¿Qué papel se le ha conferido a María en la unidad de la Iglesia? La pregunta es muy amplia y la respuesta implica múltiples aspectos. El ecumenismo invita a apreciar la diversidad de posiciones en lo que respecta a la doctrina y al culto mariano, y a estudiar los caminos de acercamiento; la situación ecuménica varía según se trate de las relaciones entre católicos y ortodoxos o de las relaciones con los protestantes. La perspectiva desde la que quisiéramos situarnos es aún más amplia: se trata de determinar la contribución de María no solo a la unión de los cristianos pertenecientes a distintas confesiones, sino, de manera más fundamental, a la unidad de la Iglesia y, más aún, a la unidad de toda la humanidad.
El compromiso primordial en la obra de la reunión
El compromiso de María en la obra de la salvación, tal como nos lo presentan los textos evangélicos, no carece de relación con un objetivo esencial de unidad. Las indicaciones son implícitas, pero merecen ser explicitadas. Es necesario, ante todo, reflexionar sobre el momento esencial que constituyó para María el misterio de la Anunciación. El ángel anuncia que Jesús «reinará por siempre sobre la casa de Jacob» y que «su reino no tendrá fin» (Lc 1,33). Al recibir «el trono de David, su padre», Jesús será el Mesías que establecerá de manera definitiva el reino ideal hacia el cual tendía toda la esperanza judía. Una característica propia de este reino era la reunión que debía realizar.
Así, por ejemplo, el siervo de Yahvé había sido destinado, desde el seno materno, a una misión que consistía en «reunir a Israel» y hacer volver a los sobrevivientes (Is 49,5-6). La dispersión, que había tomado su forma más trágica en el exilio en Babilonia, era considerada como una consecuencia de los pecados del pueblo. El pecado es fuente de división, como muestra el relato de la torre de Babel, donde el orgullo que se alza contra Dios provoca la imposibilidad de los pueblos de comprenderse entre sí, a causa de la falta de una lengua común[1]. Aquí aparece el principio según el cual quienes se oponen a Dios terminan por volverse unos contra otros. En efecto, separarse de Dios significa alejarse de la fuente de toda unidad y entregarse a las pasiones que dividen.
La religión judía no se limita a tomar conciencia de este aspecto nocivo del pecado. Ella suscita la esperanza de una salvación que realiza una reunión. El reino que Dios quiere instaurar deberá poner fin a toda división y reunir al pueblo disperso. No cabe duda de que María compartía esta esperanza mesiánica y que la aspiración a la unidad era muy profunda en su alma. No había dejado de constatar a su alrededor los daños de la división: los gestos de hostilidad, las luchas tenaces entre individuos y entre familias, los odios y las venganzas, los tormentos infligidos a los demás por los celos. Frente a estas ruinas, María se sentía impotente, pero se tomaba en serio la promesa divina de una unión que sería restaurada por una mano omnipotente.
Al oír el anuncio del ángel, comprende que todos los bienes prometidos con el reino mesiánico serán concedidos al pueblo, y sabe que entre esos bienes se encuentra el de la unidad, inseparable de la paz. Cuando María expresa su adhesión a la propuesta que se le dirige, es por tanto consciente de comprometerse con la instauración de un reino que asegurará el triunfo de la unión sobre la dispersión. Las palabras «hágase en mí según tu palabra» significan ante todo la aceptación de la maternidad anunciada, pero implican también un consentimiento a todo el destino del niño, tal como le ha sido descrito. El sí que pronuncia es un sí a la futura unión, a ese único Reino que debe realizar una reunión definitiva.
Se puede añadir que, con su adhesión, María desea dedicar todas sus fuerzas a la instauración de este Reino. Ella no se limita a una esperanza que espera pasivamente los acontecimientos; está decidida a cooperar en su realización a través del papel maternal que se le ha asignado. Acepta no solo convertirse en la madre de Jesús, sino también contribuir a su obra, convirtiéndose, en cierto sentido, en madre de esa obra. Y dado que sabe que esta obra implica una reunión, una reconciliación de los hombres, comienza ya a asumir el papel de madre de la unidad. Si el Reino descrito por el ángel está destinado a tomar cuerpo en la Iglesia, el consentimiento al mensaje significa —según la intención divina— un compromiso al servicio de la unidad de la Iglesia.
Ciertamente, María aún no puede discernir en qué consistirá concretamente la formación y el desarrollo de la Iglesia. Ella se atiene a la imagen del Reino que le ha sido presentada por el ángel. Pero la calidad de su consentimiento está en proporción con la gracia recibida, una gracia singular y abundante. ¿Cómo no habría de orientarla esa gracia hacia los bienes espirituales del Reino mesiánico, y en particular hacia la unidad? Cuando el ángel encuentra a María, la llama «llena de gracia». Esta denominación ilumina todo el diálogo; quien escucha el mensaje lo comprende bajo la luz que ha recibido, y es en cuanto llena de gracia que se adhiere al proyecto.
En esto hay un principio esencial de interpretación del episodio de la Anunciación. La gracia ha dirigido los pensamientos y los sentimientos de María hacia la meta que persigue Cristo en su misión de Salvador. Recientemente, un estudio exegético de la palabra kecharitōmenē («llena de gracia») ha subrayado que se trata de la gracia que inspiró en María un profundo deseo de virginidad[2]. Es necesario añadir que esta gracia no la orientó solo hacia la maternidad virginal, sino hacia todo el horizonte de la salvación mesiánica y, más particularmente, hacia la reunión del pueblo. Precisamos que la gracia que colmó a María no era una gracia puramente funcional. Como reconoce la Tradición, era una gracia que transformó su personalidad, santificándola. Pero esta gracia, que en cierto modo se volvió propiedad personal suya, tenía una meta: prepararla para su papel en la obra de la salvación.
Así, en el momento en que aceptó la maternidad que le era ofrecida desde lo alto, María pudo asumirla conforme a las intenciones divinas, las de un Reino unificador. Estas intenciones se habían vuelto suyas en virtud de la acción inspiradora del Espíritu Santo; además, hemos señalado que María tuvo que apropiárselas de manera concreta a partir de la experiencia que vivía de la división entre los hombres y de los daños que de ella resultaban. Comprendía la necesidad de una intervención divina para restablecer la unidad, y la deseaba con todo su corazón.
El compromiso en la maternidad
De la Anunciación pasamos a otro consentimiento esencial de María: el de su maternidad universal. En el Calvario, la Madre está de pie junto a su Hijo. Está allí porque así lo ha querido y porque desea compartir todos los sufrimientos del Crucificado, asociándose de la manera más plena al sacrificio que ha de obtener la salvación para la humanidad. Jesús consagra definitivamente esta asociación al pedirle que acepte una nueva maternidad: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19,26). Al llamarla «Mujer», le muestra que la considera como la mujer destinada a cooperar con el Hijo del Hombre en el cumplimiento del designio divino. Al darle otro hijo, le pide ante todo que acepte, desde ese momento, perder a su único Hijo para tener como hijos, de ahora en adelante, a sus discípulos. Es a costa de su sacrificio materno que María adquiere una maternidad de alcance indefinido, que se prolongará y multiplicará hasta el fin del mundo. La maternidad respecto del discípulo amado, que comienza en ese momento por una palabra creadora del Salvador, es el signo de una maternidad respecto de todo discípulo en cuanto es amado por Cristo.
Interpretar las palabras de Jesús únicamente como el deseo de cumplir un deber familiar —asegurar el porvenir de su madre y encomendarla al discípulo amado— sería una visión bastante limitada. No corresponde a la intención que se manifiesta en este episodio[3]. Cuando dejó Nazaret para iniciar la vida pública, Jesús ciertamente ya había provisto el futuro de su madre; no habría esperado la hora de su muerte para preocuparse por ello. Además, constatamos que las palabras que pronuncia desde la cruz no tienen como primer objetivo encomendar a María a Juan, sino ante todo encomendar a Juan a María. María es invitada a tratar a Juan como a su hijo; en consecuencia, es ella quien recibe una nueva misión: la de velar por los discípulos y prodigarles un cuidado maternal. Las palabras dirigidas a Juan: «Ahí tienes a tu madre» son la consecuencia de esta nueva maternidad; el discípulo amado deberá responder al afecto materno de María con afecto filial.
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El evangelista nos hace reconocer en esto el cumplimiento de la misión salvadora, ya que añade que Jesús sabía «que todo estaba cumplido» (Jn 19,28). Con el don de su madre a la humanidad, el Salvador ha consumado la obra que le había sido confiada por el Padre. Se trata de un don que tiene como objetivo el desarrollo de la vida divina en el mundo. Tiene una finalidad universal: es así como discernimos legítimamente, en la maternidad hacia el discípulo, el signo de una maternidad hacia cada cristiano. María es constituida madre para la más amplia difusión de todos los bienes espirituales que Jesús merece con su sacrificio. Como afirma el Concilio Vaticano II, ella se ha convertido en nuestra madre en el orden de la gracia.
Sin embargo, las palabras pronunciadas por Jesús expresan solo una maternidad individual. Tienen implícitamente un valor universal en el sentido de que Juan representa a todo discípulo. Pero se trata de la universalidad de una maternidad hacia cada individuo. Jesús no hizo declaraciones sobre una maternidad de María hacia toda la comunidad de los discípulos. Al enunciar únicamente una maternidad de orden individual, quería subrayar que María es madre de cada discípulo como si fuera su único hijo. La afirmación de una maternidad hacia el conjunto podría haber sido comprendida en el sentido de una maternidad tan general o global, que la atención materna a cada persona habría sido menos evidente o menos necesaria. El Salvador quiso instituir, por el contrario, las relaciones más íntimas entre madre e hijo, en las que cada uno tuviera la certeza de recibir todo lo que el amor materno de María podía darle, según sus necesidades personales en el orden de la gracia. Ha dado, por tanto, a la maternidad de María una forma en la que el acento está puesto en las relaciones personales.
Este propósito individual no impide que las palabras del Salvador sean pronunciadas en un horizonte comunitario. Algunos comentaristas del texto evangélico han intentado fundamentar este horizonte en la persona de Juan, considerado como representante de la Iglesia. Parece que nada indica tal representatividad, que sería más comprensible en el caso de Pedro, roca sobre la cual debía edificarse la Iglesia y destinado a ser proclamado pronto pastor universal de los corderos y ovejas de Jesús. Pero no fue Pedro, sino Juan, quien fue elegido como hijo de María, y lo fue de manera más particular como símbolo de relaciones personales de amor con Jesús.
El horizonte comunitario resulta más bien de la orientación de la obra que Cristo consuma al donar su madre al discípulo. Esta obra tiene esencialmente un propósito unificador. No solo lo habían anunciado las promesas de la antigua alianza, sino que el mismo Jesús lo declaró. Él se presenta como el buen pastor que da la vida por sus ovejas (Jn 10,11); y para que no se piense que esta entrega está destinada a un rebaño limitado, añade: «Tengo, además, otras ovejas que no son de este corral y a las que debo también conducir: ellas oirán mi voz, y así habrá un solo Rebaño y un solo Pastor» (Jn 10,16). Es por la reunión de todas las ovejas en un solo rebaño que Jesús ofrece su vida.
Durante la última Cena, esta voluntad de realizar la unidad aparece aún más manifiesta en la oración sacerdotal. En ella se menciona expresamente, con el motivo supremo que la justifica: la unidad humana debe reflejar la unidad divina y, de cierta manera, incorporarse a ella: «Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste» (Jn 17,21). Esta semejanza con la unidad de las personas divinas implica la búsqueda de la perfección en la unidad de la comunidad humana: «Que sean perfectamente uno» (Jn 17,23). Antes, Jesús había pedido a sus discípulos, individualmente, que fueran perfectos como su Padre celestial es perfecto (cf. Mt 5,48). En la víspera de su sacrificio, pide al Padre que los haga perfectos en la unidad que los reunirá. Será un fruto esencial de la entrega de su vida.
San Juan comprendió bien esta intención fundamental del sacrificio redentor. Comentando la afirmación de Caifás, según la cual era mejor que un solo hombre muriera por el pueblo, reconoce en ella una palabra profética; añade que Jesús no debía morir solamente por su nación, sino también «para congregar en la unidad a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,52). Debemos concluir que los discípulos comprendieron bien, al menos después de la muerte de su Maestro, la importancia capital que Jesús atribuía a la unidad, hasta el punto de hacer de ella el objetivo de su sacrificio.
La misma María no ignoraba esta voluntad reconciliadora de Jesús. Al asociarse a su sacrificio, deseaba cooperar en la restauración de la unión, en la edificación de un reino ideal de unidad. Con esta cooperación materna al sacrificio de la cruz, contribuyó realmente a la instauración de ese Reino. En el Calvario, es ella quien, con la entrega de su hijo, colabora en la fundación de una Iglesia que reunirá a los hombres en la unidad de Cristo.
Cuando María acepta su nueva maternidad, se convierte con un nuevo título en madre de la unidad. Es en una perspectiva fundamental de reunión de todas las ovejas bajo un solo pastor que ella asume esta nueva tarea. Cristo la ha querido madre de la Iglesia y, al mismo tiempo, madre de cada discípulo. Ninguna de estas dos funciones podría cumplirse en detrimento de la otra. María da todo su afecto materno a cada uno de los que le son confiados como hijos; pero, al mismo tiempo, conserva la preocupación de favorecer la concordia entre todos y de fortalecer la unidad de la Iglesia.
Es importante observar que la maternidad recibida en el Calvario es universal en la misma medida que la universalidad de la obra de salvación. En este sentido, María no es solamente madre de cada discípulo que se adhiere a Jesús mediante la fe, sino madre de todo ser humano, en cuanto cada uno está llamado a acoger la gracia de Cristo. De manera análoga, no es solamente madre de la Iglesia actualmente constituida bajo su forma visible; es madre de lo que podría llamarse la Iglesia en devenir, la reunión progresiva de los hombres en la fe en Cristo. Su rol materno se extiende a toda la humanidad, coincidiendo con la universalidad de la difusión de la gracia. Por tanto, con pleno derecho debe ser llamada madre de la humanidad y madre de todos los hombres.
Presencia terrena en la unidad de la Iglesia
La última vez que María es mencionada en el Nuevo Testamento, según la cronología de los acontecimientos de la salvación, es después de la Ascensión de Jesús, en la comunidad que espera Pentecostés. Esta presencia parece estar ligada a la unidad de dicha comunidad. En efecto, san Lucas dice que todos los apóstoles «íntimamente unidos, se dedicaban a la oración, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hch 1,14). En esta asamblea hay unanimidad de sentimientos[4]. Esto contrasta con las disputas que tan a menudo habían enfrentado a los apóstoles entre sí para saber quién ocuparía el primer puesto en el Reino. Incluso en la Última Cena hubo una discusión de ese tipo. El acuerdo unánime que se expresa en una oración común se explica, ante todo, por el sacrificio redentor de Cristo, que obtuvo para sus apóstoles la gracia de la unión. Y tiene como guardiana y garantía la presencia de María. Es la primera y única vez que María es nombrada en una reunión comunitaria con los apóstoles; ella no es ajena a la unanimidad de corazón que caracteriza esta asamblea. Aunque aquí María es llamada simplemente «madre de Jesús», aparece como madre de la unidad en la primera comunidad que, en Pentecostés, será transformada en Iglesia. Su presencia materna en el desarrollo de la Iglesia no dejará nunca de ser un aliento hacia la unión.
La oración en la que se manifestaba el acuerdo de los sentimientos era, sobre todo, una súplica por la venida del Espíritu Santo. María, que más que todos los demás miembros de aquella asamblea estaba en íntima relación con el Espíritu Santo, deseaba ardientemente una venida de cuya fecundidad ella había hecho experiencia de manera única. Aspiraba de modo particular a esta venida para asegurar la perseverancia en la unión. Ciertamente, en ese primer momento de fervor, en el que todos querían abrirse al Espíritu Santo, el buen entendimiento era notable. Pero María, que conocía a los discípulos, se daba cuenta de que esa armonía seguía siendo frágil, desde un punto de vista humano, y que los motivos que anteriormente habían provocado disputas podían volver a generar otras nuevas. Por ello suplicaba al Espíritu Santo que creara una unidad duradera en la Iglesia, en el común apego a Cristo. Solo una fuerza de amor sobrenatural —la del Espíritu Santo— podía mantener a los discípulos por encima de las tendencias naturales a la ambición personal, preservarlos de las rivalidades y de toda discordia.
Después de haber experimentado la unanimidad de corazón en la asamblea en la que estuvo presente, María no dejó de contribuir al mantenimiento de esa unanimidad después de Pentecostés. Fue una acción discreta, pero sin duda eficaz. Con la nueva maternidad que le había sido conferida, María se sentía más responsable de la unión que reinaba a su alrededor. En la medida en que mantenía contactos con los discípulos y con todos los que participaban en la vida de la primera Iglesia, ejercía una influencia en favor de la comprensión mutua. Siempre se había comportado como artífice de paz; después de Pentecostés tenía una razón adicional para desempeñar un papel de conciliación y pacificación, porque la Iglesia solo podía desarrollarse en la unidad. Por eso hizo todo lo posible para acercar a aquellos que pudieran tender a enfrentarse entre sí.
En Pentecostés, María recibió el don del Espíritu para la misión que le había sido confiada por Jesús. Este don debía llevarla al cumplimiento pleno de su misión materna durante los años que le restaban de vida terrenal. La hacía capaz de ejercer el rol de madre con Juan y con los demás discípulos. Le inspiraba todas las iniciativas posibles para reforzar la unión. La orientaba, de modo particular, hacia una oración incesante para obtener el mantenimiento de una concordia unánime en la fe y en el apego a Jesús.
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En esta oración por la unidad, el ejemplo de Jesús era para María el estímulo más poderoso. Ella no había estado presente en la Última Cena, ni había escuchado personalmente las palabras que Jesús pronunció allí. Pero, desde que vivía con Juan, había podido recibir amplia información al respecto. El discípulo amado le había contado cómo había vivido aquel momento único, con todo lo que Jesús había dicho y hecho. Le había relatado la institución de la Eucaristía y las palabras que explicaban su significado. Le había repetido la gran oración sacerdotal tal como había quedado grabada en su memoria. Ahora bien, en esa oración, la súplica por la unidad de todos los discípulos, semejante a la unidad entre el Padre y el Hijo, ocupaba un lugar importante y había adoptado una forma particularmente insistente. Juan, el discípulo más cercano a Jesús en aquella circunstancia, podía iluminar mejor a María sobre el fervor con que el Maestro había pronunciado las palabras: «Que todos sean uno…».
Recogiendo este recuerdo, María comprendía con claridad que, en su misión materna, debía hacer suya esta súplica por la unidad. Jesús había demostrado que la unidad es ante todo un don concedido por el Padre y que debe ser objeto de oración. Habiendo vivido siempre en profunda sintonía con su Hijo, María oró, con todo el impulso de su alma, para obtener del Padre la unidad de la Iglesia.
Ella sigue siendo para los cristianos un modelo de oración por la unidad. La preocupación ecuménica, que se ha manifestado con mucho más vigor en este siglo, ha hecho comprender mejor el valor de la oración por la unión de los cristianos. Por un lado, se ha tomado conciencia del ideal de unidad y del escándalo que representan las divisiones entre Iglesias separadas; por otro, se ha constatado la extrema dificultad del camino hacia la reunificación. Ante los obstáculos, se impone con mayor claridad la necesidad de la oración. Aun multiplicando los contactos para superar los motivos de desacuerdo, las Iglesias se dan cuenta de que solo la omnipotencia divina —a la que nada le es imposible— puede abrir el camino de la reconciliación, que debe ser suplicada con fervientes oraciones.
Durante su existencia terrena, María no conoció una situación comparable al ecumenismo contemporáneo, con cristianos profundamente divididos, agrupados en Iglesias que reivindican su independencia y donde el contenido de la fe suele ser objeto de interpretaciones muy divergentes. Ella vivió simplemente la primera situación ideal de unanimidad de corazón, que fue consagrada en Pentecostés; luego conoció diversos conflictos que amenazaron con romper esa unidad. No dejó de discernir todo aquello que podía comprometer la unión querida por Jesús; no cesó de orar para que todas las fuerzas disgregadoras pudieran ser contenidas y para que la unidad triunfara sobre todas las dificultades.
Es con una oración de ese mismo tipo que María intercede por la Iglesia de hoy. No se trata solo de orar por los objetivos propios del ecumenismo, es decir, por la reunión de los hermanos separados. La oración de María buscaba obtener la realización de todos los aspectos de la unidad eclesial, especialmente mediante relaciones fraternas entre todos los creyentes y con el deseo de evitar en lo posible cualquier mínima fisura en esa unidad. Los cristianos están invitados a compartir esta oración, pidiendo que la Iglesia progrese constantemente en la unión a través de una caridad cada vez más sincera, victoriosa sobre todas las pasiones contrarias.
La acción celestial por la unidad
Al entrar en la gloria celestial, María ha visto ampliarse indefinidamente su influjo sobre la unidad de la Iglesia. Durante todo el tiempo que vivió en la tierra, tuvo que limitar su acción materna a las personas con las que estaba en contacto. Si bien pudo conocer a todos los que pertenecían a la comunidad reunida en Pentecostés, después ya no pudo entrar en contacto con aquellos que, en gran número, se convirtieron a la nueva fe y se hicieron bautizar. Simplemente prodigó su afecto materno y su asistencia espiritual a quienes se le acercaban.
Una vez asunta al cielo, María puede ejercer, sin restricción alguna, su tarea de madre. Puede seguir con la mirada a todos los que entran en la Iglesia, ayudándolos en todo momento. Su condición celestial le permite dominar el espacio y el tiempo, conocer todas las situaciones e intervenir donde lo desee. La capacita para presentar en su oración a Cristo todas sus preocupaciones por cada uno de los que ama como hijos suyos.
Aun acompañando a cada uno en todas las circunstancias de su vida, María abarca también con la mirada el conjunto de la Iglesia, con todos los problemas comunitarios que en ella se presentan. Por el hecho de que su maternidad individual respecto de cada cristiano se inserta en una maternidad universal, se inclina hacia cada uno teniendo en cuenta las necesidades de la comunidad. Esto explica por qué toda su acción es la de «Madre de la unidad». Este título le fue aplicado por san Agustín, quien quería subrayar que la Iglesia, a imagen de María, es madre de la unidad en medio de la multitud de los hombres[5].
La Iglesia es madre de la unidad porque tiende a reunir a los hombres en la única vida de Cristo. María es madre de esta unidad de una manera más real y más concreta porque es una persona y porque tiene un corazón materno. En su afecto materno desea asegurar la unión de todos aquellos que ama. Una madre tiende espontáneamente a favorecer la unión de sus hijos. Sus disputas provocarían una herida en su corazón materno. Ella no puede ponerse de parte de uno contra otro, porque ama a todos y su amor desea mantenerlos unidos. En este sentido, toda madre es madre de la unidad.
En el caso de María, es esencialmente a un nivel sobrenatural que actúa como madre de la unidad, ya que es «madre en el orden de la gracia» (LG, n. 61). Este nivel superior de la gracia no le quita nada a la espontaneidad con la que actúa para salvaguardar la unidad. Al contrario, esta espontaneidad materna se ve reforzada por la profunda orientación de la gracia, que tiende a desarrollar la caridad y a acercar entre sí a los miembros del Cuerpo Místico de Cristo. Aquella que en su vida terrena recibió la plenitud de la gracia y que en su estado celestial goza de la plenitud de la gloria, está completamente movida por el deseo de reunir cada vez más a sus hijos en una unidad de fe y de amor.
Podríamos preguntarnos por qué Cristo quiso para María este papel de madre de la unidad. En la doctrina de Jesús, en sus preceptos de caridad, en la vida de amor comunicada por la gracia y en particular por la Eucaristía, ¿no había ya suficientes estímulos para perseguir el objetivo de la unidad? En efecto, el Maestro quiso una madre de la unidad por la misma razón por la que quiso una madre de la Iglesia, una madre de los cristianos en el orden de la gracia. Deseaba que una presencia materna animara a sus discípulos a la buena armonía, y que esa presencia fuera la imagen más conmovedora del amor del Padre hacia la humanidad. Los hombres a menudo tienen dificultades para reconocer la bondad y la ternura del Padre; son más sensibles a la presencia de un rostro materno y, a través de este, pueden ver con mayor facilidad el rostro del Padre.
Como madre de la unidad, María está destinada a expresar en su conducta el amor del Padre, que quiere reunir a todos los hombres. La misión de representar al Padre contribuye a destacar la importancia esencial del papel de María. No se trata de una función marginal; la actividad materna revela el designio divino que guía la obra de la salvación, la intención del Padre de reunir a todos los seres humanos como hijos suyos en su Hijo único. Toda la profundidad del amor que rige las relaciones de Dios con la humanidad tiende a manifestarse a través del cuidado de María por la unidad de la Iglesia.
Como expresión del designio del Padre, la misión materna de María asume con mayor claridad toda su amplitud. El Padre desea reunir a toda la humanidad en su amor. El corazón materno de María está animado por esa misma intención universal. Ciertamente, María es madre, de manera especial, de todos aquellos que se adhieren a Cristo mediante la fe. Pero ella se siente igualmente madre de todos los que están llamados a acoger la gracia de Cristo bajo formas más veladas, más implícitas; en este sentido, su maternidad adquiere la más amplia universalidad. Desde esta perspectiva, María es madre del encuentro secreto que se realiza en lo profundo de los corazones humanos, incluso allí donde ese encuentro no toma la forma visible de pertenencia a la Iglesia. Por tanto, se dedica a favorecer el entendimiento entre todos los hombres, sean quienes sean. Ciertos signos de esta acción en favor de una unidad más amplia aparecen, por ejemplo, cuando el culto a María atrae tanto a cristianos como a musulmanes.
En el ecumenismo se sabe que el fervor del culto mariano es un elemento esencial de acercamiento entre ortodoxos y católicos. Si bien la gran mayoría de los protestantes se ha alejado de este culto, cabe señalar que algunos, recientemente, han redescubierto a la Virgen María y, con ello, un lazo de unión con los cristianos que la veneran[6]. En la Iglesia católica, donde la unidad institucional es más vigorosa, María procura que a esa unidad corresponda cada vez más una unanimidad de corazones semejante a la que caracterizó a la comunidad primitiva. Un amor así, enteramente sostenido por la gracia, no puede sino ser eficaz, aunque las maravillas que produce permanezcan en la sombra.
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Gn 11,1-9. En su comentario al relato de la torre de Babel, C. Westermann observa que el acontecimiento de Pentecostés es un testimonio de que los límites de la lengua han sido superados: «los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios» (Hch 2,11; Genesis 1-11, vol. I, Neukirchen-Vluyn 1974, 740). El relato de la torre de Babel se comprende a la luz del complemento que le otorga el universalismo instaurado por Cristo. ↑
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I. de la Potterie, Kecharitômenè en Lc 1,28. Etude exégétique et théologique, en Biblica 68 (1986) 480-508: «Kecharitômenè no describe simplemente la santidad de María (que era la exégesis de la Tradición), sino su profundo deseo de virginidad, un deseo de pertenecer a Dios, que le había sido inspirado por la gracia, para prepararla precisamente a una maternidad virginal» (507). ↑
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Sobre el valor mesiánico de la declaración, cf. J. GALOT, Marie dans l’Evangile, Desclée-De Brouwer, París – Bruges, 1965, 179-189. ↑
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El v. 14 «tiene el carácter de síntesis que ofrece la descripción de una situación ideal», observa G. Schneider, Die Apostelgeschichte, vol. I, Herder, Freiburg – Basel – Wien, 1980, 207. ↑
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Cf. S. Agustín, Sermón 192,2 (PL 38, 1012-1013). ↑
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Sobre la situación ecuménica de la mariología, cf. J. Galot, Maria. la donna nell’opera di salvezza, PUG, Roma, 1984, 379-415; S. De Fiores, Maria nella teologia contemporanea, Mater Ecclesiae, Roma, 1987, 230-255. ↑
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