Biblia

Los insultos contra Jesús

La Coronación de espinas, El Bosco (Hacia 1485 o después)

En los tratados de cristología se destacan, sobre todo, los títulos de gloria que caracterizan la figura de Jesús: Hijo de Dios, Cristo, Salvador del mundo. Menos visibles son los títulos insultantes que le dan sus adversarios. En efecto, si los recogiéramos todos, constataríamos que Jesús fue acusado de impostor, malhechor, comilón y borracho, de endemoniado, loco, blasfemo, alborotador, de padre desconocido y samaritano. Esto forma parte de ese «vaciamiento» al que se sometió Cristo, «humillándose hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8).

Para no quedarnos en lo genérico, veamos con detalle los insultos que recibió Jesús, y cómo sus primeros discípulos le imitaron en este «rebajamiento» de sí mismo.

¡Ese impostor!

En los Evangelios, Jesús casi siempre introduce su palabra con la expresión: «En verdad les digo», para subrayar su importancia y veracidad. Esta expresión aparece unas 30 veces en Mateo, 9 en Marcos y 10 en Lucas. En el Evangelio de Juan, 25 veces se duplica la palabra: «En verdad, en verdad les digo», pero es el concepto mismo de verdad (alētheia) el que ocupa un lugar central en el Cuarto Evangelio[1]. Jesús es presentado como «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14), porque «la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo» (Jn 1,17). Jesús nos invita a obrar «conforme a la verdad» (Jn 3,21), porque Dios, el Padre, debe ser adorado «en espíritu y en verdad» (Jn 4,23-24). Conocer la verdad libera (cfr. Jn 8,32). Jesús se presenta como «un hombre que les dice la verdad», y por eso intentan matarlo (Jn 8,40). Afirma solemnemente: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6) y promete enviar «el Espíritu de la verdad» (Jn 14,17; 15,26; 16,13).

Rezando por sus discípulos, pide al Padre: «Conságralos en la verdad: tu palabra es verdad» (Jn 17,17), y quiere que sean «consagrados en la verdad» (Jn 17,19). Ante Pilato, dice: «Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz» (Jn 18,37), y Pilato le responde irónicamente: «¿Qué es la verdad?» (Jn 18,38).

Incluso algunos adversarios de Jesús reconocen abiertamente su veracidad: «Maestro, sabemos que eres sincero y no tienes en cuenta la condición de las personas, porque no te fijas en la categoría de nadie, sino que enseñas con toda fidelidad el camino de Dios» (Mc 12,14; cfr. Lc 20,21). También un escriba reconoce esta cualidad: «Has hablado bien, Maestro, y conforme a la verdad» (Mc 12,32).

Sin embargo, después de la crucifixión y la sepultura, los jefes del pueblo tienen el valor de acusar a Jesús de impostura: «Señor, nosotros nos hemos acordado de que ese impostor, cuando aún vivía, dijo: “A los tres días resucitaré” (Mt 27,63). Un impostor es el que «profiere mentiras» (Pr 14,25), y el que profiere mentiras «es un testigo falso» (Pr 14,5), porque engaña. Por eso los fariseos no aceptaron el testimonio de Jesús, considerándolo falso: «Tú das testimonio de ti mismo; tu testimonio no es verdadero» (Jn 8,13). En realidad, es el diablo quien, «cuando miente, habla conforme a lo que es, porque es mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44). El diablo, en efecto, «no tiene nada que ver con verdad» (Jn 8,44), mientras que él, Jesús, dice la verdad, pero no le creen (Jn 8,45.46)[2]. Ya durante su ministerio, Jesús fue cuestionado en su veracidad: «Jesús era el comentario de la multitud. Unos opinaban: “Es un hombre de bien”. Otros, en cambio, decían: “No, engaña (plana) al pueblo”» (Jn 7,12). Fue ciertamente uno de los mayores sufrimientos morales de Jesús ser tomado por un impostor, un mentiroso; Él, que es la Verdad y que siempre dijo la verdad: «Yo lo conozco [al Padre] y si dijera: “No lo conozco”, sería, como ustedes, un mentiroso (pseustēs)» (Jn 8,55).

Siguiendo a Jesús, los apóstoles también son enviados a anunciar la buena nueva del Reino (cfr. Lc 9,2), y este anuncio es inseparable de la verdad. El apóstol Pablo fue enviado a proclamar «la verdad del Evangelio» (Gal 2,5; 2,14; Col 1,5) y a difundirlo «con palabra de verdad» (2 Cor 6,7). Consciente de la fragilidad humana, afirma que ejerce su ministerio sin proceder «con astucia o falsificando la Palabra de Dios. Por el contrario, manifestando abiertamente la verdad» (2 Cor 4,2). En efecto, afirma: «No tenemos ningún poder contra la verdad, sino a favor de ella» (2 Cor 13,8). Sin embargo, también él fue acusado de «impostor», como los falsos profetas y los falsos apóstoles[3]: «que seamos considerados como impostores (planoi), cuando en realidad somos sinceros (alētheis)» (2 Cor 6,8). Esta acusación dirigida contra Pablo es quizá una de esas «espinas clavadas en la carne» (cfr. 2 Cor 12,7) que más le hicieron sufrir.

Si no fuera un malhechor…

Los Evangelios muestran a Jesús proclamando el reino de los cielos, realizando curaciones, liberando demonios y, en una palabra, haciendo el bien. Admiradas por la bondad que emanaba de su persona, las multitudes decían: «Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos» (Mc 7,37). Y como Jesús hacía el bien incluso en sábado, le acusaron de violar el mandamiento. Sin embargo, Jesús reiteró que estaba «permitido hacer una buena acción en sábado» (Mt 12,12), observando que la indignación contra él estaba fuera de lugar: «se enojan conmigo porque he curado completamente a un hombre en sábado» (Jn 7,23). En efecto, hacer el bien es obra de Dios. Como dijo Pablo a los paganos de Listra: «Dios nunca dejó de dar testimonio de sí mismo, prodigando sus beneficios, enviando desde el cielo lluvias y estaciones fecundas, dando el alimento y llenando de alegría los corazones» (Hch 14,17).

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Ya el salmista invitaba a recordar a Dios como benefactor: «Bendice al Señor, alma mía, y nunca olvides sus beneficios» (Sal 103,2), y luego se pregunta: «¿Con qué pagaré al Señor todos el bien que me hizo?» (Sal 116,12). Jesús les hizo ver «muchas obras buenas (kala erga) que vienen del Padre (Jn 10,32) y asoció su obra a la del Padre: «Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo» (Jn 5,17). Resumiendo la actividad de Jesús, Pedro dice que «pasó haciendo el bien y curando a todos los que habían caído en poder del demonio, porque Dios estaba con él» (Hch 10,38). Mateo también resume el ministerio de Jesús citando al profeta Isaías: «Él tomó nuestras debilidades y cargó sobre sí nuestras enfermedades» (Mt 8,17).

Así, había que estar cegado por la envidia para no presentar a Jesús como un bienhechor, para decir ante Pilato: «Si no fuera un malhechor (kakon poiōn), no te lo hubiéramos entregado» (Jn 18,30). Y, en efecto, Jesús es ejecutado «con otros dos malhechores (kakourgoi)» (Lc 23,32), cumpliéndose así la profecía de Is 53,12, citada por el propio Jesús: «Porque les aseguro que debe cumplirse en mí esta palabra de la Escritura: Fue contado entre los malhechores (anomōn)» (Lc 22,37). Los Evangelios informan de que crucificaron a dos criminales, uno a la derecha, otro a la izquierda y Jesús en medio (cfr. Mt 27,38). La historicidad de este detalle puede defenderse bien si se piensa que no se trataba de un gesto de respeto hacia el condenado, sino de burla. De hecho, los otros dos crucificados probablemente formaban parte de aquellos alborotadores culpables de asesinato (cfr. Mc 15,7). Barrabás era uno de ellos (cfr. Hch 3,14), pero fue liberado a petición del pueblo y Jesús ocupó su lugar (cfr. Mc 15,15). Dado el motivo oficial de la condena («Jesús de Nazaret rey de los judíos»), los soldados debieron de decir: «¡Pues pongamos al rey en medio!».

Jesús había advertido a sus discípulos que correrían la misma suerte, pero que no debían angustiarse por ello, sino alegrarse: «Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí» (Mt 5,11). Hablar mal de uno (calumniar) significa designarlo como malhechor, aun sabiendo que se miente. Los discípulos de Jesús debían tener en cuenta que podían ser injustamente condenados como malhechores. Es la suerte que corrió Pablo, que a causa del Evangelio tuvo que «llevar cadenas como malhechor (kakourgos)» (2 Tm 2,9).

¡Un glotón y un borracho!

Según los evangelios de Mateo y Lucas, Jesús comenzó su ministerio público con un ayuno de cuarenta días (cfr. Mt 4,2; Lc 4,2). El ayuno era una de las prácticas típicas de la religiosidad judía, y Jesús no lo criticó, sino que sólo instó a evitar su ostentación (cfr. Mt 6,16-18). Sin embargo, no lo convirtió en norma de su comunidad, hasta el punto de suscitar críticas: «¿Por qué tus discípulos no ayunan, como lo hacen los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos?» (Mc 2,18). Jesús responde enigmáticamente, diciendo que sus discípulos ayunarán cuando «el esposo les será quitado» (Mc 2,20), aludiendo a su muerte en la cruz. De hecho, Jesús y sus discípulos son presentados a menudo sentados a la mesa con amigos o como invitados (cfr. Mc 2,15; Lc 7,36), hasta el punto de que el Señor se ganó la acusación de ser «un glotón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores» (Mt 11,19). Pero, del mismo modo que el médico va donde están los enfermos, Jesús iba donde estaban los pecadores (cfr. Mt 9,12).

Cristo, sin embargo, no se detuvo ahí. Entrando en la espinosa cuestión de los alimentos puros o impuros, adoptó una postura decididamente innovadora, declarando que «ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre», «así Jesús declaraba que eran puros todos los alimentos» (Mc 7,15-20)[4]. Es probable que esta lección no fuera comprendida inmediatamente, porque los discípulos, como buenos judíos, seguían observando aquellas reglas dietéticas. Así, Pedro, cuando tuvo la visión del mantel lleno de animales y le invitaron a comer de él, exclamó: «De ninguna manera, señor, yo nunca he comido nada manchado ni impuro» (Hch 10,14). Sólo entonces se dio cuenta Pedro de que no se podía discriminar a las personas por su alimentación, porque Dios purifica los corazones de todos «por la fe» (Hch 15,9). Sin embargo, los judeocristianos del Concilio de Jerusalén consiguieron que se prohibiera comer «de la carne de animales muertos sin desangrar y de la sangre» (Hch 15,20).

Pablo se enfrentó al problema de la carne procedente de sacrificios idolátricos, y lo resolvió dando libertad de conciencia (cfr. 1 Cor 10,25; Rom 14,1-4). En cualquier caso, su postura es clara y refleja la de Jesús: «Después de todo el Reino de Dios no es cuestión de comida o de bebida, sino de justicia, de paz y de gozo en el Espíritu Santo» (Rom 14,17). Por eso, «sea que ustedes coman, sea que beban, o cualquier cosa que hagan, háganlo todo para la gloria de Dios» (1 Cor 10,31). Sin embargo, la vida del apóstol no fue un tranquilo recostarse en las comodidades, sino que implicó «cansancio y hastío, muchas noches en vela, hambre y sed, frecuentes ayunos, frío y desnudez» (2 Cor 11,27), así como «soportar los golpes, en la cárcel, en las revueltas, en las fatigas, en la falta de sueño, en el hambre» (2 Cor 6,5).

¿Y quién es tu padre?

El Evangelio de Marcos, considerado el más antiguo, no se ocupa del origen humano de Jesús. Dice que tiene una madre, llamada María (cfr. Mc 5,3), que tiene «hermanos y hermanas» (Mc 3,31-35), pero nunca menciona a su padre. El único padre que Jesús conoce es aquel a quien en la oración llama «¡Abba, Padre!» (Mc 14,36). Jesús habla del Hijo del hombre que vendrá «en la gloria de su Padre» (Mc 8,38), e invita a los discípulos a rezar al «Padre que está en los cielos» (Mc 11,25).

Ni siquiera de Juan bautista se indica el padre (cfr. Mc 1,4)[5], como ocurre con muchos de los discípulos: Santiago y Juan son «hijos de Zebedeo» (Mc 1,19-20; 3,17; 10,35); Leví es llamado «hijo de Alfeo» (Mc 2,14); también hay un Santiago, «hijo de Alfeo» (Mc 3,18). En cambio, no se sabe quién es el padre de los hermanos Simón y Andrés (Mc 1,29)[6]. De Santiago el menor y de José sólo se menciona a su madre, María (cfr. Mc 15,40; 15,47); y en Mc 6,3 se habla de Santiago y de José como «hermanos» de Jesús, por lo que está claro que son primos. Además, en Mc 16,1 Santiago es llamado hijo de María, confirmando lo dicho anteriormente. En conclusión, los datos aportados por Marcos sobre las distintas paternidades no son sistemáticos, por lo que nada se puede deducir del silencio sobre el padre (real o legal) de Jesús, salvo que probablemente en el momento del ministerio público ese padre ya estaba muerto.

Ni siquiera el Evangelio de Juan se ocupa directamente del padre terrenal de Jesús, sino siempre del Padre celestial, a quien Jesús llamó de buen grado «mi Padre» (cfr. Jn 2,16, etc.). Sin embargo, se nos informa de la opinión de la gente de que era hijo de José: «Y decían: “¿Acaso este no es Jesús, el hijo de José? Nosotros conocemos a su padre y a su madre. ¿Cómo puede decir ahora: “Yo he bajado del cielo”?» (Jn 6,42). En efecto, esta alusión a un origen celestial podría suscitar la sospecha de un origen poco claro: «Ellos le preguntaron: “¿Dónde está tu Padre?”. Jesús respondió: “Ustedes no me conocen ni a mí ni a mi Padre; si me conocieran a mí, conocerían también a mi Padre”» (Jn 8,19). Encontramos aquí un doble nivel de comprensión, típico del Cuarto Evangelio: los judíos le preguntan por su padre terrenal, pero Jesús habla de su Padre celestial. En este punto, la alusión malévola se hace explícita: «Ellos le dijeron: «Nosotros no hemos nacido de la prostitución; tenemos un solo Padre, que es Dios» (Jn 8,41), o sea, como harán en otra ocasión, quieren decir: «No sabemos de dónde es» (Jn 9,29). La reacción de Jesús ante esta insinuación está llena de amargura: «¿Por qué ustedes no comprenden mi lenguaje? […] Y si les digo la verdad, ¿por qué no me creen?» (Jn 8,42.46).

Quizá para disipar esta interpretación calumniosa del origen terrenal de Jesús, los evangelistas Mateo y Lucas detallaron el relato de su concepción virginal, vista desde el lado de José (Mt 1,18-25) y de María (Lc 1,26-38) respectivamente. Lo cierto es que la calumnia del origen irregular de Jesús estaba muy extendida entre los judíos[7]. Evidentemente, esta infamia recayó también sobre su madre. Lucas la llama «virgen» (Lc 1,27), y Mateo, citando a Isaías – «La Virgen concebirá y dará a luz un hijo» (Mt 1,23) -, parece insinuar un doble prodigio, tanto en la concepción como en el nacimiento. En cualquier caso, la tradición cristiana siempre ha defendido la concepción virginal de Jesús y la prerrogativa de María de ser «siempre virgen»[8].

¡Se ha vuelto loco!

Mientras predicaba en Galilea, Jesús estaba tan inmerso en la multitud que él y sus discípulos «ni siquiera pudieron comer» (Mc 3,20). Entonces los suyos, es decir, los de su clan, quisieron ir a buscarle, «porque decían: “Es un exaltado (exestē)”» (Mc 3,21). Sólo Marcos menciona este detalle, que no es fácil de explicar y que podría traducirse como: «¡Se ha vuelto loco!». Esto denota que, al menos al principio, Jesús no era seguido por su familia; en efecto, como dice el Cuarto Evangelio, «ni sus propios hermanos creían en él» (Jn 7,5). De esta incomprensión, sin embargo, hay que excluir a su madre, María, a quien encontramos con otros discípulos al pie de la cruz (cfr. Jn 19,25-27).

En un dicho citado por Mateo, llamar a alguien «loco» o «necio» se juzga muy severamente: «el que le diga “imbécil” (rhaka) [a su hermano] será llevado al Sanedrín, y el que lo llame “necio” (mōre) será condenado a la Gehena» (Mt 5,22). En el Evangelio de Juan, un insulto similar es dirigido a Jesús por los judíos, quienes, malinterpretando sus palabras sobre querer «dar la vida» (Jn 10,17-18) como una aspiración al suicidio, dijeron: «Está poseído por un demonio y delira (mainetai)» (Jn 10,20). Delirar o «estar loco» equivalía a estar poseído. En el territorio de los gerasenos había uno que vagaba desnudo entre las tumbas, gritando y golpeándose con piedras. Después de que Jesús lo liberara, los habitantes de aquella región vieron al endemoniado «sentado, vestido y en su sano juicio» (Mc 5,15).

En Cesarea, tras oír el testimonio de Pablo, el procurador Festo lo tomó por loco: «“Estás loco (mainēi), Pablo; tu excesivo estudio te ha hecho perder la cabeza”. A lo que Pablo respondió: “No estoy loco (mainomai), excelentísimo Festo, sino que digo la verdad y hablo con sensatez”» (Hch 26,24-25).

¡Estás poseído por un demonio!

La calumnia más grave que recibió Jesús es, sin duda, la de ser endemoniado. Esto se menciona en los cuatro Evangelios. Según Marcos, la acusación procedía de los escribas, que decían: «Está poseído por Belcebú», y: «Expulsa los demonios por el poder del Príncipe de los demonios» (Mc 3,22). Esto equivalía a designar al Hijo del Hombre como «Satanás» (cfr. Mc 3,23). Jesús respondió a esta calumnia con una serie de argumentos que mostraban lo absurdo de tal acusación (cfr. Mc 3,24-27) y concluyó con una sentencia solemne – «En verdad les digo» – sobre la blasfemia «contra el Espíritu Santo», considerada un «pecado irredimible» (Mc 3,28-29). En efecto, ellos decían: «Está poseído por un espíritu impuro» (Mc 3,30). Esta afirmación sobre el «pecado irredimible», recogida también en Mt 12,31-32 y Lc 12,10 con variaciones, es una de las palabras más duras que pronunció Jesús[9].

Tal acusación aparece también en el Cuarto Evangelio. La afirmación de la multitud: «Estás poseído por el demonio: ¿quién quiere matarte?» (Jn 7,20), más que un juicio temerario, parece una forma de decir: «¡Estás loco!». Pero en la dramática confrontación del capítulo 8 la acusación se hace explícita: «¿No tenemos razón al decir que eres un samaritano[10] y que estás endemoniado?» (Jn 8,48). Jesús replica: «Yo no estoy endemoniado, sino que honro a mi Padre, y ustedes me deshonran a mí» (Jn 8,49). A lo que repiten: «Ahora sí estamos seguros de que estás endemoniado» (Jn 8,52). Este insulto vuelve con ocasión de ciertas palabras de Jesús sobre la ofrenda de la propia vida (cfr. Jn 10,17-18) que crearon disensión: «Muchos de ellos decían: “Está poseído por un demonio y delira. ¿Por qué lo escuchan?”. Otros opinaban: “Estas palabras no son de un endemoniado (daimonizomenou). ¿Acaso un demonio (daimonion) puede abrir los ojos a los ciegos?”» (Jn 10,20-21).

Si Jesús es el Santo, siempre guiado por el Espíritu Santo y, por tanto, inaccesible al pecado (cfr. Hb 4,15; Jn 8,46), no ocurre lo mismo con sus discípulos, a quienes se invita a velar y rezar para no caer en la tentación (cfr. Mc 14,38). Desgraciadamente, uno de los apóstoles sucumbió: «Entonces Satanás entró en Judas, llamado Iscariote, que era uno de los Doce» (Lc 22,3). El Cuarto Evangelio confirma: «En cuanto recibió el bocado, Satanás entró en él» (Jn 13,27). En efecto, Satanás también había intentado hacer caer a Pedro: «Simón, Simón, mira que Satanás ha pedido poder para zarandearlos como el trigo, pero yo he rogado por ti, para que no te falte la fe. Y tú, después que hayas vuelto, confirma a tus hermanos (Lc 22,31-32). Pedro ya había corrido el riesgo antes de convertirse en «Satanás», cuando intentó desviar a Jesús del camino trazado para él por el Padre: «¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mc 8,33). Pablo advierte también contra los «falsos apóstoles, que proceden engañosamente, haciéndose pasar por apóstoles de Cristo. Su táctica no debe sorprendernos, porque el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz» (2 Cor 11,13-14).

¡Blasfemó! ¡Subleva al pueblo!

La acusación de blasfemia se dirige por primera vez a Jesús casi en voz baja, en un contexto privado, después de haber perdonado los pecados de un paralítico en su casa: «Unos escribas que estaban sentados allí pensaban en su interior: “¿Qué está diciendo este hombre? ¡Está blasfemando! ¿Quién puede perdonar los pecados, sino sólo Dios?”» (Mc 2,7; cfr. Mt 9,3)[11]. Según la ley judía, la blasfemia era un delito muy grave, que merecía la muerte[12]. Sin embargo, en aquel momento no había consecuencias inmediatas; pero esta acusación, sumada a la de sentarse a la mesa con pecadores (Mc 2,15-17), no practicar el ayuno (Mc 2,18-22), no velar por la observancia del sábado (Mc 2,23-28) y, por último, curar en sábado (Mc 3,1-5), se tradujo, de facto, en una condena tácita a muerte: «Los fariseos salieron y se confabularon con los herodianos para buscar la forma de acabar con él» (Mc 3,6).

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Sin embargo, la ocasión de hacer oficial esta condena llegó tras la detención y el juicio de Jesús ante el Sanedrín. A la pregunta del sumo sacerdote: «¿Eres el Mesías, el Hijo de Dios bendito?» (Mc 14,61), Jesús respondió afirmativamente, utilizando un lenguaje apocalíptico (cfr. Mc 14,62). La afirmación de que él mismo se proclama el Mesías investido por Dios como juez escatológico se percibe como una blasfemia. En este punto se desencadena la acusación oficial: «“¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Ustedes acaban de oír la blasfemia. ¿Qué les parece?”. Y todos sentenciaron que merecía la muerte (Mc 14,63-64; cfr. Mt 26,57-68). A partir de ese momento, Jesús fue tratado como un criminal, objeto de escupitajos y golpes (Mc 14,65; Mt 26,67-68).

El Cuarto Evangelio no relata esta fase del juicio, pero afirma prácticamente lo mismo en otro contexto. Durante la fiesta de la Dedicación, Jesús pronunció unas palabras en el Templo que parecieron blasfemas a los judíos, que inmediatamente cogieron piedras para apedrearlo, dando a su gesto una justificación puramente religiosa: «No queremos apedrearte por ninguna obra buena, sino porque blasfemas, ya que, siendo hombre, te haces Dios» (Jn 10,33). Jesús se asombra: «¿Cómo dicen: “Tú blasfemas”, a quien el Padre santificó y envió al mundo, porque dijo: “Yo soy Hijo de Dios”? (Jn 10,36). La blasfemia reside en el hecho de que «te haces Dios». Hubo, pues, intención de que Jesús muriera a causa de la blasfemia, pero misteriosamente en aquella ocasión «se les escapó de las manos» (Jn 10,39).

La ocasión propicia se produjo tras su detención y condena por el Sanedrín. Sin embargo, los judíos, al no estar autorizados a aplicar la pena de muerte («A nosotros no nos está permitido dar muerte a nadie», Jn 18,31), se dirigieron al gobernador Poncio Pilato. Incapaces de presentar el cargo de blasfemia – que no era delito para los romanos[13] -, esgrimieron un motivo político, presentando a Jesús como un peligroso alborotador del pueblo. Es el Evangelio de Lucas el que subraya bien esta acusación: «Hemos encontrado a este hombre incitando a nuestro pueblo a la rebelión, impidiéndole pagar los impuestos al Emperador y pretendiendo ser el rey Mesías» (Lc 23,2). Y los judíos insistieron, subrayando la amplitud de la actividad de Jesús: «Subleva al pueblo con su enseñanza en toda la Judea. Comenzó en Galilea y ha llegado hasta aquí» (Lc 23,5). Pilato lo comprendió bien: «Ustedes me han traído a este hombre, acusándolo de incitar al pueblo a la rebelión (Lc 23,13), pero tras interrogarle sobre su condición de «rey» (cfr. Jn 18,33-38), se dio cuenta de que no había nada procesable y de que el verdadero motivo de la acusación era la envidia (cfr. Mt 27,18). El compromiso se encontró en torno al título de «rey», título mesiánico para los judíos, título político para Pilato[14]. Al final, Pilato decretó, a su pesar, la pena de muerte de Jesús, pero, al no tener ningún crimen entre manos, la justificó como una usurpación del título de rey (cfr. Jn 19,12-16)[15].

En los inicios de la Iglesia, los apóstoles también fueron arrestados, porque su predicación tenía demasiado éxito y, por tanto, perturbaba el orden público (cfr. Hch 4,1-22), con el peligro de dar lugar a grupos subversivos (cfr. Hch 5,34-42). El caso de Esteban es singular: acusado de «blasfemar contra Moisés y contra Dios» (Hch 6,11), fue lapidado, sin que interviniera la autoridad romana. Pablo estaba a punto de correr la misma suerte, cuando es salvado oportunamente por un tribuno romano (cfr. Hch 21,31-33). Como en el caso de Jesús, también en este caso los judíos tuvieron que dejar de lado los motivos religiosos (cfr. Hch 24,20-21) y recurrir a la acusación de sedición para obtener de los romanos la pena capital. Por eso contrataron a un abogado romano llamado Tértulo, que formuló esta acusación precisa: «Hemos comprobado que este hombre es una verdadera peste: él suscita disturbios entre todos los judíos del mundo y es uno de los dirigentes de la secta de los nazarenos» (Hch 24,5). Y Pablo, para salvarse de los judíos que lo querían muerto (cfr. Hch 23,12), apeló al César (cfr. Hch 25,9-12).

Cuando era insultado, no respondía

Que Jesús recibió una lluvia de insultos, sobre todo en el momento de su pasión, se desprende no sólo de los Evangelios, sino también del resto del Nuevo Testamento. Marcos subraya una serie de insultos que acompañaron a la crucifixión de Jesús: «Los que pasaban lo insultaban (eblasphēmoun) […] De la misma manera, los sumos sacerdotes y los escribas se burlaban (empaizontes) […]. También lo insultaban (ōneidizon) los que habían sido crucificados con él» (Mc 15,29-32; cfr. Mt 27,39-44). Lucas añade también a los soldados a la burla (Lc 23,36). Lo notable es que Jesús nunca respondió a estos insultos, como recuerda la Primera Carta de Pedro: «Cuando era insultado (loidoroumenos), no devolvía el insulto» (1 Pe 2,23). Del mismo modo, el apóstol Pablo también debió de ser consciente de tales ultrajes, porque escribe, citando el Sal 68,10: «Porque tampoco Cristo buscó su propia complacencia, como dice la Escritura: “Cayeron sobre mí los ultrajes de los que te agravian”» (Rom 15,3).

Una vez más, Jesús predijo el mismo destino a sus discípulos: «Felices ustedes, cuando sean insultados» (oneidisōsin)» (Mt 5,11). Lucas aumenta la dosis: «Felices ustedes, cuando los hombres los odien, los excluyan, los insulten (oneidisōsin) y los proscriban, considerándolos infames (ponēron) a causa del Hijo del hombre» (Lc 6,22). Y de esta bienaventuranza se hace eco Pedro: «Felices si son ultrajados (oneidizesthe) por el nombre de Cristo» (1 Pe 4,14).

Conclusión

La espiritualidad cristiana, especialmente la medieval, se ha detenido mucho en estos «insultos» recibidos por Cristo, haciéndolos objeto de meditación, en el contexto de la imitatio Christi. Así, muchos autores, acogiendo la invitación de la Carta a los Hebreos, mantuvieron la mirada fija en Jesús, el cual, «en lugar del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz sin tener en cuenta la infamia» (Hb 12,2). Al comienzo de la era moderna, San Ignacio de Loyola se presentaba como heredero de esta espiritualidad: «Para imitar y asemejarme más a Cristo nuestro Señor, quiero y elijo […] más pobreza con Cristo pobre que riqueza, oprobrios con Cristo lleno dellos que honores, y desear más de ser estimado por vano y loco por Cristo que primero fue tenido por tal, que por sabio ni prudente en este mundo (Ejercicios Espirituales, n. 167). Es significativa la insistencia con que Ignacio vuelve sobre este tema: «quiero y deseo y es mi determinación deliberada […] imitaros en pasar todas injurias y todo vituperio» (ibid., n. 98)[16]

  1. Cfr I. de la Potterie, La verità di Gesù. Studi cristologia giovannea, Turín, Marietti, 1973.

  2. En el Apocalipsis de Juan, el Diablo o Satanás es presentado como «el engañador (ho planōn) de toda la tierra habitada» (Ap 12,9; cfr. 20,10). Pero también los que niegan la realidad de la Encarnación, «él es el impostor (ho planos) y el anticristo» (2 Jn 7).

  3. La invitación a guardarse del engaño de los falsos profetas y falsos cristos es constante en los Evangelios (cfr. Mt 24,4-5; Mc 13,5; Lc 21,8). Existe el peligro de que incluso los elegidos sean engañados (cfr. Mt 24,24). Pablo también advierte con frecuencia contra el engaño, especialmente en el ámbito moral (cfr. 1 Cor 6,9; 15,33; Ga 6,7).

  4. No son palabras de Jesús, sino una inferencia del evangelista, es decir, de la primera comunidad. Pero ellas representan un contraste tan fuerte con la mentalidad judía que no podría haber salido de la mente de un discípulo.

  5. Pero Lc 1,13 dice que Juan es hijo de Zacarías.

  6. Pero Mt 16,17 llama a Simón Pedro «hijo de Jonás o de Juan» (Jn 1,42).

  7. Orígenes, Contra Celso I, 32, informa de la opinión de un judío de que la madre de Jesús había sido repudiada por el carpintero que la había querido en matrimonio, porque «se había quedado embarazada de un soldado llamado Pantera». La extensión de este rumor entre los judíos es objeto de debate. Cfr E. Norelli, «La tradizione sulla nascita di Gesù nell’Alethès lògos di Celso», en L. Perrone (ed.), Discorsi di verità, Paganesimo, giudaismo e cristianesimo a confronto nel «Contro Celso» di Origene, Roma, Augustinianum, 1998, 133-169.

  8. Antiguamente, sólo unos pocos herejes pensaban que Jesús había nacido de la unión de María con un hombre, José, y que María tuvo otros hijos de él.

  9. No viene al caso enumerar todas esas variantes. Sin embargo, es una frase que ha suscitado muchas discusiones entre los comentaristas. La versión italiana de la Biblia de Jerusalén (Bolonia, EDB, 2009) la explica así: «Atribuir al diablo lo que es obra del Espíritu Santo es eludir la luz de la gracia divina y el perdón que de ella procede. Tal actitud lo coloca a uno fuera de la salvación por consecuencia necesaria. Pero la gracia puede cambiar esta actitud; entonces se hace posible el retorno a la salvación» (p. 2.400).

  10. Es la única vez que se encuentra este epíteto, considerado como un insulto. De hecho, los samaritanos, por su composición étnica y su religión, eran considerados «espurios» por los judíos.

  11. La blasfemia no sólo era un insulto dirigido directamente contra Dios, sino también cualquier afirmación que socavara el señorío y la unicidad de Dios.

  12. Cfr. Lv 24,16: «El que pronuncie una blasfemia contra el nombre el Señor será castigado con la muerte: toda la comunidad deberá matarlo a pedradas. Sea extranjero o nativo, si pronuncia una blasfemia contra el Nombre, será castigado con la muerte».

  13. En derecho romano, deorum iniuriae diis curae: «Que los dioses se ocupen de los insultos a los dioses».

  14. Cfr G. Jossa, La condanna del Messia, Brescia, Paideia, 2010, 195-198.

  15. Sería similar a la adfectatio regni, es decir, el delito en derecho romano de socavar la constitución republicana intentando restaurar la monarquía.

  16. Ignacio imagina que es el mismo Jesús quien invita a sus «siervos y amigos» «a desear oprobios y menosprecios» (cfr. Ejercicios Espirituales, n. 146). Y en una conversación con la Madre del Señor, hace que ésta le pida que obtenga de su Hijo y Señor la gracia de ser recibido bajo su bandera, «en soportar oprobios e injurias, para imitarle más de cerca en ellas» (ibid., n. 147). Y en una nota adicional, propone «desear los insultos y las ofensas y humillarse en todo con Cristo, revestirse de su librea e imitarle en esta parte de su cruz» (Directorio autógrafo, n. 23). Esta «imitación de Cristo», propia de los Ejercicios Espirituales, que están abiertos a todos, se convierte en la aspiración específica de los compañeros y seguidores de Ignacio, que les pide «desear con todas las fuerzas posibles lo que Cristo nuestro Señor amó y abrazó», y a continuación les pregunta si están dispuestos «a sufrir injurias, falsos testimonios, afrentas, y ser tenidos y estimados por locos (sin dar ocasión alguna), impulsados por el deseo de asemejarse e imitar en alguna medida a nuestro Creador y Señor Jesucristo, vistiendo su túnica y uniforme» (Constituciones de la Compañía de Jesús. Examen General, n. 44).

Enrico Cattaneo
Licenciado en Filosofía (Facultad de Aliosianum, 1967), laureado en Letras clásicas (Universidad de Padua, 1971), licenciado en Teología (Institut Catholique, París 1976), doctor en Teología y en Ciencias de las Religiones (Institut Catholique, París - Sorbonne, París IV, 1979). Ha enseñado Patrología y Teología Fundamental en la Pontificia Facultad Teológica de Italia Meridional (Nápoles) y Patrología en el Pontificio Instituto Oriental (Roma). Actualmente es profesor emérito.

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