Biblia

El misterio de Pentecostés

Pentecostés, El Greco (Hacia 1600)

En la liturgia, el tiempo pascual se vive en la perspectiva de la fiesta de Pentecostés. Acostumbrados a este horizonte, corremos el riesgo de que la venida del Espíritu Santo no despierte mucho nuestros deseos: es un acontecimiento esperado que tiene su fecha en el calendario litúrgico, pero lo conocemos demasiado bien como para dejarnos sorprender por su significado y su valor. Es necesario un esfuerzo para entrar en este misterio: necesitamos una participación más íntima en este misterio que la liturgia hace presente, para que pueda ejercer su poder transformador en nuestras vidas.

Para introducirnos en el misterio, podemos referirnos a la preparación que recibieron los primeros que estaban destinados a vivir el misterio, es decir, a experimentar Pentecostés. Las circunstancias concretas de esta preparación, que fue asegurada por el propio Jesús, según el testimonio del Evangelio de Juan, muestran que fue necesario superar ciertos obstáculos, para que la venida del Espíritu Santo pudiera encontrar almas dispuestas y alcanzar su finalidad en el origen y desarrollo de la Iglesia. En la Última Cena, Jesús no sólo preparó a sus discípulos para la gran prueba de la Pasión, explicándoles la necesidad del sufrimiento para la fecundidad de la misión apostólica y prometiéndoles el paso del dolor a una alegría abundante y definitiva; sino que quiso expresamente anunciar la misteriosa venida del Espíritu Santo e ilustrar a los discípulos sobre el beneficio espiritual que recibirían de esta venida. Mostró así la importancia que debía concederse al acontecimiento de Pentecostés. Incluso ante la inminencia del drama de la cruz, quiso abrir el horizonte y suscitar una gran esperanza basada en las promesas de la futura acción del Espíritu Santo en los corazones.

Sorpresa del anuncio

El anuncio de la venida del Espíritu Santo fue una gran sorpresa para los discípulos. Antes de la Última Cena, habían oído hablar poco del Espíritu Santo, pero en la cena de despedida el Maestro lo sacó a la luz: «yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes» (Jn 14,16). Sorprendía la designación «otro Paráclito». Parecía suponer que el primer Paráclito no era suficiente y que se necesitaba otro. Los discípulos habían aceptado la predicación de Jesús con una adhesión de fe: creían en Jesús, y toda su vida estaba dominada por esta fe. Jesús era el centro absoluto de su pensamiento; de él recibían luz sobre el sentido de su vida y su destino. Anunciar otro Paráclito parecía proponer otro centro de fe y, por tanto, podía desconcertar a los discípulos. Era la primera vez, según el lenguaje evangélico relatado por Juan, que Jesús utilizaba la palabra «Paráclito». Pero ya había sido utilizada por san Juan para designar a Jesús: «Si alguno peca, tenemos un Paráclito ante el Padre: Jesucristo, el Justo. Él es la Víctima propiciatoria por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero» (1 Jn 2, 1-2).

Juan aborda el problema del pecado en la vida del cristiano; exhorta a los fieles a no pecar, pero sabe que la buena voluntad no siempre puede evitar todo pecado. A esta debilidad responde la intervención de Cristo como Paráclito, es decir, como Defensor que asumió la carga de los pecados de la humanidad en el sacrificio de la redención y la preservó de las consecuencias desastrosas de los pecados cometidos. Él ha asumido nuestra defensa ante el Padre y ha obrado en nuestro favor una reconciliación universal que asegura nuestra paz y serenidad. En este texto, «Paráclito» tiene un significado muy claro: no se trata de un Consolador, sino de un Defensor, que nos protege de los daños que pudieran derivarse de nuestros pecados. Desempeña un papel de intercesión perpetua, que se ejerce en la prolongación de su sacrificio. No sólo tiene pleno poder ante el Padre porque es el Hijo, sino que se sacrificó por completo para salvarnos.

A los ojos de Juan, Cristo es el primer Paráclito, el que asumió la defensa de toda la humanidad pecadora para procurarle el pleno perdón del Padre, hasta el punto de que incluso ahora, teniendo la amarga experiencia de nuestras infidelidades, ya no podemos permitirnos tener miedo. Entre el Padre y nosotros hay un intercesor eminente, muy activo, que habla en nuestro favor y recuerda la sangre derramada en el Calvario. Con él gozamos de una protección perfecta. Esta función corresponde al sentido primario del término «Paráclito». La palabra designa a una persona a la que alguien llama para que esté con él como defensor o abogado. En el plan divino, el Hijo fue enviado por el Padre a la tierra para cumplir esta función. La tarea de defensor o abogado no significa una relación hostil con el Padre, que sería considerado como un enemigo al que habría que temer. Al enviar a su Hijo, el Padre demuestra su benevolencia, que puede revelarse concretamente en el rostro del Hijo encarnado y se manifestará de manera definitiva en el momento del sacrificio.

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Todo lo que se había dicho antes, en la revelación judaica, sobre amenazas de venganza o ira divina en respuesta al pecado queda superado con el misterio de la Encarnación redentora. Como reacción a las numerosas ofensas cometidas por la humanidad, sólo hubo una respuesta divina: el don del Hijo. El gesto paterno de dar al Hijo cambió el destino del universo. Por tanto, debemos reconocer en este gesto la más alta demostración del amor del Padre por la humanidad. El Padre ha dado al mundo pecador un defensor o protector perfecto, su propio Hijo.

Pero si el Padre mismo había querido y designado al Hijo como Paráclito, ¿cómo explicar que Jesús anunciara la venida de «otro Paráclito»? Ciertamente, el anuncio asombró a los discípulos. Habían puesto toda su esperanza en Jesús y comprendieron que se presentaba como Salvador. Conservaban esta confianza en su Maestro; nunca habían descubierto ninguna imperfección o defecto en su manera de hablar o de actuar. Para ellos, la figura de otro Paráclito seguía siendo misteriosa.

El Consolador

En el anuncio de otro Paráclito, se cuestiona el significado mismo de la palabra «Paráclito». El origen etimológico no deja lugar a dudas: persona llamada a ser defensor de otra. Pero resulta un tanto extraño que, en las palabras de la Última Cena, Jesús no desarrolle una enseñanza sobre esta función de defensa, protección o intercesión atribuida al Paráclito. Hace hincapié en la función doctrinal del Paráclito, mostrando cómo descubrirá la verdad contenida en el mensaje evangélico. Por eso, los exegetas han buscado otra vía en la interpretación del título «Paráclito». Procede de un verbo usado pasivamente: ser llamado; pues en voz activa, el verbo (parakalein) significa exhortar, animar, consolar. El uso bíblico más característico se encuentra al principio del libro de la Consolación de Israel. «Consuelen, consuelen a mi pueblo» (Is 40,1). No se trata de un mero consuelo sentimental, sino de una exhortación profética. Esto justifica la traducción propuesta por algunos para el título del Paráclito: «el Consolador». Los Padres de la Iglesia siguen caminos diferentes; traducen «abogado» (Tertuliano) o «consolador» (Hilario) o ambos «consolador y abogado» (Agustín).

Así, una corriente interpretó el título «Paráclito» como fuente de «paràclesi», o exhortación profética, y reconoció un papel importante al Espíritu Santo en el desarrollo del pensamiento y la vida de la Iglesia. Otra corriente se mantuvo fiel al primer significado de Paráclito, defensor o abogado, destacando el valor de una intervención que protege contra las propias debilidades el destino eterno del individuo. La interpretación de Paráclito como «Consolador» ha enriquecido la tradición doctrinal sobre el Espíritu Santo. Sigue siendo históricamente verosímil que Jesús hablara a los primeros discípulos del «Paráclito» con el significado de «Defensor», como atestigua la Primera Epístola de Juan, pero quiso subrayar especialmente la tarea de difundir la verdad, que corresponde al Espíritu.

El Espíritu de la verdad

El otro Paráclito que Jesús prometió a sus discípulos recibió el nombre de «Espíritu de la verdad». Este nombre pretendía sorprender a los que escuchaban el discurso. Los discípulos siempre habían escuchado a Jesús como maestro de la verdad. Lo consideraban el único que enseñaba la verdad y no estaban dispuestos tan fácilmente a escuchar a otro maestro. Jesús mismo se había definido como la única fuente de la verdad cuando había afirmado: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). No sólo poseía y enseñaba la verdad, sino que era la verdad. Había hecho esta afirmación justo antes de anunciar el don del Paráclito, que sería también el don del «Espíritu de la verdad». Conciliaba así las dos afirmaciones de su pensamiento. El hecho de que él fuera la verdad no impedía que el Paráclito fuera el Espíritu de la verdad.

Pero parece difícil conciliar las dos afirmaciones, sobre todo para los discípulos que siempre habían reconocido en Jesús la única voz de la verdad y habrían juzgado una falta de fidelidad escuchar otra voz. Sólo Cristo mismo podía darles la seguridad de que para alcanzar la verdad debían contar en el futuro con el Paráclito como «Espíritu de la verdad». Al anunciar su venida, quiere ante todo dejar claro que el Espíritu es una fuente de verdad totalmente distinta de las demás fuentes de verdad que se pueden encontrar en el mundo: es un Espíritu al que «el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce» (Jn 14,17). A la pregunta de cómo puede influir en el pensamiento humano y en la existencia concreta de las personas, si nadie puede verle ni conocerle, Jesús responde que el camino está abierto a sus discípulos: «Ustedes lo conocen, porque él permanece con ustedes y estará en ustedes» (Jn 14,17).

Sin saberlo, los discípulos conocen al Espíritu; tienen una relación familiar con él, porque habita en ellos. Viven bajo la influencia del Espíritu y adquieren así un conocimiento muy concreto de su presencia. Experimentan la acción íntima que actúa en lo más profundo de su inteligencia y de su corazón. Sienten y acogen sus inspiraciones; se dejan conducir por sus impulsos. Descubren en él un mundo interior, muy profundo y muy rico. Este descubrimiento conlleva muchas sorpresas. Jesús quiere introducir a sus discípulos en el universo espiritual constituido por el Espíritu en las almas. La característica de este universo es la vitalidad que se desarrolla de un modo siempre nuevo. El alma ofrece un campo secreto en el que se forman muchos sentimientos y actitudes. El Espíritu suscita movimientos espirituales que elevan los deseos del individuo a un nivel superior y proponen propósitos más elevados a su existencia.

Cuando Jesús anuncia la presencia del Espíritu, este aparece como nota distintiva de la nueva era religiosa que se inaugura. La persona del Paráclito, que es el Espíritu de la verdad, se revela como una novedad, pero tal que ya posee el valor de una presencia presente: el Espíritu «permanece con ustedes», lo que significa una presencia consolidada y permanente; según la versión más probable del texto, «está en ustedes» (y no sólo «estará en ustedes»). Estas palabras del Maestro ayudan a los discípulos a descubrir en sí mismos la presencia personal del Espíritu.

Presencia permanente

Lo primero que anuncia Jesús cuando dice que rogará al Padre para obtener para sus discípulos el don del Paráclito es el carácter definitivo de este don. El Padre «les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes» (Jn 14,16). Lenguaje particularmente sorprendente, porque parecía suponer que el primer Paráclito no permanecería y que se necesitaría otro para asegurar una presencia continua. Sin embargo, Jesús, como primer Paráclito, prometió una presencia eterna. Sabía lo importante que era esta presencia para sus discípulos y conocía su reacción de miedo cuando aludía a su marcha. A este temor respondió con una promesa muy reconfortante: «No los dejaré huérfanos, volveré a ustedes. Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero ustedes sí me verán, porque yo vivo y también ustedes vivirán» (Jn 14,18-19).

La certeza de esta presencia futura estaba así vinculada a la permanencia de una vida superior, que él experimentaría personalmente, pero también compartiría con sus discípulos. Con esta presencia quiere establecer una relación de intimidad mutua, que es la propiedad característica de sus discípulos y la garantía de la fecundidad de su misión. Así, enuncia el principio fundamental de esta unión permanente: «Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes» (Jn 15,4). La fidelidad del «Yo permanezco en vosotros» está siempre asegurada, mientras que la respuesta a la invitación «Permanezcan en mí» puede ser problemática. Pero la debilidad humana puede buscar apoyo en la fuerza divina.

Las circunstancias de la Última Cena ayudan a dar todo su valor a la promesa. La partida hacia la casa del Padre es inminente. Los discípulos se enfrentan a una prueba demoledora y corren el riesgo de sentirse solos y desconcertados por el drama que acontece a su Maestro. No son claramente conscientes de la amenaza que se manifiesta a través de los acontecimientos, pero Jesús ve muy lúcidamente acercarse el momento de crisis y debe intervenir para proteger a los que serán víctimas de una gran tempestad. Les ofrece su presencia y estimula así su valor. No falta el consuelo que Jesús da a los discípulos con la promesa de su presencia para el momento de la prueba. Pero si esta presencia es suficiente apoyo, ¿por qué insistir también en la presencia del Espíritu, destinado a permanecer con los discípulos para siempre? ¿Por qué una doble promesa, cuando una sola habría sido suficiente? Así se pone mejor de manifiesto el problema fundamental que se desprende de las palabras de Jesús: ¿por qué el Espíritu Santo, cuando Cristo Salvador ya está presente con toda su realidad humana?

Presencia íntima

Un problema similar se refiere a la presencia íntima del Espíritu, que debe conciliarse con la presencia de Cristo en el alma. Según las palabras relatadas por Juan, hay tres aspectos de la relación de intimidad que establece el Espíritu con la persona del creyente; corresponden a tres expresiones gramaticales: el Espíritu permanece con nosotros; permanece en nosotros; y está en nosotros.

Cuando, a petición de Jesús, el Padre nos da el Paráclito, quiere que permanezca con nosotros para siempre. Hemos observado que el Paráclito es la persona a la que llamamos para que nos defienda y nos ayude. Viene a nosotros para quedarse con nosotros; no se trata de una visita o de un breve encuentro. El «con nosotros» significa una presencia asidua e implica una referencia a la alianza. El Espíritu acompaña al creyente, le abre el camino y camina con él; es una especie de compañero ideal que comunica la sabiduría divina para orientar la existencia hacia su verdadero fin. El Espíritu «permanece en nosotros», en una cercanía que permite un diálogo de persona a persona. Quiere estar muy cerca, pero sin abolir toda distancia; quiere salvaguardar la libertad y la espontaneidad del ser humano. También quiere manifestar una solicitud que se extienda a todos los detalles de la vida personal. Por último, al afirmar que el Espíritu «está en nosotros», Cristo nos deja entrever la profunda penetración de esta persona divina y de su soplo espiritual en nuestro ser y en nuestro comportamiento. El Espíritu quería no sólo obrar en nosotros, sino llenar nuestro ser con su presencia, y animar así desde dentro nuestra vida espiritual.

La revelación de esta profunda influencia del Espíritu en la vida interior del hombre debió suscitar, en los participantes en la Última Cena, la cuestión de la relación entre Cristo y el Espíritu, porque a lo largo de su enseñanza Jesús había mostrado su propio papel decisivo en el desarrollo de la vida espiritual de sus discípulos. Ahora, al final de su vida terrena, el Maestro parecía querer poner bajo una luz más viva la acción oculta del Espíritu.

El camino hacia toda la verdad

El anuncio de la venida del Espíritu permite a Jesús resolver un problema difícil. Su vida pública había sido demasiado corta para dar una enseñanza completa. Jesús dice a sus discípulos: «Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero ustedes no las pueden comprender ahora» (Jn 16,12). En su predicación siempre había respetado los límites de audición de sus oyentes. También sabía cómo remediar la situación creada por un tiempo demasiado corto: «Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él los introducirá en toda la verdad, porque no hablará por sí mismo, sino que dirá lo que ha oído y les anunciará lo que irá sucediendo» (Jn 16,12-13). No sin sorpresa, los discípulos aceptaron este anuncio. Siempre habían reconocido en Jesús al que exponía toda la verdad. Ahora oían de su propia boca la invitación a volver los ojos al Espíritu de la verdad, para poder alcanzar toda la verdad que deseaban. Por tanto, tenían que admitir que aún había que dar un paso hacia la verdad completa, pero también sabían que la recibirían de la luz del Espíritu y que, con esta luz, aprenderían sobre todo «las cosas por venir», es decir, el significado de los acontecimientos del futuro según la información dada en la enseñanza evangélica.

El Maestro, en la Última Cena, dio también una importante garantía del valor de la doctrina enseñada por el Espíritu: el Espíritu «dirá lo que ha oído», es decir, recordará y desarrollará la doctrina dada en el Evangelio y será perfectamente fiel a todo lo que ha sido revelado por Cristo. Jesús dice del Paráclito: «El me glorificará, porque recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes» (Jn 16,14). No habrá rivalidad ni discrepancia entre las dos fuentes, porque el Espíritu atraerá hacia el pensamiento de Cristo todo lo que pertenece a la verdad completa. Lejos de hacer prevalecer su propia enseñanza sobre la de Cristo y de exponer una nueva doctrina, que habría relegado a la oscuridad la revelación contenida en el Evangelio, la tarea del Espíritu es glorificar a Cristo, mostrando mejor, a quienes no habían comprendido correctamente las palabras de Jesús, su verdadero significado y su profundo valor. Cuando el Espíritu enseña, su enseñanza es completa, pues «todo lo enseña» (Jn 14,26), pero los complementos y la novedad de la verdad enseñada proceden siempre de Jesús. Él trae a la memoria lo que Jesús había dicho y quería decir: su enseñanza tiene la propiedad de ser memoria iluminadora.

Al subrayar esta fidelidad del Espíritu a la predicación del Evangelio, Jesús conocía su importancia para la vida de la Iglesia. Sabía que no faltarían intentos de proponer cambios en la doctrina y en las instituciones de la Iglesia, reivindicando la libertad del Espíritu. Esta libertad existe, pero en el marco de los principios definitivamente instituidos y vividos por Cristo. Se ha establecido un fundamento inmutable que debe imponerse a todo el futuro de la Iglesia. El Espíritu conoce todas las intenciones de Cristo manifestadas en la fundación de la comunidad cristiana, las comparte y trata de realizarlas a través de las vicisitudes de la historia, sin apartarse nunca del ideal fijado. La conformidad absoluta con el programa de vida elaborado y expresado por Cristo no significa que nunca haya nada nuevo en la acción del Espíritu. De hecho, siempre hay cosas nuevas, porque todo lo que el Espíritu hace y enseña supera lo que la inteligencia humana puede concebir y proyectar. El plan divino revela siempre nuevos horizontes y no cesa de construir un futuro distinto del pasado. La infinita riqueza escondida en Dios nos es revelada por el Espíritu, o más exactamente, el Espíritu atrae nuevos aspectos de la verdad a la inagotable novedad de Cristo.

Fuente de una revelación que tiene carácter de novedad, recibida de Cristo, el Espíritu nos asombra muy a menudo con sus sorpresas. El anuncio de su venida, hecho por Jesús en la Última Cena, fue una gran sorpresa. Los discípulos no esperaban la posibilidad de que alguien ocupara en el futuro el lugar que Jesús había asumido hasta entonces como maestro supremo de doctrina. Esta sorpresa fue sólo el principio, seguido de otras sorpresas. La afirmación de que el Paráclito estaba destinado a conducir a los discípulos a toda la verdad parecía confiar al Espíritu una tarea que había sido de Jesús.

No menos sorprendente fue el hecho de que el Espíritu se presentara como el que debía glorificar a Cristo explicando el sentido más profundo de la doctrina evangélica. Anteriormente, Jesús se había esforzado por dejar clara la excelencia de su enseñanza revelando su relación de Hijo con el Padre. Ahora, en la Última Cena, reveló a otra persona que estaba al mismo nivel divino que el Padre y el Hijo, porque «procedía del Padre» (Jn 15,26) y podía enseñar todo lo que contenía la enseñanza del Hijo. La sorpresa de esta revelación fue propiamente trinitaria: en Dios había una tercera Persona, que se llamaba el Paráclito, como el Hijo, pero que tenía un nombre más específico: «Espíritu» o «Espíritu Santo» (Jn 14,25).

Es, por tanto, la revelación más elevada: el Espíritu es reconocido como «uno de los tres». El discurso de Jesús después de la Última Cena comunicó a los discípulos una verdad que estaba en la cúspide del mensaje cristiano. Con la revelación de la persona del Espíritu se hizo la luz sobre la realidad más íntima de Dios: Dios no era sólo Padre e Hijo, como Jesús había mostrado especialmente al revelar su identidad personal, explicando su relación filial con un Dios al que llamaba de la manera más familiar: «Padre». Dios era también Espíritu, y no sólo según la afirmación dirigida a la samaritana: «Dios es Espíritu» (Jn 4,24), significando la naturaleza divina, sino también en el sentido de que en Dios hay una Persona llamada con el nombre propio de «Espíritu».

Más tarde, en el desarrollo de la vida espiritual de la Iglesia, la acción del Espíritu se manifestará todavía con muchas sorpresas. El Espíritu Santo es la Persona divina que más pone de relieve la soberanía gratuita que preside la distribución de los dones divinos. Es significativa la observación de Pablo sobre la concesión de los carismas que alimentan la vida de la comunidad: «en todo esto, es el mismo y único Espíritu el que actúa, distribuyendo sus dones a cada uno en particular como él quiere» (1 Cor 12,11). La expresión «como él quiere» llama la atención sobre la voluntad del Espíritu, que tiene sus propios motivos y puede causar muchas sorpresas.

Sorpresas

Sorpresa dolorosa. Dado que el anuncio de la venida del Espíritu se hizo en el momento que precedía a la Pasión, la sorpresa tuvo un carácter doloroso más sentido. En la Última Cena, Jesús quería hacer entender a sus discípulos que para él había llegado la hora de ir al Padre: «Salí del Padre y vine al mundo. Ahora dejo el mundo y voy al Padre» (Jn 16,28). Se entiende que la perspectiva de esta partida hacia el Padre suscitaba en los discípulos un profundo sentido de tristeza. A ella, el Maestro no quiere responder con una simple consolación sino con la afirmación de otra verdad, que debería ser fuente de alegría: «Les digo la verdad: les conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a ustedes. Pero si me voy, se los enviaré» (Jn 16,7). Al afirmar que su partida es la condición de la venida del Paráclito, el Maestro quiere cambiar los tristes pensamientos de los discípulos. Temían una sustitución del Espíritu por Jesús. Jesús, en cambio, quiere convencerlos de la ventaja que encontrarán en tal sustitución. Quiere garantizar la excelencia del don del Paráclito: para ellos es mejor que venga el Paráclito. Brevemente Jesús expone la esperanza que comporta el don del Paráclito. «Cuando él venga», asegurará el triunfo del juicio sobre los pecados y la incredulidad; la ascensión definitiva de Cristo hacia el Padre y su victoria sobre el príncipe de este mundo, que ya ha sido condenado (cf. Jn 16,8-11). El Espíritu Santo tendrá como tarea comunicar a los creyentes los frutos de la Pasión.

Sorpresa liberadora. Después del sorprendente anuncio de la venida del Espíritu Santo, ocurrió el evento de Pentecostés, que también fue una gran sorpresa. No en el sentido de que habría hecho sentir más vivamente la ausencia de Jesús, sino más bien una sorpresa reconfortante y liberadora. Jesús había recomendado expresamente a los discípulos que no se alejaran de Jerusalén, para poder estar juntos en el momento de la venida del Espíritu: como comunidad debían recibir el mismo Espíritu y vivir en la unidad de su amor. Así se explica que todos estuvieran presentes en el mismo lugar cuando ocurrió Pentecostés. Este era el día elegido por el plan divino para el nacimiento de la Iglesia. Los discípulos no conocían esa elección y se sorprendieron por el evento; su sorpresa fue reforzada por la forma de manifestación del soplo espiritual: «De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse» (Hch 2,2-4).

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Esta irrupción del Espíritu en una asamblea reunida para la oración muestra el poder celestial que quería desplegarse en la tierra, pero no asustó a aquellos que fueron testigos de ello. Les dio un nuevo dinamismo, un nuevo coraje. Los reunidos tenían miedo ante las amenazas provenientes de los enemigos de Cristo: después de haberlo crucificado, querían hacer desaparecer a quienes creían en Él. Las primeras persecuciones vinieron muy pronto al inicio de la vida de la Iglesia; de hecho, ya habían comenzado antes de Pentecostés. Los discípulos tenían cerradas las puertas de su casa, pero cuando de repente el Espíritu entra en la casa para llenarla con su aliento, abre puertas y ventanas; convierte la casa en un centro de actividad evangelizadora. Al transformar la casa, transforma sobre todo el corazón de los discípulos: salen de la casa en la que se encuentran y no dudan en proclamar la Buena Nueva, revelar a los presentes las maravillas realizadas en la obra de salvación. Hacen reconocer en Cristo, crucificado y resucitado, al Salvador que con el bautismo da a los creyentes una nueva vida. El momento de Pentecostés marca para los apóstoles un cambio total. No solo son liberados de sus temores hacia los enemigos acérrimos, sino que están animados por un impulso dinámico para el cumplimiento de su misión. Algunos los acusan de haber «tomado demasiado vino» (Hch 2,13); pero, al ridiculizarlos, expresan la auténtica embriaguez espiritual desarrollada por el Espíritu. Las conversiones obtenidas el día de Pentecostés confirman la eficacia de la actividad misionera de los apóstoles y el valor de su predicación inspirada por el Espíritu.

El «don de lenguas» revela otro aspecto de esa eficacia. Este don ha sido a menudo interpretado como si los discípulos hubieran recibido la capacidad de hablar idiomas extranjeros. Pero no vemos en otras partes testimonios de esta habilidad, y sabemos que cuando Pedro llegó a Roma, necesitaba un intérprete. El relato mismo del episodio de Pentecostés nos hace comprender el significado del don de lenguas: «Al oírse este ruido, se congregó la multitud y se llenó de asombro, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Con gran admiración y estupor decían: “¿Acaso estos hombres que hablan no son todos galileos? ¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua?”» (Hch 2,6-8). De este relato se desprende que los apóstoles hablaban arameo con su acento galileo, que los identificaba. La maravilla era que cada uno de los oyentes escuchaba estos discursos en su propio idioma. El don de lenguas, por lo tanto, no consistía en el uso de diferentes idiomas por parte de una misma persona, sino en que una sola lengua fuera comprendida por muchos oyentes en su propio idioma. Este don pone de relieve el papel del Espíritu, que hace que la palabra pronunciada en nombre de Dios penetre en la mente y en el corazón de los oyentes.

En cada comunicación de la palabra divina, la intervención del Espíritu Santo es esencial. No basta con que la palabra sea pronunciada; solo tiene efecto en la medida en que penetra en el pensamiento y en la vida del individuo. Solo el Espíritu proporciona esta penetración y la garantiza. Pero lo hace de acuerdo con sus intenciones, que pueden ser muy sorprendentes. Es el Espíritu quien guía a cada uno hacia toda la verdad. Las sorpresas que provoca su actividad reveladora siempre están en consonancia con la verdad y corresponden al propósito fundamental que Jesús mismo ha enunciado claramente: glorificar a Cristo. En el día de Pentecostés, Pedro pronuncia un amplio discurso para comentar el acontecimiento, que sorprendió pero también liberó de sus miedos y proyectó a los discípulos hacia una nueva actividad. En primer lugar, el apóstol Pedro expresa su sorpresa, afirmando que él y sus compañeros no están ebrios y que hay un misterio divino en el acontecimiento: la efusión del Espíritu anunciada para los últimos días, una efusión que debía extenderse a todos los hombres y comunicar en todas partes una mentalidad profética.

Esta gran sorpresa es aclarada por Pedro a la luz de Jesús de Nazaret, el hombre que se dio a conocer «mediante milagros, prodigios y señales», y que, crucificado y resucitado, fue elevado a la derecha del Padre y derramó el Espíritu Santo prometido. La sorpresa estuvo presente en toda la vida terrenal de Jesús y en el drama de su obra de salvación. La conclusión se formula en términos claros: «Por eso, todo el pueblo de Israel debe reconocer que a ese Jesús que ustedes crucificaron, Dios lo ha hecho Señor y Mesías» (Hch 2,36). En concordancia con el anuncio «Él me glorificará», el discurso de Pentecostés expresa el homenaje del Espíritu a Cristo.

No solo el Espíritu glorifica a Jesús haciéndolo reconocer como el Señor y el Mesías, sino que también suscita un movimiento de conversiones y adhesiones de fe que realizan el anuncio profético de Joel (3,5): «Todo el que invoque el nombre del Señor se salvará». Mientras que en la religión judía invocar al Señor significaba invocar a Dios, ahora, desde el día de Pentecostés, significa invocar a Cristo y ser salvado en su nombre. El Espíritu hace nacer esta invocación en los corazones.

Pedro anima a los oyentes de su discurso a dar el paso decisivo de la conversión, pidiendo el bautismo: «Conviértanse y háganse bautizar en el nombre de Jesucristo para que les sean perdonados los pecados, y así recibirán el don del Espíritu Santo» (Hch 2,38). La respuesta a esta invitación constituye la última sorpresa para el día de Pentecostés: tres mil personas son bautizadas. No es solo la venida del Espíritu lo que es sorprendente; también lo es la fecundidad de su acción.

Jean Galot
Nació en Bélgica y fue miembro de la Compañía de Jesús desde 1941. Ha sido un prestigioso teólogo; fue profesor durante años en la Pontificia Universidad Gregoriana en Roma, sobre todo en el ámbito de la cristología. Es autor de numerosos libros, muchos de ellos traducidos al español, no solo sobre cristología, sino también de eclesiología, mariología o teología sacramental, entre otros temas.

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