Biblia

De la fe al contacto con Jesús resucitado

El mensaje pascual de Juan

La aparición de Cristo a María Magdalena después de la resurrección, Alexander Ivanov (1835)

Introducción

Al hojear el Cuarto Evangelio, cuando llegamos a Juan 20, sentimos, en la primera lectura, una cierta sensación de desasosiego. Lo que en un primer nivel de redacción era un texto solemnemente conclusivo de todo el libro[1], ahora parece literalmente inconexo, compuesto por personajes principales – María de Magdala, Pedro y el «discípulo amado», todos los discípulos juntos sin Tomás, Tomás el único protagonista final – desvinculados de una relación directa entre ellos.

Sin embargo, una relectura atenta de todo el capítulo permite superar esta limitación. En efecto, gradualmente surge un tema unitario subyacente, tratado con un seductor desarrollo literario progresivo, que implica uno tras otro a todos los personajes indicados: se trata de la relación entre la fe en Jesús resucitado y el contacto pospascual, directo y personal, que el cristiano mantiene con él.

Examinaremos esta relación entre la fe y el contacto con Jesús resucitado a medida que se desarrolla, siguiendo a los personajes indicados. Observaremos el nivel gradualmente superior que se va alcanzando para luego, en su conclusión, poder ver, como en un cuadro sinóptico, la maravilla de la reciprocidad con Jesús resucitado a la que la fe pospascual conduce al cristiano.

La oscuridad y la fe inicial de María Magdalena

El autor del Cuarto Evangelio, como es bien sabido, no se limita a ofrecer detalles descriptivos: ama y prefiere el llamado «doble nivel» – realista y simbólico -, que utiliza con apreciable frecuencia. Lo advertimos en la presentación de María Magdalena, que se encamina para ir al sepulcro de Jesús «cuando todavía estaba oscuro» (Jn 20,1). Tinieblas afuera, pero también, y sobre todo, tinieblas adentro – lo podemos deducir de todo el asunto – con respecto a su fe en Jesús. Él había sido para ella el maestro, pero ahora sólo le queda un cuerpo que desea ansiosamente encontrar. Y cuando descubre que han quitado la lápida y comprueba que la tumba de Jesús está vacía, no lo duda un instante y corre a informar a los discípulos. Pedro y el «discípulo amado» salen corriendo hacia la tumba.

María Magdalena no los sigue, y la encontramos luego junto al sepulcro, después de que los dos discípulos, terminada su visita, regresan al Cenáculo. La oscuridad de fe de María Magdalena persiste e, incluso, podríamos decir, se acentúa. Permaneciendo, en lágrimas, cerca del sepulcro, mira en su interior, inclinando la cabeza, y advierte un hecho que debería estremecerla: «vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies del lugar donde había sido puesto el cuerpo de Jesús» (Jn 20,12). El hecho excepcional de una presencia trascendente debería haberla impresionado. Pero Magdalena, a la pregunta de los dos ángeles de por qué llora – pregunta que, junto con la presencia y posición de los ángeles, podría haberla orientado hacia la resurrección –, da una respuesta que muestra lo lejos que está de ella, arraigada aún en su convicción: «Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto» (Jn 20,13). Jesús ya no es más que un cuerpo para ella, y el único problema es encontrarlo.

Magdalena se obstina en esta búsqueda, hasta el punto de que, cuando se da la vuelta y se encuentra ante Jesús resucitado, no sólo no lo reconoce, sino que incluso a él, que le pregunta por qué llora, le dirige la única petición que le importa: «Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a buscarlo» (Jn 20,15). Esta es realmente la gota que colma el vaso. Las tinieblas de la fe de Magdalena respecto a la resurrección son realmente densas.

El amor de Jesús le sale al encuentro. Apenas se dirige de nuevo a ella con tono afectuoso, llamándola por su nombre, «¡María!», la Magdalena recupera instantáneamente su antigua fe y, volviéndose física y moralmente, la expresa en su respuesta: «¡Rabbunì, maestro mío!». Jesús, sin embargo, no es ahora sólo el maestro; le dice enfáticamente a María Magdalena: «No me toques, porque todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: “Subo a mi Padre, el Padre de ustedes; a mi Dios, el Dios de ustedes”» (Jn 20,17).

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La expresión de Jesús «No me toques» ha suscitado problemas, tanto filológicos como interpretativos. Aunque los debates en ambos campos no pueden considerarse agotados[2], algunos elementos inherentes al texto permiten una interpretación coherente.

Observemos en primer lugar la prominencia del término utilizado, «tocar». Muy poco frecuente en Juan, este término tiene un amplio uso en Lucas, que también es conocido por su proximidad lingüística a Juan. La abundante y variada referencia a Jesús que encontramos en él permite una interesante elaboración. Según Lucas, Jesús «toca», y a su vez es «tocado», con una frecuencia significativa, y cuando toca o es tocado, siempre realiza una curación. De ahí que Lucas declare: «toda la gente quería tocarlo, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos» (Lc 6,19). Jesús mismo, presionado por la multitud, dice, refiriéndose a la mujer que sufre hemorragias: «Alguien me ha tocado, porque he sentido que una fuerza salía de mí» (Lc 8,46).

No se trata, en Lucas, de curaciones médicas, como si Jesús tuviera medicinas prodigiosas. Las curaciones que realiza sólo dependen de un contacto global que se establece con él y tienen un alcance más amplio que las dolencias físicas. El contacto con Jesús también perdona los pecados. Hay, en otras palabras, una reciprocidad funcional entre Jesús y el hombre: una reciprocidad que luego se desarrolla hasta llegar – y con esto pasamos de Lucas a Juan – al contacto altísimo y sorprendente de «comer» su carne y «beber» su sangre, como afirma repetidamente Jesús en el discurso eucarístico de Cafarnaún[3]. El intenso contacto con él produce efectos que le son propios. Si el contacto con Jesús en su vida terrena puso en movimiento tanta energía sanadora a todos los niveles, es de esperar, con razón, que el contacto con el Resucitado produzca efectos aún mayores. ¿Por qué, entonces, Jesús niega a María Magdalena el contacto con él?

Si prestamos atención al contexto de la orden dirigida a la Magdalena, vemos que Jesús mismo señala también, en cierto sentido, la razón de la misma. Releyendo la continuación del texto: «No me toques, porque todavía no he subido al Padre» (Jn 20,17a), vemos inmediatamente que la prohibición de «tocar» no es absoluta, sino relativa a la ascensión de Jesús al Padre. Todo lo que Jesús adquirió a través de su pasión y resurrección será presentado y ofrecido al Padre, antes de ser entregado a los hombres. Su acción de donación como Resucitado comenzará después del encuentro con el Padre, como si quisiera ofrecer primero al Padre, como esperando su bendición, todo lo que ha conseguido y preparado para los hombres y que luego les dará.

Este es un punto fundamental. Ya lo encontramos, explícito y subrayado, antes del comienzo de la pasión, en la «oración de la hora» (cfr. Jn 17,1-26). La oración comienza con una sentida invocación de Jesús al Padre. Sintiendo que ha llegado la hora de la pasión y resurrección, que para él constituye la realización más alta de sí mismo, de su «gloria», Jesús se dirige al Padre, pidiéndole su plena realización: «Levantó los ojos al cielo, diciendo: “Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo para que el Hijo te glorifique a ti”» (Jn 17,1).

La plena realización de Jesús, su glorificación, es también la plena realización y glorificación del Padre, que lo concibió y planeó en su trascendencia, «antes de que el mundo existiera» (Jn 17,5). La aspiración fundamental de Jesús en esta hermosa oración es que el Padre le conceda, cuando se presente ante él («Ahora voy a ti», Jn 17,13), haber realizado verdaderamente, por su pasión y resurrección, todo el plan de gloria que el Padre había formulado. La oración de Jesús es siempre escuchada por el Padre. Y cuando Jesús habla a la Magdalena, está a punto de subir al Padre.

Observamos a este respecto cómo ya se está produciendo una cierta «intensificación» entre Jesús y los discípulos, en el sentido de una mayor cercanía mutua. Jesús les había dicho: «Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre» (Jn 15,15). Pero ahora los discípulos son calificados por Jesús como «hermanos míos», y esto precisamente con respecto a su nueva relación con el Padre, relación que se ha hecho particularmente cercana a la de Jesús. Jesús dice a la Magdalena: «Ve a decir a mis hermanos: “Subo a mi Padre, el Padre de ustedes; a mi Dios, el Dios de ustedes”» (Jn 20,17b).

A la luz de todo esto, la negación de Jesús es comprensible. Estará encantado – ya lo veremos – de entregarse; ya había conseguido incluso una nueva y altísima forma de hacerlo mediante la institución de la Eucaristía, pero antes querrá la aprobación entusiasta del Padre, que le comunicará su aprobación, con toda la energía necesaria para poder llevarla realmente a la práctica.

La negación de Jesús a la Magdalena encaja espontáneamente en este marco. No es más que una cuestión de expectativa: no se trata ni de un rechazo radical, ni de un desencanto por parte de Jesús, quien, por el contrario, muestra a María Magdalena toda su confianza, confiándole un anuncio fundamental para que lo lleve a los discípulos.

Y es precisamente este anuncio el que ofrece a la fe renacida, pero todavía incompleta, de María Magdalena un precioso impulso de crecimiento. No le basta con creer en la resurrección que, por así decir, ha tocado con su propia mano: para poder tener pleno contacto con Jesús, para poder «tocarlo» en la nueva condición en que lo colocará su ascensión al Padre, es necesario un salto cualitativo en la fe.

María Magdalena lo intuye y lo hará. Así lo sugiere una pista minúscula pero significativa: mientras que ella, en el primer despertar de la fe, llamaba a Jesús «mi maestro», como solía hacer antes de la resurrección, ahora, al llevar a los discípulos en el Cenáculo el mensaje que le había confiado Jesús resucitado, afirma haber visto «al Señor» (Jn 20,18). El título de «Señor» se dará preferentemente a Jesús resucitado, situándolo así al mismo nivel que Dios. Para María Magdalena, las tinieblas de antes han desaparecido, y su fe renacida es realmente conmovedora.

El primer destello de fe en la resurrección del «discípulo amado»

Tras el anuncio hecho por María Magdalena de la desaparición del cuerpo de Jesús del sepulcro, reaccionan dos discípulos que, en el Evangelio de Juan, encontramos especialmente unidos en los acontecimientos más destacados de Jesús, ayudándose y complementándose mutuamente: Pedro y el «discípulo amado». También aquí veremos cómo se complementan, ofreciéndose ayuda mutua.

El «discípulo amado», más joven que Pedro, corre rápidamente y llega primero al sepulcro. No entra, pero, mirando sólo desde fuera, se fija en un detalle que le interesa. Habiendo presenciado con toda probabilidad el entierro de Jesús, habiendo estado presente en el Calvario en el momento de su muerte (cfr. Jn 20,26), el «discípulo amado» tiene aún presentes los aspectos concretos del entierro. Asomándose al sepulcro, «vio las vendas en el suelo, aunque no entró» (Jn 20,5). Las vendas que habían envuelto el cuerpo de Jesús, formando así un relieve que el «discípulo amado» debía recordar con detalle, se encuentran ahora cheimena, «aplastadas», «tendidas», «caídas», y ya no contienen el cuerpo de Jesús en su interior. Sorprendido por este detalle inesperado, el «discípulo amado» espera perplejo, sin entrar todavía en el sepulcro.

Mientras tanto, Pedro llega, entra en el sepulcro, observa con atención las vendas caídas[4], pero se interesa especialmente por otro detalle sorprendente: el sudario, que había sido extendido sobre el rostro de Jesús, cubriéndolo, no había quedado a la altura de las vendas, simplemente caído con ellas, sino que yacía a un lado, desprendido y enrollado. Es posible que Pedro se lo señalara también al «discípulo amado», que seguía de pie en el umbral del sepulcro, haciéndole reflexionar intensamente sobre estos dos detalles. El estado y la ubicación de las vendas y del sudario proporcionaban una indicación clara, aunque desconcertante: se había producido un desplazamiento del cuerpo de Jesús, fuera de las vendas, desde la parte de la cabeza donde yacía el sudario, que, al pasar el cuerpo, se había enrollado sobre sí mismo y se había desprendido.

En ese momento se desencadena en el «discípulo» una intuición deslumbrante: ¡Jesús está vivo y, como él mismo había afirmado repetidamente, ha resucitado! Ha escapado del sepulcro, deslizándose, por así decirlo, de las vendas que le rodeaban y pasando por el lado de la cabeza, donde estaba el sudario. El «discípulo amado» expresa todo esto en términos concisos: «Luego [de que Pedro hubo entrado en el sepulcro] entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él también vio [¿de nuevo?] y creyó» (Jn 20,8). El «discípulo amado» estaba guiado por el amor.

El nivel de fe en el Resucitado es todavía incipiente y corresponde al primer paso de la Magdalena, con la notable diferencia de que el «discípulo» cree sin ver, mientras que la Magdalena tiene ante sí al propio Jesús y habla con él. Representa, en cualquier caso, un paso decisivo hacia la fe en el Resucitado, que se va concretando poco a poco. En ese momento, los dos discípulos regresan al Cenáculo y comunican a los demás el estimulante descubrimiento. Podemos imaginar la sorpresa y la alegría de todos los presentes.

Poco después llega María Magdalena, que lleva a los discípulos el mensaje que le ha confiado Jesús. Cuando Jesús habla de «mi Padre, el Padre de ustedes; mi Dios, el Dios de ustedes», se diría que, en su ascensión al Padre, se lleva también consigo a los discípulos, tanto los ama y estima. Los discípulos presentes sienten que la resurrección de Jesús les implica y se extiende, en cierto sentido, también a ellos. Habrán hablado de todo esto hasta la noche, y su fe en Jesús resucitado se habrá visto cada vez más confirmada y ampliada.

La fe plena de los discípulos y su contacto con Jesús resucitado

Entre tanto llegó la tarde. Juan subraya inmediatamente su importancia, detallando los datos temporales y la situación particular respecto a los discípulos: «Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos…» (Jn 20,19).

Esta minuciosa introducción prepara un acontecimiento inesperado del máximo interés: «Jesús se acercó y estando de pie[5] frente a ellos, les dijo: “¡La paz esté con ustedes!”». El saludo habitual contenido en estas palabras se acentúa ante todo por el hecho de que se trata del primer discurso que Jesús dirige a los discípulos después de haber ascendido al Padre[6]. Como tal, contiene toda la plenitud y la carga que fluye en Jesús a partir de este hecho. Y es significativo que la primera expresión del discurso sea precisamente «La paz esté con ustedes», con el doble nivel – realista y simbólico – al que hemos aludido, frecuente en el estilo de Juan. La expresión de Jesús «La paz esté con ustedes», en efecto, comporta probablemente, en su segundo nivel, el valor de «Yo mismo estoy con ustedes», como veremos enseguida.

El texto continúa: «Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado» (Jn 20,20). Este gesto de Jesús resucitado tiene una importancia fundamental[7] y merece un estudio más detenido. Las manos tienen la huella de los clavos[8], indicando, con ello, la pasión con su dramático sufrimiento. Mostrándolas y llamando así la atención sobre ellas, Jesús se revela portador no sólo de la resurrección, que puede verse mirándole, sino también de la pasión, sufrida en el pasado en el Calvario. La pasión, que Jesús muestra en sus manos traspasadas, está presente en él, al igual que la resurrección.

Lo confirma el hecho asombroso del costado traspasado, que Jesús resucitado muestra, junto con sus manos, refiriéndose con esto a otro hecho, también propio del cuadro de la pasión. Juan dice al respecto: «Cuando llegaron a él, al ver que ya estaba muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le abrió[9] el costado con la lanza, y en seguida brotó sangre y agua» (Jn 19, 33-34). La redención, que precisamente gracias a Jesús y a sus sufrimientos puede decirse que ha tenido lugar en este momento, aparece depositada en el costado, podríamos decir en el corazón. Será cuestión de aplicarla. Esto es lo que nos indica la apertura del costado de Jesús: una apertura que empuja a la salvación, como anidada y permanentemente en el corazón, a salir inmediatamente de él para llegar cuanto antes a los hombres a los que está destinada.

Esta salvación, concentrada en el costado, en el corazón de Jesús, tiene dos aspectos, indicados simbólicamente por la sangre y el agua. La sangre, que en la cultura judía representa la vitalidad, indica aquí la vida, dada por Jesús a los hombres mediante el sacrificio de su propia vida. El agua, en cambio, en el simbolismo constante de Juan, indica el don del Espíritu Santo, al que el evangelista se refiere precisamente en el momento de la muerte de Jesús, cuando, «inclinando la cabeza, entregó el Espíritu»[10]. Y el Espíritu, a través de su múltiple acción, alcanza al hombre que lo recibe, llevando e implantando en él a Jesús con su vitalidad.

Todo esto se indica cuando Jesús resucitado muestra el costado abierto a los discípulos, que, convencidos y emocionados, con una fe madurada a lo largo del día, reaccionan con una acogida gozosa: «Les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor» (Jn 20,20).

Inmediatamente después, Jesús retoma la palabra: «Les dijo de nuevo: “¡La paz esté con ustedes!”» (Jn 20,21). Observamos que la paz deseada, a la vez que forma parte de una fórmula general de saludo, contiene también, en un segundo nivel, una clara referencia a Jesús. Así lo indica el hecho de que una repetición en Juan nunca es una duplicación tautológica, sino que implica una profundización, con algún elemento nuevo. Aquí la repetición subrayada – «les dijo de nuevo» – remite a Ef 2,14, donde, a propósito de Jesús, se afirma: «Porque él es nuestra paz».

«La paz esté con ustedes», repetido por Jesús a los discípulos, tiene el sentido general de «Yo mismo para ustedes». Hay un paso, una transferencia de Jesús a los discípulos; lo que es propio de él tiende a convertirse en suyo: «Como el Padre me envió, yo también los envío a ustedes» (Jn 20,21). Y Jesús agrega inmediatamente después una afirmación fundamental, que confirma y explica lo que hemos visto sobre la apertura del costado: «Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió “Reciban ahora[11] al Espíritu Santo”» (Jn 20,22).

El Espíritu Santo concedido transforma a los discípulos en la línea de Jesús, en vista de la misión del Padre transmitida de Jesús a ellos. Ahora está presente y actúa en ellos, e incluso serán capaces de otorgarlo. Esto sucederá de manera especial cuando entren en contacto con personas pecadoras necesitadas de perdón, como le sucedió a Jesús. No tendrán que dudar. Aplicando a los pecados de los hombres el Jesús que llevan consigo, conseguirán el mismo efecto que Jesús en persona: los pecados serán perdonados. Y sólo así serán perdonados.

Así concluye la presencia de Jesús entre los discípulos en la tarde de Pascua. Para ellos, Jesús fue todo un don de amor: se mostró, habló, sopló el Espíritu sobre ellos, los lanzó en la línea que quería el Padre, que él mismo había seguido. No podía hacer más. La fe plena, ya madurada antes de su llegada, permitió a los discípulos una acogida sin límites del Resucitado y de todos sus dones. Se desarrolló una reciprocidad de amor. Y donde hay fe y amor, hay alegría. No es de extrañar que la única respuesta explícita de los discípulos a la presencia y al discurso de Jesús fuera coherentemente la que surgió desde el principio: «Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor» (Jn 20,20).

La atormentada fe de Tomás y su profundo contacto con Jesús

El nombre de Tomás aparece once veces en el Nuevo Testamento[12]. Mencionado junto con los demás discípulos por Mateo, Marcos y Lucas, también aparece una vez en los Hechos de los Apóstoles, pero es en Juan donde, en no menos de ocho ocasiones, emerge con interesantes aspectos de su personalidad[13], particulares respecto a los demás discípulos.

De carácter decidido, e interesado por comprender plenamente lo que Jesús dice a los discípulos, Tomás no duda en hacerle preguntas aparentemente provocadoras, obteniendo respuestas exhaustivas[14]. Cuando se encuentra con Jesús y los demás discípulos fuera de Jerusalén, y Jesús decide volver a Betania, arriesgando así su propia vida, es el propio Tomás quien dice a los demás discípulos: «¡Vayamos también nosotros a morir con él!» (Jn 11,16), mostrando así su valentía y adhesión a Jesús.

Tomás estaba ausente del grupo de discípulos el domingo de Pascua, cuando había tenido lugar el encuentro con Jesús resucitado. En cuanto los discípulos lo encontraron, se apresuraron a comunicarle la gran noticia: «¡Hemos visto al Señor!» (Jn 20,25). Pero la reacción de Tomás no pudo ser más fría: «Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré[15]» (Jn 20,25).

Se trata de creer en la resurrección de Jesús, pero Tomás, para ello, enumera enérgicamente una serie de condiciones que le son indispensables. En definitiva, se trata de encontrar en el Jesús de la resurrección todo lo que había conseguido el Jesús de la pasión, que, para Tomás, tiene dos puntos de referencia esenciales: la crucifixión con los clavos en las manos que lleva a Jesús a la muerte; la sangre y el agua, símbolos de la vida entregada y del Espíritu que, tras la muerte de Jesús, salen de su costado, para llegar al hombre. Tanto la crucifixión como «la sangre y el agua», para ser eficaces, deben entrar plenamente en contacto con el hombre.

De ahí el impulso, irresistible para Tomás, de tocar inmediatamente tanto los agujeros de los clavos como el costado abierto en Jesús resucitado. Como primer compromiso, piensa inmediatamente en todo esto, y después, también en virtud del efecto positivo que espera del doble contacto, puede pensar en hacer despegar su fe en Jesús resucitado. Mientras que en los Evangelios sinópticos encontramos a Jesús expresando y reafirmando la prioridad de la fe en él sobre cualquiera de sus intervenciones[16], especialmente la curación, Tomás, invirtiendo el orden seguido por Jesús, querría ver obrado primero el efecto por Jesús y después por la fe.

Ocho días después de la primera manifestación, Jesús entra de nuevo en el Cenáculo. Se sitúa, como Resucitado, en medio de los discípulos; les dirige su típico saludo «La paz esté con ustedes» e inmediatamente se dirige a Tomás[17]. Toda esta segunda visita está dedicada a él. Inspirándose en las condiciones expresadas por Tomás, Jesús le dirige cinco imperativos precisos: «Trae (fere) aquí tu dedo y mira (ide) mis manos y trae (fere) tu mano y métela (bale) en mi costado y no seas (me ginou) incrédulo, sino creyente» (Jn 20,27).

Comencemos por el quinto imperativo, que se refiere globalmente a la situación de Tomás: «No seas incrédulo, sino creyente»[18] (Jn 20,27). Un problema de traducción nos lleva a una idea interesante. El verbo utilizado, ginomai, implica un movimiento, un cierto desarrollo[19], y no es un simple sinónimo de eimi, «ser». La traducción exacta es «llegar a ser». Jesús le señala a Tomás, en primer lugar, un riesgo que debe evitar: si persistiera en cerrarse al testimonio de los demás discípulos e insistiera en sus propios términos, caería en la incredulidad.

Tomás, sin embargo, no es un incrédulo. Entusiasta de Jesús, como hemos visto, y cercano a él, es incapaz de dar el salto de fe en la resurrección, y tal vez esté atormentado por ello, dado el tono áspero que emplea con los otros discípulos[20]. Lo que le falta es la aceptación de Jesús resucitado con toda la pasión presente en él. La visión inmediata de Jesús resucitado favorecerá el despegue de su fe, pero la elección debe ser suya. En otras palabras, el imperativo absoluto de Jesús resucitado: «No te vuelvas incrédulo, más bien vuélvete creyente», tiene su fuerza operativa, pero a condición de que Tomás lo acepte. Y esta condición se da.

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Fijémonos también en los otros cuatro imperativos dirigidos a Tomás, todos ellos relativos a la relación directa con Jesús resucitado: «Trae aquí tu dedo y mira mis manos […], trae tu mano y métela en mi costado» (Jn 20,27). Tomás ve a Jesús resucitado y, como el mismo Jesús subrayará, es precisamente esta visión global la que le impulsa al salto de fe. Jesús le dirá: «Porque me has visto (heorakas me), has creído» (Jn 20,29). El imperativo directo de Jesús resucitado se refería a las manos y al costado, que Tomás, siguiendo lo dicho por Jesús resucitado, ve y toca. Entonces se da cuenta de que todo el Jesús del Gólgota, los clavos y el costado abierto, está realmente en el Jesús que le habla. Descubre en él con emoción a su Crucificado resucitado. Y la fe de Tomás se desbloquea. Después de aceptar y cumplir los cinco imperativos que se le dirigen, Tomás expresa emocionado su reacción final ante Jesús resucitado: «Tomas respondió: “¡Señor mío y Dios mío!”» (Jn 20,28).

En esta respuesta, Tomás alcanza una cumbre. Con los dos atributos que ahora ve como inseparables, expresa a Jesús, que es a la vez Señor y Dios, la plenitud de fe que ha alcanzado. Pero, además, hay una atractiva dimensión de reciprocidad emocional en la respuesta de Tomás a Jesús. Tomás se ha dado cuenta, por la extraordinaria y personal preocupación de Jesús por él, de lo grande que es el amor de Jesús por él. Quiere corresponderle a toda costa, como había hecho cuando instó a los demás discípulos a seguir a Jesús para morir con él (cfr. Jn 11,16). Y ahora, repitiendo el adjetivo posesivo «mío», le manifiesta la doble reciprocidad de su amor: «¡Señor mío y Dios mío!». Este es Tomás. Y ni siquiera el lector puede dejar de conmoverse.

El encuentro entre Jesús y Tomás termina con una advertencia particularmente solemne que comienza con Jesús, llega a Tomás y luego se aplica a los creyentes cristianos en general: «Ahora crees (pepisteukas)[21], porque me has visto (heorakas)[22]. ¡Felices los que creen sin haber visto! (me idontes kai pisteusantes)».

En la primera parte, la solemne advertencia de Jesús, toda ella referida a Tomás, confirma la plena positividad de su elección: Tomás creyó en Jesús resucitado porque lo vio, constatando la plena presencia en él de la pasión. Y Jesús aprecia el camino de fe de Tomás. Pero hay algo más que Jesús subraya[23], al declarar «felices» a los que han creído sin haber visto. Recuerda así, en el contexto inmediato, al «discípulo amado», que inició su camino de fe en el Resucitado sin verlo todavía, y a los discípulos reunidos en el Cenáculo la tarde de Pascua, que aceptaron las palabras de Jesús, que les presentó la Magdalena, sin ver a Jesús.

La solemnidad literaria del macarismo «Felices los que creen sin haber visto» tiende a convertirlo en una declaración de principios que se aplica no sólo al «discípulo amado» y a los demás discípulos, sino también a todos aquellos que, aunque «no hayan visto», «creerán por su palabra» (Jn 17,20). Justamente lo que Tomás no había logrado hacer.

Conclusión

Una visión de conjunto de lo que hemos visto confirma lo dicho al principio: el capítulo 20 de Juan presenta un cuadro fascinante de la fe vivida, tal como la ve e interpreta el Cuarto Evangelio.

Considerado en su conjunto, este sorprendente cuadro asombra, en primer lugar, por la riqueza y variedad de su contenido. La fe en Jesús crucificado y resucitado tiene como un tratamiento bipolar: es vista tanto con la irresistible fascinación que conlleva, como en contacto con situaciones en las que creer aparece, parcial o totalmente, en disonancia con la concreción de la vida. Siguiendo el desarrollo literario del texto, nos encontramos con cuatro problemas de la fe.

Hay una fe que parece bloquearse, ocultarse e incluso desaparecer: es la oscuridad inicial de la fe en el Crucificado Resucitado de María Magdalena. Sólo el contacto directo con Jesús Resucitado, los cuidados y el amor del Resucitado, la estima que le demuestra al confiarle un mensaje de suma importancia para los discípulos consiguen que Magdalena retome el camino de la fe que había seguido anteriormente y que acoja los ulteriores desarrollos sugestivos que conlleva.

Hay una fe que exige un valiente salto cualitativo. El protagonista del mismo es el «discípulo amado» que, junto con Pedro, comprueba en el sepulcro la particular posición de las vendas que envolvían a Jesús y del sudario, sacando la inquietante conclusión de un desplazamiento del cuerpo de Jesús, y luego emprende – recordando las repetidas declaraciones de Jesús al respecto – el camino de la fe en la resurrección, creyendo, sin ver, que Jesús estaba vivo. Aunque no aparecen los detalles, este gesto del discípulo amado es de gran importancia. La afirmación final que Jesús dice a Tomás: «Felices los que creen sin haber visto» (Jn 20,29), se refiere en primer lugar a él, y luego se aplica también a todos los que creerán por la palabra de los discípulos. Todos pertenecemos hoy a esta categoría.

Y hay una fe que parece desarrollarse serenamente, creciendo continuamente sin saltos, pero acogiendo y personalizando todo lo que le ofrecen las personas con las que se encuentra o le sugiere el contexto en el que vive. Esta es la situación del grupo de discípulos. Son los primeros, en la mañana de Pascua, en recibir de María Magdalena la noticia de la desaparición del cuerpo de Jesús. Dos de ellos corren al sepulcro, pero los demás, la mayoría, permanecen en el Cenáculo y esperan. Cuando tanto los dos que se habían marchado como María Magdalena llegan con el estimulante mensaje de Jesús, los discípulos escuchan atentamente, absorben, reflexionan, aceptan, probablemente discuten acaloradamente entre ellos hasta la noche. Y su fe se desmorona. Cuando Jesús mismo se presenta al atardecer, los encuentra preparados y, sin tener que insistir en la fe que ya está ahí, puede empezar inmediatamente a mostrarse y a dar. La alegría es la respuesta de los discípulos.

Por último, está la fe atormentada de Tomás. Lejos de ser un incrédulo, siente constantemente la necesidad de profundizar, incluso en su fe, que siempre siente en ciernes. Todo esto le cuesta, pero no renuncia a ello. Y el Señor le anima. Así como antes Jesús había acogido y satisfecho sus peticiones de clarificación sobre su enseñanza, así ahora el Resucitado le señala con toda claridad, quizá con un velo de reproche, el grave riesgo que podría correr precisamente en lo que se refiere a la fe, si se dejara llevar sólo por su lógica, encerrándose en sus razonamientos. Jesús se muestra exigente, incluso podemos decir severo, con Tomás. Pero Tomás lo comprende: siempre se da cuenta del cuidado de que es objeto, del amor inquebrantable que Jesús le tiene, incluso cuando le reprende. Y reacciona con una de las más bellas profesiones de amor y de fe que encontramos en el Cuarto Evangelio: «¡Señor mío y Dios mío!».

Tomás no es el único que encuentra y siente la presencia y la presión de Jesús en el ámbito de su fe. Encontramos esta cercanía por parte de Jesús en su contacto con María Magdalena, que la lleva a superar plenamente el amor fuerte pero ciego que sentía por él. Cuando Jesús se encuentra con los discípulos en la tarde de Pascua, su fe en él, madurada en el desarrollo de la jornada, ha llevado ya a los discípulos a un contacto pleno y adherente con él: un contacto que aflora cuando Jesús, casi sacándolo de sí mismo, sopla su Espíritu en ellos.

Cuando Jesús aborda y resuelve el problema de fe de Tomás, su exigente cercanía se hace sentir con tal adhesión de amor que Tomás responde con la más bella expresión de fe y amor.

Incluso en el arrebato de fe en Jesús resucitado por parte del «discípulo amado» debemos suponer una presencia adherente, un contacto amoroso especial por parte de Jesús, aunque el texto no lo diga explícitamente. No faltan pistas significativas en este sentido. Cuando Jesús resucitado se despide de Tomás, aprueba con alegría la plena fe en él que Tomás, al verle, ha alcanzado. Cuando Jesús añade a continuación, con el fuerte énfasis que da el macarismo literario, refiriéndose al pasado: «Felices los que creen sin haber visto», a la única persona concreta a la que puede aludir es precisamente al «discípulo amado». Jesús – también esto era un signo del amor especial que le tenía –le había hecho consciente de su futura resurrección, llevándole, junto con Pedro y Santiago, al monte de la Transfiguración[24].

Jesús aparece, pues, en el capítulo 20 de Juan, como el centro de la fe y de lo que le concierne. Es él el objeto de la fe, el Crucificado resucitado en quien hay que creer; es él quien pide y exige esta fe, pero, al mismo tiempo, concede a todos la posibilidad de alcanzarla, poniéndose en contacto con cada uno y encontrando para cada uno su modo particular de alcanzarla.

La fe que Jesús da no es separable de Él, de su amor por la persona a la que la da. E incluso para el que la recibe, no puede haber fe sin amor. En todos los personajes encontrados, el amor está siempre presente y es decisivo: María Magdalena, que logra superar el amor ciego de las primeras horas cuando se siente llamada tiernamente por su nombre por Jesús; el «discípulo amado», que, sabiéndose realmente amado, muestra su amor en la tenacidad de su búsqueda; los discípulos en la tarde de Pascua, que se sienten como invadidos por los dones de amor de Jesús y responden con alegría. Es sobre todo Tomás quien, a lo largo de su complejo relato, va tomando conciencia del amor infinito de Jesús y siente la necesidad de corresponderle. Y su expresión que, con emoción, hemos escuchado varias veces, se convierte en conclusión también en la nuestra: «¡Señor mío y Dios mío!»[25] (Jn 20,28).

  1. El final del capítulo 20,30-31 indica en sí una conclusión general: «Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos, que no se encuentran relatados en este Libro. Estos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan Vida en su Nombre». Todo el capítulo siguiente, el 21, parece escrito en un segundo momento.
  2. Para una amplia documentación al respecto, cfr. R. Fabris, «La risurrezione di Gesù (Gv 20,1-31)», en Id., Giovanni, Roma, Borla, 1992, 1004-1102.
  3. Cfr. Jn 6,48-59.
  4. Si nos atenemos literalmente al texto griego, hay que traducir con «ver» (blepei) la acción del «discípulo amado» que acaba de llegar, y con «observar» (theorei) la acción de Pedro, más concentrada y reflexiva. Pedro descubre también la presencia característica del sudario.
  5. Es una traducción literal: el «estar de pie» de Jesús indica su condición de Resucitado.
  6. No hay indicaciones concretas ni de tiempo ni de modo de la subida de Jesús al Padre. Puesto que las reservas indicadas a la Magdalena han desaparecido en esta aparición de Jesús, se deduce que la subida al Padre ya ha tenido lugar, naturalmente «en el cielo», en la trascendencia divina, que no admite descripciones en un plano puramente humano. Un indicio puede vislumbrarse en las palabras que Jesús dirige a sus discípulos en su última aparición según Mateo: «Acercándose, Jesús les dijo: “Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra”» (Mateo 28,18).
  7. Jesús no pretende, como en la aparición similar en Lucas (cfr. Lc 24,36-52), ser reconocido por los discípulos mostrando sus manos y pies con los clavos perforados. El problema ya no existe, una vez transcurrido el día.
  8. No se dice explícitamente aquí, pero la referencia a los clavos, implícita, es indispensable para que todo el relato tenga sentido. Y cuando Tomás, en su tiempo, habla de ello, utiliza una expresión completa: «Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos…» (Jn 20,25).
  9. La expresión griega enuxen, traducida al latín por la Vulgata como aperuit, indica un golpe ligero, por lo que puede traducirse como: «le abrió el costado», en lugar de: «le atravesó el costado».
  10. En la expresión de Jn 19,30 se percibe la doble dimensión, típica del estilo de Juan. Se trata del último suspiro de Jesús, de su muerte. Al mismo tiempo, la forma particular utilizada, «entregó el Espíritu», es característica e incluso parece acuñada por Juan, con una fuerte acentuación lingüística respecto a la tradición sinóptica (cfr. Mt 27,50; Mc 15,37; Lc 23,47): sugiere que ya en el momento de su último aliento está actuando el don del Espíritu, que Jesús realizará y explicitará como Resucitado en la tarde de Pascua.
  11. El imperativo aoristo labete requiere una acentuación del tiempo presente.
  12. Mt 10,3; Mc 3,18; Lc 6,15; Jn 11,16; 14.5; 20,5.24.26.27.28; 21,2: Hch 1,13.
  13. El hecho de que sólo Juan se refiera tres veces a un apodo de Tomás, «didymus», «gemelo» (Jn 11,10; 20,4; 21,2), sin que surja ninguna razón particular, salvo quizá una cierta familiaridad confidencial, hace suponer una estrecha relación de amistad entre ambos.
  14. Encontramos un ejemplo claro en Jn 14,4-6: «“Ustedes ya conocen el camino del lugar adonde voy”. Tomás le dijo: “Señor, no sabemos adónde vas. ¿Cómo vamos a conocer el camino?”. Jesús le respondió: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí”».
  15. El texto griego ou me expresa una negación reforzada.
  16. Cfr. «Tu fe te ha salvado» (Mc 10,12; Lc 17,19; 18,42).
  17. Para mayor detalle y profundización gramatical, cfr. U. Vanni, «Il Crocifisso Risorto di Tommaso (Gv 20,24-29). Un’ipotesi di lavoro», en Studia Patavina 50 (2003) 753-775.
  18. Podría traducirse – y así tendría un sentido especialmente adecuado – con el imperativo presente: «Dejen de ser incrédulos y háganse creyentes».
  19. «Radical sense, to come into being […] followed by a predicate, to come into a certain state, to become» (Liddell-Scott, s.v.).
  20. Una cierta emoción es detectable en la puntillosa enumeración de las condiciones establecidas: «Si no veo […], si no pongo […] y pongo…» (Jn 20,26).
  21. En este versículo, cabe señalar un detalle interesante relativo a los verbos: mientras que heorakas y pepisteukas, en tiempo perfecto, expresan ambos una acción iniciada en el pasado y que continúa en el presente, idontes y pisteusantes, en tiempo aoristo, indican una acción puntual ocurrida en el pasado.
  22. Parece fuera de lugar poner un signo de interrogación a esta frase, como hacen algunas ediciones críticas. Ahora Tomás realmente cree, como hemos visto, por lo tanto conviene excluir el sentido irónico que adquiriría la frase si se pusiera como interrogación.
  23. Encontramos aquí una de las dos proclamaciones solemnes, llamadas «macarismos» por su particular forma literaria, que están presentes, por ejemplo, en las Bienaventuranzas (cfr. Mt 5,3-12). La forma literaria «macarismo» aparece dos veces en Juan: aquí y en 13,17.
  24. Véase el episodio narrado por el Evangelio de Marcos: «Seis días después, Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevo a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos» (9,2); «Mientras bajaban del monte, Jesús les prohibió contar lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos» (9,9).
  25. La expresión griega también puede traducirse literalmente así: «¡Tú eres mi Señor y mi Dios!». En este caso, se tendría una explicación de la experiencia de Tomás con Jesús. Al final de esa experiencia, Tomás descubre quién es realmente Jesús para él.
Ugo Vanni
Fue un sacerdote jesuita, ordenado en 1960. Cursó su licenciatura en Filosofía y Teología en la Pontificia Universidad Gregoriana, obtuvo su grado de doctor en Letras Clásicas por la Universidad La Sapienza de Roma y fue doctor en Ciencias Bíblicas por el Pontificio Instituto Bíblico. Durante muchos años fue profesor de Exégesis del Nuevo Testamento en la Pontificia Universidad Gregoriana y en el Pontificio Instituto Bíblico. Publicó numerosos estudios sobre Pablo y el Apocalipsis, y participó en diversas actividades pastorales. Fue director espiritual en el Almo Collegio Capranica de Roma desde 2001.

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