El miércoles 7 de mayo comenzará un nuevo cónclave, la antigua institución de la Iglesia nacida hace casi mil años para garantizar la libertad de los cardenales electores frente a cualquier injerencia externa en la elección del Papa. Tras la misa pro eligendo Pontifice, que se celebrará por la mañana y será presidida por el cardenal Giovanni Battista Re, y los juramentos de la primera tarde, se renovará una tradición que —como escribía Giovanni Sale en La Civiltà Cattolica en 2013— se basa en la «reserva, libertad y atención a la Iglesia».
El término cónclave, que significa «lugar cerrado», designa la asamblea de los cardenales reunidos para elegir al nuevo Pontífice.
Sorprende que la institución del cónclave haya sobrevivido, casi inalterada en sus rasgos principales, al desgaste del tiempo y sobre todo a los frecuentes trastornos de la historia moderna. En el siglo XX, el cónclave ha acentuado aún más sus elementos más antiguos, como la «reclusión» y el «secreto».
En el primer milenio del cristianismo, el obispo de Roma era elegido «por el clero y el pueblo romano». Sin embargo, con el aumento del prestigio y del poder del Papado, esta forma de elección se prestaba a ser explotada por los poderes locales para imponer hombres afines a sus intereses. Fueron los emperadores alemanes, en particular los «Otones», quienes sustrajeron la elección del Papa a los juegos de poder de los distintos partidos romanos, requiriendo como condición de validez de la elección la «confirmación» del elegido por parte del emperador.
Fue el papa reformador Nicolás II quien fijó, en 1059 con el decreto In nomine Domini, un nuevo procedimiento para la elección del Pontífice. Estableció que dicha tarea correspondía exclusivamente a los cardenales, considerados «parte del manto» del Papa, sus «senadores» y colaboradores en el gobierno de la Iglesia universal, así como —según la teología de la época— herederos y continuadores de los Apóstoles.
La constitución Ubi periculum de 1274, promulgada por Gregorio X durante el II Concilio de Lyon, fijó las reglas de la nueva disciplina del cónclave. Se estableció el principio de que el poder de elegir al Papa corresponde exclusivamente a los cardenales; se impuso como sede natural de la elección el lugar donde el Papa ha muerto; se fijó un límite máximo (10 días) para celebrar el duelo por el Pontífice fallecido y comenzar el «cónclave». Esta palabra, que pronto designará todo el procedimiento electoral, aparece por primera vez en este importante documento pontificio.
A partir de entonces, el elemento de la reclusión, junto con el del secreto, ha representado el eje del procedimiento de elección del obispo de Roma. La prohibición de comunicarse con el exterior nació para obligar a los electores a «apresurarse», para no dejar mucho tiempo a la Iglesia sin su cabeza, y también para evitar el riesgo de que los cardenales aprovecharan la sede vacante para acumular beneficios.
En la época contemporánea, en cambio, el secreto tiene como objetivo principal asegurar la plena libertad de los cardenales electores en el ejercicio de su función; por ello, al entrar en el cónclave, no solo son «separados» del mundo exterior —para que las grandes potencias católicas o no católicas no interfieran en la libertad de elección (aunque se les reservaba un genérico derecho de veto)—, sino que se comprometen con juramento a no revelar nada de lo que ocurra en el ámbito electoral.
La disciplina sobre el secreto del cónclave fue endurecida por Pío X en la constitución Vacante sede apostolica de 1904; en particular, se prohibió a los cardenales, bajo pena de excomunión, portar al cónclave peticiones provenientes del poder secular. En esa ocasión, el arzobispo de Cracovia, card. Jan Puzyna, había llevado al cónclave el veto del emperador de Austria contra el cardenal Mariano Rampolla del Tindaro, considerado excesivamente filofrancés y, por tanto, no grato a la corte de los Habsburgo.
De todos modos, las reformas recientes sobre el cónclave introducidas por los Papas del siglo pasado han contribuido a conferir un aura de sacralidad a la elección del Papa, de modo que el «secreto», como indican las nuevas constituciones apostólicas, expone de hecho a los cardenales electores a la curiosidad, muchas veces invasiva e incómoda, de los medios de comunicación, que en el contexto actual podrían incluso poner en peligro la libertad de la elección. Un caso emblemático es el que se produjo en el cónclave de 1978 tras la muerte de Pablo VI, cuando un periódico publicó, antes de que los cardenales entraran en el secreto de la Capilla Sixtina, una entrevista concedida días antes por el cardenal Giuseppe Siri (que debía publicarse solo una vez comenzado el cónclave), lo cual comprometió los apoyos que había reunido el arzobispo de Génova.
La reclusión del cónclave y el secreto son elementos heredados de la tradición, y aún hoy resultan útiles e imprescindibles para garantizar la libertad en la elección del Papa.