Pastoral

Hermanos y hermanas, ¿de quiénes?

Tres criterios para una fraternidad imposible

© Duy Pham / Unsplash

Que necesitamos vivir desde una fraternidad humana no es ninguna novedad. Que es urgente, tampoco. Menos aún que ha sido un grito proclamado por los siglos desde la voz de varones y mujeres que han dado la vida por este ideal. Lo que sí requiere siempre una novedad es el cómo hacerlo en cada contexto. Necesitamos pedirle al espíritu que nos enseñe con fidelidad creativa qué nuevos caminos, qué pedagogías pastorales actualizadas, qué inspiraciones frescas podrán ayudarnos a crecer en esta utopía a la que la fe nos invita y nuestros líderes religiosos nos convocan.

Propongo entonces, desde mi experiencia, tres criterios pedagógicos y pastorales para que pensemos cómo acercar a nuestros hermanos y hermanas a sentir esta utopía como propia y sumemos a la construcción de tan anhelado proyecto para nuestros días.

Una pedagogía de linaje abierto

Cada uno de nosotros pertenecemos a un linaje (de «línea») determinado, venimos de alguna cadena histórica de relaciones de la que somos eslabón. Las conozcamos o no, nuestras genealogías impregnan la configuración de nuestra identidad por virtud y por defecto. Somos lo que hacemos con lo que heredamos a nivel genético, familiar, cultural, personal, e ignorarlo es una imprudencia antropológica seria.

Pedagógicamente, debemos ayudar a hacernos conscientes de esta memoria histórica inscrita en nuestra personalidad para que no caigamos en la trampa, propia de una subjetividad desbordada, de creer que todo comienza con nuestra libertad. El enraizamiento en las fibras nutricias de nuestras relaciones funda la posibilidad de sembrar, a conciencia, el horizonte de sentido que esperamos del mañana.

En efecto, una pedagogía del linaje abierto – personal y familiar – debe hacernos palpar con nuestra indagación el momento en que nuestro árbol genealógico se pierde, al fundirse, en el amplio río de la sangre común de los seres humanos. Tenemos que proponer, de diferentes maneras y sobre todo a quienes van creciendo, hacer el viaje de lo particular de «mi» historia personal a lo universal de «nuestra» historia humana.

A diferencia de la tentación de quienes buscan encontrar, desde un paradigma sustancialista de la realidad, la pureza de la sangre, el abolengo de un apellido, la perla de una casta social determinada, la prosapia de una historia familiar o el decoro de una estirpe, la puntilla de una cuna o la singularidad de una raza; necesitamos abrir nuestro linaje para comprendernos, desde una antropología relacional, como humanos más allá de la sangre. Todos sabemos que estas discriminaciones insanas que buscan hacer prevalecer un origen sobre los demás son las que nos enemistan al punto de llevarnos a guerras siempre absurdas, ¿por qué cultivar más fratricidios?

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Es decir, evitando la mentalidad celosa del clan, necesitamos ayudar a reconocer nuestra identidad personal y familiar enhebrada en la identidad humana compartida por todos sin distinción. Sólo así podremos llegar a decir con Pablo a los gálatas: «no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos son uno en Cristo Jesús» (Gal 3,28).

Si esta mentalidad del linaje abierto calara profundo en nuestros proyectos pastorales y educativos, quizá podríamos colaborar con una forma de vernos a nosotros mismos más profundamente humana, relacional, y menos librada al instinto de autopreservación animal que desconoce al otro, o peor aún, lo concibe como amenaza a la supervivencia de mi manada, mi grupo, mi tribu. Esto sin ignorar que un tipo de mentalidad humanizada respecto del otro/a incluso podría sumar a la lucha contra los poderes que amenazan de verdad la existencia humana de los grupos más vulnerables.

En efecto, para los creyentes ver a las demás personas como hermanos y hermanas no es optativo, es todo un proyecto de crecimiento en la vida de fe. «La fe lleva al creyente a ver en el otro a un hermano que debe sostener y amar. Por la fe en Dios, que ha creado el universo, las criaturas y todos los seres humanos —iguales por su misericordia—, el creyente está llamado a expresar esta fraternidad humana, protegiendo la creación y todo el universo y ayudando a todas las personas, especialmente las más necesitadas y pobres»[1].

En este sentido, ante la irrupción cada vez más insistente de sostener y promover identidades cerradas en sí mismas o diluidas en la nada del individuo atomizado, debemos destinar esfuerzos para lograr perforar los mundos privados en los que nos refugiamos (cfr FT 199) y crear condiciones de posibilidad, desde la temprana edad, para generar encuentros que ayuden a concebir a los demás como distintos, pero iguales, haciéndonos eco del llamado a formar una ciudadanía global[2] y sabiendo que «sólo la verdadera fraternidad “sabe mirar la grandeza sagrada del prójimo, que sabe descubrir a Dios en cada ser humano, que sabe tolerar las molestias de la convivencia aferrándose al amor de Dios, que sabe abrir el corazón al amor divino para buscar la felicidad de los demás como la busca su Padre bueno” (EG 92)»[3].

Es cierto que corremos los riesgos del abrirnos – como lo sería al cerrarnos – y al aceptar el modelo de una sociedad globalizada que desdibuja orígenes y horizontes comunes en una «hipercultura»[4], pero también es cierto que la revolución tecnológica cultural – el Game como lo llama Alessandro Baricco[5] –, ¿no nos exige un humanismo acorde a las circunstancias y abierto al modo en que viven la realidad las nuevas generaciones? Y quienes conocen la pedagogía ignaciana saben que desconocer el contexto es fracasar en la acción y la transformación.

Una pedagogía de la filiación adoptiva

A esta propuesta de un humanismo que se redescubra hermanado en la sangre común de los mortales le hace falta un padre. Sólo la filiación engendra hermandad. Hijos e hijas, pero ¿de quién?

Si bien es posible coincidir, en parte, con algunos diagnósticos de diversas disciplinas humanísticas sobre nuestra atmósfera cultural, cuando sostienen que nos encontramos ante una disolución de la figura del padre, en tanto ley, estructura, símbolo y referencia[6]; y si bien es cierto, además, que la figura de Dios en las generaciones actuales y futuras se ha vuelto problemática, llegando a en algunos casos a serles una imagen indiferente o un concepto que se evapora[7]; creo que nos encontramos ante nuevas posibilidades de pensar y entender la fraternidad de la familia humana.

En una sociedad de hijos únicos que habilita la sensación del control absoluto del propio mundo personal deseando ser todos el «padre/madre» del otro en tanto ordenamiento; pero también de cierto sentimiento de orfandad institucional, afectiva, humana, que licúa las estructuras psicológicas de la subjetividad; resulta interesante preguntarnos cómo podría resolverse esta doble carencia desde una pastoral que atienda la dimensión relacional constitutiva del ser humano. En este sentido, se hace necesario profundizar en antropologías menos sustancialistas y más relacionales, que expliciten que somos un entramado diverso de vínculos, no una identidad pura sin «contaminaciones». Y que el otro, con su presencia, me constituye en lo que voy siendo en un contexto determinado.

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Este modo de concebirnos como seres relacionales llamados por nuestra fe a la fraternidad, nos lleva indefectiblemente a plantearnos el tema de la familia. La actualidad de este concepto no radica sólo en la crisis en la que se encuentra su modelo tradicional[8], sino en la transformación misma del concepto de familia. Y no es que haya que cambiar el modelo tradicional por uno «mejorado», sino acoger de verdad el bello misterio propuesto por Dios en aquello a lo que llamamos familia, para que todos vivan su derecho a crecer en una. En este sentido, tal vez se nos esté invitando a percibir el surgimiento de una nueva manera de vinculación que aglutina, siguiendo el arquetipo de la orfandad, a hermanos y hermanas que generan vínculos de amor más fuertes que la sangre[9]. Ante esta realidad cultural, ¿no se hace más realista el mandato del Cristo: «a nadie llamen padre» (Mt 23,9)? Por eso, es indispensable reflexionar teológicamente y con radicalidad evangélica sobre las consecuencias pastorales que conlleva asumir la familia como lugar de manifestación de Dios[10].

Con todo, descubrir un camino para la filiación adoptiva es llevar a cabo la pedagogía mistagógica que Cristo mismo ha buscado revelar en su proyecto de mostrarnos el verdadero rostro de la divinidad, hacerse nuestro hermano en la cruz y revincularnos en el misterio del amor redentor del Padre con su resurrección.

Esto implica reconocernos primeramente humanos, como ya dijimos, pero, además, hermanados en la condición de hijos e hijas, único vínculo del que nadie puede renegar. Por eso, nuestras palabras, catequesis, clases, conversaciones espirituales, acompañamientos, práctica sacramental, deben estar al servicio de mostrar que Dios no es la magnificación de nuestros padres[11], sino el Padre que Jesús nos regala gratuitamente para que «todos seamos una sola familia para gloria suya», como reza la plegaria eucarística para niños.

Una pedagogía de la fraternidad concreta

Humanos por naturaleza, hijos e hijas por adopción filial de la divinidad, hermanos y hermanas por elección.

Tenemos que apostar por una pedagogía que nos vincule a los demás y a las cosas creadas con un espíritu de hermanamiento a lo Francisco de Asís, tal como nos lo propone Fratelli tutti, del otro Francisco. Este hermanamiento brota de una relación positiva con lo divino, de un desborde de conciencia filial, creatural, que se hace respuesta concreta: «hermano sol…». La familia humana que nos hermana sólo es viable reconociendo a un Padre/Madre como el que nos mostró quien es humano y divino al mismo tiempo: Cristo. Es decir, una divinidad que asume nuestra contradicción como ningún otro ser creado es capaz y nos invita a hacerlo nosotros mismos en la medida de nuestras posibilidades.

Se trata de proponer aquella lógica tan preciosa que experimentó Etty Hillesum en el contexto del campo de concentración nazi que la llevó a expresar: «Amo tanto al prójimo porque amo en cada persona un poco de ti, Dios mío. Te busco por todas partes en los seres humanos y a menudo encuentro un trozo de ti. Intento desenterrarte de los corazones de los demás»[12].

Sin embargo, asumir la alteridad del otro siempre supone superar la «fenomenología del “me gusta”», que la cultura digital sugiere, y hacer experiencia del otro, de su negatividad que despierta mi espíritu y lo saca de la autorreferencialidad de muerte[13]. Esto es igual a decir que sólo nos salvamos por la alteridad que nos «altera». De ahí que la negación del otro tenga sus mitos arquetípicos del fratricidio desde siempre en las culturas[14]. En la tradición israelita, el relato de Caín matando a Abel porque no ha podido resolver su deseo de exclusividad ante el padre y, por tanto, está en conflicto consigo y los demás, inaugura una serie de desencuentros entre hermanos que se prolonga en todo el Antiguo Testamento[15].

La actual atomización cultural a la que nos vemos expuestos como sociedad, nos está llevando a desconocernos al punto de quedar atrapados en nuestros propios fragmentos ideológicos y espaciotemporales. Estamos asistiendo a una cadena de desencuentros humanos muy profunda, intensificada con la cultura del descarte y del consumo. Por eso, necesitamos un hermanamiento concreto que rompa el solipsismo del fragmento y nos revincule con los demás y con el espíritu de las cosas creadas.

Pastoralmente, esto sería apostar por crear espacios reales de vinculación donde el tiempo compartido ayude a tejer relaciones, a zurcir generaciones, a remendar historias rajadas por el odio y la violencia, a coser heridas causadas por la pobreza y la marginación, a contemplar la vida común como una condición de posibilidad para nuestro futuro próximo sin distracciones.

Necesitamos experimentar la adopción de los hermanos y las hermanas, más allá de la consanguinidad, al proponer una fraternidad nacida de la amistad como vínculo fundamentalmente cristiano: «No hay amor más grande que dar la vida por los amigos» (Jn 15, 13). Esto es destruir la dialéctica del amo y del esclavo, al reconocer que el otro y las demás creaturas son mi hermano o mi hermana, y que quien nos restauró en el vínculo con el Padre/Madre ya no nos llama siervos, sino amigos (cfr Jn 15,15). En definitiva, amigarnos con lo que se nos ha regalado gratuitamente y desde ahí hacer lo que nos toca desde donde podamos.

Conclusión

Es posible que esto nos parezca imposible, ¡y lo es! Pero como es del buen Dios, y «para Dios nada es imposible» (Lc 1,37), nos toca confiar en que Él lo está haciendo a su manera. Creo que si asumimos estos tres criterios pastorales como pedagogías concretas (caminos) de crecimiento y formación, especialmente de las generaciones futuras, pero no sólo, habremos contribuido mucho. Es cierto, se trata una utopía que requiere paciencia orante y apertura mental, al mismo tiempo que los sentidos espirituales bien despiertos para percibir cómo muchas de las cosas que necesitamos para vivir desde una fraternidad humana ya se están dando en el espíritu del mundo, de manera muy sutil. Sólo hay que saber «espiar» con los ojos amorosos del Padre/Madre a sus hijos e hijas, mientras caminan hacia una forma nueva de saberse hermanados por el amor.

  1. Son las palabras iniciales del Documento sobre la fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia común, firmado por el Papa Francisco y el Gran Imán de al-Azhar, Ahmed al-Tayyeb. En este se inspiró la encíclica de Francisco Fratelli tutti (FT).

  2. Cfr Compañía de jesús – Secretaría por la educación, «Ciudadanía global: Una perspectiva ignaciana» (https://www.educatemagis.org/es/global-citizenship-an-ignatian-perspective/).

  3. Francisco, Mensaje con ocasión del 150º aniversario de la proclamación de San Alfonso María de Ligorio como doctor de la Iglesia, 23 de marzo de 2021.

  4. «La hipercultura se encuentra dispersa. […] La hipercultura se diferencia también de la multicultura en tanto que esta tiene menos recuerdos sobre la procedencia, la ascendencia, las etnias y los lugares. Y a pesar de esta dinámica, la hipercultura se basa en una yuxtaposición densa de ideas, signos, símbolos, imágenes y sonidos diferentes; es una especie de hipertexto cultural. La transculturalidad no posee justamente esta dimensión del hiper. La cercanía de la yuxtaposición espaciotemporal, y no en la distancia del trans, caracteriza la cultura de hoy. Ni el multi ni el trans: el hiper (acumulación, conexión y condensación) representa la esencia de la globalización» (Han, Byung-Chul, Hiperculturalidad. Cultura y globalización. Barcelona, Herder, 2018, p. 84).

  5. «Más que cualquier otra cosa, el Game necesita humanismo. Lo necesita su gente, y por una razón elemental: necesitan seguir sintiéndose humanos. […] En los próximos cien años, mientras que la inteligencia artificial los llevará aún más lejos de nosotros, no habrá bien más valioso que todo lo que haga sentirse seres humanos a las personas. […] No es el Game el que tiene que volver al humanismo. Es el humanismo el que debe compensar un retraso y alcanzar al Game. Una restauración refractaria de los ritos, del saber y de las élites que relacionamos de forma instintiva con la idea del humanismo, sería una pérdida de tiempo imperdonable. En cambio, tenemos prisa por cristalizar un humanismo contemporáneo, donde las huellas dejadas por los humanos tras de sí sean traducidas a la gramática del presente y situadas en los procesos que generan, cada día el Game» (Baricco, Alessandro, The Game. Barcelona, Anagrama, 2019, p. 330-331).

  6. Cfr, por ejemplo, S. Sinay, La sociedad de los hijos huérfanos. Cuando padres y madres abandonan sus responsabilidades y funciones, Buenos Aires, Ediciones B, 2007; L. Ricolfi, «La società senza padre», en Il Messaggero (www.fondazionehume.it/societa/­la-societa-senza-padre), 6 de noviembre de 2017; M. Recalcati, Cosa resta del padre? La paternità nell’epoca postmoderna, Milán, Raffaello Cortina, 2017; C. Miriano – F. Nembrini – A. Polito, «Alla ricerca del padre perduto. Dialogo sulla possibilità di un’educazione oggi», en www.standard1932.it/risorse/alla-ricerca-del-padre-perduto.pdf/; C. Domínguez Morano, Creer después de Freud, Córdoba, Educc, 2010.

  7. «No es siempre fácil hablar hoy de paternidad. Sobre todo, en el mundo occidental, las familias disgregadas, los compromisos de trabajo cada vez más absorbentes, las preocupaciones y a menudo el esfuerzo de hacer cuadrar el balance familiar, la invasión disuasoria de los mass media en el interior de la vivencia cotidiana: son algunos de los muchos factores que pueden impedir una serena y constructiva relación entre padres e hijos. La comunicación es a veces difícil, la confianza disminuye y la relación con la figura paterna puede volverse problemática; y entonces también se hace problemático imaginar a Dios como un padre, al no tener modelos adecuados de referencia. Para quien ha tenido la experiencia de un padre demasiado autoritario e inflexible, o indiferente y poco afectuoso, o incluso ausente, no es fácil pensar con serenidad en Dios como Padre y abandonarse a Él con confianza». Benedicto XVI, Audiencia General, 30 de enero de 2013.

  8. De esto hay un muy buen análisis en la Exhortación Apostólica Postsinodal Amoris Laetitia (AL), del Papa Francisco, en el capítulo II: «Realidad y desafíos de las familias» [31-60].

  9. Cfr E. Sicre, «La familia que Dios quiere» (www.emmanuelsicre.blogspot.com/2016/08/la-familia-que-dios-quiere.html).

  10. Cfr C. Domínguez Morano, «A nadie llaméis padre», en Id., Creer después de Freud, cit., 255-288.

  11. Cfr Id., «La paternidad de Dios», en Experiencia cristiana y psicoanálisis, Córdoba, Educc, 2005, 55-91.

  12. E. Hillesum, Una vida interrumpida. Los diarios de Etty Hillesum 1941-1943. Buenos Aires, Javier Vergara, 1985, p 228.

  13. Cfr B-Ch. Han, En el enjambre, Barcelona, Herder, 2014, p. 80.

  14. Cfr F. Canillas del Rey, «Caín y Abel: iconografía del primer fratricidio», en Revista digital de iconografía medieval 11 (2019) 131-156.

  15. «La relación entre hermandad y violencia es como el hilo conductor que recorre las historias del primer libro de la Biblia. Los polos son bien notorios a lo largo de toda la trama: la violencia se manifiesta en la rivalidad casi instintiva en el seno de la madre (Gn 25, 23); en el grito desgarrador de indignación del hermano burlado (Gn 27, 32-34) o en la confabulación de los hermanos mayores (Gn 37, 18-20). La reconciliación y el futuro de paz y colaboración son descritos con tintes hermosos en el reencuentro de los hermanos (Gn 33, 8-11), en el llanto del padre al recobrar al hijo perdido junto a sus hermanos (Gn 46, 28-30), o mejor aún, en la sabiduría de leer el conflicto entre los hermanos en clave de permisión divina para la salvación de la familia (Gn 45, 1-5; 50, 18-21)». A. Ferrada, «Una lectura narrativa de Gn 4, 1-16: hermandad y violencia», en Teología y Vida, vol.57, [2016]335-366).

Emmanuel Sicre
Profesor de letras y Licenciado en Filosofía, estudió teología en la Pontificia Universidad Javeriana, de la cual se graduó con una tesis titulada: “Contar la experiencia del Misterio Pascual. La función del relato de la Pasión en Marcos (14,53-15,47) para la experiencia cristiana”. Actualmente se desempeña como rector del Colegio de la Inmaculada Concepción de Santa Fe (Argentina). Ha publicado numerosos artículos y colabora regularmente con nuestra revista.

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