Biblia

Vamos a Belén

Viaje de los Reyes magos a Belén, Leonaert Bramer (1640)

La voz del ángel resuena en la noche de Belén. Es una voz con un timbre único, como un eco de sonoridades divinas; viene a nosotros desde el cielo y, trayendo consigo el reflejo de la gloria de Dios, anuncia el misterio de amor, de paz, de salvación que todo hombre espera. Es la voz que habla del nacimiento del Salvador.

Unos pastores que velaban por su rebaño (Lc 2,8) se vieron envueltos por el esplendor radiante de aquella voz, y su primera reacción fue «estremecerse de gran temor» (Lc 2,9). No hay criatura que no se estremezca ante la manifestación de Dios que, al hablar, revela un prodigio increíble de gracia. Moisés, en el monte de la alianza, al oír al Señor proclamar solemnemente su Nombre misericordioso, «se postró precipitadamente en tierra» (Ex 34, 8), en señal de profunda reverencia. Elías oyó la voz del Altísimo en el «rumor de una suave brisa» y «al oírla, se cubrió el rostro con su manto», (1 Re 19,12-13), para dar cuenta de su humilde reconocimiento de la acción de Dios en su historia. Una virgen llamada María, en Nazaret, ante el anuncio del ángel que le daba a conocer la plenitud de la gracia con que había sido revestida, «se turbó en gran manera» (Lc 1, 29), no por la sorpresa de la alabanza, sino por la íntima comprensión del don inefable que se había realizado en ella.

Por eso, quien percibe la presencia del Dios del cielo en la voz que proclama la Navidad de Jesús Salvador, inclina la cabeza en respetuosa adoración, porque percibe que el Infinito se ha dignado entregarse a quienes, sin méritos, han sido elegidos para recibirlo.

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El mensajero divino anuncia una «gran alegría» (Lc 2,10); ésta no sólo contrarresta, sino que cura los aspectos negativos del «gran temor», que también puede quebrantar y paralizar. La alegría del corazón brota de la palabra que atestigua la manifestación de la bondad divina: «Hoy […] les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor» (Lc 2,11). Y los que reciben esta consoladora revelación se despiertan de su letargo, se vitalizan y se ponen en movimiento. Algunos habrían imaginado que los pastores, al oír el mensaje del ángel y la alabanza de la «multitud del ejército celestial» (Lc 2,13), se habrían puesto a bailar, celebrando a coro la salvación ahora realizada. Pero la palabra de consuelo sólo se escucha de verdad si insta a la gente a ponerse en marcha, porque la gracia se da como un misterio por descubrir. Un axioma proverbial de Israel dice: «Es gloria de Dios ocultar las cosas, es gloria del rey investigarlas» (Pr 25,2). El resplandor revelador de Dios es, pues, paradójico: se da a conocer, pero al mismo tiempo se oculta, no para evadirse, sino para permitir que el sabio (el rey, el pastor) lleve a plenitud sus dones gloriosos escrutando las profundidades insondables del don de la gracia.

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La búsqueda es un viaje. Nuestro Dios, según la Escritura, busca incansablemente al hombre para salvarlo; ahora bien, esta condescendencia amorosa se convierte en una llamada a un dinamismo similar y simétrico por parte de la criatura, para que el bien promovido por Dios se realice en el encuentro. Dios no se impone con el esplendor de la omnipotencia, sino que se expone humildemente al deseo y al abrazo del hombre. El hombre, por tanto, siempre ha sido «llamado» a escrutar los signos con los que el Señor se manifiesta, para llegar a «ver» y gustar la realidad inefable de la presencia del Salvador.

¿Cómo se expresa la búsqueda del hombre? Comienza cuando reconoce que lo que posee no es lo que Dios ha prometido y está cumpliendo. El anhelo de conocer perfectamente la verdad, el sufrimiento de la necesidad, la falta de alegría plena – experimentados constantemente por las criaturas – constituyen el soporte del deseo que aspira a una realidad cada vez mayor; y el auténtico deseo no es sólo espera nostálgica y renuncia pasiva a la acción. En efecto, los pastores, habiendo escuchado el mensaje celestial, se convierten en peregrinos, marchando hacia el lugar de la salvación. Para nosotros, creyentes de hoy, el anuncio de la Navidad es una llamada a penetrar, de manera más profunda y personal, en el don que nunca ha sido adecuadamente comprendido.

Por tanto, la Navidad no puede vivirse como una mera celebración piadosa o como el recuerdo festivo de un acontecimiento pasado. Algunos han querido actualizar el sentido de la Navidad pensando en ella como el cumpleaños de Jesús. Por mucho que se quiera expresar de este modo el recuerdo afectuoso de un ser querido, hay que reiterar que el misterio de la Encarnación salvadora es un abismo que hay que explorar con humildad, más que un hecho que se recuerde con alegres prácticas rituales.

Lo que los pastores, con su caminar hacia Belén, nos sugieren es ese progreso interior que se identifica con la meditación orante, es ese progreso que tiene lugar en el silencio contemplativo de la oración, siguiendo el ejemplo de María, que «guardaba todas estas cosas meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). En efecto, la auténtica búsqueda es un camino amoroso, que no sigue las huellas de la elaboración especulativa, sino que descubre espiritualmente las huellas dejadas por la presencia del amado, que, haciéndose buscar, suscita la pasión y prepara para la asombrosa alegría del encuentro. Lo que el Cantar de los Cantares describe poéticamente con las metáforas de la búsqueda y el abrazo lo experimenta el creyente en la intimidad del corazón. Porque Dios ha descendido a la carne humana y está como escondido; y sólo los ojos enamorados lo vislumbran y saborean poco a poco su luminosa belleza.

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El ángel que anuncia el nacimiento del Salvador indica también el lugar preciso para buscarlo. Conocemos las coordenadas geográficas de Judea y podríamos peregrinar a la ciudad de Belén, que guarda el recuerdo del acontecimiento histórico de la Navidad. Pero nos perderíamos el verdadero sentido del mensaje celestial, que habla de la «ciudad de David» (Lc 2,11). Con esta especificación, se señala a los pastores un lugar que les es familiar, no sólo por su proximidad espacial, sino más bien por ser conocido como el lugar memorial de las promesas juradas por el Señor a la dinastía del rey de Israel. La voz del ángel recuerda entonces a los pastores que la Palabra de Dios no sale de su boca sin obrar lo que Él desea (Is 55,10-11). El Señor había prometido un reino eterno realizado por el «hijo de David» (2 Sam 7,12-16; Sal 89,29-38); y sin este recuerdo, sin este arraigo en la promesa, el alegre anuncio carece de fundamento.

Para los creyentes en Cristo, esto significa que el acontecimiento de la Navidad es el cumplimiento de lo que el Señor había predicho, para activar la espera y el deseo: espera no fraguada por los sueños humanos, sino de un don que, viniendo de lo alto, constituye el único bien verdadero que hay que desear y buscar. En Navidad, el Señor cumple sus promesas; para experimentar su sentido, es necesario entonces explorar espiritualmente la riqueza de lo que Dios ha querido, anunciado y realizado para nosotros. Toda la historia de Israel, e incluso todos los acontecimientos humanos, deben considerarse como un tiempo de preparación, como un signo anticipatorio del don escatológico; Ningún acontecimiento, ningún personaje, ningún descubrimiento, por admirable que sea, es comparable a lo que el Dios del universo realizó «en la plenitud de los tiempos» (Gal 4,4), cuando, en la ciudad de David, nació para nosotros el Salvador, haciendo que se saciaran las aspiraciones más exigentes del corazón humano, y que todas las innumerables y deprecadas miserias de las criaturas fueran redimidas por el amor perfecto del Verbo encarnado.

Fue David quien recibió la promesa. Su historia evoca éxitos prodigiosos e inesperados: que un joven pastor, sin experiencia en las armas, obtenga una victoria sobre un gigante acostumbrado al combate (1 Sam 17,40-54) es la prueba emblemática de que Dios obra la salvación sirviéndose de los pequeños, de los indefensos, de aquellos a quienes el hombre descarta por considerarlos insignificantes (1 Sam 16,7; Sab 2,11). La ciudad de David es también un símbolo ejemplar de la pequeñez: no es una metrópoli, ni fue sede de instituciones prestigiosas o de poderes establecidos: «Y tú, Belén Efratá, tan pequeña entre los clanes de Judá, de ti me nacerá el que debe gobernar a Israel» (Mi 5,1).

He aquí, pues, el lugar al que hay que «ir» para ver el cumplimiento de las promesas de salvación. Los que esperan un fenómeno llamativo quedarán decepcionados, pero los que escuchan la voz del ángel aguzarán la mirada y verán en la carne humilde de un niño el cumplimiento del admirable designio del Todopoderoso, «el milagro de la fuerza de Dios en la fragilidad, el milagro de la suprema grandeza en la pequeñez» (J. M. Bergoglio – Papa Francisco, Nei tuoi occhi è la mia parola. Omelie e discorsi di Buenos Aires 1999-2013, Milán, Rizzoli, 2016, 247).

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En Navidad, la salvación se nos presenta como un niño. Su carne tierna expresa fragilidad, hay que protegerla con «pañales»; y el recién nacido sólo puede ser «acostado», porque no puede mantenerse erguido (Lc 2,12). Todo esto habla de debilidad, no de triunfo. Algunos pueden sentirse decepcionados. Sin embargo, el profeta Isaías predijo que la victoria llegaría en el Emanuel, un niño de pecho, incapaz de elegir entre el bien y el mal (Is 7,15-16). La salvación divina se realiza así sorprendentemente en una figura necesitada, que requiere el cuidado amoroso de los demás. Y éste es el impactante mensaje de la Navidad: el que nos salva es el que espera nuestra benevolencia. Porque no hay salvación sin amor, porque la salvación se realiza cuando podemos inclinarnos sobre los miserables y los desvalidos para protegerlos y hacerlos crecer.

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¿Dónde buscar y dónde «encontrar» al Salvador que ha nacido por nosotros? No tiene otra presencia que en la carne humillada por la miseria económica, por el desprecio de la debilidad, por la indiferencia despiadada hacia los últimos. Emanuel está allí donde el emigrante no encuentra sitio en el albergue (Lc 2,7), está allí donde los seres humanos son tratados como bestias, hacinados en barcazas destartaladas, confinados en los cuchitriles, encarcelados en condiciones degradantes, desgarrados por guerras infames, está allí donde los pobres son dejados en la calle, abandonados y olvidados.

La Navidad, se dice, hace a todos un poco mejores; y es cierto que durante estas fiestas uno se siente impulsado a algún gesto de bondad hacia los pobres y los abandonados. La atención específica para fomentar la alegría de los niños, pero también de los solitarios, es una práctica muy loable. Pero lo que hay que entender es que en este tender la mano a los necesitados somos nosotros los que nos salvamos, pues es en la carne de los pobres donde está presente nuestro Salvador (Mt 25, 40).

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Los pastores valoran sus establos. Obligados a soportar el calor y la intemperie durante el día, llamados a vigilar en el exterior cuando oscurece, esperan con impaciencia la comodidad de un espacio protegido. Entonces se sienten como en casa, entre sus animales que se alimentan en el pesebre y descansan. El ángel llama a los pastores de Belén para que vayan a un lugar que les es familiar; pues deben buscar un pesebre, donde Cristo el Señor ha sido acostado como en un trono, ennobleciendo con su regia presencia la humilde morada de los pobres. Es su establo, tan aparentemente inadecuado, el lugar que ha acogido al Rey de la gloria.

El Verbo eterno, «resplandor de la gloriade Dios e impronta de su ser» (Hb 1,3), fue acogido por quienes tenían poco que ofrecer. El Señor del universo no desdeñó abajarse a esta humildad, para revelar que ninguna indignidad impide el acto de acogida. Un pesebre, destinado a alimentar animales, es prestado al Creador para habitar entre los hombres. Y es un símbolo de nuestro pobre corazón, tan radicalmente inadecuado para acoger la presencia de Dios. Pero sólo si ofrecemos lo poco que tenemos, sólo si abrimos la puerta y permitimos que el Salvador nos visite en nuestra pobreza, sólo entonces nuestra persona vivirá de Dios. Y nuestra voz, entonces, se volverá como la de los ángeles, y podremos, como los pastores de Belén, contar a todos las maravillas asombrosas del Señor, que por amor se dignó nacer en nuestros establos.

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