartolomé (2006), en Londres con el Primado anglicano Rowan Williams (2010), en Erfurt con los luteranos en el famoso monasterio de Martín Lutero (2011).

Aquí Benedicto evoca con impresionante fuerza la gran pregunta de Lutero: «¿Cómo puedo tener un Dios misericordioso?», para motivar al diálogo ecuménico a buscar la unión yendo – ¡retornando! – a la raíz de la fe y no quedándose en la superficie. Un momento delicado es la publicación de la Constitución Apostólica Anglicanorum coetibus (4 de noviembre de 2009), en la que el Papa establece la práctica que debe seguirse para acoger a los creyentes anglicanos que soliciten unirse a la Iglesia católica, no como individuos sino como grupos[15]. El servicio por la unidad de la Iglesia incluye también los generosos esfuerzos de Benedicto XVI por restablecer la plena unidad con la «Fraternidad San Pío X» de Mons. Lefebvre, que le costaron no pocas críticas y dificultades, pero que desgraciadamente no se vieron coronados por el éxito.

En el ámbito del diálogo con otras religiones, no faltaron momentos difíciles durante su pontificado: con los judíos, sobre todo con ocasión del «caso Williamson» y del decreto sobre las «virtudes heroicas» para la causa de beatificación de Pío XII; con el Islam, sobre todo con ocasión del discurso de Ratisbona y luego también para el bautismo del conocido periodista egipcio Magdi Allam la noche de Pascua de 2008. Sin embargo, la evidente dedicación de toda una vida de Ratzinger al diálogo con el judaísmo y su actitud de respeto y aprecio por el islam, en la línea del Concilio Vaticano II, permitieron superar malentendidos y dificultades. Al final de su pontificado, Benedicto XVI, siguiendo los pasos de las primeras visitas realizadas por Juan Pablo II, había visitado, además del Muro de las Lamentaciones, tres sinagogas (Colonia, Park Avenue de Nueva York, Roma) y tres mezquitas (Mezquita Azul de Estambul, Ammán, Cúpula de la Roca de Jerusalén).

Diálogo con la cultura: la «razón abierta»

El anuncio del Dios de Jesucristo en nuestro tiempo implica el diálogo con la cultura actual. Ratzinger siempre lo ha ejercido sin miedo, bien preparado por la inclusión de las Facultades de Teología en la vida de las universidades alemanas y los debates que siguieron a sus conferencias. Su diálogo con Jürgen Habermas en la Academia Católica de Múnich (2004) sigue siendo famoso. La tradición católica siempre ha defendido el valor de la razón humana, coherente con una visión de Dios que es Amor, pero al mismo tiempo Logos. El teólogo y Papa cree que sobre esta base se pueden buscar puntos de encuentro y puntos en común incluso con personas que no comparten la fe cristiana. Insiste en el tema de buscar la verdad también con las fuerzas de la razón humana, y por eso polemiza repetidamente contra el relativismo y su «dictadura» en la época actual.

Los discursos justamente más famosos del pontificado de Benedicto XVI pueden leerse desde esta perspectiva. En la Universidad de Ratisbona (2006), mostró cómo «la convicción de que actuar contra la razón contradice la naturaleza de Dios», y veía en la razón la cura necesaria contra las justificaciones religiosas de la violencia; en el Collège des Bernardins de París (2008), recordó cómo el desarrollo de la cultura europea, incluida la afirmación de la dignidad de la persona humana, está originalmente relacionado con la búsqueda de Dios por parte de los monjes medievales; en el Westminster Hall de Londres (2010), insistió en que la fe religiosa no debe ser excluida del espacio público y relegada al privado, porque su contribución a la ética y al pluralismo no debe verse como causa de dificultades, sino como parte necesaria de la construcción de una sociedad libre y democrática; en el Reichstag, el Parlamento de Berlín (2011), advirtió contra los riesgos de una visión limitada y positivista del Derecho que socava sus propios fundamentos, mientras que una «razón abierta» a lo trascendente contribuye a construir la ciudad de los hombres, a desarrollar esa concepción convincente del Estado que necesitamos para superar los desafíos opuestos de las concepciones radicalmente ateas o radicalmente religiosas, fundamentalistas.

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La idea de una razón «abierta» o «ampliada», orientada a la búsqueda porque está llamada a conocer y amar la verdad, es una constante en el pensamiento y en los discursos de Benedicto XVI. Es la razón que no se deja encerrar en los límites impuestos por una visión puramente empírica de las ciencias y por un lenguaje exclusivamente matemático, sino que es capaz de una reflexión más amplia sobre lo humano, sobre la filosofía y la moral, sobre el sentido de la vida y de la muerte, sobre la trascendencia y, finalmente, sobre Dios; y así no se encierra en sí misma, arriesgándose a no ver más que lo funcional.

La razón «cerrada» «se parece a los edificios de cemento armado sin ventanas, en los que logramos el clima y la luz por nosotros mismos»[16]. Al final, el ser humano se verá asfixiado, y la relación con la naturaleza se guiará únicamente por la dinámica de poder de la tecnología, que llegará a ser destructiva. En esta perspectiva debe leerse una de las iniciativas originales y fecundas del pontificado, el «Atrio de los Gentiles», un espacio de diálogo abierto a todos, incluso a los no creyentes: una idea que el Consejo Pontificio de la Cultura retoma con creatividad, combinándola en múltiples direcciones.

No todos aceptan las propuestas de diálogo de Benedicto XVI: emblemática es la negativa que le llevó a renunciar a una visita a la Universidad «La Sapienza» de Roma, prevista para el 17 de enero de 2008. El hecho es un ejemplo del problema de la alternativa entre razón «abierta» y «cerrada», pero el valor de la propuesta permanece intacto.

Dificultades y crisis

A lo largo de su pontificado, Benedicto XVI se ha encontrado con varios momentos de dificultad y sufrimiento, que a menudo han sido destacados con una actitud poco benévola por el mundo mediático. Es justo recordarlos. La primera en orden de tiempo estuvo representada por una oleada de fuertes reacciones negativas en el mundo islámico a ciertas frases de su discurso en la Universidad de Ratisbona (2006): una crisis que se superó gracias a una serie de intervenciones aclaratorias y, finalmente, a la visita a la Mezquita Azul de Estambul. Otro momento muy delicado fue la reacción a la ya mencionada revocación de la excomunión de los cuatro obispos seguidores de Mons. Lefebvre, entre ellos Williamson: un verdadero infortunio, porque el Papa no sabía que era un negacionista del Holocausto. Ratzinger respondió a esta crisis con la famosa «Carta a los obispos» de marzo de 2009. Otro episodio que dio mucho que hablar fue una frase del Papa en una conversación con periodistas en un avión sobre el uso del preservativo y la propagación del sida en África (2009): la frase estaba mal formulada, pero fácilmente podría haber sido bien interpretada en el contexto del discurso, cosa que evidentemente no ocurrió, más bien fue una oportunidad aprovechada por muchos para atacar al Papa en base a su visión prejuiciosa de una Iglesia oscurantista y por tanto corresponsable de los males de la humanidad.

Pero la verdadera cruz del pontificado fue el asunto de los abusos sexuales contra menores por parte de miembros del clero. Una cuestión que ya había «explotado» en la última parte del pontificado de Juan Pablo II y que el Prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe tuvo que tratar en profundidad, pero que siguió emergiendo con dramática evidencia a lo largo de su pontificado. No viene al caso aquí de recorrer sus etapas, pero creemos que debe reconocerse al Papa Ratzinger un verdadero mérito histórico por la forma en que lo abordó. No sólo dio un testimonio personal de humildad, transparencia y rigor, sino que ofreció una serie de orientaciones fundamentales y normas jurídicas para la conducta y la pastoral de la Iglesia, que van desde el reconocimiento de la responsabilidad al encuentro personal con las víctimas, pasando por la petición de perdón, el compromiso de intervenir para establecer la verdad y sancionar a los culpables, la acción preventiva y la formación, hasta el desarrollo de una verdadera cultura de protección de los menores en la Iglesia y en la sociedad. Su testimonio de implicación personal brilló especialmente en los conmovedores encuentros con víctimas de abusos en todos los viajes en los que los obispos de los países que visitó se lo habían pedido (Estados Unidos, Australia, Malta, Inglaterra, Alemania). La expresión más completa y orgánica de su línea de respuesta al dramático problema llegó con su Carta Pastoral a los católicos de Irlanda, fechada el 19 de marzo de 2010, que obviamente tuvo un valor no limitado al país al que iba dirigida[17].

Otro asunto complejo y doloroso de la última etapa del pontificado es el que llegó a los titulares bajo el nombre de Vatileaks, con la publicación de documentos confidenciales de fuentes vaticanas que alimentaron un creciente malestar.

Finalmente, en junio de 2012, salió a la luz un libro entero[18], compuesto por documentos y correspondencia confidenciales, varios de los cuales procedían del círculo íntimo del Papa. Llegados a este punto, resulta fácil identificar al responsable de la filtración de la mayoría de los documentos: por desgracia, se trata del «mayordomo» del Papa, muy cercano a él en la vida cotidiana. La emoción es grande. El culpable es detenido y juzgado por el Tribunal Vaticano en un proceso que atraerá gran atención en la prensa mundial. Condenado a 18 meses de cárcel, finalmente será indultado por el Papa, que le visitará personalmente unos días antes de Navidad[19]. Benedicto XVI consideró justo que, ante un asunto tan grave, la justicia siguiera su curso, pero luego ejerció la misericordia que habitaba en su corazón a pesar de su sufrimiento.

Renuncia y vida retirada en el convento «Mater Ecclesiae»

Este último asunto también había concluido esencialmente a finales de 2012. Cuando el 11 de febrero de 2013, con ocasión de un Consistorio convocado per él para fijar la fecha de la canonización de los mártires de Otranto, Benedicto XVI volvió a tomar inesperadamente la palabra y leyó en latín la declaración de su deseo de renunciar al papado, la sorpresa fue mayúscula en todo el mundo, porque muy pocos estaban preparados para ello: «Después de haber examinado repetidamente mi conciencia ante Dios, he llegado a la certeza de que mis fuerzas, debido a mi avanzada edad, ya no son aptas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino».

El Papa dice brevemente, pero con toda claridad, que ha sentido una disminución «del vigor tanto del cuerpo como del ánimo», que le hace incapaz «de administrar bien el ministerio que se le ha confiado», teniendo en cuenta las exigencias de gobernar la Iglesia «en el mundo de hoy, sujeto a rápidos cambios y agitado por cuestiones de gran importancia para la vida de la Iglesia». La renuncia se hace «en plena libertad», y la Sede Vacante comenzará el 28 de febrero, a las 20.00 horas.

También sobre este acontecimiento de la renuncia y sobre sus motivaciones se han escrito ríos de tinta. Al fin y al cabo, el acto es sencillo, y las razones aducidas por Benedicto XVI son obvias y totalmente plausibles: un gran acto de responsabilidad ante Dios y la Iglesia. Un acto de humildad frente a las altas exigencias del servicio de Pedro, y de valentía al abrir un camino que ya estaba previsto por el derecho de la Iglesia, pero que nadie había recorrido aún desde hacía siglos. La elección del Papa es ad vitam, pero el pontificado no tiene por qué terminar con la muerte del Papa.

La «novedad» de la renuncia es considerada por muchos como un acto «histórico» que revela ejemplarmente la clarividencia y la grandeza espiritual de Benedicto XVI, y a la luz de ello contribuye a una relectura más atenta y profunda de todo el pontificado.

Antes de las celebraciones de Pascua, la Iglesia tendría un nuevo Papa. El tiempo que sigue a la dimisión es conocido por todos: tiempo de oración por la Iglesia, de contactos personales confidenciales, de intervenciones escritas muy raras y, sobre todo, de preparación para el encuentro con el Señor. La benevolencia y la atención del Papa Francisco y la discreción y la oración del «Papa emérito» permitieron a la Iglesia apreciar una situación hasta entonces inédita y disfrutar sinceramente de un brillante ejemplo de fraternidad cristiana. Las bellas imágenes de los abrazos y oraciones en común de las dos figuras vestidas de blanco fueron una fuente de consuelo mucho mayor que los intentos – infundados e instrumentales – de enfrentar a Benedicto con Francisco.

Los horizontes del pensamiento y del servicio eclesial de Ratzinger se expandieron, durante ocho décadas, desde su Baviera natal hasta los confines de la tierra. Después, su mirada se centró en el rostro fascinante y misterioso de Jesús, hasta el momento del Encuentro. El legado que nos deja es el propio de un teólogo llamado a la Sede de Pedro, que confirmó a sus hermanos en la fe mediante la enseñanza, el servicio sacramental y el testimonio de vida.

  1. J. Ratzinger, La mia vita, Cinisello Balsamo (Mi), San Paolo, 2005, 6.

  2. María no se casó y dedicó la mayor parte de su vida a ayudar a su hermano menor, viviendo y trasladándose con él en las distintas etapas hasta Roma, donde murió en 1991, acompañada por el afecto y la gratitud de Joseph. Georg, también sacerdote, se dedicó a la música sacra, convirtiéndose en maestro de coro de los pueri cantores de la catedral de Ratisbona, los famosos Regensburger Domspatzen (los «gorriones de la catedral»). Morirá en Ratisbona el 1 de julio de 2020.

  3. Benedicto XVI, Ultime conversazioni, al cuidado de P. Seewald, Milán, Garzanti, 2016, 92.

  4. Ibid, 96 s.

  5. Todas estas contribuciones están publicadas en el volumen 7/1 de la Opera Omnia.

  6. Benedicto XVI, Ultime conversazioni, cit., 149.

  7. J. Ratzinger, Introduzione al Cristianesimo, Brescia, Queriniana, 200312, 46 s.

  8. Benedicto XVI, Ultime conversazioni, cit., 217.

  9. Id., Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre la remisión de la excomunión de los cuatro obispos consagrados por el arzobispo Lefebvre, 10 de marzo de 2009.

  10. Id., Ultime conversazioni, cit., 180; 222.

  11. Prólogo a J. Ratzinger – Benedicto XVI, Gesù di Nazaret, Milán, Rizzoli, 2007, 20.

  12. El primer volumen, sobre la vida pública de Jesús, salió en 2007; el segundo, sobre la pasión y resurrección de Jesús, en 2011; el tercero, sobre la infancia de Jesús, que completa la trilogía, en 2012. El último volumen está introducido por un Prólogo, firmado el 15 de agosto de 2012, es decir, precisamente en el momento en que el Papa maduró su decisión de dimitir.

  13. Benedicto XVI, Ultime conversazioni, cit., 194.

  14. Id., Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre la remisión de la excomunión de los cuatro obispos consagrados por el arzobispo Lefebvre, 10 de marzo de 2009.

  15. Esto sigue limitado a algunas comunidades particulares (en Inglaterra, Estados Unidos y Australia) y, afortunadamente, se consigue sin perturbar las relaciones con la Confesión anglicana en su conjunto, aportando de hecho a la comunidad católica la riqueza de los elementos litúrgicos y espirituales de la tradición anglicana, que se conservan como tales.

  16. Benedicto XVI, Discurso al Parlamento Alemán, 22 de septiembre de 2011.

  17. También la rapidez con la que Benedicto, recién elegido Papa, intervino en el escandaloso caso del fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel, y posteriormente tomó medidas para hacer frente a la situación de esa congregación religiosa, habla en su favor en esta cuestión crucial para la purificación de la Iglesia.

  18. G. Nuzzi, Sua Santità. Le carte segrete di Benedetto XVI, Milán, Chiarelettere, 2012.

  19. El Tribunal no había identificado a ningún otro autor. También para esclarecer el contexto más amplio de las tensiones que habían surgido en el Vaticano, el Papa había nombrado una Comisión de tres cardenales, que llevó a cabo un número considerable de interrogatorios y entregó finalmente un extenso informe al Papa, que éste entregó a su vez a su Sucesor, pero que permaneció confidencial y sin consecuencias visibles externamente.

Federico Lombardi
Sacerdote jesuita, cursó estudios de matemáticas y luego de teología en Alemania. Fue director de contenidos (1991) y luego director general de la Radio Vaticana (2005). En julio 2006, el Papa Benedicto XVI lo nombró director de la Oficina de Prensa del Vaticano. El padre Lombardi se desempeñó, además, como director general del Vatican Television Centre desde 2001. Lleva años colaborando para la revista La civiltà cattolica.

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