Literatura

Cristo en Miguel de Unamuno

Cristo crucificado, Diego Velázquez (1632)

Introducción

«Si alguien me demostrase que Cristo no está en la verdad y estuviera matemáticamente probado que la verdad no está en Cristo, preferiría, con todo, quedarme con Cristo que con la verdad». Así escribió F. M. Dostoieswsky, poco después de salir de la cárcel[1].

Mientras que a la Iglesia muchos la ignoran, la critican e incluso la rechazan, a su iniciador, salvo contadas excepciones[2], se le considera, estima y admira. Entre estos se encuentra el Rector vasco de la Universidad salmantina, que en su obra El Cristo de Velázquez (1920) ha compuesto, según la crítica literaria, uno de los más grandes poemas religiosos de la lengua castellana. Consta de 2.539 endecasílabos libres, divididos en cuatro partes. No utiliza un esquema estrófico único, que aprisionaría su actividad poético-pensante, sino una variedad que deja espacio abierto a sus reflexiones y pensamientos[3]. Constituye una amplia contemplación sobre la persona y la obra de Cristo, motivado por el cuadro velazqueño, en el que la crucifixión aparece sin tragicismo sanguinolento ni convulsiones, mas con la serenidad que contempla cómo la muerte, por dolorosa y oscura que sea, no es el final de la vida, por ello el Crucificado no aparece como un sufriente martirizado, sino con la calma del que espera una promesa de resurrección inmortal.

En busca de vida eterna

Este poema, publicado en 1920 tras unos siete años de minuciosa elaboración, expresa y compendia un proceso existencial que comenzó con la crisis de 1897, cuando Unamuno tenía treinta y tres años. Durante sus estudios universitarios en Madrid, su avidez intelectual le llevó a interesarse por pensadores europeos del momento, positivistas como P. J. Proudhon o Darwin e idealistas como Hegel o el krausismo, que lo llevaron a que la religiosidad de fervor juvenil, pero nada crítica, que traía de su ambiente familiar en Bilbao, perdiera su credibilidad, hasta el punto de llegar a considerarse a sí mismo ateo, militando en el socialismo. Ya profesor en Salamanca y casado le nace un hijo hidrocéfalo, lo cual suscitó en él muchas cuestiones personales, pensando que tal vez este hijo fuera un castigo de Dios por su ateísmo, de modo que una noche de finales de marzo de 1897 le invadió un intenso sentimiento nihilista de la vida, que él mismo describe en una carta a su amigo Ilundain: «¡Qué cosa más terrible es atravesar la estepa del intelectualismo, y encontrarse un día en que, como llamada y visita de adversidad, nos viene la imagen de la muerte y del total acabamiento! Si supiera usted qué noches de angustia y qué días de impaciencia espiritual… Me cogió la crisis de modo violento y repentino… y comprendí la vida recogida. Cuando al verme llorar se le escapó a mi mujer esta exclamación viniendo a mí: Hijo mío. Entonces me llamó hijo, hijo. Me refugié en prácticas que evocaron los días de mi infancia…»[4].

El mejor escrito testimonial para conocer los profundos cambios que originó la crisis es, ante todo, el llamado Diario íntimo (DI)[5], en él se anotan, de modo libre y discontinuo, breves referencias a sus sentimientos y reflexiones, a sus dudas, temores, angustias, llevado por la espontaneidad de lo privado, sin preocupación de juicios ajenos de posibles lectores. Con sus vivencias íntimas se mezclan reflexiones originarias que después madurarán en sus diversos escritos, es decir, en su pensamiento.

Muy claro es el hecho de que la crisis reaviva y agudiza intensamente su religiosidad cristiana. En una de sus primeras anotaciones afirma: «Con la razón buscaba un Dios racional que iba desvaneciéndose por ser pura idea, y así paraba en el Dios Nada a que el panteísmo conduce, y en un puro fenomenismo, raíz de todo mi sentimiento de vacío. Y no sentía al Dios vivo, que habita en nosotros, y que se nos revela por actos de caridad y no por vanos conceptos de soberbia. Hasta que llamó a mi corazón, y me metió en angustias de muerte» (DI, 12 s.)[6].

El descubrimiento de una fe cristiana más compleja

Aquí surge el enfrentamiento entre su racionalismo ateo y la sencillez de la fe religiosa, que «se nos revela por actos de caridad», no es simplemente aquella del fervor juvenil, en que todo parecía claro, ya que ahora tiene una componente nueva de tipo íntimamente experiencial y existencialmente abrumadora: «Hasta que llamó a mi corazón, y me metió en angustias de muerte». O sea, no la considera solo una honda experiencia personal acerca de la finitud de la vida, sino, a la vez, algo místico, que le acontece y afecta extremadamente, parecido a la noche oscura de la mística[7]. Juan de la Cruz escribe: «Y este es el principal provecho que causa esta seca y oscura Noche de contemplación: el conocimiento de sí y de su miseria»[8]. Y algo más adelante: «De manera que, para conocer a Dios, esta Noche oscura es el medio, con sus sequedades y vacíos…»[9].

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También la cuestión de la muerte adquiere una nueva perspectiva: «Me había fijado en aquella proposición de Spinoza que dice que el hombre libre en todo piensa menos en la muerte, siendo su vida una meditación de la vida misma, no de la muerte. Y no comprendí que para llegar a ser hombre libre en espíritu y en verdad era preciso hacerse esclavo, y haciéndose esclavo esperar del Señor la libertad que nos permita vivir meditando en la Vida misma, en Cristo Jesús» (DI,14).

En estas anotaciones aparece todavía más claro cómo la vuelta a la piedad fervorosa, ingenua y sentimental, en que vivió hasta sus años de universitario en Madrid, no es el verdadero efecto de la crisis, sino que comienza a descubrir una fe cristiana mucho más compleja. Se ha convencido de que racionalizar la fe es un quehacer imposible, en el que se acaba por reducirla a meros conceptos más o menos lógicos, pero vacíos, porque la realidad religiosa del ser humano, más que un problema, es un misterio. Con la razón se puede seguramente conocer y argumentar ciertas verdades de fe, como la posibilidad de la existencia de Dios; por otro lado, estas verdades pueden parecer oscuras o irracionales a la experiencia y a la mente de no pocas personas, como fue el caso del estudiante Unamuno. Sin embargo, al no rechazar la cuestión, como otros hacen por comodidad o por cierto agnosticismo, y querer conocer mejor la raíz de aquello en lo que se cree o se quiere creer, suscita en él inquietudes para llegar a un convencimiento más fundado de lo divino.

Lo divino es, para él, inseparable de la realidad de la muerte, que constituye una de las primeras y más intensas vivencias unamunianas. La muerte por suicidio de su padre (1870)[10], cuando Miguel tenía seis años, la muerte de uno de sus compañeros de colegio, narrada en Recuerdos de niñez y mocedades, y la del hijo hidrocéfalo le produjeron un impacto decisivo respecto a la caducidad de su propio ser; ante todo, la de su padre. «Aquella muerte voluntaria y sobre todo la razón de ella – ¿por qué se ha matado? – empezó a ser, sin que en un principio me diese yo cuenta de ello, el misterio inicial de mi vida»[11]. En efecto, la muerte sale al encuentro no tanto como experiencia propia, sino como muerte del otro, y más cuando se trata de personas muy próximas. Ahí se siente muy directamente la fragilidad de la propia existencia, que la vida más que poseída, está dada y puede eliminarse fácilmente, o sea, la muerte, para Unamuno, lejos de reducirse al último momento de la vida, actúa su presencia en amenazas constantes de enfermedad, peligro, etc.; ella cualifica la totalidad de la vida de los seres, aunque estos no lo perciban directamente.

La pregunta por la finitud de la vida

Resulta, pues, más que motivado que la cuestión de la finitud de la vida surja con ímpetu en estos momentos. Al día siguiente de la atroz noche, sin decir nada ni siquiera a su esposa, salió de casa apresurado para aislarse en el convento dominico de San Esteban, donde permaneció en una celda durante unos tres días; acción con la que obviamente intenta clarificar su problema. Con frecuencia, el retiro y la soledad son las condiciones idóneas para ello, para percibir mejor la verdad sobre uno mismo: la propia culpa, el orgullo, la arrogancia y las apreciaciones erróneas acerca de Dios.

Más sereno, vuelve a su casa, a su trabajo de profesor. Pero no pocas cuestiones se quedaban en el aire; esto hizo que se pusiera en contacto con el P. Juan J. de Lecanda, que fue su confesor durante su pertenencia a la Congregación de San Luis Gonzaga en Bilbao y con quien le unía una gran amistad. Por estas fechas Lecanda era miembro del Oratorio de San Felipe Neri en Alcalá de Henares[12]. Durante la Semana Santa de 1897, una o dos semanas siguientes a la crisis, Unamuno se retira en dicho Oratorio, donde parece que hizo ejercicios espirituales con su antiguo confesor, y comienza a escribir notas sueltas de sus vivencias y reflexiones, que él no publicó nunca y que constituyen, al menos en parte, el contenido del llamado Diario íntimo.

En las dos anotaciones de arriba, después de resaltar los comienzos de una nueva imagen de Dios desde la vivencia espiritual y no desde argumentos abstractos, se habla, citando a Spinoza, de que «el hombre libre en todo piensa menos en la muerte, siendo su vida una meditación de la vida misma no de la muerte». Esta fue, a todas luces, su actitud antes de la crisis: vivir de espaldas a la muerte, como si no existiera. Demasiado traumático había sido lo de su padre y lo de su compañero como para insistir en ello. Cierto que nunca se acaba de tomar conciencia completa de la innata mortalidad, pero si además se tabuiza como algo en lo que ni siquiera hay que pensar, entonces aparece una confianza utópica que pone en primer plano, consciente o no, la vida «terrena» como la única que merece vivirse. Esto estaba en las ideas positivistas de entonces y sigue vigente hoy en la sociedad secularista, una de cuyas consecuencias es un querer vivir no sólo sin enfrentarse a la muerte, sino incluso queriéndola eliminar con las nuevas tecnologías[13].

Tal actitud, que quiere ignorar o abolir la muerte, significa, para el Unamuno posterior a la crisis, un querer huir del hombre de frente a su realidad: «[…] huyendo de sí mismo. ¿A dónde irá que no se encuentre consigo? Corre y más corre, huye desesperado y trata siempre de no sentirse. Se hecha al mundo y al sueño del engaño para libertarse de sí y sin conciencia propia soñar su vida. ¡Cuántos de los que se suicidan lo harán por liberarse de sí mismos y no de una vida gravosa! El suicida quiere despojarse de sí, no de su vida; de su alma y de su conciencia, no del miserable cuerpo de muerte del que pedía verse libre el Apóstol. Y hay muchos suicidas morales, que se esfuerzan por ahogar su alma en el bullicio y la disipación… ¡Infelices almas que viven huyéndose! ¿Dónde encontrarán reposo?» (DI 81 s.).

De este modo, se subrayan experiencias que, más de veinte años después, la filosofía existencial de Heidegger puso de relieve, a saber, la enajenación de la persona (Dasein, Eigentlichkeit), la pérdida de sí mismo. Ocupándose en conocer el mundo que le rodea, el ser humano ha adquirido una serie de conocimientos, que se acumulan multiplicándose; ha establecido un poder sobre el mundo tal que le capacita para transformarlo, aunque tantas veces para empeorarlo (contaminación, pandemias, guerra atómica, etc.). En ese quehacer se olvida, además, de sí mismo, incurriendo en la despersonalización del sujeto, por ejemplo, según Heidegger, en la forma que expresa el pronombre impersonal man («se») o también en la que produce la masificación social. A la pregunta «¿Dónde encontrará reposo?», o sea, «¿cómo saldrá de esa enajenante cosificación que deshumaniza? ¿De qué manera hallará autenticidad existencial? Unamuno se responde: Búscate en el Señor y allí hallarás paz verdadera y podrás mirarte frente a frente y abrazado a ti mismo en santa caridad sentirás la permanente sustancialidad de tu alma, llamado por Cristo a la vida eterna. Es mucho más difícil de lo que se cree amarse a sí mismo; es el principio de la verdadera caridad. ¡Cuán pocos saben amarse en Cristo! Magna labor es la de sustanciarse y hacerse uno en el Señor, y vivir consigo mismo, abrazado a la propia miseria, conociéndose y amándose de verdad» (DI 82 s.)

Una respuesta que puede sonar piadosamente simplista y, sin embargo, es, a todas luces, expresión de la vivencia que le ayuda a salir de su estado de crisis. El yo tiene que comunicarse con un tú para encontrarse a sí mismo, por eso, alcanzar la propia identidad es posible solo por la relación con los otros. Es una experiencia común que nadie puede existir cerrado en sí mismo. Para romper las barreras individualistas es necesaria la apertura a los demás, en particular a lo divino. Es en el encuentro con lo divino, que Cristo manifiesta, donde Unamuno halla «paz verdadera», puede mirarse frente a frente y abrazado a sí mismo en santa caridad, es decir, sin apresarse o eliminarse, como en el caso de su padre, sino perdonándose a sí mismo su propia miseria, conociéndose y amándose de verdad porque se ha hecho «uno en el Señor», que ofrece la vida eterna.

La pregunta unamuniana por la vida como tal implica la cuestión por la vida eterna, cuestión originaria y fundamental de la fe cristiana[14]. Con Jesús cambia, en efecto, de raíz, el modo de concebir la relación con Dios. No se trata de que el hombre por sí mismo llegue a Dios, como generalmente se cree, sino de que Dios venga primero al hombre y lo libere, con la acción del Espíritu, de sí mismo, de sus egoísmos, frustraciones y autocomplacencias. La libertad cristiana es liberación de la muerte (cfr. Rm 6, 5-9).

Nuevo planteamiento de la cuestión de Dios

En el capítulo VII de su obra filosófica más importante Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos (1912), retoma Unamuno la experiencia que vivió a raíz de la crisis: «Con la razón buscaba un Dios racional que iba desvaneciéndose por ser pura idea, y así paraba en el Dios Nada a que el panteísmo conduce, y en un puro fenomenismo, raíz de todo mi sentimiento de vacío…». Esta, que es una de las primeras experiencias que se encuentra anotada en el Diario, se reflexiona filosóficamente en el Sentimiento trágico. No era don Miguel, ni mucho menos, el primero en plantearse tal cuestión. Ya, en los comienzos del filosofar del mundo helénico, Sócrates fue condenado a la cicuta, entre otras acusaciones, por enseñar una divinidad distinta a la de la mitología común. Pero es sobre todo en el matemático, físico y filósofo Blaise Pascal (1623-1662) donde se halla una problemática semejante a la que vivió Unamuno. Pascal, en la noche del 22-23 de noviembre de 1654 tuvo también una crisis que le llevo a sentir la realidad «del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, del Dios de Jesucristo y no de los filósofos».

¿Cómo pudo llegar a semejante afirmación, tan opuesta a la forma de pensar de un matemático y filósofo? Por su condición de científico no hubiera tenido nada que oponer a la razón o al conocimiento racional. Pascal percibe, a su vez, que lo lógico-racional, sin embargo, no lo es todo: hay además un conocimiento intuitivo, un instinto, un sentimiento. La palabra cœur («corazón») abarca y expresa, para él, toda esa realidad del conocimiento que lo meramente racional no alcanza a conocer: «El corazón tiene razones que la razón no conoce». Presentado simbólicamente con el órgano cardiaco, el conocimiento, que así se representa, no se queda, como generalmente se piensa, solo en emociones o sentimientos ciegos, en lo irracional, comprende más bien las vivencias interiores del ser humano, su más íntimo centro de actividad respecto a sí mismo y a los demás, en cuanto conciencia del espíritu humano. Pascal siente cómo el saber exclusivamente racional, concebido por filósofos tan importantes como Descartes, Spinoza o Leibniz, es incompleto.

Unamuno, ante esta problemática, destaca cómo Pascal distingue entre «persuasión» y «convicción»[15]. De este modo se toca el tema de que la fe en sentido cristiano no es una realidad que se adquiere de una vez por todas[16]. Tanto en Pascal como en Unamuno se trata de una fe recibida y practicada desde la infancia, pero que tuvo que madurar con dudas y crisis, para poder ser asimilada personalmente con convicción, en lucidez y libertad. Todo esto requiere, como se está comprobando, una evolución en la que no pocas convicciones y persuasiones cambian, en particular, en lo que concierne a lo divino.

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En Pascal, Unamuno observa una dicotomía aceptada entre la razón y la fe, es decir, dos formas básicas y opuestas de afrontar la cuestión de Dios: con la razón no consigue ninguna prueba que pueda demostrar matemáticamente la existencia de Dios, pero en su corazón siente intensamente la presencia divina, la necesidad de que Dios exista. Esta posición no le basta a Unamuno. Su cambio no fue ciertamente de un racionalismo ateo a un fideísmo cristiano incuestionable, que se refugia en la piedad popular y acepta un elenco de verdades de fe, pero tampoco separó fe y razón. Él opta, más bien, por la duda, por el enfrentamiento entre la razón y la fe. «Se me dirá que ésta es una posición insostenible, que hace falta un cimiento en que cimentar nuestra acción y nuestras obras, que no cabe vivir de contradicciones, que la unidad y la claridad son condiciones esenciales de la vida y del pensamiento, y que se hace preciso unificar éste. Y seguimos siempre en lo mismo. Porque es la contradicción precisamente lo que unifica mi vida y le da razón práctica de ser»[17].

El vocablo «contradicción» tiene, para Unamuno, un significado peculiar, pero no se salta el conocido principio de no contradicción, que una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo. Negar esto estaría fuera de toda lógica. Lo que él en rigor quiere decir con la contradicción son más bien oposiciones contrarias como blanco/negro o como relaciones de polaridad que se dan entre dos realidades que se excluyen mutuamente, obediencia/libertad. De esta manera queda claro cómo, pese al influjo de la dialéctica hegeliana, su modo de entender la contradicción no coincide con el movimiento armónico de tesis, antítesis y síntesis del filósofo alemán, porque los extremos se «tocan» pero no se «funden» en una síntesis que daría lugar a una nueva antítesis y así sucesivamente.

Para designar su modo de entender la contradicción no utiliza una terminología constante; su estilo asistemático, literario, impulsivo, no le deja someterse a un tecnicismo riguroso. Entre las denominaciones más frecuentes aparecen en sus escritos, junto a contradicción, «paradoja», «agonía», «polémica», «tragedia», «dialéctica», «guerra». Lo que ha llevado y lleva a no pocos lectores e intérpretes a pensar que la posición unamuniana carece de mediación, de encuentro entre los extremos, aunque él insiste en que es precisamente esta actitud de enfrentamiento, de acentuar los extremos lo que más unifica su vida y le da razón práctica de ser[18].

La constante insistencia en esta manera de pensar y de ser, encuentra un planteamiento filosófico en el Del sentimiento trágico de la vida, pero también lo vive en su realidad cotidiana, sobre todo en lo religioso, cultural y sociopolítico, haciéndolo incómodo tanto para la derecha como para la izquierda; se halla además literariamente ejemplificado en una serie de personajes y situaciones decisivas. Los conflictos íntimos presentados en Niebla, La Tía Tula, Abel Sánchez, El otro, La vida de Don Quijote y Sancho, San Manuel bueno, mártir, y en gran parte de su obra poética, sobre todo en Rimas de dentro y El Cristo de Velázquez contienen a diversos niveles la problemática contradictoria.

La experiencia de que el Dios del racionalismo, el ser supremo, que se encuentra en la cúspide de los demás seres como hipótesis explicativa de todo lo existente, no tiene consistencia real, sino que es una construcción de la mente de algunos filósofos (Aristóteles, Descartes), no suscita devoción ni entabla una relación personal con el creyente, llevó a Unamuno no a negar la existencia de Dios en cuanto tal, como no pocos lo califican, sino a un nuevo planteamiento de la realidad divina. Para ello, él parte de la constitución desiderante, que hay en el ser humano esencialmente abierto a la plenitud del ser: «¡Ser, ser siempre, ser sin término! ¡Sed de ser, sede de ser más! ¡Hambre de Dios! ¡Sed de amor eternizante y eterno! ¡Ser siempre!…»[19].

Aquí se subraya una dimensión del ser humano que la antropología ha puesto de manifiesto bajo diversas facetas. Desde el mito de la caverna, de Platón, pasando por el cuor inquietum agustiniano, hasta el «principio esperanza», de Bloch, o sea, hasta hoy, se constata un anhelo de plenitud que, pese a todo progreso material y espiritual, no llega a colmarse plenamente. Algunos lo niegan como espejismo de felicidad; para Unamuno, es el requisito fundamental de la condición humana: «… el universal anhelo de las almas todas humanas que llegaron a la conciencia de su humanidad que quiere ser fin y sentido del universo, ese anhelo, que no es sino aquella esencia misma del alma, que consiste en su conato por persistir eternamente y porque no se rompa la continuidad de la conciencia, nos lleva al Dios humano, antropomórfico, proyección de nuestra conciencia a la Conciencia del universo, al Dios que da finalidad y sentido humanos al Universo»[20].

Así, en medio del incesante anhelo, que está enraizado en la esencia del ser humano, surge, en contraposición a la idea del Dios racionalista, el que Unamuno llama «Dios biótico», que no se deduce de unos argumentos más o menos lógicos, sino de la necesidad vital («conato») de que todo ser humano tiene «por persistir eternamente». El anhelo de inmortalidad, de realización plena del ser humano es, según Unamuno, imposible de llevarse a cabo si un Dios de estas características «bióticas» no existiera. En este sentido la búsqueda del Dios biótico no significa en absoluto afirmar ciegamente, de modo irracional o agnóstico, la realidad divina. Unamuno razona su búsqueda con argumentos antropológicos y cosmológicos[21].

Como «Conciencia», Dios no se puede reducir a ningún principio metafísico, porque debe ser una realidad personal; en cuanto «universal y final» supera los antropomorfismos de las religiones. Inequívocamente afirma don Miguel quién es, para él, el Dios que integra la universalidad del ser infinito con la concreción del ser personal: «Y solo hay un nombre que satisfaga a nuestro anhelo, y este nombre es Salvador, Jesús. Dios es el amor que salva»[22]. En efecto, Jesús, en cuanto Hijo de Dios o Verbo de Dios encarnado realiza esas dos dimensiones por medio de la unión hipostática de ser verdadero Dios y verdadero hombre. Será en el poema, como se indicó arriba, El Cristo de Velázquez, donde Unamuno desarrolle poética y reflexivamente su visión del misterio de Cristo como clave para acercarse al Dios cristiano, para interpretar el hambre de inmortalidad del ser humano, el sentido de la historia, de la naturaleza y del universo.

Pero, difícilmente se podrá atinar en esta profunda visión sin un conocimiento suficiente de la obra que le precede, Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos. Es lo que se echa de menos en los diversos comentarios que sobre este grandioso poema se han publicado.

  1. Dostojewskijs Briefe in Auswahl, citado en H. Küng, Ser cristiano, Madrid, 1978, 170.

  2. Aquí destaca el hijo del párroco protestante F. Nietzsche, con su escrito El Anticristo, reacción a la imagen negativa de su rígida educación.

  3. Aquí no se tratan los estudios literarios y filológicos. Para ello, véase la edición crítica de V. García de la Concha (M. de Unamuno, El Cristo de Velázquez, Madrid, Espasa Calpe, 1987). No era esta la primera vez que una imagen del Crucificado inspiraba la poesía unamuniana. Ya en 1899 compuso El Cristo de Cabrera y en 1913 El Cristo de Santa Clara, dos breves poemas muy distintos, por su tono pesimista, al velazqueño.

  4. Citado por A. Sánchez Barbudo, Miguel de Unamuno. El escritor y la crítica, Madrid, Taurus, 1974, 96.

  5. Se publicó por primera vez en 1970. El original consta de cinco cuadernillos de diferente tamaño y número de páginas; los años de redacción pueden ir del 1897 a 1902, año en que está datado el último cuadernillo.

  6. Se cita según la primera edición de la Editorial Escelicer, Madrid, 1970.

  7. El orante, una vez iniciado el itinerario espiritual de la fases purgativa e iluminativa, entra en la vía unitiva en la que siente más intensamente su indignidad ante la grandeza divina, lo que le produce sequedad y angustias.

  8. Juan de la Cruz, s. Noche Oscura, Lib. I. cap. 12, n.2., en Obras, Apostolado de la Prensa, Madrid, 1966. Cfr. J. V. Rodríguez, «Unamuno y la noche oscura sanjuanista», Revista de Espiritualidad 57, 1998, 455-483.

  9. Ibid., 12, 6.

  10. Cfr ABC Cultural, n. 250, 16 de agosto de 1996.

  11. Ibid., 9.

  12. J. J. de Lecanda Salbidegoitia (nacido en 1853), era vizcaíno, natural de Cerbero, en 1870 ingresó en el Seminario de Calahorra, en 1872 entró en el noviciado que los jesuitas de la provincia de Castilla habían establecido en Poyanne, al sur de Francia, cuando fueron expulsados de España por la Revolución de 1868 («La Gloriosa»). Allí permaneció hasta noviembre de 1874, en que el obispo de Vitoria lo recibe y ordena presbítero en 1877.

  13. Cfr. T. Hefferman, La ficción contestada: beneficio sin límites, inteligencia artificial y la industria de la inmortalidad, Madrid, 2018.

  14. W. Kasper, Jesús, el Cristo, Salamanca, Sígueme, 1976, 325-326.

  15. B. Pascal, La agonía del cristianismo, en Ensayos vol. I, Madrid 1942, 989.

  16. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 158-160.

  17. M. Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, Ensayos, Madrid, 1942, vol. II, 893.

  18. R. García Mateo, Religión y Razón en el krausismo y en la Generación del 98, Madrid, Biblioteca Nueva, 2015, 95-99.

  19. M. Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, cit., 690s.

  20. Ibid., 808.

  21. Cfr. R. García Mateo, Religión y razón: en el Krausismo y en la Generación del 98, cit., 109-124.

  22. M. Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, cit., 821.

Rogelio García Mateo
Estudió Teología y Filosofía en la Universidad de Tubinga, cuando todavía enseñaban los profesores J. Ratzinger, Hans Küng, J. Moltmann y E. Bloch. Allí obtuvo el doctorado en ambas disciplinas. Ha ejercitado la docencia en la Facultad de Filosofía de los jesuitas de Munich, siendo llamado después a la Universidad Gregoriana en Roma. Su interés principal se centra en los autores del Siglo de Oro, en particular Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús y Juan de Ávila, pero también en Unamuno y el krausismo. Ha publicado numerosos artículos sobre estos temas en español, alemán, italiano, francés, inglés y polaco. De destacar son sus libros: Ignacio de Loyola. Su espiritualidad y su mundo cultural (2000), El misterio trinitario en S. Juan de Ávila (2011), Cómo es Dios según Santa Teresa (2014).

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