Biblia

«Espejito, espejito»

Narcicismo y mundanidad espiritual

Narciso, Caravaggio (1597-1599)

Al final del capítulo séptimo de la Carta a los Romanos nos encontramos con una exclamación de San Pablo que expresa un profundo dolor que lo atraviesa y que envuelve toda su existencia: «¡Ay de mí! ¿Quién podrá librarme de este cuerpo de muerte?» (Rm 7,24).

A primera vista, pareciera que Pablo hace una dura valoración de su cuerpo, del que deseara deshacerse, para vivir sosegadamente la vida del espíritu. Pero no es así. En realidad, si prestamos atención a los versículos precedentes, vemos que no se lamenta de su cuerpo, sino de la tensión que existe entre el cuerpo y el espíritu: «Porque de acuerdo con el hombre interior, me complazco en la Ley de Dios, pero observo que hay en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi razón y me ata a la ley del pecado que está en mis miembros» (Rm 7,22-23).

Esta tensión se manifiesta en una lógica contrapuesta que surge de la composición compleja del hombre, que de hecho es cuerpo y espíritu: «Porque la carne desea contra el espíritu y el espíritu contra la carne. Ambos luchan entre sí» (Gal 5,17).

Dos leyes y dos lógicas

El lamento de Pablo acerca de esta lucha que siente dentro de sí, es la misma experiencia a la que se refiere el Señor en el huerto de Getsemaní, cuando dice a sus discípulos que «el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil»; por eso les recomienda: «Estén prevenidos y oren para no caer en tentación» (Mt 26,41).

El consejo del Señor invita a rezar y a estar atentos porque la ley (o la lógica) de la carne puede imponerse en nuestras vidas. ¿Cómo es esto posible? Veamos cómo nos lo explica Jesús.

Cuando Jesús enseña la parábola del fariseo y del publicano (cf. Lc 18,9-14), habla precisamente de la oración y presenta – a propósito de estos personajes – dos formas de rezar. Dejemos de lado, por el momento, el hecho de que uno fuera fariseo y el otro publicano. Prestemos atención más bien a lo que la parábola dice acerca de la forma que cada uno tiene de rezar.

Y nos dice que el primero, «El fariseo, de pie, oraba así»: hablaba consigo mismo y se complacía de su propia vida. El segundo, en cambio, «se mantenía a distancia» y «no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo». Sabe que está delante de Dios y sólo atina a «golpearse el pecho» y a suplicar misericordia: «¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!».

En otra ocasión, estudiando las distintas formas de la memoria teológica, he señalado la importancia del juego de miradas que se da en el ícono: cuando quien reza se siente envuelto en la mirada de Dios, percibe que esta mirada lo dignifica y lo involucra en un proceso de transformación y conversión[1]. Es el caso del segundo personaje de nuestra parábola, que al sentirse ante la mirada de Dios y a causa de sus pecados, no osa alzar los ojos, no se reconoce digno, y por eso suplica misericordia. El primero de los personajes, en cambio, se mira a sí mismo y no se siente mirado por Dios; en su vida espiritual no hay lugar para la transformación, pues su estilo de vida se ve confirmado por su autoconciencia enferma: se cree mejor: «te doy gracias porque no soy como los demás hombres». Es evidente que no hay lugar para la transformación en una vida que se considera perfecta.

Si el Señor nos invita a rezar, nos alerta de que no se puede rezar de cualquier manera[2]. La lógica de la carne y la lógica del espíritu también se pueden adueñar de la vida espiritual, por eso nos invita a estar atentos y velar.

Consideremos ahora, en segundo lugar, lo que hemos dejado de lado al principio. Los personajes de la parábola son un fariseo y un publicano. Se trata de dos clases de hombres que llevan dos formas de vida, aparentemente contrarias. Ambos son personas públicas: el publicano es un hombre dedicado a las cosas del mundo, y en su ocupación es un «pecador público», corrupto y ladrón. El fariseo, en cambio, es reconocido públicamente como un hombre que ha dedicado su vida al cumplimiento de la voluntad de Dios, expresada en la ley (cf. Rm 7,12).

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Pero si observamos con mayor atención, podremos descubrir que en realidad se suponen cuatro tipos de personas: dos que se ocupan de las cosas del mundo y dos que se dedican a las cosas del espíritu, pero en ambos grupos, uno lo hace con la lógica del mundo y el otro con la lógica del espíritu. Porque hay hombres y mujeres que se dedican a las cosas del mundo y lo hacen siguiendo la lógica del mundo (como es el caso del publicano de nuestra parábola); pero existen también hombres y mujeres que se dedican a las cosas del mundo sin ser del mundo, porque siguen el consejo de san Pablo: «Lo que quiero decir, hermanos, es esto: queda poco tiempo. […] Los que disfrutan del mundo, [vivan] como si no [lo] disfrutaran. Porque la apariencia de este mundo es pasajera» (1 Cor 7,29-31). Y por otra parte, hay hombres y mujeres que se dedican a las cosas del espíritu, pero lo hacen siguiendo la lógica del mundo (como el fariseo de la parábola); pero existen también hombres y mujeres que se dedican a las cosas del espíritu y lo hacen siguiendo la lógica del espíritu, según las palabras de Jesús: «Yo les comuniqué tu palabra, y el mundo los odió porque ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo» (Jn 17,14).

La parábola nos presenta, por tanto, a dos personajes que tienen algo en común: los dos siguen la lógica del mundo. Ambos necesitan convertirse. A ambos haría bien dejarse acariciar por la mirada transformadora de Dios que nos abriga en su amor misericordioso.

La tentación no está en el objeto, sino en la lógica: no depende del objeto del que nos ocupamos, sino de la ley que dejamos que gobierne nuestras acciones, de la lógica con la que nos regimos. Sin embargo, el objeto sobre el que se aplica la lógica mundana hace la tentación más sutil.

La mundanidad espiritual

Esta ley o lógica que san Pablo reconoce en sus miembros y que llama «cuerpo de muerte» es, en el lenguaje de san Juan, la lógica del mundo. Y sobre este mundo se triunfa por la fe en el Cristo. De hecho, dice san Juan: «¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» (1 Jn 5,5).

Como formador de los jóvenes jesuitas, Bergoglio recordaba que corruptio optimi pessima, es decir, que la corrupción de aquellos que hacen profesión de vida perfecta, es la peor que pueda existir, pues se escuda detrás de una imagen de vida espiritual y perfecta.

En varias ocasiones el cardenal Bergoglio, cuando era arzobispo de Buenos Aires­, habló de la refinada tentación de la lógica mundana aplicada a la vida espiritual[3]. En una de la homilías de este período, afrontó el tema de la mundanidad espiritual partiendo de la Carta de Santiago: «Me ha tocado – dice – […] el final de la carta de Santiago: no dejarse contaminar por el mundo (St 1,27). Si es cierto que el fariseísmo, ese clericalismo entre comillas, nos hace daño, también la mundanidad es uno de los males que corrompen nuestra conciencia cristiana. Esto dice Santiago: no se dejen contaminar por el mundo. Jesús, después de la cena, pide al Padre que lo salve del espíritu del mundo. Es la mundanidad espiritual. El peor mal que puede ocurrir a la Iglesia: caer en la mundanidad espiritual. Estoy citando al cardenal De Lubac…»[4].

En efecto, toma la expresión del teólogo jesuita francés Henri de Lubac[5] y añade algunos rasgos que caracterizan la vida de quien se ocupa de las cosas del espíritu con la lógica del mundo.

Desde un punto de vista pastoral, dice que «El pueblo fiel de Dios […] tiene un olfato particular, que viene del sensus fidei, para advertir cuándo un pastor del pueblo se está convirtiendo en un clérigo de Estado, en un funcionario. […] El presbítero mundano entra en un proceso distinto, un proceso – si se me permite la expresión – de corrupción espiritual que ataca su misma naturaleza de pastor, lo distorsiona y le otorga un estatus distinto del pueblo santo de Dios. Tanto el profeta Ezequiel como san Agustín en De Pastoribus lo describen en la figura de quien se aprovecha del rebaño: explota su leche y su lana»[6].

Y después del año 2013, ya como obispo de Roma, Francisco retoma el tema de la mundanidad y se esfuerza por señalar sus manifestaciones, para desenmascarar la sutileza del engaño y de la tentación. La mundanidad podría describirse brevemente como una manifestación del amor propio, con dos variantes: el individualismo y el egocentrismo. Se manifiesta concretamente en una confianza puesta más en las propias fuerzas que en el Señor, a quien estamos llamados a servir. Esta autoafirmación da lugar al sentimiento de ser indispensables y no siervos (cf. Lc 17,10); a la falta de atención a la vida y a los problemas de la gente corriente (cf. Flp 2,5); a la indiferencia hacia los demás y al endurecimiento del corazón (cf. Hch 7,51); al exceso de trabajo a la manera de Marta, descuidando la parte mejor (cf. Lc 10,38-42) y olvidando el lugar original que Dios ocupa en nuestra historia personal y en nuestra vocación (cf. Ap 2,4); la pérdida de la verdadera alegría y la necesidad de llenar el vacío acumulando bienes materiales; la rivalidad y la vanagloria; la doble vida; la murmuración y el chismorreo; la creación de círculos cerrados; la adulación a los superiores para obtener beneficios; el arribismo.

Todas estas son enfermedades que Francisco diagnostica en la Curia Romana, pero que también se pueden encontrar en el cuerpo de toda la Iglesia: «Tales enfermedades y tentaciones son naturalmente un peligro para todo cristiano y para toda curia, comunidad, congregación, parroquia, movimiento eclesial, y pueden afectar tanto al individuo como a la comunidad»[7].

La raíz de la mundanidad espiritual

Conviene recordar que todo esto que hemos señalado son sólo manifestaciones, una especie de síntomas. Para el Papa Francisco, la raíz misma de la enfermedad es la pérdida de la comunión con Cristo, el enfriamiento de los corazones en su relación con el Señor. Cuando el corazón se enfría, porque ha olvidado el amor que experimentó en su relación personal con Dios, pierde todas las defensas y está predispuesto a manifestar todos aquellos síntomas que provienen de la lógica del espíritu del mundo[8].

Henri de Lubac, por su parte, ofrecía un análisis más intelectual de la raíz de la mundanidad espiritual. Pero primero ponía la base de su reflexión en la tradición de los maestros de la vida espiritual, aplicando a la «mundanidad» lo que aquellos referían de la soberbia: es el pecado más difícil de vencer – afirma –, pues se alimenta de todas las victorias[9].

Cada logro en el camino de crecimiento de la vida espiritual cela una última raíz de tentación, la autocomplacencia, como en el caso del fariseo de la parábola. Pues era un bien cumplir con las prescripciones religiosas, pero no era un bien olvidarse del espíritu que estaba detrás de la letra de la ley. Es lo que nos ha enseñado san Pablo cuando nos recuerda que «la letra mata, pero el Espíritu da vida» (2 Cor 3,6).

A partir de aquí – de esta nueva expresión de la tensión entre la carne y el espíritu – señala de Lubac cuál es la raíz intelectual y lógica de este pensamiento: «un humanismo sutil, adversario del Dios vivo», que se traduce en una actitud radicalmente antropocéntrica. «Una actitud que se presenta prácticamente como un desprendimiento de otras mundanidades, pero cuyo ideal moral, así como espiritual, no es la gloria del Señor, sino el hombre y su perfección. Una actitud radicalmente antropocéntrica: ésta es la mundanidad del espíritu»[10].

Se trata de un humanismo sutil, que propone una imagen de hombre que pretende ser, en realidad, una protesta – a la manera del Doctor Faust de Goethe, que se alza como un puño (Faust en alemán significa puño) recriminatorio – contra un Dios que se ha hecho hombre para enseñar a los hombres el auténtico camino para llegar a ser como Dios[11]. Es una imagen de hombre que se considera autónomo conocedor del bien y del mal. Una imagen prometeica de hombre que en un progreso infinito llegaría a convertirse en Dios sin necesidad de la encarnación y de la cruz.

Es un humanismo refinado que ha tomado y toma diversas formas que son siempre una unilateralización y absolutización de un aspecto de su existencia. Se ha manifestado y se manifiesta como el humanismo de la razón pura, que se desentiende de la carne – como buen gnosticismo que es – para poner el acento en las «ideas claras y distintas». Ha aparecido y aparece como el humanismo del pensamiento crítico que termina por aislar al hombre en sus límites naturales en las dos vertientes del espacio y del tiempo.

Por un lado, llega hasta el punto de encerrarlo espacialmente dentro de su «yo» del que no puede salir, al estilo del Iván Karamazov de Dostoievski, quien «cree en Dios, pero no cree en la creación»[12].

Y a esta acentuación del límite espacial corresponde otra del límite temporal, que encierra al hombre en el «instante» en el que pretende encontrar su plenitud, como Goethe nos ha presentado a su Doctor Faust y Oscar Wilde, a su Dorian Gray. Ha sido y es el humanimso que absolutiza las tensiones existenciales del hombre entre santidad y pecado, bendición y maldición, vida y muerte, paraíso e infierno, Dios y Satán en una dialéctica trágica, como ha aparecido en la tragedia griega clásica y en sus reformulaciones modernas.

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Son todas formas de un humanismo refinado que unilaterizan y absolutizan un aspecto del hombre, creatura racional limitada y tensionada, tal cual era el grito de auxilio de san Pablo que citamos al comienzo: «¡Ay de mí! ¿Quién podrá librarme de este cuerpo de muerte?». A lo que inmediatamente responde el mismo Pablo, según la interpretación de san Agustín: «La gracia de Dios, por los méritos de Jesucristo nuestro Señor» (Rm 7,25)[13].

Por eso, el Papa Francisco recuerda que la imagen del Dios que se hace hombre y nace en un pesebre «es la inversión de la lógica mundana, de la lógica del poder, de la lógica del mando, de la lógica farisaica y de la lógica causalista o determinista»[14].

Algunas ilustraciones literarias

Para terminar, proponemos dos texto de la literatura que nos muestran el resultado último al que llega esta lógica mundana. Se trata de un mito y de un cuento de hadas, que son las formas de expresión de los arquetipos primordiales.

El mito de Narciso refiere la historia de un joven que se enamora de su propia imagen reflejada en el agua. El hecho es fruto de un castigo y de una venganza, pues el joven cazador había desdeñado a una diosa que requería sus amores. Nos lo cuentan Ovidio y Pausanias[15]. El fin de la historia es funesto, pues al querer abrazar su propia imagen cae en el agua y muere.

Pero la muerte de Narciso no es el único fin posible de la historia. De hecho, en la literatura encontramos un ejemplo que toma un derrotero distinto. En el cuento Blancanieves de los hermanos Grimm, la madrastra repite como un leitmotiv: «Espejito, espejito, ¿quién es la más hermosa del reino?». Y la superioridad de la belleza de Blancanieves despierta en la reina otro aspecto del narcisismo, esto es, el lado homicida que busca destruir a quien se encuentra en una posición superior.

La historia de Narciso nos lo presenta enamorado de su propia imagen, y no expresa una relación con el resto de los hombres, como será el caso de la madrastra de Blancanieves. En esta relación y en su ritornello, la expresión clave sobre la que tenemos que prestar atención es el «más»: ¿quién es la más hermosa?, que se convierte en una expresión excluyente de toda otra belleza que es percibida como amenazadora.

Estos dos relatos nos dejan ver cuál es el fin del narcisismo, que está en la base de la lógica del mundo: el suicidio y el homicidio.

  1. Cf. J. L. Narvaja, «Leer y escribir en el campo de la teología. El problema de la “recepción” en el campo teológico», en Stromata 71 (2015) 322-324.

  2. Cf. Francisco, Exhortación apostólica Gaudete et Exultate, n. 172.

  3. Cf. J. M. Bergoglio, Nei tuoi occhi è la mia parola, Milán, Rizzoli, 2016, 670; 702; 933 s.

  4. Ibid., 933-934.

  5. Cf. H. de Lubac, Meditazione sulla Chiesa, Milán, Jaca Book, 2017, 268 s.

  6. J. M. Bergoglio, Nei tuoi occhi è la mia parola, cit., 670.

  7. Cf. Francisco, Presentazione degli auguri natalizi della Curia romana, 22 de diciembre de 2014.

  8. Cf. Ibid.

  9. Puede bastarnos echar una mirada a lo que decía Casiano acerca de la soberbia. «En cuanto a los dos últimos vicios, la vanagloria y la soberbia, están asimismo relacionados entre sí en la forma que acabamos de indicar. El incremento del primero da origen al segundo, porque el exceso de la vanidad engendra la soberbia. No obstante, difieren totalmente de los seis primeros, como quiera que estos dos vicios, lejos de originarse de aquéllos, se manifiesten siguiendo un orden y trayectoria distintos. Cuando aquéllos quedan extirpados, éstos dos brotan de nuevo y con más violencia; cuando aquéllos mueren, pululan éstos y crecen con más vitalidad. También es diferente la forma como nos atacan. En los seis primeros vicios; el que nos precipitemos en cada uno de ellos depende de la victoria que ha obtenido sobre nosotros su inmediato precedente; en cambio, en estos dos de la soberbia y vanagloria corremos el riesgo de perecer al vernos vencedores de los demás» (Juan Casiano, Colaciones, V 8).

  10. Cf. H. de Lubac, Meditazione sulla Chiesa, cit., 269.

  11. Cf. E. Przywara, Che «cosa» è Dio? Eccesso e paradosso dell’amore di Dio: una teologia, Trapani, Il Pozzo di Giacobbe, 2017, 132-136.

  12. R. Guardini, Dostoevskij. Il mondo religioso, Brescia, Morcelliana, 2000, 178.

  13. Agustín, s., Questioni sulla Lettera ai Romani, 38.

  14. Francesco, Presentazione degli auguri natalizi della Curia Romana, cit.

  15. Cf. Ovidio, Metamorfosis, III 339-510; Pausanias, Guia de Grecia, III 31, 8.

José Luis Narvaja
Jesuita de la Provincia Argentino-Uruguaya. Profesor de Patrísticas en la Universidad Católica de Córdoba. Escribió una tesis en filosofía sobre el pensamiento de Erich Przywara sj (Facultades de Filosofía y Teología de San Miguel), el doctorado en Teología y Ciencias Patrísticas sobre la teología del obispo arriano Eunomio de Cízico (Istituto Patristico «Augustiniano» - Roma), y una tesis de habilitación sobre la recepción de los Padres de la Iglesia en el Medioevo (Sankt Georgen - Frankfurt). Actualmente colabora con el Pontificio Instituto Bíblico de Roma, en la cátedra de «Exégesis patrística».

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