Biblia

El realismo de los personajes bíblicos

Las bodas de Caná, Bartolomé Esteban Murillo (1672)

Los personajes bíblicos tienen cualidades sagradas. Ilustran, para bien o para mal, las posibilidades de la libertad humana cuando se encuentra con la de Dios, y lo hacen imponiéndose obstinadamente en nuestra memoria de lectores y creyentes. Quienes se han encontrado, en una experiencia de lectura un tanto asidua, con personajes como Rebeca y Jacob, David y Abigail, Job, Nicodemo, Pedro y María Magdalena, han encontrado compañeros de viaje, como familiares o incluso como redivivos. Enfrentarse a sus apariciones en el relato nos lleva a corroborar el juicio de Robert Alter: «Los escritores bíblicos otorgan a sus personajes una individualidad compleja, a veces fascinante, a menudo orgullosa y tenaz, porque es en la obstinación de la individualidad humana donde cada hombre y cada mujer encuentra a Dios o lo ignora, le responde o se le opone»[1]. ¿Podemos sorprendernos? En la experiencia de fe, estos personajes, transformados en «presencias reales», aparecen «como de frente» (Gn 2,18), como ocurre en los vitrales de las iglesias y, a veces, de las sinagogas.

Sin embargo, no faltan contrastes en el modo en que se han acogido estas figuras, tanto en el mundo antiguo como en el moderno. Aunque la exégesis crítica ha puesto de relieve su génesis en la historia de la redacción de la Biblia, no los ha escatimado. No faltan hipótesis históricas que los despojan de la «realidad» que tienen en la escena del relato y en la imaginación de los creyentes. Así, en su ensayo Der Gott der Väter (1929), el exégeta alemán Albrecht Alt no vio en Abraham, Isaac y Jacob tres generaciones de una misma familia lidiando con el Dios único, sino «fundadores de cultos» pertenecientes a tres grupos tribales diferentes, con territorios distintos y deidades distintas, a saber, «el Escudo de Abraham» (Gn 15,1), «el Terror de Isaac» (Gn 31,42.53) y «el Fuerte de Jacob» (Gn 49,24). La alianza de estas tribus en sumisión al Dios común llevaría a la construcción de una genealogía común. Más recientemente, el libro de Mario Liverani, Oltre la Bibbia («Más allá de la Biblia»), titula la sección de la obra dedicada a los relatos de la Biblia como «una historia inventada». Los realtos se habrían originado a partir de «una enorme y variada reescritura de la historia», la historia «“normal”, y más bien banal, de un par de reinos de la zona palestina»[2]. En este caso, el personaje de Abraham es una creación tardía de los escritores y profetas del exilio y del postexilio, que habrían proyectado sobre su figura y su historia los desafíos vividos por el pueblo a su regreso del exilio[3]. Esta figura paterna (Av en hebreo) – añade Liverani – habría aprovechado la persistencia en las genealogías tribales del nombre de la tribu Raham, registrado en la estela de Seti I (c. 1290 a.C.), hallada en Beit She’an. Ante los descubrimientos de los arqueólogos y las hipótesis, por lo general razonables, de los historiadores, el lector del Génesis se alegra de los resultados de la investigación, de los avances en el conocimiento que ha hecho posible la indagación crítica; pero le cuesta reconocer en esas hipótesis lo que hay de más vivo en su experiencia de lectura[4].

En el otro extremo del espectro hermenéutico, el lector encontrará un buen número de personajes del Génesis debidamente canonizados y consagrados en su realidad personal, desde el inicio hasta hoy. La Iglesia antigua y, todavía hoy, las Iglesias de Oriente veneran como santos a los Patriarcas y a varios personajes del Antiguo Testamento. El antiguo canon romano, por ejemplo, recuerda a «Abel el Justo», «Abraham nuestro padre en la fe» y «Melquisedec, sumo sacerdote»; la Iglesia latina de Jerusalén incluye en su calendario litúrgico (1971) la memoria de Abraham «patriarca», de Moisés «legislador y profeta», de Isaías «profeta y mártir», de los mártires macabeos, junto con otros santos del Antiguo Testamento. Es una hermosa coherencia con el capítulo 11 de la Carta a los Hebreos, que repasa, desde Abel hasta Samuel y los profetas, la «nube de testigos» (Heb 12,1) que rodea al creyente en la nueva alianza. Se comprende, pues, el empeño de algunos en la Iglesia latina por perpetuar la memoria litúrgica de las figuras que prepararon la de Cristo[5].

Entre ambos extremos, nos proponemos escrutar la «obstinación de la presencia»[6] de los personajes de la Biblia, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, a través de la fenomenología de su «realismo» literario. El enfoque privilegiará el arte de narrar de la Biblia y partirá de la analogía con los personajes de la gran literatura. Antes de ser hipótesis históricas o hipóstasis canonizadas, los personajes bíblicos son «presencias» que llegan a través del relato de la historia, o incluso a través de esas «historias» bien contadas que son las parábolas.

Los personajes literarios: una «Gestalt» singular

Exceptuando la miopía de algunas teorías recientes, los estudios literarios siempre han prestado atención a la «vida» de los personajes en la imaginación y la memoria de los lectores (o, actualmente, de los espectadores de cine). Sin embargo, esta «vida» ya está anticipada por el autor, como escribe Sylvie Germain, que describe así la entrada del personaje en el espíritu del novelista:

«Un día están aquí. Un día, no importa la hora. Nadie sabe de dónde vienen, por qué o cómo han entrado. Siempre entran así, de repente y forzando la puerta, sin hacer ruido, sin daños aparentes. Tienen una extraordinaria discreción para atravesar muros. Ellos: los personajes. No se sabe nada de ellos, pero imponen inmediatamente su presencia. Uno puede fingir que no se ha dado cuenta de nada, intentar disuadirlos ignorándolos, tal vez incluso burlándose de ellos: seguirán aquí. Aquí, en nosotros, detrás del hueso de la frente, como una pintura rupestre en el fondo de una cueva rodeada de oscuridad. Un cuadro en claroscuro, pero de pronto obsesionante. Aquí, en la frontera entre el sueño y la vigilia, en el umbral de la conciencia. Y trastocan esa frontera, cruzándola continuamente con la agilidad de un contrabandista, desplazándola, distorsionándola. Aquí, plantado en este umbral móvil, con la violencia inmóvil y muda de un mendigo que ha puesto sus ojos en ti y no se irá antes de haber recibido lo que quiere»[7].

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Incluso en la mente del lector, los personajes se convierten rápidamente en mucho más que seres de papel o un conjunto de palabras. Encontrarse con un personaje de una historia – sobre todo con el que ocupa el proscenio – es iniciar un reflejo interpretativo sui generis, irreductible a los reflejos que surgen de otros elementos del mundo (narrado). Ante datos textuales abundantes o fragmentarios, el lector proyecta, tras el nombre propio del personaje o tras su propio «yo», la actividad o pasividad de un sujeto (como centro de percepción y principio de causalidad), atribuyéndole una humanidad análoga a la nuestra. Martin Price compara tal operación con situaciones en las que, ante ciertos motivos dibujados sobre una superficie, «nos vemos obligados a crear una tercera dimensión de profundidad, para integrar los elementos en una nueva Gestalt»[8]. En otras palabras, «si en un nivel el personaje está en lo que podríamos llamar la superficie verbal, en otro nivel este es completa implicación e inspiración de la vida humana»[9], pues se trata de otro yo, análogo al nuestro. Cada momento de un drama (en el papel, en el escenario, en la pantalla) exige que el lector o espectador formule hipótesis sobre las motivaciones, conscientes o inconscientes, de los personajes: «Si el público se negara a prestarse al juego de las inducciones, todo drama escrito se paralizaría»[10].

En una reciente conferencia inaugural en el Collège de France, el crítico literario Thomas Pavel reformuló con acierto esta forma de empatía, que llega hasta el punto de «hacer resonar en nosotros mismos las angustias y dilemas de los personajes, como si fueran seres dotados de una realidad concreta»[11]. Pavel, que enseña en la Universidad de Chicago, cita a su predecesor en la misma universidad, Wayne Booth (1921-2005), según el cual «nuestra relación con las obras literarias es similar a la que nos une a los miembros de nuestra familia»[12]. Todo surge de las palabras (o de los «vacíos» entre palabras), pero el dinamismo de las deducciones nos hace crear, en nuestra memoria, una Gestalt de los personajes que se libera de las palabras. Seymour Chatman denuncia el error de «equiparar los personajes con “meras palabras”», concretamente por este motivo: «Demasiados mimos, demasiadas películas mudas (y sin subtítulos), demasiados ballets han demostrado el sinsentido de tal restricción. Con demasiada frecuencia recordamos vívidamente a ciertos personajes, sin poder recordar ni una sola palabra del texto en el que cobraron vida para nosotros […]. Lo que se “esfuma y se vuelve incierto” es el medium […], mientras que nuestro recuerdo de Clarissa Harlowe [la heroína de Clarissa, or the History of a Young Lady, de Samuel Richardson] o Anna Karenina permanece intacto»[13]. El carácter memorable de estos personajes da testimonio de la vida en que se ha convertido la suya, como escribe Hubert Nyssen: «Don Quijote o Sancho Panza, Oliver Twist o Martin Chuzzlewit, como Stavroguin o el príncipe Myshkin, como Bouvard y Pécuchet, como Angelo o Pauline de Théus, pronto empezaron de hecho a vivir sin su creador, siguieron hablándonos, interrogándonos, seduciéndonos o provocándonos, mucho tiempo después de que hubiéramos cerrado los libros donde los descubrimos»[14].

En resumen, los personajes de la historia disfrutan de una intensa actividad imaginativa por nuestra parte, que contribuye a darles vida en nuestras almas, aunque sin llegar a ser «nuestra imagen y semejanza». De hecho, lo que persiste en la memoria es el personaje en su idiosincrasia, en lo que tiene de singular, de imprevisible o incluso de impensable. Milan Kundera escribe: «Don Quijote es casi impensable como ser vivo. Y sin embargo, ¿qué personaje está más vivo en nuestra memoria que él?»[15].

En la Biblia

Lo que se observa en el modo en que se acoge a los personajes literarios ocurre también en el caso de los personajes bíblicos, si les concedemos la sustancia literaria que tienen por sí mismos. La insistente presencia de los personajes de la Biblia es, sin embargo, aún más paradójica, porque tales figuras están ligadas a una forma de presentación minimalista, como señala Alter:

«¿Cómo consigue la Biblia, en su descripción de un personaje, evocar una sensación tan grande de profundidad y complejidad recurriendo a lo que parecerían herramientas tan pobres, incluso rudimentarias? Al fin y al cabo, la narración bíblica no ofrece nada parecido al análisis meticuloso de los motivos ni a la exposición detallada de los procesos mentales de sus personajes. Las indicaciones dadas sobre sus sentimientos, disposiciones internas e intenciones son muy escasas. Y sólo se nos dan las pistas más escuetas en cuanto a las apariencias externas y las actitudes, la vestimenta y el atuendo de los distintos personajes, así como el entorno concreto en el que se desenvuelven. En resumen, todos los indicios de una personalidad matizada a los que nos tiene acostumbrados la literatura occidental -sobre todo en la novela, pero con rasgos que en última instancia se remontan a la épica y a la propia novela griega – parecen estar ausentes de la Biblia. Entonces, ¿en qué términos se puede explicar cómo y por qué emergen de textos tan lacónicos figuras como Rebeca, Jacob, José, Judá, Tamar, Moisés, Saúl, David y Rut, todos ellos personajes que, al margen de cualquier papel arquetípico que pudieran desempeñar como portadores de un mandato divino, han sido esculpidos como personas individuales, vivas e indelebles en la imaginación de cientos de generaciones?»[16].

La respuesta a la pregunta de Alter reside en la «poética» bíblica del personaje, en el arte de poner en primer plano ciertos rasgos esenciales del relato, creando así prodigiosos segundos planos[17], para involucrar continuamente al lector en la representación de los protagonistas de la acción. Por ejemplo, en el relato del sacrificio de Isaac en Génesis 22, el narrador se centra en ciertas palabras y gestos de Abraham (vinculados a los objetos del drama: la leña, el fuego, el cuchillo), obligando al lector a reconstruir las disposiciones cognitivas y afectivas del patriarca a través de la imaginación. El relato bíblico se sitúa así en las antípodas del modo griego, que tiende a explicitar los aspectos visibles e invisibles de los personajes, como hace también la literatura occidental.

En un punto, sin embargo, que Alter subraya, la Biblia se revela particularmente moderna: «La idea bíblica […] del personaje a menudo imprevisible, en cierto modo impenetrable, constantemente saliendo de las sombras de la ambigüedad y continuamente dispuesto a volver a entrar en ella, tiene de hecho más afinidad con las nociones modernas dominantes que las formas de concebir el personaje típicas de la épica griega»[18]. Explorando el carácter imprevisible de personajes con pensamientos siempre cambiantes, capaces de volverse hacia lo peor, pero también hacia lo mejor, autores modernos como William Shakespeare, Fedor Dostoievski, Joseph Conrad, Virginia Wolf y James Joyce han vuelto a conectar con el modo bíblico: Abraham se nos presenta a veces como un caballero, a veces como un cobarde; Moisés, en el Deuteronomio, se debate entre su fidelidad de profeta y su disputa con Dios, que le detiene en el umbral de la tierra prometida; David, en el mismo capítulo (1 Sam 25), arde de furia antes de ser desarmado gracias a la intervención de Abigail. Alter escribe: «Si el Rey David, Otelo, el Capitán Ajab, Ana Karenina, Leopold Bloom son todos fascinantes, es precisamente porque en última instancia se revelan como portadores de algo indescifrable, al pasar por cambios repentinos, por giros en los que se revelan y se ocultan a sí mismos, poniéndonos en contacto con lo que hay de misterioso e imponderable en nuestra existencia como seres humanos»[19].

He aquí, pues, lo que nos acerca a lo que los personajes de la Biblia tienen de propio, y lo que les da casi una concreción adicional. El núcleo de su ser, y su razón de ser en la historia, es ser «provocados» por la libertad de Dios, que les asigna un lugar particular en la historia, ya sea a través de una llamada, una misión, un conflicto, la herencia de una promesa o una alianza, o la respuesta a una palabra o una orden. James Nohrnberg escribe: «Los personajes de la Biblia no deben su carácter a su casting, como los personajes principescos de Shakespeare; ni lo deben a sus hábitos, como los pecadores reincidentes de Dante; ni a las estrellas, como los tipos terrenales de Chaucer. Deben su carácter a un estatuto excepcional que, en última instancia, viene de Dios […], estando todos ellos siempre bajo la influencia de la elección de su función: vocación, misión, intercambio, oficio o deber»[20]. Juntos, ofrecen «el mapa de la acción»[21], el mapa de los caminos posibles de la acción humana cuando la acción de Dios se encuentra con la suya y sigue encontrándose con ella. Este modo de ser encontrado por el Otro divino, les da un suplemento de realismo, de concreción y de universalidad, hasta el punto de que las opciones del hombre ante Dios, o contra él, o incluso olvidándolo, constituyen un universal concreto, una antropología en acción, en la que todo hombre puede encontrar el centro de su ser. Así lo entendieron grandes lectores de la Biblia como Agustín de Hipona e Ignacio de Loyola y, en épocas más recientes, Dostoievski o los cineastas Andreï Tarkovskij y Krzysztof Kieùlowski. La inspiración de la Biblia se experimenta particularmente en el poder revelador de los personajes bíblicos, sus opciones y sus caminos: en ellos está el testimonio, para lectores de todas las edades y épocas, de lo que sucede en una vida cuando se encuentra con Dios.

David, el hombre del secreto

El personaje de David puede servir de prueba. De hecho, es algo excepcional, dada su profunda individualidad y su indomable determinación, que parece alcanzar la autodeterminación. Hay aspectos shakesperianos en él: ¿se mantiene solo? No: lo que constituye el resorte principal de su ser y su impulso en la historia es ciertamente la unción que recibe de manos del profeta Samuel, en el primer episodio de su ciclo, y que lleva consigo algo así como un secreto hasta su acceso al trono (1 Sam 16; 2 Sam 6). Estos capítulos, que presentan al joven David lidiando con el rey Saúl, hacen que dos personajes portadores de secretos graviten el uno hacia el otro. Saúl carga con el secreto de su destitución por parte de Dios (1 Sam 13,14; 15,26.28), un rechazo que el rey se cuida de no divulgar a la corte. A los ojos de los hombres, y sobre todo a los ojos de David, Saúl es siempre «el ungido del Señor». David, por su parte, guarda el secreto de su propia unción, que tuvo lugar en la intimidad del círculo familiar (1 Sam 16,13).

Nos encontramos, así, en el plano literario de Henry James, cuyas novelas – escribe Tzvetan Todorov – suelen construirse en torno a un secreto: «El secreto del relato de James es precisamente la existencia de un secreto esencial, de un innombrable, de una fuerza ausente y sobrecogedora, que pone en movimiento toda la máquina presente del relato»[22]. En el curso de su ascenso, David ha tenido que disimular su situación, imitado y ayudado en esto por el narrador. Una vez que llega a reinar, puede, sin vacilar, danzar ante el arca y revelar a todos, especialmente a su novia Mical, la hija de Saúl, la intimidad de su relación con quien lo eligió: «[He bailado] delante del Señor, que me eligió en lugar de tu padre y de toda su casa, para constituirme jefe del pueblo del Señor, de Israel» (2 Sam 6, 21).

La elección divina acompaña el viaje de David, y es también la iniciativa divina la que le lanza al segundo acto de su historia (2 Sam 7 – 1 Reyes 2). El oráculo del profeta Natán, punto de partida de la dinastía davídica (2 Sam 7), compromete a David en lo que será el nuevo y más doloroso asunto de su historia, el de la paternidad. Atrapado en las intrigas humanas, como pocos entre sus coetáneos, David es, sin embargo, enteramente «bíblico»; es decir, está constituido por la elección de un Otro, que lo conoce mejor que los hombres. Cuando se le ofrece la opción de la prueba, David lo deja claro: «Caigamos más bien en manos del Señor, porque es muy grande su misericordia, antes que caer en manos de los hombres» (2 Sam 24,14). De esta manera, a través del relato de su historia, David ofrece al lector un espejo para comprender mejor lo que Dios pide al hombre, entre el secreto de una subjetividad naciente y la designación de la paternidad.

El suplemento lírico

Los personajes bíblicos están totalmente coordinados con la acción, con la trama en la que se ven envueltos, y lo están más que los héroes de las novelas modernas de psicología exacerbada, ya que la literatura antigua hace de la trama la vía principal del relato. Pero los personajes de la Biblia tampoco escapan al fenómeno observado por William J. Harvey: los personajes «consecuentes» de una historia, tienden a mostrar «un margen extra de vida gratuita»[23]. Y, en la misma línea, dice Price: «Dickens, Tolstoi o Shakespeare crean a menudo un tipo de personaje más amplio y sugerente de lo que parece requerir su función [en la historia]»[24].

En el relato bíblico, este espacio adicional se reconoce en las «efusiones» líricas de los personajes. La reserva del narrador bíblico, como hemos visto, concierne esencialmente a la vida interior de los protagonistas de la acción. Las intervenciones de los personajes en sus cantos poéticos son, en este sentido, excepciones. ¿Quién no conoce el Canto del Mar (Ex 15) o el de Débora (Jue 5), la oración de Jonás en el vientre del pez (Jo 2), el Magnificat de Ana, madre de Samuel (1 Sam 2), y el de María (Lc 2)? Estas efusiones líricas tienen ciertamente una función en la trama; en particular, ponen de relieve la trama teológica de la acción. Los hijos de Israel cantan: «¿Quién como tú, Señor, es admirable entre los santos?» (Ex 15,11), y Ana les hace eco: «No hay santo como el Señor» (1 Sam 2,2); María reitera: «el Todopoderoso he hecho en mí grandes cosas: ¡su Nombre es santo!» (Lc 1,49). Sin embargo, estos discursos tienen un carácter lírico, e ilustran lo que es el lirismo de todos los tiempos: «Este calor del habla, este fervor, este ímpetu, este movimiento de la lengua en el cuerpo, la voz, el aliento»[25] nos ofrecen así una presencia suplementaria de los personajes, así como una acentuación de la dimensión teológica de su recorrido.

Historiografía y parábola

Nos queda por considerar un último aspecto, en cierto sentido el más importante. El buen samaritano (Lc 10,30-35) y Zaqueo (Lc 19,1-10) son dos personajes bíblicos que se encuentran en el mismo camino, el que une Jerusalén con Jericó. Pero difieren en esto: uno, el samaritano, nacido de la imaginación de Jesús en el relato que le permite responder a la pregunta del doctor de la ley («¿Quién es mi prójimo?», Lc 10,29), es un personaje de ficción; el otro, Zaqueo, que aparece en un relato que pretende narrar la historia, pertenece a la historiografía evangélica (cfr Lc 1,1-3). Esta diferencia es esencial y se aplica a todo tipo de lectura, tanto en un contexto no bíblico como bíblico[26]. Del mismo modo que el doctor de la ley comprendió que Jesús le estaba contando una historia inventada ad hoc, el lector de la Biblia sabe distinguir entre el carácter ficticio de una «historia» que se presenta como invención (una parábola) y el carácter historiográfico de una narración que pretende contar la Historia.

En este caso no se trata de una cuestión de «historicidad». Establecer la historicidad de los hechos narrados es una tarea fundamental para los historiadores, con los que, por otra parte, todos estamos en deuda. Aquí se trata de una distinción más elemental de los «juegos de palabras», para usar la expresión de Ludwig Wittgenstein en sus Investigaciones filosóficas: la narración historiográfica se mueve por la intención de contar la Historia, con mayúscula, ya sea según los modos y maneras de la historiografía antigua, ya sea según los procedimientos de la historiografía moderna[27]; la narración de ficción se presenta como «historia» inventada, y hace gala de esta cualidad de un modo u otro[28]. Esta distinción es tan antigua como la literatura. Jean-Marie Schaeffer sostiene que abolir la distinción entre discurso ficticio y no ficticio en lo que respecta a la literatura antigua, sería ofender la competencia literaria de los autores y lectores antiguos[29]: los grandes relatos cosmológicos mesopotámicos no se leían como la fábula acadia de Tamaris y la palmera, y la investigación historiográfica de Heródoto (Historias) no se leía como las Fábulas de Esopo.

El corpus narrativo de la Biblia se presenta esencialmente como un fresco historiográfico: entre el libro del Génesis y los libros de los Reyes, la narración pretende contar la historia de Israel y de las naciones; entre el Evangelio de Mateo y los Hechos de los Apóstoles, la historia de la venida del Mesías, entre Israel y las naciones. Por otra parte, este mismo corpus inserta en su interior pasajes literarios que son parábolas (en hebreo mashal) o fábulas imaginadas y contadas por un personaje, con vistas a un efecto retórico: Así, el apólogo de Iotam, la parábola de los árboles (Jue 9,8-15), la parábola de Natán («Había dos hombres en la misma ciudad, uno rico y otro pobre…», 2 Sam 12,1-4), o las parábolas de Jesús («Había un hombre rico», Lc 16,1).

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Curiosamente, un libro bíblico es objeto de debate, en este sentido, en la tradición rabínica. Se trata del libro de Job, «que en su misma estilización aparece claramente como una fábula filosófica (de ahí el dicho rabínico “Nunca existió una criatura llamada Job; es una parábola” [mashal]»)[30]. Por otra parte, el sabio que defiende el carácter parabólico de Job en el Talmud, compara el libro de Job con la parábola de Natán: «Uno de los rabinos que asistía a las conferencias de R. Samuel b. Nahmani negó la existencia de Job; según él, [la historia de] Job es una parábola. R. Samuel le respondió: “En ese caso, ¿qué significa la frase: ‘Había en la tierra de Us un hombre llamado Job’ (Job 1,1)? Y [el relato]: “El pobre no tenía más que una ovejita” (2 Sam 12,3) [que comienza con ‘Había dos hombres’], ¿no es una simple parábola? La historia de Job también lo es»[31].

Los personajes de la Biblia, cualquiera que sea el género al que pertenezcan, son capaces de crear la intensidad de presencia antes descrita. Testigos de ello son Job, el hijo pródigo y el buen samaritano (por el lado de los personajes de ficción), que han poblado la imaginación de artistas y creyentes, y también David y María Magdalena (por el lado de los frescos historiográficos). Todos estos personajes son figuras de lo «posible» en el hombre cuando se encuentra con Dios. Pero esto no debe ocultar el aspecto más cualitativo de las figuras de la historia: estas dicen que estas posibilidades, en particular «las posibilidades más imposibles» ligadas a la intervención de Dios, tuvieron lugar en la actualidad de la Historia, de una historia homogénea con la nuestra. Las obras de ficción (o la «poesía», como dice Aristóteles) exploran «hechos que pueden suceder. De ahí que la poesía sea algo más filosófico y elevado que la historia; la poesía tiende más bien a representar lo universal, la historia lo particular»[32].

Al narrar la historia a través de un relato (literariamente) bien regulado, la historiografía bíblica no hace más que captar lo posible en la actualidad histórica. Paul Ricœur escribe: «Sólo la historiografía puede reivindicar una referencia que se inscribe en el empirismo, en la medida en que la intencionalidad histórica concierne a acontecimientos que han tenido lugar realmente»[33]. «Las posibilidades más imposibles» (el nacimiento de Isaac, la travesía del mar, el perdón del paralítico, la resurrección de Jesús) se inscriben en el empirismo: éste es el sentido de la narración historiográfica en la Biblia. Se requiere todo el arte de la narración para que estas «posibilidades más imposibles» aparezcan como tales. El Jesús de Marcos y Mateo, por ejemplo, es, como su antepasado David, el que avanza en la escena de los hombres portando un secreto, el de la unción mesiánica recibida en el bautismo. La dinámica narrativa del personaje portador de secretos, que recorre su camino en medio de adversarios, se pone de nuevo en marcha. Pero al arte narrativo se une la reivindicación historiográfica, que pone en juego la autoridad del narrador omnisciente (en Génesis-Reyes, como en Mateo y Marcos), la del narrador-testigo (Jn 19), o la del narrador que ha recogido el testimonio de otros (cfr Lc 1,1-4).

La intención declarada de contar la historia está salpicada de señales historiográficas: «En ese tiempo, el faraón Necao, rey de Egipto, subió en apoyo del rey de Asiria, hacia el río Eufrates (2 Re 23,29); «En aquella época apareció un decreto del emperador Augusto, ordenando que se realizara un censo en todo el mundo» (Lc 2,1). También va acompañada de indicios de «empíricos», que el lector puede aceptar como tales: por ejemplo, la cama de hierro del rey Og, que aún se ve «en Rabat de los amonitas» (Dt 3,11), o las numerosas anotaciones del Evangelio: «Él les ordenó que hicieran sentar a todos en grupos, sobre la hierba verde» (Mc 6,39); «Los servidores y los guardias se calentaban junto al fuego, que habían encendido porque hacía frío. Pedro también estaba con ellos, junto al fuego» (Jn 18,18); «Era el día de la Preparación de la Pascua, alrededor del mediodía» (Jn 19,14).

Un mismo arte narrativo, por tanto, pero dos registros complementarios. «Había un hombre», cuenta la parábola (Job 1,1; cfr 2 Sam 12,1; Lc 16,19); «Había un hombre», plantea la narración de la historia (Jue 17,1; 1 Sam 1,1; 1 Sam 9,1; cfr Mc 1,4; Jn 1,6). Los personajes de la narración historiográfica de la Biblia no sólo nos dan que pensar, como los de la parábola; también sirven de testimonios de la efectividad de Dios, y de lo posible de Dios, en una Historia homogénea con la nuestra. En este sentido, y de manera privilegiada, son los compañeros de nuestras elecciones: para comprometerse con la ética de los mandamientos o con la vida según la resurrección, no basta una propuesta de sentido; es con una «nube de testigos» (Hb 12,1) que la oferta divina compromete la libertad del lector. ¿Es extraño que estos personajes tengan tanta presencia, presencias «familiares», tomando prestada la expresión favorita de Booth?

  1. R. Alter, L’arte della narrativa biblica, Brescia, Queriniana, 1990, 225.
  2. M. Liverani, Oltre la Bibbia. Storia antica di Israele, Roma – Bari, Laterza, 2003, VIII-IX.
  3. Cfr ibid, 29-30 y 287-291.
  4. Honrar el imperativo histórico-crítico con respecto a la Biblia, respetando al mismo tiempo el contrato que propone en su realismo historiográfico, es el reto que se plantea al lector moderno. Teniendo en cuenta esta «gran división» epistemológica, respetaremos especialmente la instancia de la historia como relato historiográfico.
  5. Cfr G. Braulik, «Verweigert die Westkirche den Heiligen des Alten Testaments die liturgische Verehrung?», en Theologie und Philosophie 82 (2007) 1-20.
  6. La expresión está sacada de S. Germain, Les Personnages, París, Gallimard, 2004, 10.
  7. Ibid. 9. A. Tabucchi precisa, en la nota que concluye su novela Sostiene Pereira (Milán, Feltrinelli, 1994, 211): «El doctor Pereira me visitó por primera vez una tarde de septiembre de 1992. En aquella época aún no se llamaba Pereira, aún no tenía todos sus rasgos definidos, era algo vago, escurridizo y borroso, pero ya tenía el deseo de ser el protagonista de un libro. No era más que un personaje en busca de autor. No sé por qué me eligió a mí para ser narrado».
  8. M. Price, Forms of Life. Character and Moral Imagination in the Novel, New Haven, Yale University Press, 1983, 58.
  9. Ibid, 57.
  10. A. D. Nuttall, «The Argument about Shakespeare’s Characters», en Critical Quaterly 7 (1966) 113.
  11. T. Pavel, Comment écouter la littérature? Leçons inaugurales du Collège de France, París, Fayard, 2006, 33.
  12. Ibid, 33. La obra citada es W. C. Booth, The Company We Keep. An Ethics of Fiction, Berkeley, University of California Press, 1988.
  13. S. Chatman, Story and Discourse. Narrative Structure in Fiction and Film, Ithaca, Cornell University Press, 1978, 118.
  14. H. Nyssen, Éloge de la lecture, suivi de Lecture d’Albert Cohen, Montréal, Fides, 1996, 22.
  15. M. Kundera, L’arte del romanzo, Milán, Adelphi, 1988, 56.
  16. R. Alter, L’arte della narrativa biblica, cit., 141.
  17. Cfr E. Auerbach, Mimésis. Il realismo nella letteratura occidentale, vol. I, Turín, Einaudi, 1956, 13-14.
  18. R. Alter, L’arte della narrativa biblica, cit., 158.
  19. Id., Pleasures of Reading, New York, Simon and Schuster, 1989, 55. Añadamos con M. Sternberg que la presentación bíblica del carácter humano debe mucho a la concepción de otro personaje en claroscuro, de carácter indomable y misterioso, pero libre de dilaciones y ambigüedades humanas: el carácter de Dios (cfr M. Sternberg, The Poetics of Biblical Narrative, Bloomington, Indiana University Press, 1991, 60).
  20. J. C. Nohrnberg, «Princely Characters», en J. P. Rosenblatt – J. C. Sitteron jr (eds), «Not in Heaven». Coherence and Complexity in Biblical Narrative, ibid, 1991, 60.
  21. P. Ricœur, Dal testo all’azione. Saggi di ermeneutica, Milán, Jaca Book, 1989, 215.
  22. T. Todorov, Poétique de la prose, París, Seuil, 1971, 153.
  23. W. J. Harvey, Characters in the Novel, Ithaca, Cornell Univer­sity Press, 1968, 188.
  24. M. Price, Forms of Life…, cit., 59.
  25. J.-M. Maulpoix, Du lyrisme, París, Corti, 1999, 23.
  26. La distinción entre ficción e historiografía que presentamos aquí, sigue aquella desarrollada por M. Sternberg, The Poetics of Biblical Narrative, cit., 23-35.
  27. En muchos aspectos, los modos de la historiografía antigua coinciden con los de la Biblia. Por ejemplo, Tucídides y Heródoto no dudaron en poner en boca de sus héroes discursos inventados, que los documentos no garantizan, sino que sólo hacen verosímiles.
  28. Es esencial que la ficción literaria sea reconocida como tal, ya sea a través de señales («Érase una vez un hombre…»), así como por indicios característicos (como la repetición del adjetivo «grande» en la historia de Jonás, sobre la ciudad, el viento, la tormenta o los peces). Esta señal la ofrece hoy el subtítulo introductorio («novela», «cuento») o el disclaimer: «Cualquier parecido con personas o situaciones que existen o han existido es mera coincidencia», a veces reforzado por el añadido «a pesar del aparente parecido con hechos históricos».
  29. Cfr J.-M. Schaeffer, Pourquoi la fiction?, París, Seuil, 1999, 151.
  30. R. Alter, L’arte della narrativa biblica, cit., 48.
  31. b. Baba Battra 15 b.
  32. Aristóteles, Poetica, Roma, Laterza, 1992, 211.
  33. P. Ricœur, Tempo e racconto, Milán, Jaca Book, 1987, 132.
Jean-Pierre Sonnet
Jesuita, profesor de exégesis del Antiguo Testamento en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, se ocupa principalmente del análisis narrativo de los textos bíblicos. Entre sus libros publicados destacan, Il canto del viaggio. Camminare con la Bibbia in mano (2009), L'alleanza della lettura (2011), Ogni Scrittura è ispirata (2013, con P. Dubovský) y Generare è narrare (2015).

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