Espiritualidad

La memoria de los difuntos

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No es casualidad, por supuesto, que después de la solemnidad de Todos los Santos, la Iglesia nos proponga, el 2 de noviembre, la Conmemoración de los fieles difuntos: una oración universal para que nuestros seres queridos, incorporados por el bautismo a Cristo, alcancen la plena comunión con el Señor resucitado.

La conmemoración, sin embargo, no pasa por nuestras vidas sin que experimentemos dolor; nos enfrenta al vacío de la ausencia de los seres queridos: padres, cónyuges, hijos, hermanos, amigos. El recuerdo de nuestros seres queridos está velado por las lágrimas: el llanto forma parte de la vida. También Jesús lloró ante la tumba de su amigo Lázaro: «Jesús, al ver llorar a Marta, y también a los judíos que la acompañaban, conmovido y turbado, preguntó: “¿Dónde lo pusieron?”. Le respondieron: “Ven, Señor, y lo verás”. Y Jesús lloró» (Jn 11,33-35). Dietrich Bonhoeffer escribió desde la cárcel: «No hay nada que pueda reemplazar la ausencia de un ser querido; no hay que hacer nada, simplemente hay que aguantar y soportar; esto puede parecer a primera vista muy difícil, pero es al mismo tiempo un gran consuelo, porque mientras el vacío permanece abierto, uno permanece unido al otro a través de él. Es falso decir que Dios llena el vacío; no lo llena en absoluto, sino que lo mantiene expresamente abierto, ayudándonos así a conservar nuestra antigua comunión mutua, aunque con dolor»[1]. El dolor padecido nos pone de frente a la realidad de la muerte, de todas las muertes, incluso la nuestra. Uno querría apartarla. En cambio, se convierte en compañera de vida.

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El misterio de la muerte: ¿qué sabe el cristiano sobre la muerte? La pregunta nos deja pensativos y preocupados. Ciertamente, el cristiano sabe lo que todo el mundo sabe: «La muerte es un pasaje doloroso y aniquilador. […] Es la mayor violencia que se nos puede hacer; una derrota, un jaque mate sin remedio, una contradicción profunda de lo que estamos llamados a ser y a vivir. Algo que viene de fuera, y no realmente de la voluntad de Dios. Dios es el Señor de la vida: la muerte no es suya, no le pertenece, no se origina en Él»[2].

No hemos sido creados para la muerte, aunque «morir» – como suele decirse – sea la única certeza de la vida. Sin embargo, el deseo de permanencia, de felicidad, de comunión, de amor, de infinito, surge con fuerza de nuestro corazón. Estamos hechos para la vida e íntimamente convencidos de que los valores de la vida son tan fuertes que duran para siempre.

La Revelación, aunque sobre el tema es ciertamente aleccionadora y en modo alguno se permite fantasías de ningún tipo, lo confirma. A finales del siglo I a.C., el Libro de la Sabiduría proclama: «Porque Dios no ha hecho la muerte ni se complace en la perdición de los vivientes. / Él ha creado todas las cosas para que subsistan; / Dios creó al hombre para que fuera incorruptible y lo hizo a imagen de su propia naturaleza, / pero por la envidia del demonio entró la muerte en el mundo, y los que pertenecen a él tienen que padecerla» (Sb 1,13-14; 2,23-24). El texto alude al relato de la desobediencia del hombre, al comienzo de la Biblia: un acontecimiento al que los autores sagrados no volvieron salvo en el libro de la Sabiduría, próximo a la venida del Señor. Con acentos absolutamente nuevos, se afirma que el hombre no fue hecho para morir; sin embargo, se establece una conexión inmediata entre la muerte, el pecado y el demonio. En una historia que originalmente estaba orientada hacia el bien y la luz, sucedió algo oscuro que distorsionó el plan de Dios para el hombre. En consecuencia, la muerte no puede venir de Dios – se reafirma –, porque Dios es el Dios de la vida.

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De este modo, el texto revela también los contrastes básicos de la existencia humana: estamos hechos de carne y, por tanto, destinados a crecer, a alcanzar el pleno desarrollo y, después, a decaer y acabar. Un final, «morir», que contradice la dignidad y el valor espiritual del hombre. El hombre es un misterio para sí mismo.

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Ante tal desolación, el hombre está llamado a interrogarse sobre el sentido de la vida y, al mismo tiempo, sobre el sentido del fin. El creyente, aunque iluminado por la esperanza de la resurrección, no sabe nada de lo que le espera una vez que cruce el umbral del más allá. Sólo le sostiene una certeza, expresada con gran eficacia por Juan de la Cruz: «Lo que sucederá al otro lado / cuando para mí todo se vuelva hacia la eternidad, / no lo sé. / Creo; / sólo creo que me espera un Amor. / Sólo sé que entonces, pobre y desahogado, / tendré que hacer balance de mi vida. / Pero no desespero, porque creo, / realmente creo que me espera un Amor»[3]. La fe en este Amor no puede dejar de orientar nuestra vida al amor, al seguimiento de Jesús, que vivió en el amor y por amor afrontó la muerte.

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Para entrar en la vida que el Señor nos da, debemos pasar por el «morir»: como Él y con Él. Jesús comparte la misma suerte que nosotros y muere como nosotros, aunque su muerte es distinta: para nosotros es consecuencia de ser criaturas y del pecado, para él en cambio es una «entrega» (Gal 2,20; Ef 5,2), un «darse a sí mismo» por nuestra salvación (cfr. Jn 19,30). Para que no se pierda ninguno de los que el Padre le ha confiado y lo resucite en el último día (cfr. Jn 6,39).

En esta perspectiva, la Iglesia nos invita a rezar por los difuntos. En cada celebración de la Misa, la Iglesia invoca el perdón divino: «Acuérdate también de nuestros hermanos que se durmieron con la esperanza de la resurrección y de todos los que han muerto en tu misericordia; admítelos a contemplar la luz de tu rostro»[4]. A partir del siglo X, la oración se eleva el día después de la fiesta de Todos los Santos: en la celebración solemne, el sacerdote recuerda, además de aquellos por quienes se ofrece la misa, a todos los difuntos cuya fe ha conocido el Señor. De este modo, se nos invita a rezar por nuestros seres queridos y por aquellos en los que nadie piensa ni reza.

La comunión con los difuntos y los ritos funerarios nos remontan a la prehistoria: el hombre honraba a sus seres queridos rindiendo culto a los muertos y buscaba el contacto con ellos. Incluso en el Antiguo Testamento, los actos de culto manifiestan el dolor de los vivos (cfr. 2 Sam 3,31-33), documentan el rito de la sepultura (cfr. 1 Sam 31,12-13; Tb 2,4-8) y el cuidado de las tumbas (cfr. Gn 23; 49,29-31); no recibir sepultura es una maldición (cfr. Dt 21,23; Tb 2,4; Jr 16,4).

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Varios textos del Antiguo Testamento fundamentan la esperanza de ver a Dios después de la muerte. El primer indicio está en el martirio de los siete hermanos que proclaman la resurrección ante sus verdugos, tras haber sido condenados por no querer comer carne prohibida: «Tú, malvado, nos privas de la vida presente, pero el Rey del universo nos resucitará a una vida eterna, ya que nosotros morimos por sus leyes» (2 Mac 7,9; cfr. vv. 11.14.23.36, y Dan 12,2-3). Al mismo tiempo, Judas Macabeo hace ofrecer un sacrificio por los muertos, para que sus pecados sean perdonados (cfr. 2 Mac 12,45): inaugura así la oración por los muertos, la intercesión por nuestros seres queridos, una comunión que nos une a ellos y a Dios.

El Nuevo Testamento afirma que el encuentro con Dios implica un juicio final sobre la persona y sobre la historia, donde el juez es Jesús y la norma del juicio es la relación personal con Él. En la parábola del juicio del Evangelio de Mateo, el Señor declara: «Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,40). Se trata de los hambrientos, los sedientos, los excluidos, los enfermos, los encarcelados, los necesitados de ayuda: cada «hermano pequeño» representa el rostro del Señor.

En la celebración de la Misa y en el «Ave María» pedimos que la hora de nuestra muerte nos encuentre en condiciones de recibir el perdón divino y de acoger el amor de Aquel que se hizo hombre para salvarnos y murió y resucitó por nosotros. La última palabra de la vida, y de nuestra historia, no es, pues, la muerte, sino una existencia nueva, como resucitados, en comunión con el Señor Jesús.

  1. D. Bonhoeffer, Resistenza e resa. Lettere e appunti dal carcere, Milán, Bompiani, 1969, 169.
  2. S. Corradino, «Il tema della morte alla fine dell’Antico Testamento», en AA. VV., La laicità difficile, Brescia, Morcelliana, 1991, 66 s.
  3. Juan de la Cruz, s., «Un Amore mi attende…», in S. Molina – P. Racca (edd.), Come il fiore del campo. Raccolta di preghiere e testi cari a Michele Do, Alba, Il Campo, 2021, 121.
  4. Plegaria Eucarística II.
Giancarlo Pani
Es un jesuita italiano. Entre 1979 y 2013 fue profesor de Historia del Cristianismo de la Facultad de Letras y Filosofía de la Universidad de La Sapienza, Roma. Obtuvo su láurea en 1971 en letras modernas, y luego se especializó en la Hochschule Sankt Georgen di Ffm con una tesis sobre el comentario a la Epístola a los Romanos de Martín Lutero. Entre 2015 y 2020 fue subdirector de La Civiltà Cattolica y ahora es escritor emérito.

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