FILOSOFÍA Y ÉTICA

La avaricia

Un intento ilusorio de poseer la vida

Parábola del rico insensato, Rembrandt (1627)

Una verdad «clara y distinta»

La reflexión de todos los tiempos ha reconocido el atractivo que el dinero ejerce sobre quienes lo poseen y aún más sobre quienes no lo poseen, dando origen al vicio conocido como avaricia. Aristóteles recomienda ser liberales en cuanto a los bienes materiales, es decir, vivir en el término medio, asegurándose de que sean herramientas que permitan vivir, pues apegarse a ellos sería una señal de injusticia: «Claro que, si el injusto es codicioso, lo será de cosas buenas – aunque no de todas, sino de aquellas relacionadas con la buena y la mala fortuna, las que siempre son buenas en sentido absoluto, aunque no lo sean siempre para alguien concreto –. Los hombres las piden y las buscan; mas no deberían hacerlo, sino pedir las que son buenas en términos absolutos y las que lo son para ellos, y tomar las que son buenas para ellos»[1].

El peligro del apego a las cosas es un tema muy presente en la Biblia: «El dinero responde a todas las necesidades» (Ec 10,19); «No te afanes por enriquecerte, deja de pensar en eso. Tus ojos vuelan hacia la riqueza, y ya no hay nada, porque ella se pone alas y vuela hacia el cielo como un águila» (Prv 23,4-5); «No te fíes de tus riquezas ni digas: “Con esto me basta”» (Eclo 5,1); «Los desvelos del rico terminan por consumirlo y el afán de riquezas hace perder el sueño» (Eclo 31,1).

Para Santo Tomás, esto es una derivación presente también en los otros vicios capitales, porque muestra el elemento común de la codicia, «el apetito desordenado», dirigido hacia todo bien posible, sin que haya una necesidad real[2]. La razón «formal» que convierte a la avaricia en un vicio no es tanto mostrar un interés especial por el dinero y las cosas en general, sino que éstas adquieran un valor simbólico desproporcionado, convirtiéndose en sinónimo de estima, paz, seguridad, poder.

No se puede afirmar que la avaricia sea un vicio actualmente condenado; por el contrario, una sociedad que intenta convertir cada tipo de evento en una valoración monetaria (como esencialmente sucede en el mercado de valores) difícilmente podría estigmatizar la avaricia. Oscar Wilde lo reconoció hace más de un siglo con su habitual humor mordaz: «Hoy en día, los jóvenes creen que el dinero lo es todo. Solo cuando envejecen, saben que es así». Este consenso general hacia «su majestad el dinero» también se nota en el espacio que los medios de comunicación dedican a aquellos que son erróneamente llamados VIP, que ocupan el pináculo de empresas, bancos e instituciones: parecen haberse convertido en los nuevos sacerdotes del templo en el que se celebra el culto del hombre moderno. Sin embargo, al prestigio económico y social rara vez parece acompañarle una riqueza igualmente evidente a nivel ético, espiritual y humano, como ya reconoció Aristóteles. Cuando estas personas son entrevistadas o descritas en algún artículo, no suele mostrarse «el otro lado de la moneda», es decir, el precio pagado por todo esto, no solo en términos de compromisos, sino especialmente en lo que respecta a las personas, muchas veces los más débiles, que han sufrido las consecuencias de este ascenso victorioso, y que terminan económicamente arruinados.

El desarrollo histórico de la sociedad europea ha contribuido sin duda a la formación de esta mentalidad, que de ninguna manera es obvia ni puede darse por sentada: basta recordar, por ejemplo, la sorpresa de los exploradores de siglos pasados al notar la ausencia de avidez y la total ignorancia acerca de algo vagamente similar al término «dinero» entre muchos pueblos, injustamente etiquetados como «primitivos». Sin embargo, estos encuentros no mermaron en lo más mínimo las convicciones del hombre europeo al respecto: si, desde Descartes, él ha empezado a dudar de todo, el dinero nunca ha experimentado esta reevaluación crítica propia de la modernidad; nunca ha sido objeto de ninguna perplejidad. Retomando a Descartes, la moneda podría incluso ser calificada como una de las pocas «ideas claras y distintas» que se imponen con su evidencia.

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Como nota agudamente Péguy: «Por primera vez en la historia del mundo, el dinero está solo ante Dios. Ha recogido en sí todo lo venenoso del mundo temporal y ahora está hecho. Por alguna aberración del mecanismo, por un desvío, por un desorden, por una monstruosa locura de la mecánica, lo que debía servir solo para el intercambio ha invadido completamente el valor a intercambiar. No basta con decir que en el mundo moderno la escala de valores se ha invertido. Hay que decir que ha sido aniquilada, ya que el aparato de medición, intercambio y evaluación ha invadido completamente todo el valor que debía servir para medir, intercambiar y evaluar. El instrumento se ha convertido en la sustancia, el objeto y el modo»[3].

Esta mentalidad, que lleva a admirar a quienes se enriquecen a cualquier costo aunque en apariencia lo condene (pero quizás en su base se encuentre otro vicio, la envidia), puede encontrar confirmación en las dificultades legales para medir la gravedad de tales acciones. De hecho, se asiste frecuentemente a una asombrosa dificultad para reconocer y, en consecuencia, castigar de manera adecuada a aquellos que se apropian del dinero ajeno de manera sofisticada, a través de computadoras, llevando a cabo operaciones ilícitas, pisoteando con la mayor tranquilidad la confianza de clientes e inversores ignorantes con el fin de obtener beneficios, con consecuencias desastrosas a escala mundial, como se ha podido observar en las crisis económicas recientes.

Fenomenología de la avaricia

Aunque el término «avaricia» se refiere propiamente al apego a las cosas en general, de hecho ha sido considerado por la reflexión literaria, filosófica y espiritual principalmente en su acepción específica de philargyria, «amor por la plata»[4], reconociendo en el dinero el elemento representativo de todo lo que puede ser útil y servir en cualquier circunstancia[5].

Quien ha reflexionado sobre este vicio nota que no es la necesidad lo que mueve al avaro, sino el poder; él espera que con la acumulación pueda disponer como quiera de su propia vida, ahuyentando la ansiedad de la inseguridad y la dependencia de los demás, protegiéndose de los caprichos del destino, de posibles calamidades estacionales y, en última instancia, incluso de Dios. Con el tiempo, este vicio ciega y lleva a cometer las acciones más horribles con tal de aumentar la propia riqueza. Por lo tanto, la avaricia resulta extremadamente difícil de erradicar, porque penetra suavemente en lo más profundo del corazón humano, generando otras disposiciones negativas. Es esta dinámica ramificada la que la convierte en un vicio capital.

Esta es una de las razones por las cuales, según Santo Tomás, la avaricia es un mal muy difícil de curar, «debido a la condición del sujeto, ya que la vida humana está continuamente expuesta a la carencia; pero cada carencia impulsa hacia la avaricia: por eso, de hecho, se buscan los bienes temporales, para remediar la falta de la vida presente»[6].

El Bosco representa la avaricia en la figura de un juez corrupto que parece escuchar a un campesino que le pide justicia, pero toda la atención está concentrada en su mano izquierda que se prepara para recibir una pesada bolsa de monedas para emitir un juicio arreglado. El dinero se muestra capaz de realizar milagros al revés: hace ciego al que ve, sordo al que escucha y mudo al que habla.

La avaricia, vicio del espíritu

Las consideraciones hasta aquí expuestas muestran que la avaricia no consiste esencialmente en poseer muchos bienes, ni tampoco puede concebírsela como sinónimo de riqueza; más bien, es el deseo y la codicia de posesión lo que endurece el corazón y conduce a la presunción de autosuficiencia, de bastarse a sí mismo y de no necesitar nada. Esta es la razón por la cual se la ha asociado estrechamente con el orgullo, la envidia (porque desearía poseer los bienes de otros) y la ira (cuando se pierden los bienes anhelados o no es posible obtenerlos). La raíz de tales vicios es común: la ansiedad y el apego a las cosas, como recuerda san Pablo (cfr. 1 Tim 6,10; Ef 5,5; Col 3,5). Se trata, por lo tanto, de un vicio esencialmente afectivo y espiritual: «Dirigido hacia lo superfluo, el deseo del avaro no puede sino ser infinito, pero, en la medida en que es infinito, también es necesariamente frustrado, ya que las riquezas, cualesquiera que sean, son siempre finitas»[7].

Aquí radica el aspecto religioso de la avaricia, porque el dinero proporciona la ilusión de ser omnipotente: por su naturaleza, el dinero permite una autosuficiencia que ningún otro objeto podría proporcionar. Para Péguy, es la única alternativa verdaderamente atea a Dios, porque da la ilusión de poder obtenerlo todo, ya que cualquier realidad puede convertirse en dinero, que a su vez permite adquirir cualquier cosa. Al analizar la mentalidad capitalista fruto de la revolución industrial, Marx observa con agudeza e incisividad su carácter esencialmente religioso, es decir, la consagración de todo el ser a una realidad considerada como absoluta, superior a cualquier otra. El dinero es el nuevo dios, el centro del universo capaz de hacer girar todo a su alrededor; con él uno se puede sentir omnipotente: «Soy feo, pero puedo comprarme a la mujer más bella. Por lo tanto, no soy feo, ya que el efecto de la fealdad, su poder desalentador, es anulado por el dinero. Soy cojo, pero el dinero me da 24 piernas: entonces no soy cojo. Soy un hombre malvado, infame, sin conciencia, sin ingenio, pero el dinero es respetado, por lo tanto, también lo es su poseedor. El dinero es el mayor de los bienes, por lo tanto, su poseedor es bueno: el dinero me exime de la pena de ser deshonesto, por lo tanto, soy considerado honesto; soy estúpido, pero el dinero es la verdadera inteligencia de todo: ¿cómo podría ser estúpido su poseedor? Además, este puede comprar personas inteligentes, ¿y quién tiene poder sobre personas inteligentes, no es más inteligente que el hombre inteligente? […] Porque el dinero, como concepto existente y actual del valor, confunde e intercambia todas las cosas, constituye la confusión general y la inversión de todo, por lo tanto, el mundo invertido, la confusión e inversión de todas las cualidades naturales y humanas»[8].

Esta página retrata la larga historia de la codicia del hombre occidental. La consideración del dinero como una especie de varita mágica capaz de resolver todos los problemas, de transformar todo en su opuesto, está muy presente también en la poesía y la literatura, como se puede ver en este poema del siglo XII, muy similar a las consideraciones de Marx: «Si un ladrón o un bandido es arrestado, / se da dinero a los jueces, y de inmediato / aquel se convierte en el justo Catón; / si uno es estúpido y no puede estudiar / las artes sagradas, entonces estudia el dinero: / se convertirá en Aristóteles. / De una hermosa dama llega un amante agradable, / si no ha traído nada, es expulsado de la cama; / llega uno feo pero lleno de dinero, / encuentra todo a su disposición. / El dinero reina, gobierna, impera y vence en todo. / Comanda junto a Júpiter; / ambos, elevados a deidades, son venerados en todo el mundo, / pero el dinero vale más, ya que como dios cuenta por dos. / De hecho, lo que ni los truenos ni los relámpagos pueden doblegar / el dinero lo doblega y lo hace suyo. / Júpiter ofendido no venga todas las afrentas, / en cambio, innumerables son las ofensas que el dinero castiga»[9].

La avaricia, al no estar relacionada con una necesidad corporal ni tender hacia un placer propio de ella, busca una satisfacción de tipo afectivo pero al mismo tiempo intangible, ligada a la imaginación. Este carácter espiritual de la avaricia se muestra claramente en su objeto básico, el dinero, que tiene en sí mismo un componente esencialmente simbólico, remitiendo a otra cosa: es solo un trozo de papel, pero permite el acceso a otras cosas, proporcionando honores y consideraciones de esta manera. El dinero parece capaz de abrir todas las puertas, de transformar cualquier defecto, como observó Marx: «El dinero no solo puede representar todas las riquezas como medida de su valor; hay en él, en el material que lo constituye y en el uso que los hombres hacen de él, también una extraordinaria fuerza simbólica que, a través de la evocación del espectro de la idolatría, es capaz de connotar éticamente las riquezas en sentido negativo aumentando así el peso específico de la culpa de aquellos que las aman demasiado»[10].

La avaricia aparece entonces como una forma mundana de consagración a un ídolo, algo a lo que se está dispuesto a ofrecer toda la propia vida, sacrificando ante todo la propia libertad y dignidad: «Así como el perro es condicionado a segregar saliva no ante la vista de la comida sino al sonido de la campana que la anuncia sin realmente verla, así el avaro es atraído por el dinero aunque este se acumule sin utilizarlo»[11]. En este vicio se observa una situación invertida también en cuanto a la práctica de la mortificación y la penitencia; el avaro se impone una ascesis en vista del futuro, escatimando el presente en lugar de vivirlo. Y la ansiedad, a su vez, le impide disfrutar de lo que posee, aunque lo haya logrado con éxito.

San Ignacio de Loyola reconoció en el deseo de las cosas el primer lazo que el demonio pone a los pies de aquellos que desean avanzar en la vida espiritual, de donde se derivan todos los demás tipos de vicios y males posibles[12]. El dinero, de hecho, lejos de tranquilizar, cuando se convierte en un fin en sí mismo aumenta los temores: el miedo a perder lo que se ha ganado, el temor de que un rival se adjudique el negocio deseado, el ser superado en la escala social, haciendo vano el esfuerzo de toda una vida.

Por un curioso mecanismo psicológico, cuando se busca una seguridad excesiva, que el dinero debería proporcionar, se obtiene el resultado exactamente opuesto: la ansiedad y la inseguridad se difunden y prosperan con cada vez mayor intensidad[13]. Este es precisamente el estado de ánimo característico de los avaros: «Están siempre inquietos, y su alma no tiene descanso. La preocupación por poseer lo que aún no tienen hace que no consideren nada de lo que ya tienen. Por un lado, traman con el temor de perder lo que ya han acumulado y, por otro, trabajan para poseer otras cosas, lo que significa nuevos motivos de temor»[14]. Los Padres de la Iglesia a menudo subrayan la angustia mortal que aflige al avaro, considerada como una serpiente que se muerde la cola; cuanto más posee, más es poseído por aquello que lo impulsa a acumular, es decir, la ansiedad y el miedo[15].

Un sentimiento típico del avaro es la tristeza, ligada a la decepción de nunca poder encontrar plenamente lo que anhela, sino sentirse cada vez más necesitado: «Como el mar nunca está sin mareas y olas, de la misma manera el avaro nunca está sin tristeza»[16]. Su tribulación recuerda el terrible castigo al que fue sometido el rey Midas, un castigo que consiste precisamente en la realización de su voraz deseo. Hay una especie de extraño masoquismo en este vicio, ya que lo que se considera la única fuente de felicidad en realidad causa angustia, hasta arruinar sus vidas: «Los avaros no solo se privan del gozo de lo que tienen y de lo que no se atreven a usar a su antojo, sino también de aquello que nunca los saciará ni calmará su sed: ¿puede haber algo más penoso?»[17].

Dante muestra el carácter peculiar del avaro con un golpe brillante; en el canto VII del Infierno subraya que los avaros resucitarán con el puño cerrado, simbolizando su forma de aproximarse a la vida, a los demás y a los bienes, que ahora se ha cristalizado para siempre. El avaro está esculpido por la eternidad en la actitud de quien quisiera aferrarse a todo, pero termina aferrando el vacío, sofocando y matando lo que lo rodea, comenzando consigo mismo. Para Dante, son el grupo más numeroso que se encuentra en el infierno, hasta el punto de que debería colocarse en la entrada el cartel fatídico: «Estamos llenos, no hay más lugar»: «Aquí vi gente en cantidad mayor que en otros lugares», nota con sarcasmo[18]. Los pertenecientes a este vicio son tan numerosos y diversos que deben ser colocados en diferentes círculos del infierno: están los usureros y los simoníacos, respectivamente en el séptimo y octavo círculo; los avaros y los pródigos («la corta burla») que han basado su vida en la fortuna vana, y por la eternidad se reprochan mutuamente sus respectivos vicios, aunque inútilmente, ya que unos son incapaces de entender la actitud de los otros.

El avaro, un hombre solo

Dado que la avaricia está animada por la mezquindad, muestra la pobreza de espíritu de quien la padece: es incapaz de gestos generosos, de involucrarse en algo sin haber calculado primero cuánto podrá ganar. Existe un vínculo estrecho entre la avaricia y la soledad: el avaro solo se siente cómodo en compañía de las cosas, la única realidad en la que puede confiar: «La imagen es la de un personaje triste, solitario, abandonado por amigos, poco hablador, siempre sospechoso, a menudo brusco y arrogante, en el mejor de los casos, maleducado»[19], porque la avaricia embrutece el alma, la vuelve grosera, superficial, infeliz, en una palabra, deshumana. El avaro se ha fosilizado, convirtiéndose en una sola cosa con las riquezas que ha acumulado, asumiendo la misma rigidez impersonal de las cosas, lo que es como decir que ya está muerto.

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De hecho, es en el momento de la muerte cuando la soledad del avaro muestra toda su evidencia, ya que nada de lo que lo rodea y a lo que se ha aferrado puede realmente sostenerlo y reconfortarlo; al intercambiar personas por cosas, nunca ha podido amar a nadie. Como un faraón enterrado en su pirámide, ha realizado su sueño a pesar suyo: convertirse en una sola cosa con sus riquezas; pero quien observa desde afuera nota un espectáculo muy diferente: «Aquellos que descubrieron el tesoro de Tutankamón deben haber experimentado algo espeluznante. Imaginemos el cuerpo del faraón sellado junto con sus riquezas durante todos estos siglos en una habitación oscura y sin aire. Cuando se abrió, su cuerpo se había descompuesto, pero el oro y los alabastros habían conservado su forma y sustancia, y brillaban como siempre. Lo que faltaba en todo esto era el faraón mismo. Las joyas hablaban de su majestad, es decir, de su estatus, pero no decían nada sobre el hombre […], un objeto sepultado entre otros objetos […], entre los cuales ese hombre se ha convertido en el objeto más opaco y sin vida. Si miramos con franqueza nuestras sociedades actuales, ¿cómo podemos negar que esta también sea nuestra imagen?»[20].

Remedios para la avaricia

Según Aristóteles, la virtud opuesta a la avaricia no es la prodigalidad, que es más bien un vicio opuesto en sus manifestaciones pero muy similar en su dinámica afectiva, como bien había observado Dante. El comportamiento contrario a la mezquindad es más bien la liberalidad, analizada en el libro IV de la Ética a Nicómaco, entendida como la capacidad de dar según las propias posibilidades. Recurrir a lo que se ha recibido para que otros puedan vivir bien es el mejor remedio para el vicio de la avaricia, ya que toca el afecto, permitiendo experimentar, en quien da, nuevos sentimientos que lo hacen capaz de gestos hasta entonces impensados. Esta sensibilidad afectiva hacia las cosas es capaz de contrarrestar eficazmente la avaricia, como bien había reconocido Casiano: «No servirá de nada privarse del dinero, si persiste en nosotros el deseo de poseerlo»[21]. Esta predisposición despierta algo en el corazón de quien la lleva a cabo, el deseo de «gastar» bien su vida, y hace que la persona sea capaz de sacrificios incluso notables, porque el corazón se ha vuelto sensible al sufrimiento y a las necesidades de los demás.

Esta es, por otro lado, la verdad misma de las cosas, que existen para el otro. Ellas son, como recuerda Winnicott, «objetos transicionales», una posibilidad de salir de la soledad autista del yo para encontrarse con el otro (trans-ire)[22]. Es en el encuentro con el otro, en la relación, donde el hombre halla la verdad de sí mismo. Compartir los bienes es la condición básica para que la vida se difunda y desarrolle cada vez más: la actitud del avaro hace violencia incluso a la misma naturaleza; su tendencia a la acumulación es un auténtico proyecto de anticreación: «El Creador quiere transmitirse y comunicar lo que le pertenece. De la misma manera se comportan sus criaturas: el sol transmite la luz, el fuego el calor, los árboles los frutos […]. El avaro, en cambio, no quiere compartir con nadie lo que posee, excepto cuando está obligado por la muerte»[23].

Tal vez en la raíz de la avaricia esté ese esfuerzo sobrehumano por ganarse la vida, por merecer vivir, una forma enfermiza de autoestima. Por el contrario, sin gratuidad nada sería posible, y con mayor razón no sería posible ninguna ganancia, ninguna riqueza; por otra parte, nadie podría emparejar las cuentas, sino que debe gastar lo que ha recibido gratuitamente.

Sin duda, también con respecto a este vicio, un camino espiritual es de gran ayuda para cultivar la gratuidad y saborear la vida, mostrando la importancia de situarse ante el Señor en un espacio por definición «sagrado» (= separado) y no «productivo». Esa disposición de ánimo abierta a la relación de acogida gratuita del amor de Dios ayuda a introducir sentimientos nuevos que dan sabor a la vida. Esta es una de las muchas verdades contenidas en la enseñanza bíblica sobre el sábado, entendido como día consagrado al Señor: «El judaísmo pretende transformar nuestro deseo de las cosas del espacio en deseo de las cosas del tiempo, enseñando al hombre a desear el séptimo día durante toda la semana […]. Es como si el mandamiento: “No desearás las cosas del espacio” se correspondiera con: “Desearás las cosas del tiempo”»[24]. Cuando uno se olvida de santificar ese día, se aliena, perdiéndose en las cosas.

En el centro de las prescripciones dadas al pueblo de Israel con vistas a la entrada en la tierra prometida está la convicción de que lo que más cuenta, más que los bienes recibidos, es el bien que se puede hacer con ellos a los más pobres. Esta valiosa enseñanza se recuerda en la Biblia a través de la invitación a ofrecer el diezmo al Señor (cfr. Dt 14,22-29) en favor de los necesitados y los extranjeros. El diezmo que hay que ofrecer recuerda al creyente dos cosas fundamentales: que todo lo que tiene y es, existe en forma de don y no de mérito; también que, a través de él, el hombre devuelve en una pequeña parte lo que en realidad no le pertenece, creando esos espacios de comunión que pueden considerarse, como el sábado, un anticipo de la bienaventuranza eterna.

En el cuento de K. Blixen, “El festín de Babette”, que también se hizo famoso gracias a una excelente representación cinematográfica, se encuentra en forma literaria lo que se observaba en el ámbito espiritual; es decir, el poder que tiene el don para reestructurar una situación, a nivel individual y social. En la historia, ambientada en un pequeño pueblo de Dinamarca a finales del siglo XIX, esta transformación se observa en primer lugar en la donante, Babette, que ha acabado refugiada en ese pueblo, con una historia de fracasos, sufrimientos y duelos a sus espaldas. En ese momento, todo el mundo espera que Babette abandone el pueblo y disfrute del dinero; en cambio, ella decide utilizarlo únicamente para preparar una comida de acción de gracias para la comunidad, una comida llena de todo lo bueno. Y al final de la historia nos enteramos de que la persona más beneficiada fue la propia Babette. A la objeción de que no debería haberlo despilfarrado todo en ellos, responde con inesperada sencillez: «¿En ustedes? No. En mí […]. Soy una gran artista […]. Un gran artista, mesdames, nunca es pobre. Tenemos algo, mesdames, que los demás desconocen»[25].

Al preparar esa comida, Babette también pudo reconciliarse con los que la habían perjudicado, los que habían matado a su familia y la habían obligado a huir de París sola y desamparada. Ya no sentía resentimiento hacia ellos, porque había sido capaz de poner también a su disposición sus habilidades culinarias: incluso a sus enemigos les había dado a conocer su talento y es esto, a fin de cuentas, lo único que cuenta ahora para ella, lo que ha hecho bella su vida: «Porque, mesdames – dice al final –, esta gente me pertenecía, era mía […]. Yo podía hacerla feliz. Cuando me esforzaba al máximo, podía hacerla perfectamente feliz»[26].

Esta historia puede considerarse un bello comentario narrativo sobre la Eucaristía, la comida en la que el Señor Jesús convoca a los suyos, amigos y enemigos, gastando todo de sí mismo, su vida misma por todos, para que todos estén en comunión con Él y entre sí. La verdadera riqueza, la que verdaderamente nos pertenece, es la que se recibe ofreciendo lo mejor que se tiene, haciéndose partícipe de la generosidad sobreabundante de Dios. Sólo dando es posible escapar de la soledad infernal en la que se ha encerrado el avaro.

  1. Aristóteles, Ética a Nicómaco, Madrid, Alianza, 2001. V, 2 1129b 1-5; cfr. también IV, 1, 1119b 26-27. Aristóteles distingue entre bienes externos, bienes del cuerpo y bienes del alma (cfr. Etica Eudemia, Bari, Laterza, 1971, l. II, 1, 1218b 32), que son los bienes supremos, como la sabiduría, «búsqueda de las causas primeras», objeto de la metafísica, que hacen libre a quién la cultiva, acercándolo a la felicidad propia de Dios (cfr. Metafisica, Napoli, Loffredo, 1971, l. I, 2 983a 5-10).
  2. Cfr. Tomás de Aquino, s., De malo, Milán, Bompiani, 2001, q. 8, a.1. Para profundizar en el tema, cfr. G. Cucci, Il fascino del male. I vizi capitali, Roma, Adp, 2008, 167-211.
  3. Ch. Péguy, Note conjointe sur M. Descartes et la philosophie cartesienne, en Id., Oeuvres en prose: 1909-1914, Paris, Gallimard, 1961, 1531.
  4. Evagrio, Gli otto spiriti della malvagità, Cinisello Balsamo (Mi), San Paolo, 2006, n. 8; G. Casiano, Conferenze ai monaci, Roma, Città Nuova, 2004, l. V, 11; Id., Le istituzioni cenobitiche, Praglia (Pd), Monastero, 1992, l. VII, 1.
  5. Cfr. Agustín, s., De libero arbitrio, Roma, Città Nuova, 1976, l. I, XV, 32; Tomás de Aquino, s., Summa Theol., II-II, q. 117, a. 1 ad 2; id., De malo, cit., q. 13, a. 1; Aristóteles, Ética a Nicómaco, cit., l. IV, 1, 1119b, 26.
  6. Tomás de Aquino, s., De malo, cit., q. 13, a. 2, ad 8.
  7. C. Casagrande – S. Vecchio, I sette vizi capitali. Storia dei peccati nel Medioevo, Turín, Einaudi, 2000, 113.
  8. K. Marx, Manoscritti economico-filosofici del 1844, Turín, Einaudi, 1968, 151-156.
  9. Pietro Pictor, De denario, en Corpus Christianorum. Continuatio Mediaevalis, vol. XXV, Turnhout, Turnholti Typographi, 1972, 101 s.
  10. C. Casagrande – S. Vecchio, I sette vizi capitali…, cit., 106.
  11. S. Schimmel, The Seven Deadly Sins: Jewish, Christian, and Classical Reflections on Human Psychology, New York, Oxford University Press, 1997, 173.
  12. «Que primero hayan de tentar de codicia de riquezas, como suele, ut in pluribus, para que más fácilmente vengan a vano honor del mundo, y después a crecida soberbia; de manera que el primer escalón sea de riquezas, el segundo de honor, el tercero de soberbia, y de estos tres escalones induce a todos los otros vicios» (Ignacio de Loyola, s., Ejercicios espirituales, n. 142).
  13. Cfr. G. Cucci, La forza della debolezza. Aspetti psicologici della vita spirituale, Roma, Adp, 2007, 41-47.
  14. Juan Crisóstomo, s., Commento al Vangelo di Matteo, Roma, Città Nuova, 2003, Om. LXXXI, 4.
  15. Cfr. Gregorio Magno, s, Moralia, Roma, Città Nuova, 1994, l. XV, 19; G. Casiano, Le istituzioni cenobitiche, cit., l. VII, 1; Bernardino de Siena, s., Prediche volgari, Milán, Rusconi, 1989 (Om. XXXVIII); Peraldo, Summa Vitiorum et Virtutum, Brescia, 1494, l. II, IV, 4; Ambrosio, s., «De Nabuthae», en Id., Opere (VI, 28), vol. 6, Roma, Città Nuova, 1985; Evagrio, Gli otto spiriti della malvagità, cit., c. 8.
  16. Juan Clímaco, s., La scala del paradiso, Milán, Paoline, 2007, l. XVI, 21.
  17. Juan Crisóstomo, s., Omelie su 1 Corinzi, XXII, 5 [PG 61, 187 s].
  18. Dante, Infierno, VII, 25.
  19. C. Casagrande – S. Vecchio, I sette vizi capitali…, cit., 120.
  20. H. Fairlie, The Seven Deadly Sins Today, Washington, University of Notre Dame Press, 1979, 152.
  21. G. Cassiano, Le istituzioni cenobitiche, cit., VII, 21.
  22. D. W. Winnicott, «Transitional objects and transitional phenomena: a study of the first not-me possession», en International Journal of Psychoanalysis 34 (1953) 89-97.
  23. Peraldo, Summa…, cit., II, IV, 3.
  24. A. Heschel, Il sabato, Milán, Garzanti, 1999, 111 s. La cursiva es del texto.
  25. K. Blixen, «Il pranzo di Babette», en Id., Capricci del destino, Milán, Feltrinelli, 2005, 44.
  26. Ibid., 45.
Giovanni Cucci
Jesuita, se graduó en filosofía en la Universidad Católica de Milán. Tras estudiar Teología, se licenció en Psicología y se doctoró en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, materias que actualmente imparte en la misma Universidad. Es miembro del Colegio de Escritores de "La Civiltà Cattolica".

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