FILOSOFÍA Y ÉTICA

¿Son actuales los pecados capitales?

Los siete pecados capitales, Pieter Brueghel El Viejo (1558)

¿Qué son los vicios? ¿Por qué algunos se llaman «capitales»? ¿Cuáles son? ¿Y por qué éstos y no otros? Probablemente no muchos sabrían responder con precisión a estas preguntas, tanto en el ámbito laico como en el eclesiástico, creyendo quizá que se trata de un discurso inútil y anticuado, incapaz de hablar al hombre de hoy. El filósofo Galimberti, autor de una de las (pocas) publicaciones dedicadas a este tema, sugiere que la lista clásica de los siete pecados capitales debería ir acompañada de una nueva lista de lo que realmente ocuparía el corazón y la mente del hombre contemporáneo[1]. Esta forma de pensar también parece encontrar consenso en otros lugares; una encuesta realizada hace unos años por la BBC señala que «la mayoría de la población británica ya no cree que los siete pecados capitales tengan relevancia alguna en sus vidas, y piensa que deberían actualizarse para reflejar la sociedad moderna […]. A la cabeza de la lista figura ahora la crueldad, seguida del adulterio, el fanatismo, la deshonestidad, la hipocresía, la avaricia y el egoísmo»[2].

En realidad, el discurso sobre el vicio, tal y como lo plantea la reflexión filosófica, psicológica y espiritual, no pretende en absoluto presentarse como una forma pedante y anticuada de complicar la existencia, sino que es una cuestión de vida o muerte. Los vicios nos acompañan a lo largo de todo el día y, aunque a veces nos cueste darnos cuenta de ellos, no han desaparecido en absoluto: eliminados de la no ficción y de los tratados morales, han salpicado las páginas de los periódicos, como se desprende incluso de un somero vistazo a las noticias de una nación que parece ser el modelo de la prosperidad, la abundancia y la liberalización:

– «Los yuppies arrogantes y egoístas sufrieron depresión y otros problemas psicológicos durante la crisis de 1990-91, cuando se quedaron sin trabajo y de repente se dieron cuenta de que eran mucho menos importantes de lo que creían. Un terapeuta los recuerda así: “Mis pacientes estaban muy amargados […]. Muchos de ellos procedían de familias de clase media-alta, de los mejores colegios, y sentían que tenían un pasaporte al éxito”»[3].

– «Millones de hombres y mujeres están tan insatisfechos con su cuerpo que se someten a cirugía plástica, y buscan apoyo psicológico para la baja autoestima»[4].

– «Durante un juicio un hombre disparó ocho tiros a su acusador, delante de su mujer. Se le describió como un hombre de carácter sanguíneo, muy nervioso por el exceso de trabajo y muy irascible con sus compañeros»[5].

– «Algunos estudiantes, envidiosos de los logros académicos de un compañero, destruyeron los resultados de las investigaciones de laboratorio en las que éste había invertido largas horas de duro trabajo. Con ello pretendían impedirle el acceso a la facultad de medicina»[6].

– «Un senador emprendedor, con reputación de gran integridad, fue puesto bajo investigación por un tribunal federal por corrupción y es sospechoso de numerosas transacciones ilícitas de carácter financiero. Un senador amigo suyo comentó: “Sigo sin pensar que sea una mala persona. Simplemente se volvió cada vez más codicioso, quedándoselo todo para él. No debería haber permitido que le ocurriera esto”»[7].

– «Millones de estadounidenses fuman, comen y beben arruinando su salud, sin saber que están expuestos a una marea de enfermedades potenciales porque no pueden controlar su avidez por la comida, la bebida y las drogas de varios tipos»[8].

– «Una banda de barrio golpeó, violó y apuñaló 132 veces a una mujer antes de abandonarla en un campo para que muriera. El motivo fue el aburrimiento; uno de ellos dijo al respecto: “No había nada que hacer, así que propuse salir y matar a alguien”»[9].

Expulsado por la puerta del pensamiento y la reflexión, el vicio vuelve a entrar por la ventana de la pasión ordinaria. Conviene, pues, abordarlo de manera menos tensa.

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La reflexión sobre los pecados capitales se originó en un ambiente profundamente religioso y austero, como los eremitorios del desierto egipcio y los monasterios de los siglos III-V, y alcanzó la disposición que hoy conocemos principalmente a través de la obra de Casiano y Gregorio Magno[10]. Sus reflexiones presentan todas las situaciones posibles de la vida, de la clase social, de los problemas presentes en el día a día de todo ser humano. Como reconocieron dos estudiosos al presentar sus investigaciones sobre el tema: «Hablar de los vicios nos llevó a tocar temas vastos e importantes: el cuerpo, el alma, las mujeres, los intelectuales, el trabajo, la guerra, el dinero […] representan el trasfondo inevitable de muchas de las reflexiones que se agrupan en torno a los vicios y son una de las razones por las que la cultura medieval dedicó tanta energía y atención a los vicios capitales: el discurso sobre los vicios resulta ser, en realidad, una especie de enorme enciclopedia en la que se puede encontrar de todo, un eficaz esquema de clasificación para hablar del “mundo”, tal y como sostenían los monjes. En ello reside quizá la raíz de su éxito»[11].

Este tipo de análisis también es importante porque reconoce un sentido a la realidad: clasificar las acciones en «virtuosas» o «viciosas» presupone de hecho una visión unitaria de la vida y un sentido de la acción humana capaz de evaluarlas, dos elementos decisivos para el pensamiento, y en absoluto evidentes. La propia palabra «transgresión» reconoce una norma de la que uno se distancia; se podría decir de los vicios lo que el director polaco Kieslowski dijo de los mandamientos, justificando la elección de dedicarles una famosa serie de películas: «Resumen toda nuestra existencia, lo que somos y lo que querríamos ser: todos los despreciamos y, sin embargo, todos nos reconocemos en ellos». Tal reflexión puede hacerse porque se sitúa a la luz de un horizonte de sentido superior a los límites y defectos encontrados, que infunde fuerza y valor al combate espiritual, sobre todo en el momento de la prueba: «La suerte del septenario está ligada a la idea de que existe un orden “natural” de los vicios, de que hay algunos vicios – siete u ocho – que son más importantes que otros, vicios “capitales” […]. Tanto si se adopta el esquema de Casiano como el de Gregorio o un sistema híbrido, en la interminable literatura sobre los vicios capitales un punto permanece absolutamente firme a lo largo de toda la Edad Media: el universo de la culpa es un universo ordenado»[12].

¿Qué es un vicio capital?

La tradición filosófica y espiritual clásica utiliza el término «vicio» para designar un habitus negativo. Habitus se traduce impropiamente con el término «hábito» (entendido como «costumbre»), aunque es posible encontrar elementos comunes, como la facilidad para realizar una actividad, un aprendizaje consolidado por el uso frecuente, un «modo especial de proceder o conducirse adquirido por repetición de actos iguales o semejantes»[13]. Lo que diferencia un habitus de un «hábito» o costumbre es que el primero implica a la persona en los aspectos más profundos desde el punto de vista psicológico, moral y espiritual, mientras que el hábito es casi una especie de automatismo que da estabilidad a la existencia, facilita la realización de una acción, ahorrando tiempo y energía. Sin embargo, tanto el habitus como el hábito son el resultado de la repetición a lo largo del tiempo, y esto los diferencia de una sola acción, buena o mala: en el ámbito moral, un solo pecado no destruye la virtud, ni una buena acción basta para desmantelar un vicio. Los términos «vicio» y «virtud» pretenden subrayar la historicidad y continuidad de la acción humana, que con sus elecciones traza un camino, una orientación básica de la existencia, un verdadero patrimonio del bien y del mal que se acumula a lo largo del tiempo, modificando profundamente a la persona[14].

Vicios y virtudes son, pues, «hábitos» morales que conducen a resultados opuestos: la virtud alcanza más fácilmente el fin del hombre[15], perfeccionándolo, mientras que el vicio lo desprecia, llevando a la destrucción moral, psíquica y física del sujeto[16]. Estas dos direcciones opuestas estaban bien perfiladas por los exempla, las anécdotas en boga en la predicación medieval; piénsese, por ejemplo, en la siguiente historia sobre la perversión, incluso intelectual, a la que puede conducir un vicio como la envidia: «Un día Dios dijo a un envidioso que le concedería todo lo que pidiera, advirtiéndole que, sin embargo, concedería el doble a su vecino. Éste, después de pensarlo mucho, dijo: “Pues quiero que me saques un ojo, para que tengas que sacarle los dos al otro”»[17].

Santo Tomás, retomando la reflexión de los Padres de la Iglesia, definió ciertos vicios como capitales porque, al igual que el comandante de un ejército, mandan sobre todos los demás vicios: «Es esencial a un vicio capital el tener un fin muy apetecible, de modo que así se cometan muchos pecados por el deseo del mismo»[18]. El criterio para su identificación residiría así en un bien particularmente codiciado, cuya posesión, sin embargo, conlleva al mismo tiempo la pérdida de otro bien que le corresponde: «El bien del hombre es triple: el bien del alma, el bien del cuerpo y el bien de las cosas exteriores. Por tanto, al bien del alma, que es un bien imaginado, esto es, la excelencia del honor y de la gloria, se ordena (en cuanto a su propio fin) la soberbia o vanagloria. En cambio, al bien del cuerpo, en lo que respecta a la conservación del individuo, esto es, la comida, se ordena la gula; al bien del cuerpo en cuanto conservación de la especie, como sucede en los placeres venéreos, tiende la lujuria. La avaricia, en cambio, tiende al bien de las cosas exteriores»[19].

Los restantes vicios son considerados por Tomás como tendentes a apartar al ser humano de su fin propio, apagando la energía y el deseo de hacer el bien, y son la acedia (o pereza), la envidia y la ira[20]; Tomás parte de la premisa de que el hombre busca siempre el bien, incluso en el vicio, porque toda su acción está animada por el amor, por el deseo de ser feliz. Pero este deseo sólo puede realizarse mediante una acción virtuosa, respetuosa de los múltiples aspectos del bien: «La alegría y el placer se refieren al bien presente y poseído; el deseo y la esperanza, al bien aún no poseído. El amor, en cambio, se refiere al bien en general, poseído o no poseído […]. El amor es el principio de todos los afectos, y por eso cuando se dice que la virtud es el orden del amor, la predicación indica la causa, no la esencia: pues no toda virtud es esencialmente amor, pero todo afecto de virtud deriva de algún amor ordenado; y, análogamente, todo afecto de pecado deriva de algún amor desordenado»[21].

Este es el quid de la cuestión: lo que marca la diferencia entre el vicio y la virtud no es tanto la búsqueda del bien, que de hecho está presente en toda acción humana, sino la búsqueda ordenada del bien, es decir, que permita al ser humano alcanzar el fin para el que fue creado. En los comportamientos viciosos el bien alcanzado es parcial y mutilado, porque va en detrimento de otros bienes esenciales; cuando, en cambio, el hombre alcanza el bien que le es propio, mediante actos de virtud, puede alcanzar otros bienes vinculados a él, realizando plenamente los diversos aspectos de su vida. Porque es propio de la bondad mostrar armonía y simplicidad básicas, mientras que, por el contrario, el mal conduce a divisiones y laceraciones, dentro y fuera de sí mismo[22].

Esta conclusión no es sino la aplicación concreta de la característica esencial del bien: ser unidad y proporción. El vicio, al mismo tiempo que alcanza un bien, pierde otros, en primer lugar ese bien fundamental que es la libertad; además, al destruir la armonía y la unidad general del propio ser, acaba, como un tumor descontrolado, llevando a la muerte a quienes lo dejan desarrollarse. Como señala a este respecto el psicólogo Schimmel: «En su mayor parte, estos vicios son manifestaciones de nuestra negativa a dominar nuestros impulsos físicos y psíquicos […]. Comer todo lo que queramos, acostarnos con quien queramos, enriquecernos ilícitamente cuando hay pocas posibilidades de ser detectados y atacar violentamente a quienes nos frustran o molestan es más fácil que ejercer resistencia a estas tentaciones. En el caso de la pereza, preferimos poner los ojos y el corazón en otra parte y evitar así involucrarnos. Esta incapacidad para desarrollar y utilizar el autocontrol refleja el escaso interés de la cultura moderna por los valores morales y la educación del buen carácter»[23].

Este desacierto se produce porque las tentaciones y los vicios se disfrazan de falsa virtud y engañan a la mente y al corazón, hecho bien conocido por los antiguos[24]. De ahí la sutileza y la perspicacia, propias de la sabiduría, necesarias para diferenciar el vicio de la virtud, porque entre ambos se encuentra no sólo la consideración del bien, sino también la seductora aunque falsa atracción de la pasión[25]. Santo Tomás constata cómo las pasiones manifiestan la poderosa capacidad de debilitar las decisiones del hombre, ya que la voluntad apunta al bien en lo universal, mientras que las pasiones se detienen en un bien particular, que por una parte es más limitado, pero por otra es más inmediato, fácil de alcanzar y sobre todo apela a la sensibilidad[26]. Por lo tanto, es esencial reconocer lo que, aunque atractivo, resulta ser un veneno peligroso, y es valioso reconocerlo a tiempo, sin tener que esperar hasta el momento en que, demasiado tarde, uno se da cuenta de las consecuencias deletéreas del vicio.

Tal discurso es también una clara refutación de la tendencia a eliminar los ideales de la vida; cuando esto ocurre, el ser humano se embrutece y manifiesta los peores aspectos de sí mismo. Se pueden retomar algunas consideraciones del escritor B. Marshall, sobre lo que llamó «la nueva hipocresía»: «Antes, la gente fingía ser mejor de lo que era: ahora finge ser peor. Hubo un tiempo en que los hombres aseguraban que iban a la iglesia los domingos, aunque no lo hicieran: ahora dicen a la gente que van a jugar al golf los domingos, ¡y quién sabe lo dolidos que se sentirían si sus amigos se enteraran de que en lugar de ir a la iglesia van a jugar al golf! En otras palabras, la hipocresía era antes – como dice un escritor francés – el tributo que el vicio rinde a la virtud, mientras que ahora es el tributo que la virtud rinde al vicio: y éste, en mi opinión, es un estado de cosas mucho peor que el otro, porque significa que nuestros ideales están decayendo y que ya no tenemos el valor de ser buenas personas ni siquiera dentro de nosotros mismos: en lugar de eso, llevamos incluso hacia dentro ese aspecto que, por razones de respeto humano, mostramos hacia fuera»[27].

El riesgo de hipocresía, claramente denunciado por el Evangelio, no lleva a considerar inútil el valor, porque es un elemento de esperanza frente a las caídas; es esta tensión irreprimible entre el ideal y el límite, entre el vicio y la virtud, lo que hace que la vida sea «humana» y merezca la pena ser vivida. Como observó Eugenio Montale a este respecto: «Ay de la destrucción de los vicios, se corre el riesgo de transformar el mundo en el más árido de los desiertos. Si acaso, hay que llegar a un acuerdo con ellos, provocándolos para que jueguen a un juego sin trucos. Sólo actuando así puede el hombre exorcizar su poder maligno y salvar así su propia alma»[28].

Los vicios y la reflexión psicológica

Esto también tiene su importancia desde el punto de vista psicológico. El psicoanálisis de Freud presenta de una forma nueva ideas de la filosofía clásica, como, por ejemplo, la importancia de interpretar y releer la propia vida desde una perspectiva terapéutica: la comprensión de lo que ha sucedido desempeña un papel fundamental en la curación del psiquismo, entendida ante todo como crecimiento en el autoconocimiento, mediante la aplicación de los cambios adecuados[29]. El objetivo de la psicoterapia es hacer que la persona se sienta feliz con su vida y, por lo tanto, dado que el vicio es su negación, debe tratar de introducir reglas que permitan dominar el comportamiento humano con mayor libertad y conciencia, en lugar de simplemente entregarse a él sin ningún freno[30]. Para Freud, la perversión es una enfermedad que entristece y hace infelices a quienes la padecen, y su propuesta terapéutica nunca se orientó a vivir la sexualidad sin reglas ni control: en su concepción, el psicoanálisis no pretende destruir todas las normas morales, ni exalta un enfoque libertino de la vida[31].

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La conclusión de la reflexión psicológica y psicoanalítica a este respecto es sorprendentemente similar al de la moral clásica: entregarse al vicio conduce a la desaparición misma del placer[32]. Las observaciones de Freud sobre los pervertidos llegan a las mismas conclusiones que las que analizaron la tendencia a acentuar el deseo y las expectativas sexuales, como ocurre, por ejemplo, en la ninfomanía: «Muchos ninfómanos son incapaces de obtener satisfacción emocional del sexo. El aumento incesante de su deseo sexual puede ser el resultado de una forma de trastorno cerebral, psicosis, abuso de sustancias o acting out debido a algún problema emocional»[33]. La medida en que la promiscuidad sexual, típica de la lujuria, es psicológicamente destructiva puede verse en la descripción que hace Giddens de un joven paciente: «Gerri llevaba una vida tan esquizofrénica como la de cualquier hombre que pretendiera combinar la integridad en el trabajo con la búsqueda sistemática de conquistas sexuales en la esfera no laboral. Durante el día, Gerri era profesor de apoyo en una escuela. Por las noches a veces daba clases, pero también frecuentaba bares de solteros y mantenía relaciones sexuales con cuatro hombres diferentes, cada uno de los cuales ignoraba la existencia de los otros tres. Su existencia entró en crisis cuando descubrió que, a pesar de tomar más precauciones de lo habitual, había contraído una enfermedad venérea (por duodécima vez en su vida). Si quisiera rastrear a todos los hombres a los que había infectado, tendría que ponerse en contacto con no menos de catorce hombres con los que había mantenido relaciones en un breve periodo de tiempo»[34]. También sería importante preguntarse, prosigue el autor, por qué el fenómeno de la adicción, en sus distintos niveles, se ha extendido y diversificado tanto, mucho más allá de la «droga» clásica, y se encuentra en las situaciones más variadas, desde el punto de vista de la ocupación laboral, las situaciones de vida y las clases, desarrollándose de forma tan masiva en nuestras sociedades[35].

Así pues, los siete pecados capitales, se quiera o no, aparecen a menudo en el ámbito terapéutico y cuestionan la visión de la vida tanto del paciente como del terapeuta: «Los siete vicios están directamente relacionados con una serie de problemas de los que se ocupa la psicología clínica y social. La baja autoestima, la agresividad, la animosidad racial, la ansiedad económica, el estrés, la obesidad, las disfunciones sexuales, la depresión y el suicidio son algunos de los principales problemas directamente relacionados con los siete vicios capitales […]. Puede que al principio no reconozcamos la conexión entre un vicio capital y sus efectos indirectos, pero una investigación más profunda suele revelarlo. La anhedonia, por ejemplo, la desesperación por encontrar sentido y propósito a la vida, puede atribuirse en parte al materialismo de la gula, a la apatía espiritual de la pereza y al narcisismo de la soberbia»[36].

Sin embargo, sin un enfoque ético y espiritual, resulta problemático ayudar a las personas: la terapia no puede prescindir de ofrecer puntos de referencia concretos, ni puede reducirse a un vago llamado a seguir «lo que uno siente». En el origen de la dificultad actual para reconocer la raíz de los problemas en terapia se encuentra la falta de un enfoque sapiencial de la existencia, capaz de recomponer sus distintos aspectos, en particular el vínculo inseparable de acciones y valores que caracteriza la acción humana, para ofrecer una esperanza concreta de vivir de otro modo. A este respecto, el psicólogo H. Mowrer subraya cómo las neurosis y las depresiones son a menudo la consecuencia de una laxitud desenfrenada y de la falta de una visión unificada capaz de dar sentido a las acciones, dejando en las personas un sentimiento de vacío y de impaciencia ante la vida[37].

En el origen de los problemas que se someten a tratamiento psicológico se encuentra a menudo una falta de sentido en lo que se vive, y, al mismo tiempo, una demanda del mismo, a veces tácita, pero urgente; una demanda sapiencial, diría Sócrates, la pregunta por la virtud. Desde esta perspectiva, es posible percatarse de que un vicio tan extendido en nuestro tiempo como la acedia, tiene su raíz en un problema espiritual, y es desde esta dimensión que debe enfrentárselo. Desde el punto de vista terapéutico, Jung identificó un punto de inflexión a este respecto a partir del momento en que, más o menos en la mediana edad, el problema religioso se hace cada vez más presente, o incluso se convierte en la motivación fundamental para que la persona busque ayuda: «De todos mis pacientes que tenían más de 35 años, no encontré ninguno cuyo problema último no fuera su comportamiento religioso. Al contrario, al fin y al cabo, todo el mundo enferma porque ha perdido lo que las religiones vivas han dado a sus fieles a lo largo de los tiempos, y nadie está realmente curado si no ha recuperado su dimensión religiosa, que por supuesto no tiene nada que ver con la confesión o la pertenencia a una iglesia. Tarde o temprano, el tema religioso aflora en la historia vital de los pacientes, y no es poca cosa en la lectura del sentido de la propia vida». Casi 40 años después, Jung volvió a confirmar esta observación en los mismos términos[38].

Un mensaje de esperanza

Bajo la reflexión sobre los vicios subyace, sin embargo, una visión de gran confianza en la libertad y la bondad del hombre, considerado capaz de reconocer el bien y ponerlo en práctica; los escritos de los Padres de la Iglesia reflejan la imagen de un hombre auténtico y de una vida de sabiduría. Pero no fueron los únicos en afirmarlo: una enseñanza constante de la tradición filosófica y espiritual a este respecto es que todo vicio puede transformarse en su correspondiente virtud, es decir, que nuestros deseos pueden encontrar su objeto adecuado.

Esta era la conclusión de la filosofía clásica: para los griegos, Platón y Aristóteles in primis, con la razón uno puede superarse a sí mismo y alcanzar la virtud, que es el gobierno ordenado de uno mismo. Cuando habla de los medios justos, por ejemplo ante la ira, Aristóteles presenta una interesante vía terapéutica para hacer frente a la propia incapacidad[39]; consideraciones similares se encuentran también en el estoicismo, que desarrolló una práctica de vida ascética que más tarde daría lugar a los ejercicios espirituales[40]. Autores de distintas épocas y procedencias sociales han dado lugar a una corriente de pensamiento unificada y riquísima, que hay que proteger y valorar, porque corre el riesgo de ser dejada de lado precipitadamente en nombre de una «liberalidad» ambigua y superficial: «La idea de los estoicos, rabinos y escritores cristianos de que debemos purificar nuestra vida interior (pensamientos, inclinaciones, emociones…) no menos que lo que se expresa externamente es ajena al temperamento moderno […]. Cualquiera que sea el origen de la tentación, los teólogos consideran que el ser humano es capaz de resistirla con su voluntad en la medida en que su razón está intacta. Las similitudes entre las tres tradiciones morales sobre el vicio, la virtud y la naturaleza humana son mayores que sus diferencias»[41].

Llamar a la culpa y al vicio por su nombre no es en absoluto una cruel humillación de la espontaneidad humana, sino un acto de libertad: es saberse superior a lo que uno ha hecho, reconocer que uno podría haber actuado de otra manera reconociendo las posibilidades siempre presentes, incluso para el vicioso más empedernido. Esto se convierte también en un mensaje de esperanza, al reconocer que es posible salir del mal, ya que éste no tiene ni la primera ni la última palabra en la acción humana. De hecho, el mal sólo puede ser reconocido por el ser humano a la luz de un bien mayor que lo habita y que también le permite vislumbrar una posibilidad de reconciliación»[42].

Es de esperar, pues, que la reflexión sobre los vicios, de mera noticia, retome su papel de relectura sensata de la acción humana, recuperando un patrimonio antiguo y muy rico, pero poco conocido.

  1. Cfr. U. Galimberti, I vizi capitali e i nuovi vizi, Milán, Feltrinelli, 2003. Los nuevos vicios que según Galimberti deberían ocupar el lugar de la lista «clásica» (orgullo, envidia, avaricia, ira, gula, lujuria, pereza) son: consumismo, conformismo, desvergüenza, sexomanía, sociopatía, negación, vacío.

  2. C. Brown, «Out with the old Deadly Sins, in with the new», en Scotsman, Edinburgo, 7 de febrero de 2005, citado en M. E. Dyson, Superbia, Milán, Cortina, 2006, 7.

  3. En New York Times, 7 de noviembre de 1990.

  4. Ibid., 7 de febrero de 1991.

  5. Ibid., 5 de mayo de 1991.

  6. Ibid.

  7. Ibid., 6 de junio de 1991.

  8. S. Schimmel, The Seven Deadly Sins, New York, Oxford University Press, 1997, 2; el libro constituye la fuente de estos sucesos de la crónica.

  9. En New York Times, 27 de mayo de 1991.

  10. Cfr. G. Casiano, s., Le istituzioni cenobitiche, V-XII; Gregorio Magno, s., Moralia, XXXI, 45, 89.

  11. C. Casagrande – S. Vecchio, I sette vizi capitali. Storia dei peccati nel Medioevo, Turín, Einaudi, 2000, XVI.

  12. Ibid., 183 s.

  13. Real Academia Española, «hábito», definición.

  14. Hasta qué punto la mala acción convertida en vicio moldea también somáticamente a la persona se muestra eficazmente en la novela de O. Wilde, El retrato de Dorian Gray: con cada abominación realizada por el protagonista, su retrato se vuelve cada vez más repulsivo, mostrando plásticamente cómo el mal deforma el alma del autor.

  15. El fin último del hombre, aquello para lo que fue creado, es el conocimiento y la comunión con Dios; los demás bienes (económicos y culturales) son una ayuda para alcanzar el bien último, logrando así su propio fin. Es la circularidad propia de la moral según la virtud (cfr. Summa Theol., I-II, q. 94, a. 2). Cfr. también De malo, q. 8, a. 1, citado más adelante.

  16. Esto se pone de manifiesto, por ejemplo, en los vicios de la gula y la lujuria, que incluyen comportamientos esencialmente destructivos como la bulimia, el alcoholismo, la toxicomanía y el erotismo: «Asociados a la bulimia están la adicción al alcohol, el hurto en tiendas y la labilidad emocional (incluidos los intentos de suicidio) […], la toxicomanía y las relaciones sexuales autodestructivas» (H. Kaplan – B. Sadock, Psichiatria. Manuale di scienze del comportamento e psichiatria clinica, vol. II, Turín, Centro Scientifico Internazionale, 2001, 727)..

  17. Cfr. Juan de Salisbury, Policraticus, VII, 24.

  18. Tomás de Aquino, s., Summa Theol., II-II, q. 158, a. 6.

  19. Id., De malo, q. 8, a. 1.

  20. Ibid., q. 8, a. 1.

  21. Id., Summa Theol., I, q. 20, a. 1; Id., De malo, q. 11, a. 1, ad 1.

  22. «Como dice Dionisio, el bien es causado por una causa única e integral, mientras que el mal es causado por defectos particulares; al igual que la belleza es causada por el hecho de que todos los miembros del cuerpo están dispuestos según una proporción conveniente, y si un solo miembro del cuerpo no ha sido dispuesto según una proporción conveniente produce fealdad» (Id., De malo, q. 8, a. 4). La proporción que caracteriza al bien es la proporción que se encuentra en el ser, por eso «ser» es sinónimo de «ser bueno»: cfr. Summa Theol., I-II, q. 54, a. 1; II-II, q. 141, a. 2, ad 3.

  23. S. Schimmel, The Seven Deadly Sins, cit., 3.

  24. «Algunos vicios se ocultan bajo la apariencia de virtudes y vienen hacia nosotros con semblante benévolo, pero en cuanto nos han golpeado percibimos su hostilidad […]. A menudo la cólera desmesurada se presenta como justicia, mientras que la sumisión excesiva quiere parecer misericordia; el miedo injustificado toma la apariencia de la humildad, el orgullo desenfrenado la de la libertad» (Gregorio Magno, s., Moralia, III, 33, 65).

  25. La pasión, que desde el siglo XVII se asimila prácticamente al término emoción, es la respuesta sensible a un estímulo: también puede ser muy intensa, pero dura poco.

  26. «La voluntad se mueve hacia su objeto sin pasión, puesto que no se sirve de un órgano del cuerpo» (Tomás de Aquino, s., De malo, q. 8, a. 3).

  27. B. Marshall, Il mondo, la carne e Padre Smith, Milán, Rizzoli, 1981, 122.

  28. Citado en G. Grieco, I 7 vizi capitali. Viaggio nel pianeta delle passioni umane, Milán, Paoline, 1990, 120.

  29. Cfr. E. R. Goodenough, The Psychology of Religious Experiences, Londres, Basic Books, 1965, 32-35; sobre la relación entre el psicoanálisis de Freud y la filosofía de la antigüedad, cfr. C. Y. Oudai, Freud e la filosofia antica, Turín, Boringhieri, 2006.

  30. Cfr S. Schimmel, The Seven Deadly Sins, cit., 5.

  31. Lambertino, en su oportuno y certero estudio de Freud desde el punto de vista moral, excluye decididamente ambas cosas: «Freud no pretendía abrogar la instancia moral, sino sólo liberarla de las cadenas de la represión y de la hipocresía; Es útil recordar su enérgico rechazo a una liberalización sexual indiscriminada» (A. Lambertino, Psicoanalisi e morale in Freud, Nápoles, Guida, 1989, 330). A este respecto, cita varios pasajes del propio Freud en los que rechaza la hipótesis de que lo ideal para la cura en el tratamiento analítico consiste en disfrutar de la vida o entregarse a las perversiones. Por el contrario, «los pervertidos son más bien pobres diablos, que pagan extraordinariamente caro por su difícil satisfacción» (S. Freud, Introducción al psicoanálisis, Turín, Boringhieri, 1974, 290). La terapia no tiene como objetivo liberar indiscriminadamente las pasiones, sino más bien «el aprovechamiento de la pulsión», su inserción «en la armonía del Yo», de modo que ya no siga «su propio camino autónomo para alcanzar la satisfacción» (S. Freud, Analisi terminabile e interminabile, en Id., Opere, vol. XI, ibid., 1979, 508). El comportamiento erótico sin normas ni obstáculos de ningún tipo se vuelve «inútil, la vida vacía», hasta el punto de que una libertad sexual «ilimitada» antes de la vida matrimonial es considerada por Freud no menos dañina que una libertad continuamente frustrada (S. Freud, Contributi alla psicologia della vita amorosa, en Id., Works 1905-1921, Roma, Newton, 2002, 448).

  32. Santo Tomás observa que una de las características peculiares del placer es que es un reflejo subjetivo de un bien objetivo alcanzado, un elemento indirecto que llega cuando no se busca, mientras que cuando se busca, se apaga y no se alcanza nunca: «Ni siquiera el goce que acompaña al bien perfecto es la esencia misma de la bienaventuranza, sino algo que deriva de ella como accidente propio» (Summa Theol., I-II, q. 2, a. 6; cfr. también q.4, a.2). Estas observaciones son confirmadas por la reflexión filosófica más reciente: el placer nunca cumple sus promesas (ver V. Jankélévitch, Traité des vertus, París, Bordas, 1949, 5-12). Las investigaciones psicológicas actuales hablan de «habituación al placer» y de «caída del deseo», cuando éstas son consideradas como motivo exclusivo de la acción: «El principio del placer es un principio de autoderrota» (V. Frankl, «The philosophical foundations of logotherapy», en Id., Psychotherapy and Existencialism, Nueva York, Clarion Books – Simon & Schuster, 1967, 5); el mismo autor demuestra en un estudio más detallado que quienes buscan el placer como fin en sí mismo nunca lo encuentran (cfr. V. Frankl, « Self-transcendence as a human phenomenon», en Id., The Will to Meaning, Nueva York, Penguin Books, 1970, 31-49). Cuando se convierte en el propósito de actuar y vivir, el placer muere.

  33. S. Levine, «A Modern Perspective on Nymphomania», en Journal of Sex and Marital Therapy 8 (1982) 316.

  34. A. Giddens, La trasformazione dell’intimità. Sessualità, amore ed erotismo nelle società odierne, Bolonia, il Mulino, 1995, 79.

  35. Ibid., 77 s.

  36. S. Schimmel, The Seven Deadly Sins, cit., 10.

  37. Cfr. H. Mowrer, The Crisis in Psychiatry and Religion, Nueva York, D. Van Nostrand Inc, 1961. El psiquiatra Yalom, revisando la variedad de personas y situaciones que enfrentó durante su larga profesión como terapeuta, reconoció que la principal motivación que impulsa a una persona a iniciar este tipo de trabajo es la búsqueda de un sentido capaz de unificar la existencia. La búsqueda de sentido es una característica insoslayable del ser humano: «Ésta es la pregunta que hoy atormenta a hombres y mujeres, muchos de los cuales acuden a terapia precisamente por este sentimiento de falta de sentido y de propósito en sus vidas. Somos seres entregados a la búsqueda de significado. Incluso desde un punto de vista biológico, nuestro sistema nervioso está estructurado de tal manera que los estímulos procedentes del exterior son organizados automáticamente por el cerebro en estructuras internamente dotadas de significado. Una función importante de los sentidos es dar una sensación de control sobre las cosas: sintiéndonos impotentes y confundidos ante fenómenos caóticos y aleatorios, intentamos darles orden, y al hacerlo tenemos la sensación de dominarlos. Pero aún más importante es el hecho de que los valores, y, en consecuencia, un código de conducta, se originan en el significado» (I. Yalom, Guarire d’amore. I casi esemplari di un grande psicoterapeuta, Milán, Rizzoli, 1990, 18).

  38. C. G. Jung, Psicologia e religione, Milán, Comunità, 1966, 139.

  39. Cfr. Aristóteles, Ética a Nicómaco, II, 6.

  40. Cfr. P. Hadot, Esercizi spirituali e filosofia antica, Turín, Einaudi, 1988.

  41. S. Schimmel, The Seven Deadly Sins, cit., 19.

  42. Esto es lo que reconoce Ricoeur al estudiar la estructura de la confesión del pecado como una manera de volver al bien original, reafirmando la distinción entre el bien y el mal: «Decir que el hombre es tan malo que ya no sabemos qué es el bien, significa no no decir nada; porque si no entiendo el “bien”, tampoco entiendo el “mal” […]: por original que sea el mal, más original es el bien» (P. Ricœur, Finitudine e colpa, vol. I: L’uomo fallibile, Bolonia, il Mulino, 1970, 241).

Giovanni Cucci
Jesuita, se graduó en filosofía en la Universidad Católica de Milán. Tras estudiar Teología, se licenció en Psicología y se doctoró en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, materias que actualmente imparte en la misma Universidad. Es miembro del Colegio de Escritores de "La Civiltà Cattolica".

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