Espiritualidad

Un aspecto incomprendido de la espiritualidad del Sagrado Corazón

Alegoría de la Santa Eucaristía, Miguel Cabrera (1750)

Desde hace algunos años se vuelve a hablar del Sagrado Corazón[1]. Y el hecho tiene algo felizmente singular. Las últimas generaciones acusan al culto del Corazón de Cristo de ser la vía que conduce al individualismo, al sentimentalismo, a la adoración cursi y de haberse transformado, a partir de un mensaje original de fe, en esa superstición que Vittorio Messori ha llamado «sacrocuorismo»[2]. Hoy, ese culto parece estar en decadencia, o al menos muy lejos del entusiasmo espiritual y apostólico que suscitó en toda la Iglesia hasta mediados del siglo pasado. En consecuencia, la espiritualidad derivada de ese culto está en declive.

¿Cuáles son las causas? Algunas se remontan a los orígenes mismos del culto en los tiempos modernos y son las que, en el contexto de la Ilustración, pusieron en dificultades incluso a los padres de la Compañía de Jesús, que fueron los primeros y principales propagadores de ese culto. Cuando se vive en una cultura de la racionalidad y, hoy, del pragmatismo tecnológico, es natural despreciar la emotividad, el corazón, que a la par de la razón forma parte de la riqueza de la vida humana: prueba de ello es la patología de la emotividad, vivida desordenadamente y sin medida en la sociedad contemporánea. Otras causas dependen de «prácticas», es decir, imágenes, símbolos, oraciones, no exentas de ambigüedades teológicas, que hoy se consideran obsoletas[3].

El discurso sobre las causas puede profundizarse. La cultura dominante premia el protagonismo eficientista, sostenido por una tecnocracia que tiende a deshumanizar, y el consumismo hedonista, que tiende a secar cualquier apertura simbólico-metafísica: lo que contribuye a hacer del Corazón de Cristo un icono y un mensaje apenas comprensibles. Tal efecto no es ajeno a ciertas corrientes de pensamiento en el seno de la Iglesia, sobre las que nuestra revista se expresaba así: «A nivel bíblico, una adecuada purificación del kērygma de las incrustaciones socioculturales de las diversas épocas puede desembocar en la peor de las desmitologizaciones, mientras que a nivel teológico se corre el riesgo, como ya advertía K. Rahner, de que, desdeñando las razones del corazón, se reduzca el cristianismo a una abstracción y, en última instancia, a la gnosis. También cabría preguntarse si la aversión de ciertos teólogos a la devoción al Sagrado Corazón se debe efectivamente al peligro de “sentimentalismo” que les acecha o, más bien, a su formación casi exclusivamente intelectualista y, por tanto, deformada. Un argumento similar podría hacerse para ciertas formas litúrgicas que, al ser hipercríticas con la religiosidad popular, considerada demasiado ligada al sentimiento, rozan el marchitamiento de las estilizaciones desencarnadas; y corren así el riesgo de no decir casi nada a los simples fieles: una causa, no menor, del éxito actual de las sectas»[4].

No es una devoción entre muchas

Decíamos que desde hace algunos años se ha vuelto a hablar del Sagrado Corazón. El último estudio válido que hemos leído es el de Ezio Bolis, profesor de Teología Espiritual en la Facultad de Teología del Norte de Italia[5]. Allí sostiene la tesis de que la devoción al Corazón de Cristo no puede ni debe confundirse con otras muchas devociones que han florecido en el pueblo cristiano, porque ella, con su simbolismo, toca lo esencial de la fe cristiana, es decir, el amor de Dios que se manifestó en la carne y en la historia de Jesús. Así lo ha entendido y lo sigue proponiendo el Magisterio de la Iglesia[6].

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Conviene insistir en este punto. El símbolo del corazón, que es de origen bíblico, se refiere al hombre entero, a su unidad interior y consciente que da sentido a su hablar, sentir, reaccionar, juzgar, dar y entregarse. Jesús es corazón de un modo muy singular. En su humanidad se esconde el misterio, de otro modo insondable, de Dios que ama y quiere salvar al hombre, entrando en su condición histórica. Es el Corazón que habla al hombre de la misericordia de Dios y le exhorta a la misericordia para con los hombres. En «aquel a quien traspasaron» (cf. Zac 12,10 y Jn 19,37) resplandece, por tanto, una voluntad infinita de amor y de salvación, cuya adoración implica la fe en todo el misterio de la Revelación. Y el símbolo del corazón no es sólo la expresión histórico-devocional de un culto, sino sobre todo el símbolo del alma misma del cristianismo.

«No se trata de una devoción a una parte del cuerpo de Jesús, sino a un punto de vista “sintético” de Jesucristo. El corazón se convierte en el nombre “total” de Cristo. Por ejemplo, la invocación “Corazón de Jesús, ten piedad de nosotros” no debe entenderse: “Oh corazón, que eres una cosa de Jesús”, sino: “Oh Jesús, que eres corazón, ten piedad de nosotros”. La evocación del corazón conlleva la implicación de todo el sujeto y de su experiencia. Poner en juego el corazón significa estar dispuesto a un compromiso del todo y por el todo». Así pues, hay que constatar que «la devoción al Sagrado Corazón ha mantenido firme la dimensión corporal y afectiva de la fe en una época en la que ésta corría el riesgo de derivas marcadamente intelectuales y de formas prácticas irracionales». Y hoy, «en el olvido de la teología del Sagrado Corazón se refleja una indiferencia de la cristología hacia las dimensiones de la afectividad y de la corporeidad, dimensiones que, en el signo de la Encarnación, pertenecen a los fundamentos más elementales del acontecimiento Cristo»[7].

Conocimiento y experiencia

Desde que el Concilio Vaticano II redescubrió y destacó la teología del Misterio Pascual y la situó en el centro de la liturgia, las devociones o «ejercicios piadosos del pueblo cristiano», aunque «fuertemente recomendados» por el Concilio[8], han sufrido sin duda un retroceso, especialmente entre las generaciones más jóvenes. El hábito secular de practicar el culto y la oración en formas devocionales ha generado la reacción contraria. La centralidad reconocida y asignada a la Escritura y a la liturgia – don que nunca se agradecerá bastante a Dios y a la Iglesia – ha tenido como efecto no deseado, pero real, el abandono de la schola affectus, es decir, la prevalencia, no siempre equilibrada, del momento objetivo o intelectual o teológico sobre el afectivo en la vida de oración. El culto al Sagrado Corazón, confundido precipitadamente con cualquier práctica devocional, sigue figurando entre las víctimas de esta reacción poco ilustrada.

Y sin embargo, el ámbito del conocimiento no se opone al de la experiencia, como si el dato cognitivo-racional debiera ser necesariamente incompatible con el de la experiencia afectiva personal. La frecuencia de la Escritura y de la liturgia, que constituye el marco pascual de la vida cristiana, no excluye, por tanto, la actitud de amor, de oración y de generosidad hacia el Señor, que es el alma del culto al Sagrado Corazón y de la misma vida cristiana. Esta tiende a la comunión personal con Cristo, comunión de fe, de sentimientos y de afectos, y la devoción al Corazón Divino educa precisamente a esto, utilizando el símbolo del corazón. Precisamente porque es capaz de integrar fe y afectos, conocimiento y experiencia, cuando se entiende y se vive correctamente, fomenta la interioridad sin entrega intimista, por su arraigo en el dogma.

«La finalidad de una devoción es siempre encerrar en un signo sencillo la riqueza de un misterio que la teología explica a través de todo un discurso alimentado por la Sagrada Escritura, la Tradición y la reflexión teológica. En efecto, aunque tal discurso fundamente la legitimidad y el valor de una forma particular de espiritualidad, la forma abstracta que adopta impide que se convierta fácilmente en fuente de una percepción espiritual sencilla y accesible a la mayoría de los fieles»[9].

Esta percepción sencilla y profunda, accesible a todos, depende de la capacidad del culto al Sagrado Corazón de ofrecer, con su símbolo, alimento a los afectos y a los sentidos, dando a la fe casi una dimensión «corpórea». Lo que, por otra parte, explica «por qué algunas loables iniciativas de reforma litúrgica, al descuidar esta dimensión “afectiva” de la fe, han corrido el riesgo de deslizarse hacia un árido didactismo litúrgico»[10].

La interpenetración entre la fe objetiva y los afectos personales confiere al culto del Sagrado Corazón una particular «concreción», que elimina o atenúa esa «abstracción» de la fe dogmática que a menudo resulta incomprensible y pesada para los sencillos. Por sencillos entendemos no sólo los que no son doctos, sino también los muchos que soportan, en el clima de apostasía contemporánea, la marginación del discurso religioso y cristiano y, sin embargo, sienten la necesidad de buscar aquellos consuelos de Dios que la cultura y la sociedad de hoy tienden a erradicar de su existencia[11]. Estas criaturas, a las que Pío XII llamaba «los humildes que trabajan y no saben», son quizá las que, mejor que otras, están dispuestas a comprender que el misterio del hombre encuentra la verdadera luz en Cristo, que «trabajó con manos humanas, pensó con mente humana, actuó con voluntad humana, amó con corazón humano»[12]. ¿No es éste el mensaje del culto al Sagrado Corazón?

La verdadera devoción

Es cierto y comúnmente admitido que el Concilio Vaticano II también afectó profundamente al modo de vivir la espiritualidad. Haber renovado la eclesiología, haber colocado la liturgia y la Escritura en el centro de la espiritualidad católica, haberse comprometido de un modo nuevo e intenso en el diálogo ecuménico y en la confrontación con el mundo, son acontecimientos de un significado incalculable que prefiguran a largo plazo una autoconciencia más precisa de la Iglesia y de su misión salvífica.

La decisiva valorización de las fuentes primarias de la fe ha tenido como efecto la reducción de la práctica de las devociones y su drástica disminución. Lo que parecía esencial en la vida espiritual se ha convertido en marginal: y la devoción al Sagrado Corazón también se ha resentido. ¿Ha sido una pérdida, como lamentan muchos ancianos? Hagamos nuestro el juicio de uno de nuestros colegas: «No hay que lamentarlo, en la medida en que lo que se ha perdido es sólo el marco devocional, mientras que se ha conservado la sustancia, alimentada por una espiritualidad auténtica, basada en la Palabra de Dios, la Tradición de la Iglesia y las indicaciones del Magisterio. Aunque hace tiempo que dejó de estar en la cresta de la ola, esta devoción [del Sagrado Corazón], como un río subterráneo, sigue alimentando la vida espiritual de muchísimos fieles, haciendo que sus vidas tengan sentido a los ojos de Dios. Sobre todo si se vive dentro de una sólida formación bíblica y litúrgica, puede ayudar a redescubrir muchos aspectos del misterio de Cristo, a vivir la dimensión afectiva de la espiritualidad»[13].

El hecho de que ya no esté tan extendida como en el pasado no significa que la devoción al culto del Sagrado Corazón esté obsoleta, salvo quizá en su iconografía. Es posible revivirla a la luz de aquellos valores espirituales que, siendo evangélicos, son eternos y a los que el alma contemporánea es muy sensible. Si se mira al Corazón de Cristo como signo y síntesis de su pasión redentora, incluso para el cristiano de hoy será espontáneo postrarse en el silencio de la adoración. Si se mira el Corazón de Cristo traspasado por una misteriosa caridad hacia los hombres, signo histórico del Amor misericordioso, también la gracia invitará al cristiano de hoy a ofrecer su corazón, es decir, su vida y su actividad, al Señor que lo amó. Y puesto que, en el tiempo de la Iglesia, la adoración y la redamatio de Cristo tienen lugar eminentemente antes de la Eucaristía, el culto al Sagrado Corazón conduce por su propia naturaleza a la fuente sacramental del misterio pascual[14].

La iconografía tradicional del Sagrado Corazón suscita a veces cierta crítica o ironía. La clásica, que se remonta a Pompeo Batoni, pintor de Lucca del siglo XVIII, resulta hostil al hombre corriente de hoy. El esfuerzo por crear símbolos más elocuentes es, pues, encomiable. Sin embargo, debemos observar que, con mucha superficialidad, la crítica a los símbolos ha sido extendida por algunos al culto y la devoción a los que los símbolos hacen referencia. Ahora bien, ese culto y esa devoción se sustentan en una teología arraigada en el sólido suelo de la Escritura y en una praxis tradicional mucho más antigua que la experiencia de Santa Margarita María Alacoque, a la que solemos referirnos. Los símbolos son discutibles. Pero no la vida afectiva, mental, moral, la totalidad de los sentimientos humanos asumidos por el Hijo de Dios, esa humanidad del Señor que es mediación fundamental de la redención: «puro evangelio, invitación a la fiesta, promulgación de la misericordia»[15]. Su Corazón, «símbolo sensible del amor de Dios encarnado en Jesucristo»[16].

La reparación

Un manual devocional, antaño muy popular, describe la reparación en los siguientes términos: «Así como Jesús fue una víctima reparadora, porque a toda forma de rebelión del hombre contra la voluntad divina opuso una especial sujeción a la misma, así la verdadera reparación debe consistir en unirnos al Corazón de Jesús sometiéndonos en todo a la voluntad divina. La víctima reparadora cuanto más somete su mente, su voluntad, su corazón, sus sentidos a la voluntad divina, como hizo Jesús, tanto más en todas estas formas el hombre se ha rebelado y se rebela contra Dios». Reparar, por tanto, no significa limitarse a deplorar las faltas cometidas, lo que podría caer en un «sentimentalismo fatuo». Significa, sobre todo, obligarse generosamente a cumplir la voluntad de Dios que los hombres del mundo desprecian[17].

En su sencillez, el texto citado es ejemplar para mostrar el fundamento del concepto de reparación y el ejercicio devocional que lo pone en práctica. La forma de devoción al Sagrado Corazón, que en los últimos siglos se ha impuesto en toda la Iglesia, tiene su origen y su autoridad en la experiencia de Paray-le-Monial que tuvo lugar en el umbral de la modernidad, del «tiempo de la gran defección de Dios», de la «apostasía universal de los corazones»[18]. Puesto que la sociedad se ha olvidado de Cristo y de su sacrificio de amor, es necesario que sus fieles discípulos reparen tal ingratitud, uniéndose con la oración y con su vida entera a la ofrenda que el Señor hizo de sí mismo en la cruz, hasta el punto de hacerse traspasar el Corazón, por su amor a la humanidad. Situado ante el Señor crucificado y considerando la ingratitud humana, el discípulo siente, al mismo tiempo, compasión por el Maestro y la voluntad o el deseo de sustituirse a sí mismo por aquellos que han olvidado el valor y los motivos del sacrificio de la cruz.

Se ve claramente que en la espiritualidad del Sagrado Corazón y de la reparación prima el amor, no la tristeza. Aunque contiene expresiones y tonos «dolorosos», es decir, sentimientos que se prestan a ser entendidos como si el dolor fuera el término último de la espiritualidad cristiana, esa espiritualidad nace en realidad del amor y conduce al amor. Amor al Señor contemplado en el momento culminante de su sacrificio, primer momento del misterio pascual. Amor a los hombres, como reparación de lo que ya no saben ofrecer al Amor eterno, y solicitud fraterna por su salvación[19].

El Concilio Vaticano II enseñó que el sacerdocio común de los fieles, fundado en el sacramento del Bautismo, confiere a los cristianos la capacidad de ofrecer «sacrificios espirituales», entre los cuales brilla la ofrenda de sí mismos «como víctima viva y santa» mediante «el testimonio de vida, la abnegación y la caridad activa»[20]. Nos parece que la reparación, tal como se entiende en la espiritualidad del Sagrado Corazón, si se comprende correctamente, puede incluirse con razón entre las manifestaciones del sacerdocio común.

La reciprocidad

Existe un vínculo singular entre la espiritualidad ignaciana y la del Sagrado Corazón. Ciertamente, no es casualidad que la experiencia mística de Santa Margarita María Alacoque encontrara en San Claudio La Colombière al sostenedor convencido de su autenticidad y en los predicadores de la Compañía a sus principales difusores entre el pueblo católico. De hecho, las piedras angulares de la espiritualidad del Sagrado Corazón son las mismas que rigen la espiritualidad de los Ejercicios ignacianos. La Consagración al Corazón de Cristo expresa el mismo deseo amoroso de profunda unión y participación con la vida y misión del Salvador que propone el texto ignaciano: «demandar conocimiento interno del Señor, que por mí se ha hecho hombre, para que más le ame y le siga»[21]. Un texto en el que resuena el alma grande del Apóstol Pablo. «Más allá de cualquier imagen, concepto, expresión popular o artística, todos conocen esta primera ley del corazón y saben que la unión entre dos personas no es verdadera ni duradera si no viene de dentro y si no se realiza en comunión también desde fuera»[22].

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La espiritualidad de la reparación, emanada de la espiritualidad de la consagración, está también prefigurada en el texto ignaciano: «Imaginando a Cristo nuestro Señor delante y puesto en cruz, hacer un coloquio; cómo de Criador es venido a hacerse hombre, y de vida eterna a muerte temporal, y así a morir por mis pecados. Otro tanto, mirando a mí mismo, lo que he hecho por Cristo, lo que hago por Cristo, lo que debo hacer por Cristo; y así viéndole tal, y así colgado en la cruz, discurrir por lo que se ofreciere»[23]. La memoria corre espontáneamente hacia un texto paulino: Col 1,24. El énfasis «doloroso», que ha sido y puede ser fuente de desviaciones espirituales, no debe llevar al exceso contrario, como si la espiritualidad de la reparación no tuviera una base sólida en la Escritura y en la fe cristológica. Al fin y al cabo, no es otra cosa que la redamatio agustiniana, la reciprocidad del amor a quien nos amó primero, que toma la forma de la compasión por el Señor sufriente, de la amistad del discípulo con la misión del Amigo, de la participación penitente en la redención de los hombres. Aquí es evidente, para el creyente, que el lugar y el momento privilegiados de la redamatio es la Eucaristía, en la que la redamatio adquiere y manifiesta su máxima expresión, sacramental y eclesial[24].

Beneficios pastorales

La espiritualidad del Sagrado Corazón y la reparación favorecen, entre otros, tres aspectos de la vida espiritual, cuya edificación en los corazones es ciertamente el fin primordial de la dirección de almas y de la propia actividad pastoral.

La vida espiritual comienza cuando, acogiéndose a la gracia del Bautismo, el hombre colabora intensamente con ella para purificarse del pecado realizando actos de virtud movidos por el amor. Sólo así puede restablecer la alianza de amor con el Señor y participar en el misterio de la redención: una alianza que, realizada y vivida en la Iglesia, hace que el hombre se responsabilice también de la suerte de sus hermanos llamados a la misma caridad. Así entendida, la reparación es la recuperación del amor y de la vida, tanto si se trata de pecados individuales como de pecados sociales. El sufrimiento humano se pone al servicio de la purificación personal y comunitaria. «Contemplando el Corazón herido de Cristo, todos los que llevan el nombre de cristianos comprenden su humillante solidaridad en el pecado con todos los hombres cuya indiferencia y rechazo [por Dios] comparten». Y «el Corazón herido no significa la sacralización del dolor, sino la santificación del sufrimiento por el amor»[25]. Pero como nuestra época ha perdido el sentido del pecado en su realidad objetiva, en consecuencia tampoco es capaz de comprender el valor de la reparación. Tal vez sea posible una inversión si se consigue interiorizar las categorías de pecado y reparación reduciéndolas a su esencialidad: falta de amor fiel a la alianza y redamatio[26].

La dirección espiritual de las almas contemplativas, o de profunda vida interior, no debe descuidar el aspecto más íntimo y delicado del culto al Sagrado Corazón y de la reparación: la participación afectiva o compasión y consolación de Cristo sufriente. Esta experiencia supone, en la fe y en la oración, la copresencia en el sufrimiento de Cristo, la contemporaneidad del orante con el dolor del Redentor, que anticipó en su pasión y cargó con los pecados de todos los que le serían ingratos o infieles a lo largo de los siglos[27]. Es la experiencia a la que conduce el Maestro de los Ejercicios: «demandar dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas, pena interna de tanta pena que Cristo pasó por mí»[28]. Aquí tocamos la cumbre de la redamatio. Sin embargo, el sabio director espiritual apartará de tal oración tanto a las almas enfermas de introversión pseudoreligiosa o de hiperestesia ante el dolor o de inclinación psicológica al victimismo, como a las que, meditando la pasión del Señor y su Corazón traspasado, no saben elevarse a la contemplación del Resucitado que vive para siempre en el don continuo de su misión salvadora, con su Corazón[29].

Por último, la espiritualidad del Sagrado Corazón y de la reparación ilumina toda actividad apostólica. El ministerio, especialmente el sacerdotal, tiene como fin último la superación del poder del pecado y la expansión del Reino de Cristo. ¿Y qué otra cosa es la reparación? Siendo instrumento vivo de Cristo, el apóstol está llamado no sólo a la misión que el Señor le confía a través de la Iglesia, sino también a adherirse a su intención salvífica, es decir, a participar de los sentimientos animadores de su Corazón. En cuanto implica la conformación interior a la conciencia redentora de Cristo, el ministerio exige la participación en el misterio de su sufrimiento y en la reparación que ha hecho por la humanidad caída. A esto asocia a sus ministros. «Este modo de entender la misión debe proponerse a quienes desean ayudar a Cristo en la obra de la redención: no se es verdadero apóstol sin tal conformación con el Corazón de Cristo. Sería vano negar el peligro que corre toda vida apostólica de dedicar su atención únicamente a los condicionamientos psicológicos, sociológicos y técnicos de la evangelización»[30].

Contra la tentación de pensar que estos motivos y argumentos son ya cosas del pasado, es útil el juicio de un eclesiástico que miraba con simpatía y apertura a la modernidad. Terminaba el Concilio Vaticano II destinado a «obtener la renovación de la forma de vida pública y privada en toda la extensión de la vida cristiana y en todos los campos», ilustrando así «el misterio resplandeciente de la Iglesia», y Pablo VI proseguía: «Pero este misterio no puede ser bien comprendido si las mentes no se dirigen a ese amor eterno del Verbo encarnado, del que su Corazón traspasado es un espléndido símbolo»[31].

  1. Para la espiritualidad cf. I. de la Potterie, Il mistero del Cuore trafitto. Fondamenti biblici della spiritualità del Cuore di Gesù, Bolonia, Edb, 1988; Ch.-A. Bernard, La spiritualità del Cuore di Cristo, Cinisello Balsamo (Mi), Paoline, 1989; E. Glotin, Il cuore misericordioso di Gesù, Roma, Dehoniane – Adp, 1993; K. Rahner, Teologia del Cuore di Cristo, Roma, Adp, 2003. Para la historia del culto, cf. «Il Sacro Cuore di Gesù alle soglie del terzo millennio», en Civ. Catt. 1990 III 3-15; E. Cattaneo, «Il centenario della consacrazione del genere umano al Sacro Cuore», ibid., 1999 II 439-449; M. Rosa, Settecento religioso. Politica della Ragione e religione del cuore, Venecia, Marsilio, 1999, 17-46.
  2. Cf. La Stampa, 7 de mayo de 1993, 17.
  3. Cf. P.-H. Kolvenbach, «Munus suavissimum», en Notizie dei Gesuiti d’Italia 21 (1988), suppl., 10 s.
  4. «Il Sacro Cuore di Gesù alle soglie del terzo millennio», cit., 12.
  5. Cf. E. Bolis, «Al cuore della fede. Spunti per una teologia del Sacro Cuore», en La Rivista del Clero italiano 94 (2013) 43-53.
  6. Cf. encíclicas Miserentissimus Redemptor de Pío XI y Haurietis aquas de Pío XII, el Discurso de Juan Pablo II a los Secretarios nacionales del apostolado de la oración (1985) y, del mismo Papa, la Carta al Prepósito general de la Compañía de Jesús (1986).
  7. E. Bolis, «Al cuore della fede. Spunti per una teologia del Sacro Cuore», cit., 48.
  8. Sacrosanctum Concilium, n. 13.
  9. Ch.-A. Bernard, Teologia spirituale, Cinisello Balsamo (Mi), Paoline, 19893, 124.
  10. E. Bolis, «Al cuore della fede. Spunti per una teologia del Sacro Cuore», cit., 49.
  11. Ibid., 51.
  12. Gaudium et spes, n. 22 a-b.
  13. E. Cattaneo, «Il centenario della consacrazione del genere umano al Sacro Cuore», cit., 448 s.
  14. Cf. E. Glotin, «La “passione di Dio per l’uomo” nell’esperienza di santa Margherita M. Alacoque», en Civ. Catt. 1992 II 443-446; G. Angelini, «La devozione al Sacro Cuore. Saggio di riflessione teologico-pratica», en Teologia 13 (1988) 47-54.
  15. B. Papasogli, «Margherita Maria Alacoque, una “figlia del fuoco”», en Vita e Pensiero 74 (1991) 698.
  16. W. Kasper, Misericordia. Concetto fondamentale del vangelo. Chiave della vita cristiana, Brescia, Queriniana, 20132, 175.
  17. G. M. Petazzi, L’Ora Santa. Meditazioni, Milán, Daverio, 19473, 262 s.
  18. J. Stierli, «Gli sviluppi della devozione al Sacro Cuore di Gesù nell’età moderna», en Id. (ed.), Cor Salvatoris, Brescia, Morcelliana, 1956, 144.
  19. Cf. G. Angelini, «La devozione al Sacro Cuore. Saggio di riflessione teologico-pratica», in Teologia 13 (1988) 58-61.
  20. Lumen gentium, n. 10 a-b.
  21. Ignacio de Loyola, s., Ejercicios espirituales, n. 104.
  22. «Il Sacro Cuore di Gesù alle soglie del terzo millennio», en Civ. Catt. 1990 III 13 s.
  23. Ignacio de Loyola, s., Ejercicios espirituales, n. 53.
  24. Cf. E. Glotin, Il Cuore misericordioso di Gesù, Roma, Edb – Adp, 1993, 253 s; Id., «La “passione di Dio per l’uomo” nell’esperienza di santa Margherita M. Alacoque», en Civ. Catt. 1992 II 445-448; Ch. A. Bernard, La spiritualità del Cuore di Cristo, Cinisello Balsamo (Mi), Paoline, 1989, 85-87.
  25. P.-H. Kolvenbach, «Munus suavissimum», en Notizie dei Gesuiti d’Italia 21 (1988), app., p. 13.
  26. Cf. Ch. A. Bernard, La spiritualità del Cuore di Cristo, cit., 83 s; 94.
  27. Cf. ibid., 88.
  28. Ignacio de Loyola, s., Ejercicios espirituales, n. 203.
  29. Cf. K. Rahner, Teologia del Cuore di Cristo, Roma, Adp, 20032, 73 y 76.
  30. Ch. A. Bernard, La spiritualità del Cuore di Cristo, cit., 92 s.
  31. Pablo VI, Carta Diserti interpretes (1965), n. 3.
Giandomenico Mucci
Licenciado en Teología Dogmática en la Universidad Gregoriana de Roma, el padre Mucci fue profesor de Eclesiología y Espiritualidad en Benevento, Nápoles y Roma. Durante treinta y seis años (1984) fue miembro del consejo de redacción de nuestra revista, en la cual abordó diversos temas de espiritualidad, con especial referencia a la relación entre la Iglesia y la cultura contemporánea. Es autor de numerosos estudios y ensayos, entre los que destacan: «Rivelazioni private e apparizioni», (Elledici-La Civiltà Cattolica, 2000); «I Cattolici nella temperie del Relativismo» (Jaca Book, 2005) y la edición italiana de los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola (La Civiltà Cattolica, 2006).

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