Mundo

Reformar las Naciones Unidas

Entrevista a Sandro Calvani

El signo de la ONU en Ginebra.

Conocí a Sandro Calvani el 18 de febrero de 2023, en Milán. Ambos éramos ponentes en un congreso. Escuché su intervención sobre la posible reforma de las Naciones Unidas. Luego de escuchar su discurso, que me pareció sumamente interesante, decidí hacerle una entrevista para los lectores de La Civiltà Cattolica. Calvani tiene a su haber una carrera como alto funcionario de las Naciones Unidas; por sus misiones ha trabajado y vivido en 135 países de todo el mundo. En particular, su labor ha estado vinculada la Organización Mundial de la Salud (OMS). Entre los numerosos cargos que ha desempeñado, se encuentran el de Director Regional para el Sudeste Asiático y el Pacífico del Programa de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, con sede en Bangkok, y que abarcaba 31 países de la región; y, posteriormente, el de Director del mismo programa en Colombia. En 2007 fue nombrado por el Secretario General de la ONU, Ban Ki-moon, Director del United Nations Interregional Crime and Justice Research Institute. De septiembre de 2010 a junio de 2013, fue Director Ejecutivo del centro de excelencia de la Asociación de Naciones de Asia Sudoriental (ASEAN) sobre los Objetivos de desarrollo del milenio. Ha escrito unos 30 libros sobre sus experiencias entre los más pobres. Es profesor de Derechos Humanos y Política de Desarrollo Sostenible en varias universidades asiáticas.

Estamos aquí para hablar de la ONU y de su posible reforma. Pero antes me gustaría recapitular con usted algunas cuestiones básicas. La primera: ¿cuál es el origen de las Naciones Unidas?

Hace 80 años, al final de la Segunda Guerra Mundial, las Naciones Unidas nacieron de una visión realmente compartida por gobiernos y pueblos para reformar las relaciones internacionales, para hacerlas colaborativas, inclusivas y pacíficas. La primera «Declaración de las Naciones Unidas» se firmó en Washington el 1 de enero de 1943. La «Declaración sobre la Paz y la Seguridad», firmada en Moscú el 1 de noviembre de 1943 por los dirigentes de China, el Reino Unido, Estados Unidos y la Unión Soviética, reconocía la necesidad de establecer lo antes posible una organización internacional general, «basada en el principio de la igualdad soberana de todos los Estados amantes de la paz y abierta a la adhesión de todos los Estados, grandes y pequeños, para el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales». En el momento de la creación de la ONU, durante la conferencia de San Francisco del 26 de junio de 1945, el Presidente Truman dijo a los representantes de los 51 Estados fundadores: «La Carta de las Naciones Unidas que firmáis es una estructura sólida sobre la que podemos construir un mundo mejor. La historia os honrará por ello». En estos términos, un tanto utópicos y un tanto realistas, los Estados firmantes expresaron su visión del papel pacificador de este nuevo tipo de organización. Hoy son 193 los Estados miembros. Otras 44 naciones que luchan por su independencia no son Estados miembros de la ONU.

¿Nos puede explicar cuáles son las funciones de la ONU?

Según lo dispuesto en el Estatuto, la ONU tiene cuatro funciones: mantener la paz y la seguridad internacionales; fomentar las relaciones amistosas entre las naciones; cooperar en la resolución de los problemas internacionales y en la promoción del respeto de los derechos humanos; ser un centro de armonización de las distintas iniciativas nacionales. El mantenimiento de la paz sólo se consigue en parte: se ha puesto fin a muchos conflictos, pero demasiados siguen amenazando la seguridad de la humanidad.

La ONU actúa a través de determinados órganos. ¿Cómo funcionan?

Originalmente, la ONU tenía seis órganos principales. Cinco de ellos – la Asamblea General, el Consejo de Seguridad, el Consejo Económico y Social, el Consejo de Administración Fiduciaria y la Secretaría – se encuentran en la sede de las Naciones Unidas, en Nueva York. La sexta – la Corte Internacional de Justicia – se encuentra en La Haya (Países Bajos). Durante sus 78 años de labor multilateral, han surgido junto a las Naciones Unidas unos 50 programas y organismos especializados, como la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), la Organización Mundial de la Salud (OMS), la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO). Algunas de ellas, como el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) y el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), han alcanzado grandes dimensiones en términos de presupuesto y personal. La Corte Internacional es un órgano judicial, por tanto independiente de la voluntad de los gobiernos; ha podido evitar numerosos conflictos siempre que los Estados miembros le han sometido sus disputas. El Consejo de Seguridad, que decide sobre casi todos los asuntos de paz y seguridad, tiene un carácter «oligárquico»: está formado por 10 Estados miembros, elegidos por rotación, y cinco Estados miembros permanentes – los Estados vencedores de la Segunda Guerra Mundial: China, Francia, Reino Unido, Rusia y Estados Unidos –, que tienen un derecho de veto ilimitado. Ninguna propuesta de reforma ha cuestionado seriamente esta anomalía.

Frente a los retos de la crisis mundial, que es política, medioambiental, económica, social y ética, la ONU, principal sistema multilateral de gobernanza internacional, parece a veces ineficaz y casi inútil. ¿Qué hay de cierto en ello, en su opinión? ¿Cómo está realmente la ONU?

En más de tres cuartos de siglo, el objetivo de reducir en gran medida la anarquía que reinaba en el mundo antes de la Segunda Guerra Mundial en muchas cuestiones internacionales, se ha logrado casi exclusivamente en asuntos importantes, pero temáticamente limitados: por ejemplo, la regulación de las telecomunicaciones, de la navegación aérea, el reconocimiento de pasaportes, ciertos aspectos del comercio internacional, los grandes programas de ayuda a las mujeres y los niños pobres y el socorro a los refugiados. Por el contrario, los grandes temas de los bienes comunes globales, como la salud pública, el medio ambiente y el clima, la aplicación universal de los derechos humanos, el derecho al agua y a la alimentación, las migraciones y, sobre todo, el mantenimiento de la paz, sólo han avanzado algo en cuanto consensos construidos y ratificados sobre lo que debe hacerse, pero muy pocas veces aplicados unánimemente en la práctica. La indolencia más grave de los gobiernos, que está causando millones de víctimas, se refiere al cambio climático. En 2020, 14.900 científicos de 158 países firmaron un llamado urgente pidiendo a los gobiernos que tomen las medidas necesarias para la supervivencia de la humanidad.

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¿Qué nos puede decir sobre el mantenimiento de la paz?

Con respecto al mantenimiento de la paz, desde 1945 varios Estados miembros – no sólo las potencias militares – han incumplido los tratados de paz que habían firmado, en total unas 285 veces: han invadido, bombardeado y matado a millones de personas, sin el respaldo previo del Consejo de Seguridad de la ONU y sin tener en cuenta las reiteradas resoluciones y llamados del Consejo mismo. Los observadores superficiales concluyen que la ONU fracasó en sus principales objetivos; en realidad, fueron los gobiernos nacionales los que incumplieron las normas de mantenimiento de la paz.

Pero si estas son las condiciones, ¿qué esperanza hay de que la ONU pueda prevenir o detener nuevos conflictos?

Todo depende casi exclusivamente de los países implicados en el conflicto. Si ninguno de los cinco Estados miembros permanentes del Consejo de Seguridad usa el veto, el propio Consejo – con una decisión por mayoría simple – puede enviar sus fuerzas armadas multilaterales, llamadas «cascos azules», para intentar detener un conflicto. Esto ha ocurrido varias veces, incluso en conflictos complejos; en algunos casos, los cascos azules han logrado una paz duradera en los últimos años: por ejemplo, en Camboya, Costa de Marfil, Mozambique, El Salvador, Liberia, Sierra Leona, Sudán y Timor Oriental. En 2022, la Asamblea General decidió por primera vez reunirse automáticamente en un plazo de 10 días para deliberar cada vez que se utilice el veto del Consejo de Seguridad durante un conflicto. De este modo, la Asamblea General recuperó y prometió utilizar su mandato global de mantenimiento de la paz. Tras señalar que todos los Estados miembros han otorgado al Consejo la responsabilidad primordial de mantener la paz y la seguridad internacionales y han acordado que actúe en su nombre, la Asamblea General subrayó que el poder de veto conlleva la responsabilidad de trabajar para lograr los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas. Debe darse voz al conjunto de los miembros cuando el Consejo de Seguridad no pueda actuar de acuerdo con las funciones y poderes de esta Asamblea, reflejados en la Carta, en particular en el artículo 10. Este especifica que la Asamblea podrá discutir cualquier cuestión o asunto dentro del ámbito de la Carta o de los poderes y funciones de cualquier órgano previsto en ella, y podrá hacer recomendaciones a los miembros de las Naciones Unidas o al Consejo de Seguridad, o a ambos, sobre tales cuestiones o asuntos.

Y en el caso de la invasión de Ucrania, ¿qué ocurrió?

Cuando la Asamblea General, en marzo de 2022, condenó la invasión y el intento de anexión de territorios de Ucrania, con 143 votos a favor y cinco en contra, Rusia no hizo caso. Ya se había producido una actitud similar tras otras invasiones consideradas ilegales según el derecho internacional. Esa votación es también una prueba de que la ONU podría ser una sólida garantía de paz si fuera siempre la Asamblea General o el Tribunal Internacional quienes decidieran, y no los cinco países con derecho a veto del Consejo.

En 2002 se creó una Corte Penal Internacional, independiente de la ONU pero vinculada al Consejo de Seguridad, para juzgar delitos graves contra la paz, como el genocidio, los crímenes contra la humanidad, los crímenes de guerra y el crimen de agresión. Estados Unidos, China y Rusia no se convirtieron en Estados miembros. Hasta mediados de 2023 se han juzgado 31 casos.

¿Hasta qué punto son fundadas las críticas dirigidas a las Naciones Unidas, según las cuales el presupuesto cuesta supuestamente demasiado en comparación con los resultados?

Ciertamente, se trata de una crítica muy extendida en la opinión pública e incluso entre varios gobiernos, que saben perfectamente que carece de todo fundamento. En 2023, el presupuesto total de la ONU, aprobado por unanimidad por los países miembros, es de 3.200 millones de dólares. Estamos hablando, pues, de menos de un tercio del presupuesto anual del Departamento de Policía de Nueva York (10.800 millones de dólares en 2023). En el sector humanitario, se necesitarían 51.500 millones de dólares en 2023, pero la contribución media en años anteriores fue menos de la mitad. Para el mantenimiento de la paz, se necesitarían 6.450 millones de dólares para financiar las 10 misiones actuales, excluyendo la nueva crisis de Ucrania, donde la ONU sólo está presente con acciones humanitarias. Las «cuatro grandes» misiones multidimensionales – Minusma (Malí), Unmiss (Sudán del Sur), Minusca (República Centroafricana) y Monusco (República Democrática del Congo) – representan casi el 70% de la asignación. El presupuesto total de mantenimiento de la paz de la ONU representa algo más del 0,3% del gasto militar mundial anual.

Hace tiempo que se habla de reformar tanto la Carta de las Naciones Unidas como la propia organización. ¿En qué punto se encuentran estas aspiraciones?

La aspiración a una reforma profunda de la gobernanza multilateral de los bienes comunes mundiales es casi tan antigua como las propias Naciones Unidas. Ya en 1963, en su encíclica Pacem in Terris, San Juan XXIII pedía que la ONU se adaptara al orden de magnitud de los desafíos planetarios, juzgando entonces totalmente inadecuada la configuración existente, veinte años después de su creación. En 1986, Mijail Gorbachov y Rajiv Gandhi, en nombre de la Unión Soviética y de la India (juntos, una quinta parte de la humanidad), pidieron en su Declaración de Nueva Delhi que se invirtiera totalmente la política de dominación y de guerra, y propusieron 10 principios compartidos para construir un mundo libre de armas nucleares y no violento, en el que la vida humana fuera considerada el valor supremo y cada nación tuviera la misma dignidad y responsabilidad en el cuidado de la creación.

En este sentido, también se escucha fuerte la voz de los posteriores Papas…

La misma voluntad, junto con un fuerte llamado a una reforma de las Naciones Unidas, ha sido reiterada varias veces por San Juan Pablo II, que en 2004 pidió una refundación del orden internacional, por Benedicto XVI con la encíclica Caritas in veritate, y por Francisco en Laudato si’ y en Fratelli tutti.

A pesar de tantas buenas intenciones, la voluntad de reforma por parte de los Estados miembros me parece, hasta ahora, más la expresión de un deseo que una búsqueda proactiva para crear un verdadero consenso. ¿Está usted de acuerdo?

La mayor parte del poder de decisión sobre la paz y la seguridad mundiales sigue estando en manos de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad, a los que se concedió el derecho de veto en 1945, probablemente como medida transitoria. La creación de grupos de enlace y consulta alternativos a la ONU, como el G7, el G20, el Grupo de los 77 y otros, no podría en modo alguno compensar la falta fundamental de democracia en la más alta cumbre de la ONU. Varios grupos de países han iniciado consultas para buscar un consenso sobre las reformas. Estados Unidos, el mayor contribuyente de la ONU y la mayor economía del mundo, ha intentado en repetidas ocasiones imponer las reformas deseadas por su gobierno, suspendiendo su contribución obligatoria o amenazando con abandonar la ONU y sus organismos especializados. Durante la reciente pandemia, el presidente Trump llegó a proponer abandonar la Organización Mundial de la Salud y fundar una dirigida por estadounidenses. Además, Estados Unidos es el país que menos tratados internacionales ha ratificado, especialmente los relacionados con los derechos humanos. Como dijo Dag Hammarskjöld, secretario general de la ONU, en 1961: «Las Naciones Unidas no se crearon para conducir a la humanidad al cielo, sino para evitar que caiga en el infierno».

Los países miembros podrían partir de un consenso unánime al menos sobre los puntos esenciales de la supervivencia de la humanidad…

Por eso, en 2017, el secretario general António Guterres propuso una reforma sistémica que los países miembros llevan seis años debatiendo. En concreto, algunas de las reformas propuestas son muy profundas y, de aprobarse, permitirían dar un gran salto adelante en el mantenimiento de la paz. La reforma del Consejo de Seguridad es la más urgente para volver a encarrilar la gobernanza de la paz. Un nudo importante que hay que deshacer es el obstinado sentido de superioridad de Occidente. De hecho, la composición actual del Consejo ya no refleja las realidades geopolíticas mundiales. El Grupo de Estados de Europa Occidental y otros Estados (Western European and Other States Group, WEOG) representa ahora a tres de los cinco miembros permanentes (Francia, Reino Unido y Estados Unidos). Esto deja sólo un puesto permanente para el Grupo de Europa Oriental (Rusia), uno para el Grupo Asia-Pacífico (China) y ninguno para África o América Latina. La rotación de escaños en el Consejo de Seguridad no restablece adecuadamente el equilibrio regional. Incluso con dos de los 10 escaños rotatorios del Consejo de Seguridad, la región Asia-Pacífico sigue estando masivamente infrarrepresentada. Representa alrededor del 55% de la población mundial y el 44% del PIB mundial, pero sólo tiene el 20% (tres de 15) de los escaños del Consejo de Seguridad.

Dentro de las negociaciones intergubernamentales para la reforma, Italia desempeña un papel importante como punto focal del grupo Unidos por el Consenso, que es un grupo significativo de países, geográficamente transversales, unidos por ciertas convicciones comunes.

La ineludible interdependencia de los pueblos en términos de prosperidad y seguridad debería reafirmarse para alcanzar un consenso sobre alguna forma de gobernanza multilateral de la humanidad.

Cambiar el paradigma analítico y explicativo proporcionaría herramientas cognitivas y políticas adecuadas para prevenir las guerras y construir una paz positiva. Para defender a los más débiles, primero hay que respetar sin excepción el sistema de reglas mundiales y luego modificarlo cuando se considere ineficaz. En pocas palabras, cualquier posible reforma probablemente tendrá que mantener durante décadas una interacción continua entre los objetivos primordiales de la buena gobernanza de los bienes comunes mundiales y los intereses nacionales de los países ricos y en desarrollo. La forma en que los Estados miembros han bloqueado el multilateralismo y las reformas de la ONU ha provocado un paralizante estancamiento y un devastador efecto de círculo vicioso. Cada «no» a una reforma de la gobernanza de la paz ha provocado otro «no» en otro ámbito de la gobernanza de los bienes comunes mundiales, lo que ha provocado las condiciones para nuevas guerras.

Más allá de estas formas de indolencia en las relaciones internacionales, ¿podemos esperar todavía encontrar un consenso para gobernar mejor los bienes comunes mundiales?

En cuanto a la prevención de la guerra, como lo define sucintamente el subtítulo de Pacem in Terris, debe refundarse realmente en la verdad, la justicia, la solidaridad y la libertad, y no en los intereses particulares de los países mejor armados. En la práctica, esto significa también una nueva visión de todo el sistema multilateral de gobernanza de los bienes comunes mundiales, inspirada precisamente en esos cuatro principios. Por eso estoy profundamente convencido de que la reforma más urgente y eficaz sería independizar al máximo de los gobiernos la gestión de las decisiones ratificadas por la Asamblea General de la ONU, creando un «Fondo Autónomo para la Humanidad», en el que, tras expresar su consenso, los gobiernos miembros no puedan interferir; sería un mecanismo de reparto similar al que adoptaron seis países en 1951, al inicio del Mercado Común Europeo, con la creación de la Comunidad Económica del Carbón y del Acero.

¿Cómo podría realizarse este Fondo Autónomo Mundial?

Por ejemplo, con un microimpuesto sobre las transacciones bursátiles en todo el mundo, o con un microimpuesto sobre la ciudadanía humana, que también podría extenderse a las empresas multinacionales. El Fondo Mundial contra las Pandemias, creado en 2022, va en esta dirección, con una financiación de al menos 15.000 millones de dólares al año. El economista estadounidense Jeffrey Sachs ha propuesto otra solución sencilla a los problemas financieros de la ONU con un aumento adecuado de la financiación: los países de renta alta contribuyen con al menos 40 dólares per cápita al año, los de renta media-alta con ocho, los de renta media-baja con dos y los de renta baja con uno. Con estas contribuciones – que equivaldrían aproximadamente al 0,1% de la renta per cápita media de los países miembros – la ONU obtendría unos 75.000 millones de dólares al año, con los que reforzar la calidad y el alcance de programas vitales, especialmente los de paz y desarrollo. Si, por el contrario, la pelota queda siempre y únicamente en manos de los Estados miembros, los esfuerzos del multilateralismo en favor de la libertad, la verdad, la justicia mundial, la solidaridad y el respeto de los derechos de todos se verán frenados con demasiada frecuencia por condiciones paralizantes.

¿Cuál sería, en su opinión, el primer paso para hacer virtuoso el circuito multilateral del poder?

Creo que sería abordar las cuatro lagunas principales de la gobernanza de los bienes comunes mundiales. En la práctica, los distintos gobiernos, que se han mostrado prepotentes y poco cooperativos, deberían ceder parte de la soberanía sobre el cuidado y la custodia de los bienes comunes mundiales y dar más confianza y autonomía a las organizaciones internacionales. Los bienes comunes mundiales más importantes son los sistemas financieros, la salud, la paz y el medio ambiente. Según los estudios de la ONU sobre multilateralismo eficaz , han surgido cuatro grandes retos en el gobierno de estos bienes, que han provocado la crisis sistémica en la que se encuentra hoy la humanidad. Estos retos pueden describirse como lagunas en la jurisdicción, la participación, los incentivos y la información veraz.

¿En qué sentido habla de laguna de jurisdicción?

La brecha de jurisdicción surge porque los Estados no son responsables de una serie de externalidades que van más allá de sus fronteras territoriales. Aunque existen algunas obligaciones limitadas – por ejemplo, evitar contaminar las fuentes de agua compartidas –, no hay una ley general que regule los efectos globales de las decisiones autónomas de los Estados. Como consecuencia, la mayoría de los bienes comunes mundiales carecen de normas globales vinculantes (por ejemplo, el Tratado de París), o no son totalmente globales (por ejemplo, los Acuerdos de Seguridad Colectiva de la OTAN) o se aplican de forma selectiva y desigual (por ejemplo, el Tratado de No Proliferación Nuclear).

Luego habló de las lagunas de participación y de los incentivos…

La brecha de participación se deriva del hecho de que las relaciones internacionales siguen estando dominadas por los Estados, a pesar del creciente papel de los actores no estatales, como la sociedad civil y las empresas, y del claro giro hacia las multinacionales como actores influyentes en todo el mundo, que dejan cada vez menos margen de decisión a la sociedad civil. La falta de incentivos en la esfera internacional y las relaciones altamente competitivas entre los Estados conducen a asimetrías de información, protecciones nacionalistas y, en última instancia, decisiones subóptimas para todos. Por ejemplo, está claro que a todos nos iría mejor a largo plazo si nos pasáramos a las energías limpias, pero los países en desarrollo, en particular, ven una pérdida injusta a corto plazo si se ven obligados a abandonar la forma más barata de energía después de que otros se desarrollaron sin tales limitaciones; esto lleva a algunos países a reclamar una responsabilidad diferente por la descarbonización en virtud del derecho internacional. Del mismo modo, la distribución efectiva de los bienes comunes mundiales se ve inhibida por el problema del parasitismo (Free riding): si todo el mundo se beneficia de la descarbonización de algunas grandes economías, se reducirá el incentivo para que otros se descarbonicen. El problema del parasitismo es especialmente grave en cuestiones que requieren la acumulación a gran escala por parte de muchos actores, como la transición a la energía limpia, pero también es frecuente en los ámbitos de las finanzas, la salud y la inversión en acuerdos de seguridad mundial.

¿A qué se refiere con falta de información veraz en la gobernanza global de los bienes comunes?

Es un problema de incertidumbre. En un mundo de flujos de información perfectos, el valor de los bienes comunes globales estaría claro: todos nos beneficiaríamos de una coexistencia más pacífica a largo plazo, y casi con toda seguridad la humanidad estaría mejor si se limitara el calentamiento global. Pero nuestra información sobre estos beneficios – y, en particular, sobre la cadena causal entre las medidas que tomamos ahora y las mejoras a largo plazo – es escasa y está mal distribuida. La incertidumbre y el conocimiento incompleto son las arenas movedizas que dificultan la generación de una acción concertada para la gobernanza de los bienes comunes globales. Quienes ostentan el poder tienen un fuerte incentivo para mantener la confusión.

¿Existen principios de reforma del multilateralismo inherentes a los bienes mundiales que podrían ponerse en práctica? ¿Qué propone usted?

Se podría iniciar la creación de un parlamento mundial asociado a la Asamblea de gobiernos de las Naciones Unidas, al que se encomendaría la responsabilidad de generar un consenso realmente compartido por toda la humanidad, con el objetivo de llegar a una «Constitución de la Humanidad» en 2045, centenario de la Carta de las Naciones Unidas. En efecto, dada su definición – global en lugar de internacional –, los bienes comunes deben concernir a todos los seres humanos, antes que a los Estados. Además, no deben hacer distinciones entre generaciones presentes y futuras: deben ser globales en el tiempo y en el espacio, teniendo en cuenta los beneficios y los riesgos de las acciones de hoy para las personas de todas partes y en todo momento. Este es el principio de universalidad. Puesto que todo el mundo tiene derecho, todo el mundo debe ser consultado e implicado: éste es el principio de inclusividad.

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La universalidad y la inclusión están vinculadas al principio de equidad de los bienes comunes mundiales. Esto puede describirse en términos de acceso: todo el mundo tiene los mismos derechos para acceder a la luz de un faro, y todas las personas se benefician de la erradicación de la polio. Pero también puede describirse en términos de derechos: todas las personas tienen derecho a respirar aire limpio, mientras que los pequeños estados insulares pueden considerar el aumento del nivel del mar como una violación de su derecho a existir. En este sentido, la buena custodia y gestión de los bienes comunes mundiales exige un reparto justo de los recursos y una asignación equitativa de los derechos, lo que en algunos casos requiere una reglamentación precisa, compartida por todos y respetada por todos, un paradigma que sólo un parlamento mundial podría poner en marcha.

Esta visión me parece contraria al conocido principio de «e pluribus unum», que prefiguraría en cambio a las Naciones Unidas como gobierno mundial…

El mundo ya no es el mismo que el de hace 80 años y los nuevos retos no pueden ser abordados únicamente por los gobiernos bajo un sistema de «condominio», excesivamente litigioso e inconcluso. Ahora todo el mundo tiene claro que el propio Derecho internacional es un bien público mundial, poco reconocido y del que se abusa mucho. Un ejemplo obvio es el ciberespacio. Todos nos damos cuenta enseguida de que es un bien de todos, con un potencial ilimitado, sin fronteras. Pero las distintas jurisdicciones nacionales lo regulan de manera diferente, y en ausencia de una ley y una jurisdicción globales, cualquier abuso, incluso grave y en perjuicio de millones de personas, resulta impune.

Uno de los papeles potenciales más importantes de las Naciones Unidas reformadas es, por tanto, ayudar a consolidar el consenso científico, político y social en toda la humanidad, de modo que cada desafío que afecte a cada persona humana sea debatido y regulado por el derecho internacional, antes y por encima de cualquier interés nacional. Ex uno plures debería ser el nuevo principio transformador, que permita dejar claro que las Naciones Unidas no son – y quizá nunca serán – un gobierno global (E pluribus unum), sino el espacio donde cada persona ve respetados sus derechos, entre otras cosas porque se compromete a respetar los derechos de todos.

Si se fuera en esta dirección, ¿cuál sería, en su opinión, una propuesta de reforma factible?

Se podría reorganizar el Consejo de Administración Fiduciaria (UNTC, suspendido en 1994 tras el fin de las colonias), para que la ONU se encargara de la custodia y gobernanza de los bienes comunes mundiales, empezando por el agua, los océanos, el aire limpio, etc., incluyendo los derechos de las generaciones futuras. El nuevo Consejo de los Bienes Comunes Mundiales también debería dar cabida a representantes de la sociedad civil y de las empresas. Por lo tanto, el papel de la ONU reformada debería calibrarse en función de su capacidad para tratar de garantizar una distribución universal, inclusiva y equitativa de los bienes comunes mundiales, creando incentivos para ayudar a distribuir tanto los riesgos como las recompensas de la acción colectiva, posiblemente trabajando para compensar a aquellos líderes dispuestos a asumir los riesgos de una acción temprana.

Una visión sistémica y eficaz de la justicia global, el desarrollo sostenible, la paz y las causas de la guerra puede requerir una revisión del concepto de poder nacional e internacional en todo el mundo.

Una condición facilitadora de esta transformación de la colaboración de los pueblos es la reinvención de todo poder político como instrumento generador de cooperación. Los bienes que la humanidad necesita para su coexistencia pacífica requieren que no pensemos en el poder como algo que se ejerce «sobre» las personas y los recursos, el tipo de control hegemónico defendido por pensadores como Hobbes y Weber. En su lugar, puede que necesitemos volver a concebir el poder como algo que se ejerce «en» o «con» algo o alguien, que surge a través del acto de cooperación en torno a los bienes comunes. Elinor Ostrom, la primera mujer en recibir el Premio Nobel de Economía, en 2009, demostró que las personas tienen una capacidad extraordinaria para crear instituciones y normas compartidas para la gestión equitativa de los recursos. Este concepto de «poder con», también apoyado e ilustrado por filósofos políticos como Hannah Arendt y Jürgen Habermas, sugiere que la propia cooperación – inherente al multilateralismo – es el bien común más importante para sentar las bases de una paz duradera. Esta visión es compartida por una importante mayoría de gobiernos y personas informadas de todo el mundo, pero aún lucha por manifestarse y ser comprendida por el público, y por encontrar líderes dispuestos a presentarla y hacerla comprender por los pueblos y las nuevas generaciones.

¿Parece, pues, imposible aportar soluciones a los nuevos problemas planetarios sin que estén en la perspectiva de la comunidad mundial?

La anarquía universal en el tema de la paz y otros bienes comunes globales no puede durar mucho más: lo que se necesita es un cambio de paradigma en la convivencia de los pueblos, que sería posible con las herramientas que ofrecen las Naciones Unidas reformadas. No hay otra alternativa. Como predijo el P. Ernesto Balducci, cualquier solución que se dé a los nuevos problemas planetarios que no encaje en la perspectiva de la comunidad mundial parece efímera y perniciosa. La imposibilidad de prefigurar las formas concretas de la comunidad mundial no es razón suficiente para dejarse vencer por la duda.

¿Puede la historia de la especie humana enseñarnos algo a este respecto?

La lección que nos viene de la historia de nuestra especie es que, ante dilemas extremos – y ahora el dilema es entre la vida y la muerte –, es capaz de revelar recursos creativos insospechados. La novedad se confía a las entrañas de la necesidad. Que haya oscuridad sobre los pasos intermedios desde su nacimiento no debería sorprender. Como escribió Ernst Bloch, citando un proverbio chino, «al pie del faro no hay luz».

Antonio Spadaro
Obtuvo su licenciatura en Filosofía en la Universidad de Mesina en 1988 y el Doctorado en Teología en la Pontificia Universidad Gregoriana en 2000, en la que ha enseñado a través de su Facultad de Teología y su Centro Interdisciplinario de Comunicación Social. Ha participado como miembro de la nómina pontificia en el Sínodo de los Obispos desde 2014 y es miembro del séquito papal de los Viajes apostólicos del Papa Francisco desde 2016. Fue director de la revista La Civiltà Cattolica desde 2011 a septiembre 2023. Desde enero 2024 ejercerá como Subsecretario del Dicasterio para la Cultura y la Educación.

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