FILOSOFÍA Y ÉTICA

La lujuria

Una búsqueda enfermiza del absoluto

Leda y el Cisne, Albert-Ernest Carrier-Belleuse (1870)

Características de la lujuria

La lujuria se designa también con el término «fornicación» que, según Isidoro[1], deriva de fornix, un tipo de edificio arqueado donde solían reunirse las prostitutas; con el mismo término traduce Casiano la palabra griega porneia que se encuentra en Mt 5,32 y 19,9 y en San Pablo, en el contexto de los vicios propios del hombre carnal (Rom 1,24-32; 13,13; 1 Cor 6,9; Gal 5,19-21 etc.). Es San Gregorio Magno quien introduce el término «lujuria», indicando con él un comportamiento desordenado, sin reglas, no específicamente sexual aunque perteneciente al cuerpo, como los excesos en la comida y la bebida[2].

Este vicio está estrechamente relacionado con lo que la moral católica indica con el término «concupiscencia», para designar una tendencia desordenada, propia de una realidad que ha perdido su fin propio y con ello también la justa proporción y el sentido de la medida. Ya desde esta premisa se puede ver la diferencia entre concupiscencia y amor, como señala Blackburn: «El amor persigue el amor del otro con autodominio, cuidado, razón y paciencia. La lujuria sólo busca su propia gratificación, precipitadamente, intolerante a cualquier control, desatenta a la razón. El amor se nutre del diálogo a la luz de las velas. La lujuria se realiza indiferente en un portal o en un taxi, y su léxico consiste en gruñidos y sonidos animales. El amor es una singularidad: sólo existe el Otro, adorado, única estrella en torno a la cual gravita el amante. La lujuria toma lo que le dan. Los amantes se miran fijamente a los ojos. La lujuria observa fugazmente, urde engaños, estratagemas, seduce, aprovecha cada oportunidad. El amor crece con el conocimiento y el tiempo, con el cortejo, la verdad y la confianza. La lujuria es un rastro de ropa en el pasillo, un scrum entre jugadores de rugby. El amor dura, la lujuria da náuseas»[3].

La lujuria también era bien conocida en el pensamiento filosófico clásico. Aristóteles la describe con los términos «incontinencia» e «intemperancia», comportamientos opuestos a la virtud de la templanza, del dominio de sí mismo, y compara al lujurioso con un niño que se ha vuelto rebelde contra la autoridad[4]; del mismo modo, el lujurioso se muestra refractario a las enseñanzas de la razón: «Y parecería justo que ésta sea reprobable porque se da no por cuanto somos hombres, sino por cuanto somos animales. Y, claro, complacerse en cosas así y amarlas por encima de todo es propio de animales»[5]. Cicerón, a su vez, piensa el amor desenfrenado como una forma de locura, una pérdida de la razón y, por tanto, de la medida y el orden, una pérdida de la dignidad de la persona, un aborrecimiento general, de uno mismo y de los demás; sin embargo, a diferencia de otras formas de locura, ésta es voluntaria[6].

La Biblia reconoce la lujuria ante todo como una forma de idolatría, porque está asociada a la prostitución sagrada y a los ritos de fecundidad propios de los cultos de los pueblos circundantes; de ahí que también esté simbolizada por la mujer extranjera (Prv 7,6-27). Junto a esto surge también la consideración de la lujuria como búsqueda desenfrenada del placer, incapaz de someterse a la recta razón, y en estos términos será retomada en la teología escolástica[7]. Es un vicio capital porque lleva a la pérdida del sentido de la medida y de la limitación y requiere, como una droga, dosis cada vez más masivas, hasta la ruina total: «No te dejes arrastrar por el capricho de tu pasión, para no ser despedazado como un toro: devorarías tus ramas, perderías tus frutos y de convertirías en un tronco seco. Una pasión violenta pierde al que la tiene y hace que sus enemigos se rían de él» (Eclo 6,2-4; cfr. 18,31). Por eso, el comportamiento erótico tiende cada vez más al lado de la perversión, una forma de odio erotizado y destructor[8].

Santo Tomás considera este vicio como una forma de enfermedad de la mente: aguas arriba del comportamiento propio de la concupiscencia hay de hecho una deliberación previa de la razón[9], y nunca se trata de un simple acto de sensibilidad emocional: «Precisamente en el acto de la concupiscencia la razón no puede deliberar, pero pudo deliberar de antemano, cuando dio su consentimiento al acto, y por eso se le imputa como pecado»[10]. Como han reconocido la mayoría de los autores que han estudiado la dinámica de este vicio, lo que está en juego es el acto de deliberación: en la concupiscencia, al menos en su momento inicial, son la razón y la voluntad las que ordenan la sensibilidad y la dirigen hacia lo que se considera el bien.

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Que la lujuria presenta este tipo de «locura deliberadamente cultivada» es algo que puede verse en el episodio de David y Betsabé (cfr. 2 Sam 11-12): Asediado por la ociosidad, David cae sin darse cuenta en la lujuria del placer, que a su vez abre el camino a pecados cada vez más graves como la corrupción, la mentira, la traición, la cobardía, el asesinato… Pierde no sólo la continencia, sino el respeto a la mujer de los demás, la honradez y su dignidad de gobernante y de hombre. El pasaje muestra también con cierta ironía cómo David sigue siendo perfectamente capaz de valorar la gravedad de las acciones que ha cometido cuando, escuchando la parábola de Natán, las ve cometidas por otros, sin darse cuenta de que así se está condenando a sí mismo: «“¡Por la vida del Señor, el hombre que ha hecho eso merece la muerte!” […]. Entonces Natán dijo a David: “¡Ese hombre eres tú!”» (2 Sam 12,5.7).

La lujuria, vicio de la mente

A la luz de las consideraciones hechas hasta ahora, puede decirse que el vicio de la lujuria, a primera vista perteneciente a la esfera biológica, presenta características primordialmente culturales. En efecto, la lujuria está esencialmente ligada a la fantasía y a la imaginación, y encuentra estímulos y sugestiones en los medios de comunicación: televisión, novelas, revistas, películas. El propio comportamiento tradicionalmente vinculado a este vicio confirma su naturaleza propiamente cultural. Pensemos en la famosa descripción literaria del personaje de Don Juan[11]: lleva a cabo sus seducciones con un criterio estrictamente intelectual y no parece estar sujeto a pasiones o sentimientos particulares. Lo único que realmente le interesa es aumentar su «colección» de mujeres. Es significativa a este respecto la famosa declamación del «catálogo» de Don Giovanni por parte del criado Leporello en la ópera de Mozart[12].

Lo que llama la atención en tal descripción es la ausencia total de pasión y humanidad: la lujuria se presenta aquí como una especie de cadena de montaje de la lascivia, lo que importa es la cantidad y la velocidad de producción de conquistas, inmediatamente disueltas en el olvido. Como en una forma de compulsión a la repetición, todo es completamente anónimo, la única característica destacable es «llevar falda». Esta predilección por el número demuestra que en la base de la lujuria no está en absoluto el eros, sino más bien un cálculo mezquino, como señala agudamente Mathieu: «No cabe duda de que el afán de seducción de Don Juan es más cerebral que sensual. El propio catálogo de conquistas lo demuestra […]. Sugiere que la tentación diabólica es de naturaleza intelectual»[13].

El «con tal de que lleve falda» es en realidad una manifestación de fetichismo, un modo de evaluación y de comportamiento totalmente dirigido hacia lo que la psiquiatría llamaría «el objeto parcial»[14], característico de la perversión, síntoma de un desarrollo bloqueado de la personalidad, incapaz de implicarse y de encontrar a la persona en su totalidad, en una relación de igual a igual.

La relación entre lujuria e imaginación se hace aún más evidente cuando se consideran los trastornos de adicción a Internet. Aquí, la imagen, y sobre todo su reelaboración fantástica, acaban absorbiendo por completo la mente del «navegante», hasta el punto de extinguir por completo no sólo el deseo sexual, sino cualquier otro tipo de interés y actividad: «La consecuencia más inmediata y evidente de la adicción al porno es la drástica disminución de la tensión sexual, tanto en el hombre como en la mujer, y en el hombre una aparición de impotencia parcial o total. La adicción al porno altera negativamente todos los aspectos de la vida del individuo: relaciones laborales, capacidad de aplicación y atención al trabajo, aplicación al estudio, relaciones de amistad y amor, desconfianza progresiva en uno mismo […], condicionando a mirar a las posibles parejas única y exclusivamente como objetos pornográficos»[15].

La pornografía revela grandes temores en la esfera afectiva, porque lleva a escapar de las dificultades de una relación real y estable y a refugiarse en una fantasía irreal pero tranquilizadora[16]. Pero este sustituto del poder y del escapismo se paga a un precio muy alto; el adicto al porno acaba creándose un mundo alternativo al que vive y refugiándose cada vez más en él, sin soportar el peso y la responsabilidad de la vida real: «Si se utilizan conscientemente, las fantasías sexuales pueden crear un antiorden, una especie de evasión y un pequeño espacio al que escapar, sobre todo cuando las fantasías derrumban las distinciones tajantes y opresivas entre activo y pasivo, masculino y femenino, dominante y sumiso”»[17].

En el hombre, el órgano sexual por excelencia es el cerebro, su universo cultural; es allí donde encuentra sus raíces el comportamiento devastador de la lujuria, algo, por otra parte, bien conocido por la tradición filosófica: «El apetito que los hombres llaman concupiscencia, y la frustración que se relaciona con él, es un placer sensual, pero no sólo eso […], sino un placer o gozo de la mente que consiste en la imaginación del poder del placer, que poseen hasta tal punto»[18].

La lujuria, por tanto, es el vicio de la cantidad, no del placer; de la compulsión, no del amor; del acto, no del cuerpo. Hablar, por tanto, de «parálisis de la mente» a manos de la pasión, puede ser apropiado para la ira[19], pero no para la lujuria. Ciertamente puede haber una pasión irrefrenable, pero ésta será, si acaso, un lapsus ocasional, no la repetición continua de un acto, hasta convertirlo en vicio, como en la lujuria. Se puede sentir pasión por una persona, pero en ese caso tendrá más bien las connotaciones del enamoramiento y del interés propio, lo cual, una vez más, es muy diferente de la «colección anónima» del lujurioso, que busca el placer, no una persona concreta, inmediatamente olvidada. Esta repetición compulsiva, sin embargo, muestra pronto la reticencia de los sentidos a implicarse en las maquinaciones de la mente: basta pensar en la cantidad de productos que se anuncian para mantener viva la carga erótica a toda costa.

Una búsqueda enfermiza de lo Absoluto

El hecho de que la lujuria no cese con la llegada de la «paz de los sentidos», ya sea senil o virtual como en las adicciones a internet, muestra el carácter espiritual de este vicio, un vicio intelectual de la fantasía y la imaginación porque está enfermo de absoluto. En su peripecia, Don Juan busca la belleza absoluta, total, perfecta, eterna, sin lograr encontrarla nunca. Se engaña a sí mismo encerrándolo todo en el número: el número en el catálogo de sus logros refleja su visión del mundo: «dos más dos son cuatro» es también su forma de ver la vida, bajo la bandera del materialismo.

El Bosco había captado muy bien este elemento espiritual, representando este vicio de forma extraña, mediante un arpa olvidada por los amantes, detalle aparentemente secundario, que el pintor sitúa, sin embargo, en el centro de la escena, como para destacar en este desconcierto la deriva más grave de la lujuria. Un autor comenta así este detalle: «¿Qué significa tal abandono? Simplemente que los protagonistas del cuadro, atrapados como están en su juego “terrenal”, no tienen tiempo de dirigir al menos un pensamiento al cielo, es decir, a ese amor divino que es la fuerza motriz de todas las cosas y del que el arpa es precisamente el instrumento para cantar sus alabanzas […]. La lujuria, en efecto, es el vicio que caracteriza a quienes, negando a Dios, hacen del cuerpo humano el ídolo al que rinden homenaje exclusivo. En cierto sentido, su pecado básico es el uso distorsionado de ese amor que, según Dante, mueve el sol y las demás estrellas»[20].

Esta exigencia de absoluto se manifiesta también en la tendencia a idealizar la sexualidad y a exigir demasiado del otro, sin aceptar su finitud. Una sexualidad promiscua y discontinua, además de dificultar el conocimiento del otro, llega fácilmente a los extremos igualmente irreales de la idealización y la desvalorización. Es una consecuencia de la cultura conocida como narcisismo, en la que los seres humanos quisieran ponerse en el lugar de Dios, creyéndose el centro del universo: «Las relaciones personales se han vuelto cada vez más arriesgadas, esencialmente porque ya no ofrecen ninguna garantía de estabilidad. Los hombres y las mujeres se plantean exigencias exageradas, y si estas exigencias no encuentran una respuesta adecuada, se entregan a sentimientos irracionales de odio y rencor»[21].

En la lujuria se ha perdido el «decoro», representado por el arpa, es decir, el elemento cultural, simbólico, espiritual y religioso: lo que hay de humano en la sexualidad. Quien cae en este vicio está solo con sus fantasías, y es incapaz de encontrarse con el otro: «El lujurioso es una vela que se consume a sí misma. Su verdadero pasto se encuentra en el ilimitado dominio de la imaginación. Por eso no es casualidad que la lujuria sea el vicio dominante de los poetas […]. Y, tampoco por casualidad, fueron sobre todo los poetas quienes le dieron, ¿cómo decirlo?, una patente de nobleza, convirtiéndola casi en una especie de flor perversa del erotismo»[22].

Consecuencias de la lujuria

La lujuria es destructiva por su propia naturaleza, en primer lugar porque niega la realidad, ya que su mundo es la imaginación, un mundo falso y superficial, que impulsa a huir de la intimidad, de la manifestación de los sentimientos y de la ternura. Lo que se destruye, en particular, es la confianza en el otro, la verdad de una relación, el deseo de implicarse: una de las heridas más graves y difíciles de curar tras una decepción amorosa es precisamente la capacidad de dar confianza, que constituye una pesada hipoteca para cualquier planificación futura.

Una de las consecuencias más frecuentes de la promiscuidad sexual y de las relaciones ocasionales, sin compromiso de ningún tipo, es la dificultad de vivir relaciones duraderas, de creer en la fidelidad y en la confianza, experimentando una condición de inestabilidad general. Todo ello introduce una sensación de precariedad que se vuelve peligrosamente desestabilizadora, ante todo interiormente, ya que un mínimo de estabilidad, «una fe en el orden», para retomar una expresión de P. Berger, es indispensable para vivir. Esta sensación de precariedad se perpetúa en el transcurso de las edades sucesivas, tendiendo a mantener a la persona en una especie de adolescencia prolongada (el llamado «síndrome de Peter Pan»), que puede llegar hasta la vejez, donde, sin embargo, la llegada de la edad, el paso de los años y el desvanecimiento del aspecto físico, sobre todo en el caso de las mujeres, hacen que se tome conciencia dramáticamente de la irrealidad de esta perspectiva; y al envejecer como se ha vivido, al carecer de otros valores e intereses, o más sencillamente de capacidad de compromiso duradero, esta última fase de la vida corre el riesgo de convertirse en una soledad sombría y desesperanzada.

Para Freud, la perversión es una enfermedad que entristece y hace infelices a quienes la padecen, y su propuesta terapéutica nunca estuvo orientada a experimentar la sexualidad sin reglas ni control, ni tampoco a ensalzar un estilo de vida libertino[23]. Su análisis de la perversión es sorprendentemente similar a la situación de quienes han enfatizado el deseo y las expectativas sexuales, como ocurre, por ejemplo, en la ninfomanía: «Muchos ninfómanos son incapaces de encontrar satisfacción emocional en el sexo. El aumento incesante de su deseo sexual puede ser el resultado de una forma de trastorno cerebral, psicosis, abuso de sustancias o una actuación debida a algún problema emocional»[24]. Una vez más, lo que subyace a este comportamiento es una dinámica esencialmente cerebral.

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Este era el sentido de la expresión paulina de la mente carnal, propia de los que «corren tras sus propias imaginaciones» (Col 2,18); es la característica de los que no pueden entender el lenguaje del espíritu, que se ha vuelto como un modismo desconocido, que toman por divagaciones, sin darse cuenta de que son precisamente ellos los que divagan: «Ciertamente, de todos los daños causados al alma por la lujuria, el más grave parece ser el que invade a la más noble de sus facultades, la razón, que a causa de la vehemencia de los deseos, afectos y placeres relacionados con este vicio pierde el papel de dominio y control sobre las actividades humanas que le corresponde por derecho […]. El daño es enorme: la esclavitud de la razón a la carne sume al hombre en una condición animal y le impide conocer y alcanzar aquel bien del que depende su salvación. Una larga tradición, primero pagana y luego cristiana, ha insistido a menudo en el daño que la actividad sexual causa al ejercicio de la razón, elaborando un modelo ideal del sabio capaz, en nombre de los placeres del intelecto, de renunciar a los de la carne»[25].

La reflexión filosófica y religiosa ha insistido en la necesidad de una educación moral, espiritual y afectiva de la sexualidad, que debe vivirse en un contexto estable y unitario como es la familia; y ello no sólo para garantizar la estabilidad económica y social, sino también porque hay algo esencial en juego para el desarrollo de la persona humana: basta pensar en la gravedad de los problemas que se manifiestan cuando falta esa estabilidad afectiva, sobre todo en los primeros años de la vida de un niño. Sin amor, un niño no podría vivir; un entorno de estabilidad y afecto le tranquiliza y le permite florecer en la vida; sin orden, confianza y estabilidad, el desarrollo de una vida humana no sería posible: «De hecho, los psicólogos infantiles nos dicen que no puede haber maduración psicológica si, al principio del proceso de socialización, no hay fe en el orden […]. El papel que asume un padre no es sólo el de representar el orden de tal o cual sociedad, sino el orden mismo, el orden que rige el universo y que nos persuade a confiar en la realidad»[26].

Cuando esto no sucede, queda en el niño – y más tarde en el adulto – una ansiedad generalizada, una sensación de precariedad, que se manifiesta en la dificultad de dar confianza, de implicarse, junto con malestares fisiológicos como frigidez, depresiones, inestabilidad del humor, intentos de compensación y tratamientos de diversa índole (psicofármacos, drogas, alcohol, tabaquismo, terapia psiquiátrica), incapacidad para enamorarse y, sobre todo, un gran miedo a amar: «Hacia el final de la adolescencia, muchas chicas ya han vivido amores desgraciados y son muy conscientes de que el amor puede no ser sinónimo de estabilidad […]. Así, una afirma: “Lo que quiero hacer ahora es encontrar una carrera que me guste… si me caso o vivo con alguien que me gusta y luego me deja, no tendré que preocuparme porque seré completamente independiente”». Sin embargo, como muchos otros entrevistados, también retoma los temas del idilio y la sexualidad: «Quiero tener una relación ideal con alguien. Creo que quiero a alguien que me quiera y se preocupe por mí tanto como yo»[27]. A pesar de las decepciones vividas, en el fondo sigue existiendo un deseo de plenitud y de totalidad que requiere la implicación de toda la persona.

Remedios a la lujuria[28]

Hemos visto cómo la conversión de la lujuria debe pasar esencialmente por la mente, es decir, exige una conversión de los criterios de vida, de las relaciones, de los afectos, de los intereses. Aquí podemos encontrar una confirmación más de la importancia de un trabajo profundo sobre uno mismo, identificando las formas en que se alimentan la mente y el espíritu. Sin un adecuado autoconocimiento y un profundo deseo de cambiar, se hace difícil lidiar con la lujuria. Porque, al residir en la mente, se convierte en una idea fija que obsesiona, incluso cuando la carne ya no es capaz de acompañarla: «Más que cualquier otro vicio, la lujuria sólo puede vencerse arrancando sus raíces. Cuando un barco está lleno de agujeros y se está hundiendo, es inútil usar un balde para echar fuera el agua: lo único que se puede hacer es tapar los agujeros. Nuestra vida, sobre todo hoy, es un continuo absorber estímulos de lujuria»[29]. Esto significa, en primer lugar, ser capaz de reconocer lo que uno buscaba realmente en la multiplicidad de aventuras que se le presentan: «La adicción es probablemente la única enfermedad que hay que comprender para curarse»[30].

Para que sea eficaz, este camino requiere además una vida espiritual adecuada. Si la lujuria resulta ser una búsqueda distorsionada de lo absoluto, no se puede contrarrestar eficazmente más que ofreciéndole lo que pide veladamente. Este es el aspecto decisivo. Los padres espirituales, retomando el Evangelio, advertían a quienes querían cambiar de vida: si el corazón está vacío, se puede caer en vicios peores (cfr. Lc 11, 24-26). De ahí la invitación de Casiano a alimentar bien el espíritu, mediante la oración, la meditación de la Palabra de Dios y el ejercicio de la caridad. De este modo, uno encontrará energía y motivación para desintoxicarse y convertirse en señor de su propio cuerpo: «Así como muy a menudo es útil a los que padecen cierta enfermedad no mostrarles ni siquiera los alimentos que les harían mal, para no suscitar en ellos un deseo que sería fatal, así también la calma y la soledad son muy útiles para combatir estas enfermedades particulares, de modo que el espíritu enfermo, sin ser perturbado por muchas imágenes, pueda alcanzar una visión interior más pura y erradicar más fácilmente el fuego pestilente de la concupiscencia»[31].

Otra ayuda importante viene dada por la presencia de relaciones sanas, capaces de expresar bondad, entrega, ternura, atención a los demás, actitudes todas ellas antitéticas a la concupiscencia. Es el interés afectuoso por el otro, visto en su especial singularidad, lo que constituye la diferencia fundamental entre la lujuria y el amor: «Una de las mejores pruebas del amor auténtico es el afecto que uno siente hacia el otro miembro de la pareja después del acto y antes de que haya vuelto la pasión sexual. Una prueba aún mejor es si el amor sigue siendo fuerte incluso cuando las relaciones sexuales son imposibles durante un largo periodo de tiempo, como cuando el cónyuge está enfermo […]. Como la Estrella Polar, a la que el navegante se vuelve constantemente, el amor se mantiene firme frente a los obstáculos. Esto se debe a que es una unión de personas, no de cuerpos. El envejecimiento, la falta de belleza exterior, la enfermedad o la calamidad no merman el amor cuando sus cimientos emocionales permanecen intactos. La lujuria es egocéntrica, caprichosa e inestable. El amor es permanente, estable y desinteresado. La lujuria utiliza el cuerpo de los demás para satisfacer su apetito de placer. El amor se entrega en cuerpo y alma para hacer feliz al otro»[32].

El profundo anhelo de plenitud, presente en el corazón de todo hombre que ha amado, dice que este cambio de mentalidad siempre es posible. Pensemos, por ejemplo, en las situaciones de gran fragilidad y sufrimiento, típicas del contexto terapéutico; a menudo revelan, para sorpresa del propio terapeuta, la emergencia inesperada de un ser capaz de expresar lo mejor de sí mismo desde el punto de vista afectivo y relacional: «¿Cómo sucede que el fetichista, por ejemplo, que sólo amaba los pies y los zapatos de las mujeres, en un momento dado llega a desear a una mujer incluso por encima de los tobillos? Esta conversión ética es el pequeño milagro de la cura analítica […]. Esta conversión sólo puede explicarse de una manera: si no sufre en exceso, todo ser humano tiende a ser espontáneamente ético, es decir, a ocuparse de los demás como sujetos […]. El psicoanálisis y otras teorías han hecho bien en recordarnos que en todo sujeto – incluso en un santo – acechan el egoísmo, el odio, la envidia […]. Pero también es cierto lo contrario, es decir, que incluso en un pícaro hay algo ético, algo de interés por los demás no como meros instrumentos de las propias satisfacciones»[33].

La sexualidad vivida en el seno de una relación capaz de expresar más ternura afectuosa que erotismo desenfrenado permite volver sobre las heridas del pasado y curarlas: el camino de la curación, como el de la ternura, es siempre posible para quien lo busca sinceramente, dispuesto a jugársela y a someterse a sus leyes. Porque el amor, como la belleza, necesita la custodia de la ley.

  1. Cfr. Isidoro de Sevilla, Etimologie o origini, Turín, Utet, 2006, l. X, 110. Para profundizar en el tema, cfr. G. Cucci, Il fascino del male. I vizi capitali, Roma, AdP, 2008, 261-312.
  2. Cfr. Gregorio Magno, s., Commento morale a Giobbe, Roma, Città Nuova, 2001, XXXI, 45, 89.
  3. S. Blackburn, Lussuria, Milán, Cortina, 2006, 4.
  4. Aristóteles, Ética a Nicómaco, Madrid, Alianza, 2005, p. 123. III, 12, 1119b 1-15.
  5. Ibid., p. 121. III, 11, 1118b 1-5.
  6. Cfr. Cicerón, Tuscolane, Milán, Rizzoli, 1997, l. IV, 34 s.
  7. Cfr. Summa Theol., II-II, q. 153, a. 1; a. 2, ad 2.
  8. «La perversión es ante todo el resultado de una interacción sustancial entre la hostilidad y el deseo sexual […]. Cuanto más manifiesta es la hostilidad, menos duda cabe de que se trata realmente de perversión. El asesinato, la mutilación como fuentes de excitación sexual, la violación, el sadismo con castigos físicos precisos […], son todas formas, en escala descendente, de una rabia consciente contra el propio objeto sexual, formas en las que lo esencial es ser superior al otro, infligirle daño, triunfar sobre él» (R. Stoller, Perversione: la forma erotica dell’odio, Milán, Feltrinelli, 1978, 9 y 66). El propio tema de la perversión encuentra cada vez menos espacio en las publicaciones psiquiátricas y psicoterapéuticas; la perversión corre el riesgo de ser cancelada incluso como nombre, con la justificación de que tal término pondría de relieve elementos moralistas y discriminatorios. Pero, ciertamente, esto no borra la existencia de tales comportamientos, ni el gran sufrimiento que sienten no sólo las víctimas, sino también quienes los llevan a cabo, y que requieren una ayuda adecuada.
  9. «La deliberación es una investigación de la razón anterior al juicio sobre las cosas a elegir» (Summa Theol., I-II, q. 14, a. 1).
  10. Tomás de Aquino, s., De malo, q. 15, a. 2, ad 10.
  11. Sobre la figura literaria del Don Juan, cfr P. Brunel, «Don Giovanni», en Id., Dizionario dei miti letterari, Milán, Bompiani, 1995, 194-202. Cfr. C. Risé, Don Giovanni, l’ingannatore. Trappola mortale per donne d’ingegno, Milán, Frassinelli, 2006.
  12. L. Da Ponte, Il Don Giovanni, Turín, Einaudi, 1995, acto 1, escena V. «In Italia seicento e quaranta, in Lamagna duecento e trentuna, cento in Francia, in Turchia novantuna, ma in Ispagna son già mille e tre».
  13. V. Mathieu, «Kierkegaard e il Don Giovanni», en Id., Il demoniaco nella musica, Turín, Giappichelli, 1976, 30.
  14. Cfr. O. Kernberg, Relazioni d’amore. Normalità e patologia, Turín, Boringhieri, 1995, sobre todo 73-92. Como dice el proverbio popular: «Al hombre gozador le gustan las mujeres bonitas. Al hombre sensual le gustan las mujeres bonitas con medias de red. Al pervertido le gustan solo las medias de red».
  15. V. Punzi, en U. Galimberti, «La pornografia non è una faccenda sessuale», en La Repubblica delle donne, n. 535, 10 de febrero de 2007, 202.
  16. Según la hipótesis de Galimberti (¿pero es realmente sólo una hipótesis, dadas las consecuencias? ), «subyace a esta adicción no tanto el tema de la sexualidad, como el tema del poder y la dominación que los “sin poder” (en términos no tanto sexuales, sino psicológicos) se ven obligados a reiterar a través de una especie de compulsión a la repetición, porque no tienen otros espacios, aparte de los espacios secretos de la pornografía, para expresar esa pulsión natural que es la autoafirmación» (U. Galimberti, «La pornografia non è una faccenda sessuale», cit., 202).
  17. L. Segal, Slow Motion, Londres, Virago, 1992, 262.
  18. Th. Hobbes, Elementi di storia naturale, Florencia, La Nuova Italia, 1968, p. I, cap. 9, sez. XV, 70.
  19. Cfr. G. Cucci, Il fascino del male…, cit., 153-160.
  20. G. Grieco, I 7 sette vizi capitali. Viaggio nel pianeta delle passioni umane, Milán, Ed. Paoline, 1990, 72 s.
  21. C. Lasch, La cultura del narcisismo. L’individuo in fuga dal sociale in un’età di disillusioni collettive, Milán, Bompiani, 1981, 222.
  22. G. Grieco, I 7 sette vizi capitali…, cit., 73.
  23. Freud rechaza rotundamente que en el tratamiento analítico del neurótico el ideal sea complacer las perversiones. Por el contrario, «los pervertidos son más bien pobres diablos, que pagan extraordinariamente cara su satisfacción difícil de ganar» (S. Freud, Introduzione al psicoanalisi, Turín, Boringhieri, 1974, 290). La terapia no tiene por objeto la liberación indiscriminada de las pasiones, sino que es más bien un «encauzamiento de la pulsión: esto significa que ésta, perfectamente incorporada a la armonía del yo, se hace accesible a todas las influencias que emanan de las demás tendencias presentes en el yo, y deja de seguir su propia vía autónoma para alcanzar la satisfacción» (S. Freud, «Analisi terminabile e interminabile», en Id. Opere, col. XI, ibíd. 1979, 508). El comportamiento erótico sin más normas ni obstáculos de ningún tipo se vuelve «sin valor, la vida vacía», hasta el punto de que una libertad sexual «ilimitada» antes de la vida matrimonial es considerada por Freud no menos nefasta que una libertad continuamente frustrada (S. Freud, «Contributi alla psicologia della vita amorosa», en Id., Opere 1905-1921, Roma, Newton, 2002, 448).
  24. S. Levine, «A Modern Perspective on Nymphomania», en S. Schimmel, The Seven Deadly Sins: Jewish Christian and Classical Reflections on Human Psychology, New York, Oxford University Press, 1997, 135.
  25. C. Casagrande – S. Vecchio, I sette vizi capitali. Storia dei peccati nel Medioevo, Turín, Einaudi, 2000, 166 s. Cfr. Summa Theol., II-II, q. 153, a. 5.
  26. P. Berger, Il brusio degli angeli, Bolonia, il Mulino, 1969, 92.94.
  27. A. Giddens, La trasformazione dell’intimità. Sessualità, amore ed erotismo nelle società odierne, ibid., 1995, 62 s.
  28. Para abordar de manera más adecuada este punto, cfr. G. Cucci, Il fascino del male…, cit., 299-312.
  29. D. Tessore, I 7 vizi capitali, Roma, Città Nuova, 2007, 27.
  30. D. Boyd, Liberarsi dalle dipendenze, Milán, Mondadori, 2000, 3.
  31. G. Cassiano, Le istituzioni cenobitiche, Praglia (Pd), Monastero, 1992, l. VI, 3.
  32. S. Schimmel, The Seven Deadly Sins Jewish, cit., 120-122.
  33. S. Benvenuto, Perversioni. Sessualità, etica, psicoanalisi, Turín, Boringhieri, 2005, 150 s.
Giovanni Cucci
Jesuita, se graduó en filosofía en la Universidad Católica de Milán. Tras estudiar Teología, se licenció en Psicología y se doctoró en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, materias que actualmente imparte en la misma Universidad. Es miembro del Colegio de Escritores de "La Civiltà Cattolica".

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