Biblia

Escuchar a quien sufre

Una breve aproximación pastoral al libro de Job

El paciente Job, Gerard Seghers

El libro de Job y el ministerio pastoral

Pese a la creencia generalizada en el imaginario colectivo, la intención del libro de Job no es la de presentar un modelo de héroe religioso que posee en grado sumo la virtud de la paciencia o que afronta el dolor sin poner en duda la justicia de Dios. Por el contrario, este texto veterotestamentario – al mismo tiempo popular y desconocido – ni es principalmente un libro para el consuelo ni aporta respuestas definitivas a las profundas cuestiones con las que la realidad del sufrimiento ha retado constantemente a los seres humanos de todas las épocas y lugares. De hecho, a lo largo de sus cuarenta y dos capítulos nos damos cuenta progresiva e inexorablemente de que la postura del autor acerca de la inteligibilidad del sufrimiento queda crudamente establecida: para él, el sufrimiento no es intelectualmente comprensible y, más aún, no es posible encontrarle sentido. En otras palabras, el ser humano adolece de una profunda e intrínseca limitación en su capacidad para entender y otorgar un sentido al sufrimiento que él mismo experimenta o que ve que otros padecen. Y, «sin embargo, nos cuesta aceptar que muchas veces nunca sabremos la verdadera razón de nuestro sufrimiento»[1].

Esta quiebra de sentido e inteligibilidad no solo queda reflejada en el contenido del libro de Job, sino que también se apoya y se ve reforzada por sus elementos formales. Por ejemplo, en el nivel lingüístico, el hebreo empleado en la sección poética del texto (capítulos 3-41) es significativamente complejo[2] y, debido al elevado número de palabras que nunca más aparecen en otros textos bíblicos (unos 145 de los aproximadamente 1300 hapax legomenon de toda la Biblia), resulta enormemente difícil de interpretar.

Esta fractura en la posisiblidad de dotar de comprensión al sufrimiento está también reflejada en la ruptura de la forma del tercer ciclo de diálogos (capítulos 23-27). El autor rompe en esta sección el modelo previo, donde Job había respondido sucesivamente a cada uno de sus tres amigos. De hecho, en este último ciclo de diálogos la respuesta de Bildad a Job se extiende únicamente a lo largo de seis versículos y Sofar ni siquiera toma la palabra. Podemos decir que el diálogo se desintegra. Pareciera así como si el texto quisiera enfatizar la incapacidad última de los tres amigos, a pesar de sus denodados intentos, para articular una respuesta satisfactoria al sufrimiento experimentado por Job. Tal y como señala el biblista Enrique Sanz: «El libro de Job se hace eco de esta llamativa ausencia de diálogo entre Job y sus amigos mediante el corte aparentemente brusco que parece darse entre los tres ciclos de diálogos que ellos mantienen y el bello himno a la sabiduría inaccesible de Job 28. Los discursos, más bien los monólogos de Job y sus amigos (Job 3-27), no han logrado acercar a los que los han pronunciado, no han conseguido que entre ellos se dé el encuentro y el diálogo»[3].

Sin embargo, el libro de Job sigue teniendo algo verdaderamente importante que decirnos hoy, tanto a quienes sufren – en su cuerpo, en su mente o en su espíritu – como a quienes intentamos acompañarlos desde el ministerio pastoral. En primer lugar, porque su autor abre un espacio genuino para escuchar el grito de quienes sufren. Y lo hace acogiendo sin limitaciones, censuras ni falsas prudencias una diversidad de voces que no siempre son fáciles de escuchar. Porque el dolor humano, especialmente el dolor del inocente, resulta tan crudo y real que en ocasiones se vuelve enormemente difícil de sostener. Y, no obstante, la escucha del dolor propio constituye, para quien sufre, una importante necesidad y puede abrirle el camino para una ulterior sanación: «¡ojalá que hubiera quien me escuchara! ¡aquí está mi firma, que responda el Todopoderoso!» (31,35), grita Job.

Además, el libro de Job sigue siendo útil pastoralmente porque, en segundo lugar, permite que emerjan con bastante libertad todas las tensiones existentes entre la experiencia actual del sufrimiento y las respuestas insuficientes basadas en la tradición. Aquí radica precisamente una gran parte del malestar que tiene lugar entre Job y sus interlocutores (Elifaz, Bildad, Sofar y Elihú). Porque su acercamiento al sufrimiento está tan mediatizado por sus concepciones previas – la ley de la retribución: según la cual «el justo es recompensado y el malvado es castigado»[4] – que a ellos les resulta imposible asomarse a la crisis total que supone el dolor y a Job le irrita escuchar comentarios que, para él, no encajan en absoluto con su desgarradora experiencia real.

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En definitiva, el libro de Job nos lanza a afrontar más profundamente la cuestión que universalmente brota en medio del sufrimiento y del dolor: ¿por qué? O, dicho de otro modo: ¿por qué todo esto?, ¿por qué a mí?, ¿por qué a nosotros? Ciertamente estas son preguntas que «emergen de casi todas las experiencias humanas de sufrimiento»[5], que nos inquietan y nos producen una enorme desazón. Por supuesto, cuando sufrimos en nuestras propias carnes; pero también cuando vemos a otros sufrir en nuestra familia, en nuestro entorno laboral o – más concretamente – en nuestro ministerio pastoral. Muchas veces son justamente estos algunos de los momentos más importantes y decisivos de los seres humanos. Y precisamente ahí es cuando parece que el Señor más esconde su rostro (hester panim, en hebreo): ¿dónde está Dios?, ¿me ha dejado solo?, ¿alguien me escucha?, ¿hay alguien ahí?

El ministerio de escuchar a quienes sufren

Estas preguntas, que «nacen del sufrimiento del inocente, pero que nacen también de la fe»[6], constituyen un grito más o menos silencioso, que quienes sufren dirigen a Dios. Porque el desgarro que experimenta el ser humano – en nuestro caso, aquel que quiere llevar una vida de piedad – en su existencia concreta es el punto de partida que pone en marcha la reflexión acerca del sentido de su sufrimiento[7]. Del mismo modo, la experiencia del pueblo de Israel tras el exilio y la destrucción del templo de Jerusalén fueron probablmente los acontecimientos históricos que motivaron al autor del libro de Job a poner por escrito su propia reflexión y a formular muchas de las preguntas que el sufrimiento abre.

Dada su complejidad, las cuestiones que laten en el grito de quienes sufren exigen ser abordadas polifónicamente; es decir, de forma dialógica, como un «texto en el que una variedad de voces-ideas diferentes, encarnadas no sólo en los personajes sino también en los géneros, se enfrentan sin privilegios»[8]. Esta es la postura que adopta Carol Newsom en su estudio sobre el libro de Job: «En esta lectura polifónica de Job sigo asumiendo la presencia de un autor que deseaba recurrir a los géneros y voces culturales de su comunidad, que deseaba que posiciones que tendían a aislarse entre sí se vieran obligadas a enfrentarse dialógicamente. Pero en esta lectura, el autor no plantea la confrontación de manera que triunfe una voz, pues ninguna voz puede decir toda la verdad. Por el contrario, la verdad sobre la piedad, el sufrimiento humano, la naturaleza de Dios y el orden moral del cosmos sólo puede ser abordada adecuadamente por una pluralidad de conciencias no fusionadas que entablen un diálogo abierto entre sí»[9]. O, en otras palabras del mismo autor: «Leído como una obra polifónica, el propósito del libro no es promover un punto de vista particular: ni el del relato en prosa, ni el de los amigos, ni el de Job, ni siquiera el de Dios. Su propósito es más bien demostrar que la idea de la piedad, en toda su contradictoria complejidad, no puede en principio caber dentro de los límites de una sola conciencia. La verdad sobre la piedad sólo puede captarse en el punto de intersección de perspectivas no fusionadas. La respuesta adecuada a un libro así, como intuyó el autor del discurso de Elihú, es introducirse uno mismo en la conversación, pero con la conciencia de que nunca se podrá decir la última palabra»[10].

Pues bien, este grito que produce el sufrimiento no siempre es fácilmente reconocido por el sujeto ni tampoco inmediatamente conocido por quienes tratan de ayudarle desde su ministerio. Nuestra experiencia pastoral nos recuerda, una y otra vez, que nunca sabemos completamente lo que el ser humano que tenemos delante está sufriendo en su interior. Es lo que parece que ocurre al principio del libro, cuando escuchamos a Job decirle a su mujer: «si aceptamos de Dios los bienes, ¿no vamos a aceptar los males?» (2,10). Así, cuando las cosas van mal y se produce una desintegración vital total, muchas veces el ser humano que sufre se presenta manteniendo su aparente integridad exterior y el sentido de coherencia de su vida, lo que implica un gran coste personal: «desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; bendito sea el nombre del Señor» (1,21).

No será hasta la entrada del género poético – en el capítulo 3 – cuando nos demos cuenta de que Job ha estado sufriendo todo este tiempo, aunque en los capítulos 1 y 2 se mostrase exteriormente piadoso. La poesía nos da acceso al mundo interior de Job y, por eso, nos enseña a respetar la existencia individual de cada ser humano. Es decir, nos ayuda en nuestro ministerio pastoral a estar abiertos a las diferentes voces que aparecen en los encuentros con las personas sufrientes; nos dispone a aceptar la complejidad que experimenta el ser humano en los momentos de dolor; nos alerta para no responder con nuestras propias ideas o nuestra propia tradición a las historias personales de quienes sufren; y, finalmente, nos dispone a entender el enorme coste personal que supone mantener en silencio el sufrimiento para no mostrar la propia vulnerabilidad. En definitiva, «la intrépida exploración del problema del sufrimiento del inocente en el libro de Job, advierte contra las respuestas ensayadas y las expresiones baratas de piedad de las personas que sufren»[11].

«Job se encuentra de repente con lo que más le aterraba: una vida desgraciada y sin futuro, llena de sobresaltos; no es la muerte lo que lo aterra»[12]. También en nuestro ministerio pastoral nos encontramos con situaciones similares: acompañamos a personas que han pasado por lo que más temían en sus vidas y que han perdido su propio sentido de completud. Personas que han visto cómo se rompían sus «imaginaciones morales» – en palabras de Newsom – acerca del mundo, cómo se perdían sus propias narrativas, cómo desaparecían las seguridades que hasta entonces fundamentaban su existencia. Y en momentos como estos todos necesitamos que alguien nos escuche. Nos hace falta alguien que esté a nuestro lado, que dé espacio a nuestras preguntas y nos sostenga en medio del miedo y de la soledad. Porque, en definitiva, somos seres en relación. Y es justo ahí donde radica la importancia pastoral del libro de Job. Más aún, es ahí hacia donde apunta finalmente todo el aprendizaje y el camino de transformación que este propone: necesitamos vivir en clave de relación con Dios. Por tanto, la respuesta a la cuestión del sufrimiento radica en la reconstrucción de los vínculos, en la capacidad del ser humano sufriente para suturar una nueva relación de confianza – quizás rota por el dolor – con Dios.

¿Es el sufrimiento un camino abierto hacia Dios?

Otra pregunta con fuertes implicaciones pastorales, con la que el libro de Job nos pone en contacto, es la siguiente: ¿de verdad es necesario el sufrimiento para probar la relación del ser humano con Dios? Sin lugar a dudas, el dolor tiene esa amarga capacidad de irrumpir en nuestras vidas y, cuando esto ocurre, lo invade casi todo. El sufrimiento aparece a menudo sin avisar y, al hacerse presente, consigue convertirse en compañía indeseada que inquieta, perturba y amenaza. Ante esta realidad que se nos impone, resulta duro pensar que Dios nos manda ciertas pruebas con el objetivo de llevarnos al límite, pues esto implicaría asumir que Dios es el autor del sufrimiento. Sin embargo, no es tampoco fácil dejar pasar el tiempo sin que emerga otro profundo dilema: ¿es inevitablemente el sufrimiento un puente dinamitado que corta y hace imposible el camino hacia Dios? O, por otra parte, ¿el sufrimiento coloca – sin más – ante los ojos una alfombra roja que obliga a la aceptación sin fisuras del dolor como parte de un plan querido por Dios en su indescifrable bondad?

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El libro de Job nos puede iluminar al respecto, porque la teología que en él se expresa, habla de una sabiduría que, desde la fe, busca alumbrar un acercamiento lúcido y auténtico del ser humano a Dios. Para Job existen situaciones de sufrimiento que no proceden del pecado personal, sino de las grietas o fallas inherentes a la misma creación. En otras palabras, Job asume que la realidad tiene sus propios límites, que el mundo es de algún modo imperfecto y que la respuesta acerca de por qué sufren injustamente los inocentes o los justos solo la tiene el mismo creador. Por eso, muchas veces la ley de la retribución – característica del libro de los Proverbios y criticada en el de Job – no sirve para acercarse ni para responder al sufrimiento del otro, sino para mantener la coherencia de nuestra propia visión o tradición intelectual. Como sostiene el biblista estadounidense Daniel Harrington: «El libro de Job no resuelve el problema del sufrimiento del inocente. Sin embargo, pone de manifiesto la insuficiencia de los enfoques del sufrimiento que atribuyen toda la responsabilidad a la persona que sufre: la ley de la retribución, la suposición de que todos los seres humanos son pecadores y, por tanto, merecen sufrir, y la idea de que el sufrimiento es una disciplina de Dios. Por supuesto, hay algo de verdad en todos estos planteamientos. Pero en algunos casos de sufrimiento del inocente (como el de Job), no parecen aplicables»[13].

Desde el comienzo del libro queda claro que Job libra una ardua batalla interior no exenta de grandes dificultades espirituales. Pero una batalla que también implica duros padecimientos físicos: «hirió a Job con llagas malignas, desde la planta del pie a la coronilla» (2,7); así como económicos: «Haz lo que quieras con sus cosas» (1,12), le dice Yahvé a Satán. Sin embargo, al final de esta lucha exigente queda patente que ni Dios manda el sufrimiento ni pone a prueba al justo por sus equivocaciones o pecados: por dos veces «el Señor preguntó a Satán: ¿de dónde vienes?» (1,7.2,2). Por tanto, desde los primeros capítulos el autor ya anuncia que Dios no es el culpable que envía de forma vengativa el mal y el dolor. Yahvé es, muy al contrario, el Señor de la creación que ejerce su dominio sobre todas las realidades presentes en ella. También sobre el bien y el mal. Así, a pesar de las sospechas sembradas por Satán («el acusador»), no parece que Dios reclame para sí nuestro sufrimiento y por eso nos envíe pruebas que nos causan un dolor tan atroz. Eso sí, en el sufrimiento podemos encontrarnos con un Dios que no se repliega, sino que sigue deseoso de comunicarse salvíficamente con el ser humano en medio de su tribulación.

Pues bien, después de un sinfín de avatares y conversaciones con sus tres amigos, que a veces se convierten en un callejón sin salida, Job es capaz de intuir que a Dios no se lo conoce solo a través del arrepentimiento humano por aquello que podamos hacer mal. En cambio, para Job se torna evidente que cuando nos vemos inmersos – por el motivo que sea – en el mundo del dolor, sigue siendo posible nuestro encuentro con Dios. De hecho, en la espesura del sufrimiento, Dios se manifiesta al ser humano como el único que salva. Allí donde parece que el Señor se esconde o – más doloroso aún – donde nos da la impresión de que su atención se torna problemática y la supuesta protección que nos ofrece se convierte realmente para nosotros en una opresión, allí Dios se muestra como aquel en quien sigue siendo sensato poner nuestra esperanza una vez más. Así, en tiempos de sufrimiento, es buena noticia saber que el dolor no corta indefectiblemente el camino de encuentro entre el hombre y Dios. Esta sabiduría presente en el libro de Job nos invita, en en los diversos servicios de nuestro ministerio pastoral, a mantener y transmitir la confianza fundamental en el Señor.

  1. D. Harrington, Why Do We Suffer? A Scriptural Approach to the Human Condition, Franklin, Sheed & Ward, 2000, 15. Traducción del autor.

  2. Ibid., 33.

  3. E. Sanz, «Job y Qohelet: el Dolor y la Muerte», en F. J. de la Torre (ed.), Enfermedad, dolor y muerte desde las tradiciones Judeocristiana y musulmana, Madrid, Universidad Pontificia Comillas, 2011, 57.

  4. D. Harrington, Why Do We Suffer?…, cit. 15-16.

  5. Ibid., 15.

  6. G. Gutiérrez, Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente, Salamanca, Ediciones Sígueme, 1986, 20.

  7. Cfr A. Cano, «Quién hará que se me escuche? El grito de los sanitarios a Dios», en Sal Terrae 109 (2021) 349-359.

  8. C. A. Newsom, The Book of Job: A Contest of Moral Imaginations, New York, Oxford University Press, 2009, 234. Traducción del autor.

  9. Ibid., 24.

  10. Ibid., 30.

  11. D. Harrington, Why Do We Suffer?…, cit.

  12. V. Morla, Job 1-28, Bilbao, Desclée de Brouwer, 2007, 71.

  13. D. Harrington, Why Do We Suffer?…, cit. 45.

Alberto Cano Arenas
Nació en Valladolid, en 1986. Es jesuita y psiquiatra. Llevó a cabo su formación como médico interno residente en el Hospital Universitario La Paz de Madrid. Es coautor, junto a Álvaro Lobo Arranz S.J., del libro Más que salud. Cinco claves de espiritualidad ignaciana para ayudar en la enfermedad.

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