Vida de la Iglesia

El diálogo interreligioso:

¿deriva relativista postmoderna o diálogo de salvación?

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Del Concilio a la globalización postmoderna

Desarrollando las indicaciones sobre el diálogo de salvación de la encíclica Ecclesiam Suam (1964), de San Pablo VI, y la enseñanza sobre la Iglesia de la constitución dogmática Lumen Gentium, que la antecede por poco, la declaración Nostra Aetate, tras una gestación problemática, sitúa el diálogo en el centro de las relaciones de la Iglesia católica con las demás religiones. El fenómeno actual de la globalización se está enfocando en el pluralismo religioso y en el desafío que plantean los fundamentalismos, y no sólo el islámico. Esto en un contexto cultural cada vez más marcado por un relativismo omnipresente, que corrompe toda certeza hasta convertirla en un magma líquido perfectamente funcional a los desarrollos de una sociedad consumista, donde lo «desechable» pasa fácilmente del producto al consumidor y a sus relaciones sociales, así como a la que tiene con el propio Dios.

Incluso en este nuevo contexto, la fe cristiana no puede renunciar nunca a afirmar conjuntamente, so pena de fracasar ella misma, que Dios «quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tm 2,4) y que «no existe bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres, por el cual podamos alcanzar la salvación» (Hch 4,12) que el de Jesús, muerto y resucitado para dar a cada ser humano esta salvación. Y precisamente el intento de mantener abierta esta tensión, sin sacrificar ninguno de los dos polos, fue una de las características teológicas de Joseph Ratzinger, cuando debió enfrentar la cuestión del diálogo interreligioso.

El primer paso para articular correctamente estas dos exigencias es darse cuenta de que ha habido distintas maneras de hacerlo, a menudo dependientes de contextos históricos, sociales y pastorales diferentes. Están estrechamente vinculadas al desarrollo de la doctrina según la cual «fuera de la Iglesia, no hay salvación» (extra ecclesiam nulla salus), cuya interpretación ha condicionado a menudo la correcta recepción del «diálogo de salvación» promovido por el Concilio Vaticano II.

Un caso de desarrollo dogmático

Esta expresión fue utilizada por primera vez por Orígenes, y después experimentó un desarrollo hermenéutico más allá de su contexto original, pasando por una historia de efectos a menudo ligados a la ampliación de las fronteras culturales y geográficas de la Iglesia. De hecho, en el contexto patrístico inicial, la expresión se refería principalmente a quienes se habían separado voluntariamente de la comunión eclesial, de la que habían gozado en otro tiempo y fuera de la cual precisamente no podía haber salvación para ellos. El discurso era, pues, sobre todo intraeclesial y en un contexto en el que las fronteras del mundo se identificaban a menudo con las del Imperio romano.

Cabe señalar, en todo caso, que ya en Justino se desarrolla, casi como un contrapunto, una reflexión que identifica en los cultores del logos – es decir, en los filósofos paganos, con Sócrates a la cabeza – a los precursores de Jesucristo, el Logos encarnado. Y en Agustín, esta línea teológica se desarrollará hasta el punto de afirmar que, a partir de Abel, la Iglesia existe ya no sólo en el pensamiento de Dios, sino también, aunque embrionariamente, en el plano histórico (Ecclesia ab Abel). Frente al fenómeno de las migraciones bárbaras, la tradición agustiniana conocerá dos desarrollos. Uno, con Próspero de Aquitania (390-455), secretario del papa León Magno, se dejará interpelar positivamente por la presencia de los pueblos germánicos, reconociendo en ellos también la presencia de semina Verbi. El otro, con Fulgencio de Ruspe (467-532), afirmará en cambio que «no sólo todos los paganos, sino también todos los judíos y todos los herejes y cismáticos que terminan su vida presente fuera de la Iglesia católica irán “al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles”»[1].

Y fue precisamente esta última interpretación, erróneamente atribuida a Agustín, la que prevaleció durante la cristiandad medieval. Pero incluso aquí las cosas no son inequívocas. Junto a la recepción canonista del dictado patrístico, que identifica los límites eclesiales con los estrictamente canónicos, encontramos también una reflexión teológica, como la de Tomás de Aquino, que desarrolla en cambio el otro polo de la herencia de Agustín, hasta el punto de hablar de una «fe implícita» y de una pertenencia «diferenciada» al cuerpo eclesial, gracias también a una inusitada atención al mundo judío.

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En los albores del Renacimiento, sobre la base de la esperanza de que ahora puede lograrse la plena comunión con Oriente, el Concilio de Florencia retomará a su vez la frase de Fulgencio[2], considerando que a estas alturas de la cristiandad todos parecen tener ya una razonable posibilidad de salvarse. Uno de los protagonistas de este sueño «ecuménico» es el cardenal Nicolás de Cusa, quien, con su universalismo cristocéntrico, se mueve entre el deseo de alcanzar la plena unidad con Oriente y la confrontación con un Islam que presiona cada vez con más fuerza las fronteras orientales de la Cristiandad. El fracaso del proyecto ecuménico en Florencia (1451), unido a la caída de Constantinopla (1453), puso de manifiesto la inconsistencia histórica del sueño que acariciaba en su De pace fidei (1453).

El alcance exacto de la antigua máxima patrística tendría que medirse entonces con la ulterior ampliación de la catolicidad de la Iglesia, provocada por el descubrimiento de América (1492) y la expansión del cristianismo en la India y Asia. Aquí serán sobre todo los dominicos y los jesuitas quienes aportarán los desarrollos teológicos más interesantes, que tendrán que enfrentarse a culturas nuevas y milenarias, hasta entonces totalmente desconocidas para los europeos. Desarrollos que harán referencia a las complejas nociones de Santo Tomás sobre la ley natural, la ignorancia invencible y la fe implícita.

En una Europa asolada por la lucha entre católicos y protestantes, cabe registrar el desarrollo casi simultáneo del agustinismo más restrictivo, que desembocaría en el rigorismo jansenista, según el cual fuera de los límites canónicos de la Iglesia sólo había condenación eterna. Es interesante notar que mientras el Magisterio de la Iglesia nunca ha condenado ninguna de las hipótesis teológicas maduradas en el seno de la experiencia misionera, ni siquiera las más audaces, en cambio ha condenado repetidamente el jansenismo y su excesivo rigorismo soteriológico.

Y será precisamente la influencia de la teología misionera la que impulsará al jesuita John Perrone (1794-1876), profesor durante mucho tiempo en el Colegio Romano, a aplicar – como hizo John Henry Newman – lo que él consideraba el «dogma» de extra ecclesiam sólo a herejes, cismáticos e incrédulos verdaderamente culpables. El Papa Pío IX haría suya esta línea de interpretación, insistiendo con fuerza en la grave responsabilidad que ello comporta para los católicos.

A la luz de estos desarrollos, apenas mencionados aquí, no debe sorprender entonces lo que Henri de Lubac escribía en 1938: «Hoy se está de acuerdo en reconocer, según las sugerencias de los Padres y según los principios de Santo Tomás, que la gracia de Cristo es universal y que los medios concretos de salvación – en el pleno sentido de esta palabra – no faltan a ninguna alma de buena voluntad. No hay hombre, no hay “infiel” cuya conversión sobrenatural a Dios no sea posible desde el comienzo de su vida razonable»[3]. Con lucidez reconocía, sin embargo, que aún quedaba por «dar razón de la declaración de fe que fundamenta la actividad misionera de la Iglesia»[4].

En el magisterio pontificio posterior cabe mencionar la encíclica Mystici Corporis (1943) de Pío XII y la condena emitida por el Santo Oficio en 1949 contra la interpretación exclusivista del extra ecclesiam, defendida por el jesuita estadounidense Leonard Feeney (cfr. DS 3866-3873). Todo este rico patrimonio sería retomado y reelaborado más tarde por el Concilio Vaticano II, partiendo de la conciencia de la pérdida de fuerza del ideal de la cristiandad y de la condición minoritaria en la que a menudo se ven obligados a vivir hoy los cristianos. Todo ello a la luz de la persistente vocación divina a la unidad de todo el género humano, tan querida por el Papa Juan XXIII.

De ahí la fundamental ampliación de los horizontes ecuménicos que supusieron los números 8 y 15 de la Lumen gentium y el decreto Unitatis redintegratio, con sus repercusiones en el diálogo interreligioso. En efecto, la historia precisa del texto de Lumen gentium muestra cómo «el crecimiento de la conciencia del misterio de la Iglesia corresponderá de manera directamente proporcional a la afirmación de una nueva consideración de las otras religiones»[5]. Con la importante aclaración, sin embargo, de que «el Vaticano II, contrariamente a lo que han querido ver algunos intérpretes, no afirma que las religiones como tales constituyan vías de salvación»[6].

Haciendo balance de toda esta evolución doctrinal, en 1997 la Comisión Teológica Internacional califica «como teológicamente cierta»[7] la posibilidad de salvación para quienes no pertenecen visiblemente a la Iglesia católica. Y casi volviendo a los lejanos orígenes patrísticos de nuestra expresión, el autorizado documento declara que «El Concilio Vaticano II hace suya la frase “extra Ecclesiam nulla salus”. Pero con ella se dirige explícitamente a los católicos, y limita su validez a aquellos que conocen la necesidad de la Iglesia para la salvación»[8]. Sin embargo, sigue abierto el problema «sobre el significado de la Iglesia en relación con la salvación de los que se salvan fuera de ella»[9].

No es de extrañar, entonces, si en una entrevista el Papa Benedicto XVI, ya emérito, reitera que «no cabe duda de que en este punto nos encontramos ante una profunda evolución del dogma»[10], al tiempo que constata la crisis de dinamismo misionero que se ha producido, así como la falta de evidencia de por qué «el cristiano mismo está vinculado a las exigencias de la fe y de su moral»[11]. Benedicto XVI señalaba en el «ser-para-los-otros» de cada cristiano, enraizado en el «ser-para-todos» de Cristo y en la sustitución vicaria compartida por ellos mediante el bautismo, la dirección en la que buscar una posible respuesta a este desafío decisivo para el futuro del testimonio cristiano en el mundo.

El Israel rabínico, entre el ecumenismo y el diálogo interreligioso

La relación con el Israel postbíblico también se nos presenta hoy como otro caso de desarrollo doctrinal implicado en el diálogo interreligioso. Un desarrollo que fue, de hecho, un retorno en profundidad a los orígenes de la fe cristiana. Si nos remitimos a la historia de la redacción de la declaración Nostra aetate, podemos ver de hecho que el actual nº 4, en el que se menciona a los judíos, constituía el último párrafo del primer esbozo de lo que más tarde se convertiría en el decreto sobre el ecumenismo (Unitatis redintegratio).

La idea de este primer esbozo ecuménico, solicitado directamente al Card. Agustín Bea por el Papa Juan XXIII[12] y teológicamente muy fructífero, era subrayar que no era posible una recomposición de la unidad visible de la Iglesia que pretendiera prescindir de la relación con Israel. La Iglesia primitiva estaba formada por fieles procedentes tanto del pueblo judío (ecclesia ex circumcisione) como del paganismo (ecclesia ex gentibus), ambos unidos en Cristo en un solo cuerpo eclesial. Un dato, éste, en absoluto meramente histórico-sociológico, sino profundamente teológico, como bien demuestra Rom 9-11, texto clave del n. 4 de Nostra aetate.

La discusión posterior en el aula, sin embargo, llevó a separar este importante texto del esquema ecuménico inicial y a centrarlo en el tratamiento del fenómeno religioso, de las religiones orientales, y especialmente del Islam, a petición de los Padres de Oriente Medio, que entonces lidiaban con el conflicto árabe-israelí. Así nació Nostra aetate.

La recepción del n. 4 de esta declaración, sobre todo gracias a la obra y al magisterio de san Juan Pablo II, ha mostrado la imposibilidad de considerar el rabinismo como una religión no cristiana entre otras, volviendo así a la intuición joánica inicial. La actual estructuración de la declaración conciliar ha tenido el mérito de llamar la atención sobre la relevancia del diálogo con el rabinismo también a nivel interreligioso. Si de hecho no puede ser considerado simplemente como otra religión en el plano teológico, debe serlo también en el plano socio-histórico y hermenéutico. La compleja relación de la Iglesia con Israel se encuentra así en la frontera entre el ecumenismo y el diálogo interreligioso.

Además, desde el célebre discurso pronunciado por san Juan Pablo II en Maguncia en 1980, también se ha ido tomando conciencia de la necesidad de superar lo que se ha dado en llamar la tradicional «teología de la sustitución», según la cual la Iglesia ya habría ocupado el lugar de Israel en el plan salvífico de Dios. En realidad, esto es imposible, ya que, según Rom 11,29, la alianza con Israel nunca fue revocada por Dios. Y así desapareció también la idea de una misión pagano-cristiana dirigida explícitamente a los judíos como pueblo, sin perjuicio de las vías proféticas individuales, a menudo fecundas. Fue precisamente esto lo que impulsó a un teólogo autorizado como Donato Valentini a escribir que «en pocos otros ámbitos se ha producido tal replanteamiento y progreso en la comprensión de la fe cristiana como en la relación entre judaísmo y cristianismo»[13].

Con la fecunda recepción de Nostra aetate n. 4 se inició una «decisiva superación y cesura, después de unos 19 siglos, respecto a ciertas opiniones teológicas y actitudes prácticas injustas hacia los judíos»[14]. Y a pesar de la explotación política, siempre al acecho, y de las comprensibles dificultades psicológicas inducidas por el cambio, concluye Valentini, «hay que creer que esta superación, este punto de inflexión […] fue una gracia especial del Espíritu Santo y el fruto de la previsión y la sabiduría de los sucesores de Pedro»[15].

Aquí nos gustaría al menos señalar cómo, por el mero hecho de haber salvaguardado su identidad como pueblo elegido, el rabinismo ha impedido de hecho la asimilación total de Israel primero dentro del cristianismo y después dentro de la sociedad moderna secularizada. De este modo, el rabinismo ha desempeñado un papel teológico fundamental. Al impedir la completa asimilación del pueblo elegido, ha salvaguardado de hecho la posibilidad de que desapareciera – incluso en el plano histórico – esa misteriosa relación entre Israel y las naciones que está en el corazón de la universalidad del plan salvífico de Dios por la humanidad, incluso después de la muerte y resurrección de Cristo.

Un reconocimiento de peso teológico similar y casi especular se formuló por parte judía en una declaración de numerosos rabinos, publicada justo el día después de la presentación del último documento vaticano sobre el judaísmo «“Porque los dones y la llamada de Dios son irrevocables” (Rom 11,29)». Tras valorar «la afirmación de la Iglesia del lugar único de Israel en la historia sagrada y en la redención final del mundo»[16], la declaración judía reconoce que «el cristianismo no es un accidente ni un error, sino el resultado debido a la voluntad divina y el don a las naciones. Al separar judaísmo y cristianismo, Dios quiso una separación entre interlocutores con importantes diferencias teológicas, no una separación entre enemigos»[17].

Estas importantes e históricas declaraciones, que suscitan acalorados debates en el seno del diverso mundo judío, deben ser recibidas por nosotros, los cristianos, con alegría y sincera gratitud al Dios de Israel y Señor de la Historia. Pero sin inferir indebidamente de ello que se ha perdido la unicidad de la salvación en Cristo, teorizando la existencia de dos caminos paralelos de salvación. Por el contrario, se tratará de modular de otra forma esa ineludible unicidad, en primer lugar situándola decisivamente en el horizonte mesiánico de la segunda venida de Cristo, de la que podría ser signo.

También cabe afirmar, con Ratzinger, que en este tiempo de espera mesiánica «la Iglesia no debe preocuparse de la conversión de los judíos, porque es necesario esperar el tiempo señalado por Dios, cuando la totalidad de los gentiles habrá alcanzado la salvación (cfr. Rm 11,25)»[18]. El documento vaticano sobre el diálogo judeo-cristiano, publicado casi al inicio del pontificado del papa Francisco, añade por su parte que «es y sigue siendo un rasgo cualitativo de la Iglesia de la Nueva Alianza el estar compuesta por judíos y gentiles, aunque la relación cuantitativa entre judíos y gentiles pueda dar otra impresión a primera vista»[19].

En la perspectiva cristiana, hay ciertamente una sola alianza, que incluye todavía la alianza con Israel, por la cual, según Lumen Gentium n. 16, el Israel postbíblico «debe relacionarse de manera dinámica con el “pueblo de Dios compuesto por judíos y gentiles unidos en Cristo”, en Aquel a quien la Iglesia confiesa como mediador universal de la creación y de la salvación»[20].

A la luz de la segunda venida de Cristo, el controvertido fenómeno de los «judíos mesiánicos» pudo por fin encontrar también su contexto teológico adecuado, que, aunque provoca tensiones más o menos fuertes con el mundo rabínico, es sin embargo históricamente impensable sin él. Y, de hecho, constituye un fruto sorprendente del mismo, aunque todavía sea visto por muchos con sospechosa – cuando no hostil – desconfianza.

El diálogo islámico-cristiano

Consideremos ahora la relación con los musulmanes, abordada en Nostra aetate n. 3. Si, como ya se ha dicho, el rabinismo es, en el plano histórico-sociológico y hermenéutico, otra religión respecto al cristianismo, desde este punto de vista también debería poder iluminar el diálogo interreligioso, en primer lugar el que se mantiene con el islam, que para el cristianismo, a diferencia del rabinismo, es otra religión también en el plano teológico.

El documento colectivo musulmán Una palabra común (2007), fruto inesperado y fructífero del famoso discurso de Benedicto XVI en Ratisbona – aunque, por desgracia, olvidado por muchos –, ya había abierto este camino, proponiendo el doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo como posible punto de encuentro entre el islam, el cristianismo y el propio judaísmo. Este documento musulmán – que la declaración de Abu Dhabi, por desgracia, ha eclipsado un poco, quizá por razones contextualmente políticas –, desde el punto de vista teológico constituye, en cambio, un punto de gran importancia, en absoluto superado.

Una consecuencia no desdeñable de este planteamiento es el hecho de que la persona de Jesús de Nazaret también puede incluirse en el diálogo trilateral, al menos en la medida en que, a nivel histórico-crítico, se nos presenta cada vez más como aquel que cumplió a la perfección el primer mandamiento, el Shema’ Israel (Dt 6,4). Y ello por su plena sumisión a la voluntad del Dios y Padre de Israel, un pueblo cuya religiosidad sigue caracterizándose por la centralidad de este mandamiento y del que el Nazareno es hijo a todos los efectos. Un hecho que incluso la investigación judía ha reconocido ahora. En otras palabras, algunos aspectos del Jesús prepascual, que no son en absoluto secundarios, podrían incluirse plenamente en el diálogo interreligioso entre el cristianismo, el rabinismo y el islam, mientras que la insuperabilidad del desacuerdo sobre el carácter mesiánico de Jesús después de la Pascua, accesible sólo a la luz de su inesperada resurrección de entre los muertos, sigue estando muy clara para todos.

Esto podría favorecer una valorización, en una perspectiva interreligiosa, de la interpretación de Jesús dada por la tradición musulmana, principalmente sufí, que se refiere de buen grado al Evangelio de Mateo, especialmente al Sermón de la Montaña. Debe entenderse como un desarrollo de ese sorprendente dato coránico según el cual Jesús es un mensajero (nabi y rasul) de Alá, sometido a él tan plenamente como para haber vivido – a diferencia de todos los demás enviados, incluido Mahoma – sin pecado. Sólo María, su Madre, no tiene, como él, pecado. Por eso se le califica de «palabra de Dios» (kalimat Allah: cfr. Corán 4,171 y 3,45), en quien habita de modo excepcional el Espíritu de santidad (cfr. Corán 2,87 y 153).

Desde luego, como afirma Ignazio De Francesco, «el Jesús que parece surgir de cada uno de estos dichos es un profeta que habla desde el Islam y al Islam, pero en su figura y en sus palabras hay un eco persistente, aunque no siempre claramente perceptible, que recuerda su origen de otra parte […]. Una lectura serena de estos textos permitirá – pensamos – comprender que la diferencia entre las dos lecturas «cristológicas» es sustancial, pero que existe entre ellas un vínculo innegable e ineludible. Incluso cuando se reinterpreta radicalmente una tradición, ello no significa que el resultado destruya completamente el punto de partida»[21]. Demostrando que, aunque ciertamente no puede considerarse un Libro divinamente inspirado, desde el punto de vista cristiano el Corán contiene, sin embargo, ciertos elementos de la revelación de Dios, rastreables en lo que san Juan Pablo II llamó un «proceso de reducción de la Revelación Divina»[22].

Un proceso aún no del todo esclarecido en el plano histórico, pero en el que parece legítimo vislumbrar la presencia de ese Espíritu de Cristo que, como afirma el Vaticano II en un texto muy querido por san Juan Pablo II, debemos sostener que «ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual» (Gaudium et spes, n. 22).

Lo mismo ocurre con María, y no sólo en relación con el texto coránico, sino también con la devoción generalizada que se le tributa en el mundo musulmán[23].

La profecía mariana de Tibhirine: diálogo y martirio

Por último, nos gustaría mostrar cómo todo esto ha encontrado un cumplimiento profético ejemplar en la vida y muerte de los monjes trapenses de Tibhirine, Argelia, beatificados en Orán el 8 de diciembre de 2018 como parte de un grupo de 19 mártires que trabajaban en el país en la época de la guerra civil. A medida que pasa el tiempo, vemos cada vez más cómo se trató de un acontecimiento local en el que confluyeron muchos factores, que luego se harían operativos a escala mundial, casi como si se tratara de una especie de laboratorio espiritual y teológico. En él, nos parece que ha tomado cuerpo dramáticamente lo que el Papa emérito Benedicto XVI decía más arriba sobre la nueva forma de entender el sentido de la misión cristiana hoy.

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En efecto, nos encontramos en el contexto de una Iglesia local que vive en situación minoritaria en un país de aplastante mayoría musulmana, antigua colonia francesa que había obtenido la independencia en 1962, tras una larga y sangrienta guerra iniciada en 1954. En esta Iglesia, dirigida durante mucho tiempo por la autorizada y carismática personalidad del Card. Duval, arzobispo de Argel de 1954 a 1988, la enseñanza del Concilio, así como los gestos y las palabras del Magisterio de san Juan Pablo II, han encontrado un eco muy especial. Y ello, entre otras cosas, gracias a la herencia espiritual de san Charles de Foucauld, que pasó por Tibhirine en 1900. Una herencia, junto con la de la Badaliya de Massignon, muy viva en los católicos argelinos, en su mayoría extranjeros y religiosos, y caracterizada por la conciencia de ser huéspedes del pueblo argelino, llamados a dar testimonio de Cristo no tanto a través de la predicación y el anuncio explícito, sino más bien a través de la oración y la acogida fraterna de los musulmanes: una acogida recibida primero y dada después.

Estos monjes se han inspirado en esta herencia, armonizándola dentro de la escucha monástica orante y litúrgica de la Palabra vivida en comunidad. Una escucha que, en el caso del prior Christian de Chergé y del viceprior Christophe Lebreton, adquiere los rasgos de una experiencia de excepcional intensidad mística, hoy bien documentada. Y hay que señalar que ninguno de ellos tenía una formación estrictamente islámica.

Fueron precisamente estas fuentes espirituales puramente cristianas las que les permitieron atravesar, con las antorchas encendidas de la fe en Jesús muerto y resucitado, el drama oscuro y terrible de la guerra civil argelina que estalló el 11 de enero de 1992, y que se cobró entre 150.000 y 200.000 víctimas, en su mayoría civiles y musulmanes, y entre los cuales sólo una minoría eran cristianos, casi siempre con los rasgos explícitos del martirio. Fue el choque frontal entre el fundamentalismo islámico, alimentado por los combatientes yihadistas que habían regresado de la guerra antisoviética de Afganistán, que ganaron también gracias al apoyo masivo de Occidente, y la élite política poscolonial, apoyada por Francia, pero bastante desacreditada en el país. En este cerco mortal, junto con la población civil, también fueron aplastados los indefensos, pero en absoluto ingenuos, monjes de Tibhirine.

De un estudio autorizado[24], realizado a partir de documentos de primera mano que hasta entonces habían permanecido inéditos, surge una novedad esclarecedora, que hasta ahora era desconocida para la mayoría de la gente: el hecho de que el prior de la comunidad, junto a otros tres monjes, se había convertido en el alma de un pequeño grupo de oración y reflexión, bautizado Ribât Es-Salâm («Vínculo de la Paz»), en referencia a la versión árabe de Ef 4,3, y fundado el 25 de marzo de 1979, fiesta de la Anunciación, muy querida por la tradición cisterciense y significativa también para los musulmanes.

A partir de 1980, algunos sufíes argelinos participaron regularmente en este grupo, dándole así las inesperadas características de un grupo de comunión espiritual cristiano-sufí. Y el estudio no deja de documentar, a partir del precioso Boletín que acompaña puntualmente la vida del grupo desde 1984, cómo las dos realidades convivieron espiritualmente, paso a paso, el drama de una guerra civil que desgarró profundamente el mundo islámico argelino, dando así prueba de una esperanza heroica en Dios: tres miembros del grupo fueron asesinados por los yihadistas incluso antes del secuestro de los monjes, que tuvo lugar la noche del 26 al 27 de marzo, justo mientras tenía lugar la trigésimo tercera reunión del grupo y la conmemoración del aniversario de su fundación. Gracias a este grupo islámico-cristiano, el martirio de los monjes de Tibhirine atraviesa así, con un toque mariano discreto pero poderoso, el drama interno del Islam argelino de aquellos años, sacando a relucir una profundidad espiritual desconocida, que a partir de entonces se extendería a toda la Umma musulmana.

Al mismo tiempo, el martirio de estos monjes trapenses, ahora beatificados, nos parece desenmascarar la inconsistencia ideológica del anunciado «choque de civilizaciones». Se trata en realidad de un velo lamentable que esconde, en un engañoso juego de espejos, alianzas de poder inconfesables e inconfesadas entre presuntos enemigos, todos las cuales en realidad tienen en común un delirio casi satánico de omnipotencia, cuya única certeza es la inútil y culpable masacre de innumerables inocentes. De Tibhirine emerge también una teología de la diferencia, con una fuerte connotación mística, vivida como una consagración especial a los hermanos del Islam, en la creencia de que sólo Dios sabe el camino y el momento en que la humanidad se convertirá en un solo pueblo[25].

Ahora bien, aquí no hay nada del superficial relativismo líquido posmoderno, que vacía el diálogo interreligioso de toda consistencia real, así como su posible reducción a una fraternidad humana genérica. Por el contrario, sale a la luz la identificación radical, hasta el martirio, con el Cordero inmolado y el Esposo divino: una identificación preparada y también deseada en la batalla espiritual sufrida, la única yihad verdadera, que, en el caso de Lebreton, incluso está profetizada. Precisamente por esta razón, el diálogo espiritual islámico-cristiano vivido por los monjes de Tibhirine fue, en sí mismo, un «diálogo de salvación». Estamos aquí ante un auténtico Evangelio sine glosa, que, precisamente por serlo, deja brillar mejor su verdad dogmática, es decir, el Amor ilimitado de Dios manifestado en el Cristo resucitado, Hijo del Padre, que nos suplica le correspondamos para obrar la salvación de nuestro mundo.

En su contexto histórico, estos monjes fueron la encarnación concreta de una Iglesia que está llamada a hacer reverberar sin excepción a Jesús, luz de las naciones, incluso para aquellos que se encuentran fuera de sus fronteras visibles. Esta historia atestigua cómo el verdadero problema del diálogo interreligioso no es la unicidad de la salvación en Cristo, único redentor del hombre: se trata más bien de la santidad con la que los cristianos dan testimonio de ello, en un momento en que la cristiandad pasa a ser una minoría sociológica, a menudo perseguida.

Y si ilustramos la forma innovadora en que Lumen gentium concibió las relaciones entre la Iglesia católica y otras religiones a través del modelo atómico clásico de Bohr, podemos ver fácilmente cómo, sin la energía proveniente de una auténtica tensión hacia la santidad de Cristo por parte de los cristianos católicos, para quienes ciertamente no hay salvación fuera de la Iglesia, se corre el riesgo de perder ese núcleo que es el único que permite a las religiones no cristianas transformarse en electrones locos. De ahí la urgencia, que no ha disminuido en absoluto, de la misión cristiana hoy, testimoniada ejemplarmente por los monjes de Tibhirine y sus compañeros, mártires del Cordero.

  1. Fulgenzio de Ruspe, s., De fide, seu de regula verae fidei ad Petrum 38, 81.
  2. Cfr. H. Denzinger – P. Hünermann, Enchiridion Symbolorum, n. 1351, Bolonia, EDB, 1995, 601.
  3. H. de Lubac, Cattolicesimo. Aspetti sociali del dogma, Milán, Jaca Book 1992, 159.
  4. Ibid., 161.
  5. F. Iannone, Una Chiesa per gli altri. Il Concilio Vaticano II e le religioni non cristiane, Asís (Pg), Cittadella, 2014, 66.
  6. G. Canobbio, Chiesa, religioni, salvezza. Il Vaticano II e la sua recezione, Brescia, Morcelliana, 2007, 53; cursivas nuestras.
  7. Comisión Teológica Internacional, El cristianismo y las religiones, n. 63
  8. Ibid., n. 67.
  9. G. Canobbio, Chiesa, religioni, salvezza…, cit., 63.
  10. D. Libanori (ed.), Per mezzo della fede. Dottrina della giustificazione ed esperienza di Dio nella predicazione della Chiesa e negli Esercizi Spirituali, Cinisello Balsamo (Mi), San Paolo, 2016, 233.
  11. Ibid., 134.
  12. Cfr. A. Bea, La Chiesa e il popolo ebraico, Brescia, Morcelliana, 2015, 141.
  13. D. Valentini, Lo Spirito e la Sposa. Scritti teologici sulla Chiesa di Dio e degli uomini, Ciudad del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 2009, 62.
  14. Ibid.
  15. Ibid.
  16. Cfr. Osservatore Romano, 11 de diciembre de 2015.
  17. Ibid.
  18. J. Ratzinger/Benedetto XVI, Gesù di Nazaret. Dall’ingresso in Gerusalemme fino alla risurrezione, Ciudad del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 2011, 56.
  19. Commissione per i rapporti religiosi con l’ebraismo, «“Perché i doni e la chiamata di Dio sono irrevocabili” (Rm 11,29)», n. 43. Este importante documento vaticano data del 10 de diciembre de 2015. De hecho, constituye la intervención más importante, desde el punto de vista teológico, de la Santa Sede durante el pontificado del Papa Francisco sobre el tema del diálogo judeo-cristiano.
  20. Ibid.
  21. I. De Francesco, «Introduzione», en I detti islamici di Gesù, Milán, Mondadori, 2009, XXXVI s.
  22. Juan Pablo II, s., Varcare le soglie della speranza, ibid., 1994, 103.
  23. En el Líbano, país consagrado en 2020 al Inmaculado Corazón de María, desde 2011, por iniciativa musulmana, el Estado reconoce oficialmente la Anunciación como celebración islámico-cristiana. A esto se suma la inauguración de la primera mezquita dedicada a María, en Tartous (Siria), el 6 de junio de 2015.
  24. Cfr. M. Susini, Cercatori di Dio. Il dialogo tra cristiani e musulmani nel monastero dei martiri di Tibhirine, Bolonia, EDB, 2015.
  25. Cfr. Ibid., 325-333.
Mario Imperatori
Doctor en teología por la Universidad de Louvain-la-Neuve. Es docente extraordinario y vicepresidente de la Sezione San Luigi de la Pontificia Facultà Teologica della Italia Meriodionale y colaborador habitual de las revistas Rassegna di Teologia y La Civiltà Cattolica. Entre sus últimas publicaciones destacan los libros Una mistica in orizzonte evolutivo. La Genesi biblica di Guido Bortoluzzi (2021) e Israele, la Chiesa e il loro mistero. Tra i tempi delle nazioni e la parusia (2019).

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