SOCIOLOGÍA

El matrimonio, último símbolo de eternidad del hombre occidental

El matrimonio de Tobías y Sara, Jan Steen (hacia 1667)

¿Qué significa casarse?

El matrimonio no parece gozar de buena salud en Occidente; de hecho, algunos desde hace tiempo lo han dado por acabado. En los años setenta se profetizó la muerte del matrimonio y de la familia, vista como el símbolo de la opresión que penaliza la libertad del individuo[1]. Se trata de un fenómeno que va mucho más allá del período de contestación ligado al ’68, y que expresa un malestar más profundo, del cual el matrimonio y la familia son probablemente el indicador más significativo.

Casi un siglo atrás, el escritor Thomas Mann lamentaba la crisis del matrimonio en la nueva época, posterior a la Primera Guerra Mundial: «El matrimonio, entonces… un problema. Convertido en un problema, en nuestros días, como todo lo demás. Nuestros abuelos, dichosos ellos, no lo habrían entendido. Son malos tiempos, los nuestros, en los que las cosas más necesarias, las instituciones más elementales parecen volverse imposibles, imposibles desde dentro, desde el mismo instinto del hombre, que por sí mismo es un ser problemático, ligado a la naturaleza, obligado al espíritu, una criatura atormentada por su propia conciencia, obligada al ideal y al absurdo, con la tendencia a cortar siempre la rama sobre la que está sentada»[2].

Por otra parte, precisamente la complejidad de una institución como el matrimonio (en los niveles histórico, filosófico, psicológico, religioso, jurídico, económico, afectivo, político y social), que refleja la complejidad de la sexualidad humana —en la que conviven naturaleza y cultura— pone en guardia frente a generalizaciones apresuradas. Como observaba Émile Durkheim en 1888: «La familia de hoy no es ni más ni menos perfecta que la de antaño: es diferente, porque las circunstancias son diferentes»[3]. Como se verá, el descenso de los matrimonios y su cuestionamiento atañen no solo a la familia, sino a toda la sociedad, y a la misma identidad del hombre y la mujer.

Pero ¿qué significa casarse?

Casarse significa insertarse en una historia, en una tradición que nos precede y nos acompaña. Es escribir la propia historia dentro de esta Historia más grande[4]. Cada matrimonio tiene una dimensión pública: es un rito y una fiesta que involucra a otros, tanto a los presentes como a los ausentes, a aquellos que pertenecen al futuro. Matrimonio significa literalmente matris munus, el don de la maternidad: «La parte más íntima y secreta de nosotros, la sexualidad y la afectividad, asumen en el matrimonio una forma pública. Una inversión tan radical requiere la mediación del rito, su capacidad de expresar y de reconciliar los opuestos. Aunque radicalmente transformado con respecto a la tradición, el matrimonio conserva rasgos arcaicos. Los esposos están involucrados en él como personas físicas: no se puede uno casar por fax [aunque hoy en día sí se puede dejar a alguien por fax o por SMS] o simplemente enviando una solicitud en papel sellado. Con mayor o menor lujo, se organiza, para la ocasión, una ceremonia […]. Y es precisamente esta referencia a la tradición lo que hace de cada matrimonio, incluso el comprado por cinco dólares en Las Vegas, un rito de extraordinaria intensidad. El matrimonio nunca es, en ningún caso, un acto administrativo, una inscripción notarial, ni siquiera cuando sus protagonistas pretenden reducirlo a estos mínimos términos»[5].

El matrimonio remite esencialmente a una demanda de estabilidad, de la cual los esposos son portadores, pero que, al igual que el amor o la persona amada, no se puede poseer. Sin embargo, sin esta exigencia de estabilidad y fidelidad, no es posible acceder a tal dimensión. El propio tiempo se ve implicado en este acto, que reúne la tradición de la que se proviene y el futuro (los posibles hijos) en la decisión del presente, insertándola en una historia más amplia e intangible, hecha posible por la dimensión del amor, que es una especie de entrada de la eternidad en el tiempo.

Esto es verdad para todo matrimonio: como el amor, este exige eternidad. No tiene sentido preguntar a la persona amada: «¿Queremos amarnos durante dos años?». El amor no tiene fecha de caducidad, como los productos del supermercado, aunque pueda morir: esto demuestra que no es la pareja la fuente ni el criterio del amor, sino que el amor es algo distinto de ellos, una realidad más grande, con la cual están llamados a permanecer en comunión. Esta alteridad es el aspecto sagrado del matrimonio: «El amor humano —observa von Balthasar— participa de la insoluble contradicción de una existencia al mismo tiempo mortal y espiritual: ese amor que los enamorados se juran en los momentos solemnes quiere significar algo duradero que sobreviva a la muerte; pero un “amor eterno” “con fecha de vencimiento” es una contradicción que no puede vivirse […]. El presente debe ser eterno, o no debe serlo (para no convertirse en un infierno insoportable): y así el corazón ni siquiera se comprende a sí mismo»[6].

El matrimonio, último símbolo de eternidad del hombre occidental

Esta tensión estructural es la peculiaridad del matrimonio, es su encanto, pero también su fragilidad, porque es esencialmente una experiencia de eternidad en el presente, una forma de conservar una frescura que el paso del tiempo no puede borrar. En palabras del filósofo Gabriel Marcel: «Decir a alguien “te amo” es como decirle “tú no morirás”».

Para Platón, el Eros es algo intermedio entre lo humano y lo divino, es un daimon que tiene la tarea de atraer al hombre hacia las realidades eternas, porque lleva en sí algo de eterno: «El amor es un gran demonio, porque todo demonio ocupa el medio entre los dioses y los hombres. […] Los demonios pueblan al intervalo que separa al Cielo de la Tierra y son el lazo que une el gran todo. […] Como la naturaleza divina no entra jamás en comunicación directa con los hombres, es por medio de los demonios cómo los dioses alternan y hablan con ellos, sea en el estado de vigilia o durante el sueño»[7].

La sexualidad humana tiene en sí misma este doble canal de tensión entre cielo y tierra, entre cuerpo y alma, entre tiempo y eternidad, entre lo finito y lo infinito; incluso las experiencias más banalizadas o sufridas conservan esta tensión como un signo de esperanza, de poder vivir de otro modo las propias potencialidades de amar.

En este sentido, el matrimonio ha sido definido como el último símbolo de inmortalidad aún accesible al hombre occidental: la promesa de un compromiso definitivo por amor a otra persona, a quien se querría tener siempre a su lado, representa una estabilidad que ofrece refugio a la relación, aunque exige el sacrificio de la propia libertad, el compromiso de la propia confianza (expresado por los anillos, llamados significativamente alianzas o fés): «En ningún otro acto de la sociedad civil se nos pide confrontarnos con la dimensión del “para siempre”, con una adhesión tan total y sin reservas. En esto el matrimonio responde a una necesidad profunda, a una avidez casi corporal: la de no morir, de existir siempre, a pesar del reconocido carácter perecedero de nuestra existencia. El inconsciente no conoce el tiempo y no acepta registrar la posibilidad de nuestro final […]. El conflicto entre la pretensión de “no dejar nunca de existir” y la conciencia de nuestro ser finito parece resolverse en la pronunciación del sí, donde convergen el reconocimiento de la precariedad y la ilusión de la perennidad […]. En ese instante los esposos ven las dos caras del tiempo, el finito y el infinito, captando simultáneamente el perfil de la temporalidad y el fondo de la eternidad […]. Y las palabras, para el inconsciente, son cosas; en su territorio el deseo adquiere capacidad ejecutiva, se convierte en realidad. Los dos compañeros, que se han encontrado por circunstancias más o menos casuales, que tal vez se han elegido “por alegría”, encuentran en esta experiencia compartida sentido y consistencia. La casualidad de toda unión sentimental afirma, en el matrimonio, su necesidad intrínseca»[8].

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La eternidad, el deseo más verdadero y profundo de quien ama, entra en la vida del hombre y de la mujer a través de una decisión visible, en la que lo invisible encuentra morada. Es un motivo que incluso Freud había captado, al comentar la célebre historia de la elección de los tres cofres:

«La elección sustituye a la necesidad, al destino. De este modo, el hombre supera la muerte, que ha reconocido intelectualmente. No se puede concebir un triunfo más grande de la realización del deseo. Se hace una elección mientras que, en la realidad, hay obediencia a una imposición, y lo que se elige no es una figura de terror, sino la más bella y deseable de las mujeres»[9].

Este elemento de idealidad, que va más allá de la propia finitud y fragilidad, pero que al mismo tiempo las incluye, es la característica esencial del matrimonio como unión de amor, lo que lo diferencia de una póliza temporal: «Incluso en los matrimonios concertados, o en aquellos formalizados para obtener una ventaja material, en el momento del “sí” es el amor eterno lo que se evoca. Se dirá que todo esto es el nefasto residuo de la cultura romántica y que los antiguos tenían del matrimonio una idea más sobria y realista, pero no lo creo. El arte nos ha dejado, en todos los campos, una imagen elevada y solemne de las bodas, y cada uno ha querido siempre, en ese momento, elevarse a la altura de su ideal. La dimensión del matrimonio es lo sublime; le corresponderá luego a la vida mantener o no esa tensión ascensional»[10].

El encuentro entre el tiempo y la eternidad solo puede ser posible si los esposos están dispuestos a arriesgarse en ello y a vivir plenamente tal experiencia, que exige la confianza, el don total de sí:

«Es ofensivo —escribía Kierkegaard—, y por tanto feo, querer amar con una parte del alma, y no con toda el alma; hacer de su amor un momento, y no obstante tomar todo el amor del otro; querer ser en cierto grado un misterio y un secreto […]. Sería una ofensa querer ligarse a otra persona como se está ligado a las cosas finitas y casuales, condicionalmente, para poder, en caso de dificultades, escabullirse […]. Lo que el amor exige es como el tributo del templo, un impuesto sagrado que se paga con una moneda tal que toda la riqueza del mundo no basta para compensarla si el cuño es falso»[11].

Este carácter eterno, del ideal elevado y total, introduce el matrimonio en la dimensión de lo sagrado (literalmente: de lo separado), entre el tiempo ordinario y lo eterno, del ideal que se manifiesta sólo en algún instante fugaz, tras el cual, en todo caso, uno ya no es el mismo que antes. El día del matrimonio es especial y distinto a todos los demás días; aunque se desarrolle y profundice en los días siguientes de la vida, permanece único. Lo dice la vestimenta (el vestido de la novia, que no se puede volver a usar en los días siguientes), lo dice ese día, que involucra a otros en la celebración, lo dice esa continuación idílica que es el «viaje de bodas»: «Es tal la distancia entre la festividad matrimonial y la cotidianidad circundante, que el paso de una a la otra requiere transitar por una dimensión intermedia […]. Incluso cuando la pareja llega al matrimonio desengañada, después de haber convivido durante muchos años o de tener a sus espaldas otros matrimonios e hijos previos, se desencadena en todo caso la misma magia, la misma emoción sin palabras, porque el rito es siempre igual y siempre diferente, no dice pero alude, no significa pero remite a otra cosa»[12].

La crisis del matrimonio como crisis epocal

Los cambios ocurridos, que se reflejan en la manera de valorar el matrimonio, son muchos y variados: algunos de ellos son importantes y deseables desde hace tiempo (como la igualdad jurídica entre hombre y mujer, un mayor bienestar y seguridad); otros, en cambio, son portadores de una preocupante precariedad (como el desempleo, el alto costo de la vivienda, la incertidumbre hacia el futuro); también los hay relacionados con los distintos comportamientos y costumbres en materia sexual y, más en general, con concepciones diversas de la vida. Por último, hay cambios aún más radicales, que permanecen ocultos, invisibles, porque afectan a la vivencia interior, cambios que revelan una profunda crisis de la paternidad/maternidad y del mismo ser hombre o mujer[13].

Ubicada en el contexto actual de una sociedad «líquida» (para retomar un término quizá demasiado usado pero pertinente), la crisis del matrimonio indica una crisis más general de civilización, una crisis de sentido, de pertenencia, que en la inestabilidad general se manifiesta también en el matrimonio. Esta situación de incertidumbre es un signo sintomático del estado de salud de una sociedad, que presenta problemas más amplios, como la estabilidad y madurez afectiva, la capacidad de confiar y de enfrentar las dificultades en general, además de la capacidad de elaborar un proyecto capaz de dar respuesta a la dureza de la vida: «Si a principios de los años noventa la mayoría de los treintañeros en Italia estaba casada y tenía hijos, hoy se encuentra en esta condición menos de un tercio de las mujeres de esa edad, mientras que entre los varones de la misma edad la mayoría aún vive con sus padres, al punto de que, el 1 de enero de 2010, el 71% de los treintañeros italianos aún no estaba casado»[14].

La crisis del matrimonio expresa la crisis más profunda de la idealidad y de la identidad: se percibe sobre todo en el aplanamiento generacional, que muestra a adolescentes, jóvenes, adultos, ancianos, padres e hijos enfrentándose a menudo a los mismos problemas afectivos. Es una crisis que manifiesta, en segundo lugar, un gran temor al futuro, debido a la precariedad que afecta de manera significativa a las generaciones más jóvenes (la «Generación mil euros», como dice una reciente película italiana)[15], que encuentran cada vez con mayor dificultad algo bello y grande por lo que valga la pena entregarse, también por la falta de modelos creíbles.

Algunos síntomas alarmantes de esta inestabilidad nos los presenta la parte más débil del matrimonio, que es también la más sensible: los hijos. Preocupa, por ejemplo, el aumento continuo, entre niños y adolescentes, de los trastornos de la alimentación y del lenguaje, dos ámbitos en los que la dimensión afectiva y comunicativa es fundamental. Son dos trastornos que revelan un malestar a nivel somático, un malestar que aún no parece haber sido reconocido en toda su gravedad en términos de cuidado y tratamiento psicológico, pero que expresan un notable sentimiento de precariedad, «una sensación de impotencia frente a los problemas de la vida», como lo expresó H. Bruch al hablar de la anorexia[16].

Otro síntoma de este malestar, expresión de una condición social cambiada, es la baja natalidad de nuestro país, que presenta uno de los índices más bajos del mundo: «Si, como decía Auguste Comte, la demografía es el destino, entonces debemos preguntarnos cuánto será compatible el drástico envejecimiento de la sociedad italiana con su sostenibilidad»[17]. Según los datos del Instituto de Estadística Italiano, en los próximos 40 años las personas en edad de jubilación crecerán un 75%, mientras que sólo el 14% de los italianos tiene menos de 14 años. Esto evidencia la incapacidad de nuestro país para generar físicamente una clase dirigente capaz de tomar las riendas de la sociedad.

La disminución de la natalidad conlleva otras consecuencias psicológicas relevantes. En las familias italianas, el hijo —cuando lo hay— suele ser único, también por razones económicas evidentes, debidas asimismo a la falta de apoyo por parte del Estado, que destina poquísimos recursos de su presupuesto para ayudar a las familias en dificultad[18]. Y el hijo único está, en general, solo:

«El hijo único concentra en sí todas las ansiedades, preocupaciones, aspiraciones y frustraciones de los padres, que no pueden distribuirlas equitativamente entre varios hijos […]. Pero sobre todo, al crecer […] conocerá únicamente la relación “vertical” entre padres e hijo, y no la “horizontal” entre hermanos. Por muchos amigos que tenga a lo largo de la vida, estos nunca podrán compensar el vacío de la “socialización primaria” que se da entre hermanos: comer juntos, dormir en la misma habitación, compartir una intimidad que no se puede tener con los amigos. Todo esto sienta las bases para una socialización difícil, y una dificultad, ya en la edad adulta, para manifestar una intimidad cuyos primeros rudimentos no se han adquirido. La responsabilidad que los padres, de forma inconsciente, proyectan sobre este hijo lo vuelve ansioso si, aun deseándolo, no logra estar a la altura de ella, o bien lo vuelve depresivo si desde el principio intuye que no podrá estarlo. Tal vez por eso la depresión afecta ya en Italia a uno de cada cinco niños y, curiosamente, ese niño es casi siempre hijo único»[19].

Pero es sobre todo a causa de una dolorosa experiencia vivida en el seno familiar que muchos hijos, una vez adultos, no desean repetir la historia de sus padres, eligiendo formas de convivencia menos traumáticas. Esta también se convierte en una tradición que, quieran o no, los padres transmiten a sus hijos: es lo que se ha llamado «la transmisión hereditaria de la inestabilidad conyugal»[20], ya que, estadísticamente, los hijos de padres divorciados tienden con mayor facilidad y frecuencia a divorciarse a su vez.

La confianza fundamental adquirida en el ámbito familiar es esencial, porque habilita para vivir relaciones estables, afrontar dificultades y frustraciones, y resulta decisiva también de cara al desarrollo moral y religioso, en la relación con un Dios que, en la tradición bíblica, se presenta como un Padre que ama a sus hijos con un afecto materno: «Quien ha heredado de sus padres y en el entorno familiar una confianza originaria, considera el mundo que lo rodea con los ojos de la confianza: no teme “arriesgar” su propia vida, tiene ganas de poner a prueba sus capacidades. Su sentimiento de fondo está dominado por una profunda confianza en poder contar con los demás, en poder confiar con total sencillez en el ser humano. Por último, esta confianza originaria tiene también una dimensión religiosa: en la seguridad del ser humano resplandece algo de la fidelidad de Dios que nos sostiene y en quien podemos confiar»[21].

La crisis del matrimonio no la paga solo la familia, sino toda la sociedad. El mismo voluntariado nace, en gran parte, como intento de respuesta a la crisis de la familia, que se convierte en una crisis social. Se ha calculado que entre el 80% y el 90% de las asociaciones de voluntariado dejarían de tener razón de ser si la familia estuviera en buena salud, porque los problemas de los que se ocupan surgen precisamente de su crisis: «Si se observa con atención, todos los discursos sobre la asistencia […] son, literalmente, un amplio redescubrimiento objetiva de la familia, con la consigna tácita de no nombrarla. Se elaboran censos de todos los grupúsculos espontáneos de ayuda, y no se realiza ningún censo de las familias desintegradas. Se proyectan a nivel nacional movimientos para el voluntariado democrático, uniones para la lucha contra la marginación social […], sin mencionar ni una sola vez a la familia. Y sin embargo, está claro que todo este asistencialismo es, una vez más, la consecuencia de la crisis de la familia. Se necesitan servicios básicos, por supuesto: pero para ayudar, sostener, reforzar, no para sustituir a esa familia, nueva y antigua, que es la clave humana del problema»[22].

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La unicidad del vínculo matrimonial

Con el matrimonio, la humanidad ha elaborado, a lo largo del tiempo, en los más diversos lugares y culturas, una forma de vínculo estable que nada puede igualar: «La pregunta radical a la que es necesario responder, con vistas a una refundación de la institución matrimonial, es si el matrimonio es simplemente un “producto” de la historia y de las culturas, una de tantas formas que las relaciones humanas han asumido a lo largo del tiempo, o si, por el contrario, es un dato permanente y una conquista irrenunciable, un valor que “desafía al tiempo”, por retomar una feliz expresión de Thomas Mann»[23]. El hecho de que sea difícil encontrar alternativas terminológicas a este tipo de unión indica que no puede considerarse una simple tradición o costumbre histórica, ya que está atestiguada en las culturas de todas las épocas.

Las mismas convivencias, aunque en aumento, no constituyen una alternativa posible, porque presentan una fragilidad aún mayor: este tipo de unión registra, de hecho, un porcentaje de disolución del vínculo diez veces superior al del matrimonio[24]. Es una forma de unión en la que se ha perdido la dimensión de lo eterno, propia del amor, para transformarla en un contrato temporal: «La convivencia prematrimonial no es una garantía de duración del vínculo; más bien parece favorecer su ruptura […] porque contempla el futuro conyugal a corto plazo. Esto explica tanto por qué las convivencias se rompen más a menudo que los matrimonios, como por qué estos últimos, cuando están precedidos por una unión libre, resultan más frágiles que los demás»[25]. En estos casos, de hecho, la motivación primaria suele ser negativa: en lugar del ideal perdido, hay un intento de reducir los riesgos y posibles daños, junto con el miedo al fracaso.

En este sentido, las convivencias parecen ser un espejo de nuestro tiempo; son, como se ha observado, «las hijas de la ansiedad, del miedo compartido por hombres y mujeres de que su propio matrimonio termine hecho pedazos, como el de sus padres o sus amigos»[26]. Este miedo acaba por convertirse en una profecía autocumplida; es bien sabido, desde el punto de vista psicológico, cuánto contribuye, paradójicamente, el temor de que ocurra un determinado evento a que dicho evento termine ocurriendo[27]. En cualquier caso, se ve afectada la capacidad de disfrutar de la propia vida, de apostarlo todo por ella, de estar agradecidos por lo que se tiene y se es.

Una vez rechazado el matrimonio como valor, resulta muy difícil encontrar algo que pueda sustituirlo. Es significativo que en Francia los Pactos Civiles de Solidaridad (PACS), aunque aprobados jurídicamente desde hace más de diez años, hayan caído pronto en desuso, hasta el punto de que actualmente son elegidos por muy pocas parejas: «En el fondo, dicho pacto no es una alternativa al matrimonio, sino un matrimonio debilitado (y en este sentido ha sido acertadamente definido como un pequeño matrimonio[28].

No existe, por tanto, una unión estable y afectiva que pueda considerarse una alternativa al matrimonio: incluso desde el punto de vista lingüístico, es difícil encontrar palabras distintas para este tipo de vínculo. La propia negación lo presupone: al fin y al cabo, también el verbo divorciar se conjuga… Esta dificultad gramatical no es en absoluto irrelevante, si consideramos la importancia que tienen la palabra y el lenguaje en la expresión del valor y del sentido de las acciones humanas.

La alternativa al matrimonio solo puede expresarse en negativo, mostrando que se apoya en aquello que niega, una negatividad que se manifiesta en la dificultad lingüística de dar una identidad al otro/a (por ejemplo, al presentarse ante otras personas), y por lo tanto de dar una identidad a la propia relación: «No se puede decir “mi esposo” o “mi esposa” porque no se está casado; “mi conviviente” [o el otro miembro del pacto civil] suena a lenguaje burocrático o policial; [“mi novio” o “mi novia” suena un poco grotesco a los 50, 60 o 70 años]; “mi compañera” o “mi compañero” tiene un sabor sesentayochista ya superado; “mi amiga” o “mi amigo” tiene una connotación ambigua… Creo que esta imposibilidad lingüística ha llevado, a la larga, a muchos más libertinos al matrimonio que cualquier desaprobación social o anatemas religiosos»[29].

El carácter esencialmente público, visible, del matrimonio es al mismo tiempo su fuerza y su debilidad. Por eso sería simplista reducir su razón de ser a una dimensión meramente jurídica o afectiva; se requiere más bien explicitar una antropología adecuada, porque el matrimonio no es un hecho que simplemente ha ido sucediendo a lo largo del tiempo, sino una necesidad estructural del ser humano: «Al reconocer a la familia como comunidad de amor y solidaridad se obtiene […] también el reconocimiento de una imagen del ser humano, que es la única sobre la cual puede fundarse la esperanza de una sociedad y de un futuro no inhumanos»[30].

Es una imagen que resulta antitética a la antropología individualista y burguesa que, a partir del siglo XVIII, ha desatendido el carácter social y comunitario del ser humano, base no solo del matrimonio, sino también de la idea de historia y de sociedad, esenciales para la comprensión de uno mismo. Se trata de una concepción de la existencia replegada en el instante, sin profundidad, sin tradición, sin el cuidado de algo bello que transmitir a las generaciones futuras.

Por eso tal vez habría que precisar que la crisis actual, más que afectar al «matrimonio» en general, concierne sobre todo a una versión particular del mismo: la propia de la concepción individualista de la vida. Es, en otras palabras, la crisis del matrimonio burgués, entendido como un acto meramente privado, egoísta, cerrado sobre sí mismo, sin ningún vínculo con su dimensión público-social, sin un horizonte de valores marcado por la responsabilidad y la entrega de sí:

«Si la concepción individualista de la familia es criticable, ello no se debe, evidentemente, a su carácter “moderno”, sino a su dimensión utilitarista y privatista, que no logra captar, más allá de los intereses de los cónyuges, considerados de forma atomizada, un bien más rico y significativo, como es el de la comunidad familiar considerada en sí misma […]. No es casual que, precisamente cuando se reduce a mero centro de tutela de intereses, la familia pierda su centro de gravedad. Lo pierde en nuestra época, en la que, como todos pueden ver, la familia nuclear está en grave crisis; así como, en definitiva, también lo había perdido en la época preburguesa»[31].

Es este modelo antropológico el que ha entrado en crisis: la concepción del ser humano como un individuo abstracto, sin raíces ni vínculos, que tiende a reducir el matrimonio a un mero contrato jurídico y económico, considerando, en consecuencia, que «casarse es fundamentalmente un asunto privado, individual, y no también una asunción de responsabilidad “pública”, una tarea, un compromiso fundamental en la continuidad de las generaciones, y al mismo tiempo una elección-compromiso de tipo religioso, espiritual, eclesial»[32]. Esta imagen puede confirmarse aún más si se observa a quienes suelen participar en el evento matrimonial, considerados en su mayoría como simples invitados ocasionales a una fiesta; raramente constituyen una comunidad de referencia que acompañe y sostenga a los esposos.

Observaciones igualmente preocupantes pueden derivarse de la otra versión degenerada del matrimonio burgués, igual y opuesta a la anterior, entendida como mero asunto económico, gestión de intereses y de poder. No se puede negar que en Italia, de manera particular, esta concepción del matrimonio ha transformado la familia en un clan, una «dinastía», un lugar de administración del patrimonio empresarial, en competencia con organizaciones políticas y sociales, favoreciendo la ilegalidad y el nepotismo: «Incluso más allá de los repetidos casos de “parentópolis” —en política, en las grandes empresas, en la universidad, etc.— informados por los periódicos, el cierre familiar es un fenómeno extendido también en la vida cotidiana de muchos católicos. Si el individualismo es el factor más radical de fragmentación social, también el familismo cerrado al exterior rompe la confianza y la solidaridad generalizadas»[33].

La necesidad de educadores creíbles

Lo que realmente está en juego, detrás de la crisis evidenciada por el matrimonio, es por tanto el proyecto de una civilización que quiera perdurar en el tiempo y que requiere un centro común compartido, capaz de ofrecer respuestas a la vida y a la muerte; en segundo lugar, necesita educadores que sepan transmitir ese proyecto con su propia vida. Considerando las cosas desde este punto de vista, se advierten de inmediato aquellas familias caracterizadas por la entrega de sí mismas, por la ternura y la comprensión, familias en las que se comunica la belleza de la vida como un punto de referencia seguro en las dificultades. ¿Por qué la psicología y la sociología de la familia y, más en general, el mundo de la información, parecen tan poco interesados en conocer los elementos que están en la base de los matrimonios que funcionan? Responder a esta pregunta significa ofrecer un mensaje concreto de esperanza a las generaciones futuras: «Son afortunados aquellos novios que han crecido en familias que les han permitido respirar directamente el amor entre los padres e interiorizar una reserva de humanidad. Ellos tenderán a reproducir, ya casados, un clima de coeducación con sus hijos, según un modelo circular de relaciones, en el que cada uno da y recibe, educa y es educado»[34].

Es un modelo en el que se ha vencido la soledad, una soledad tristemente en aumento en la crisis actual de pertenencia, confirmando la verdad de la observación de Tolstói: «Todas las familias felices se parecen entre sí; cada familia infeliz lo es a su manera»[35].

  1. Cf. D. Cooper, La morte della famiglia. Il nucleo familiare nella società capitalistica, Turín, Einaudi, 1972.

  2. Th. Mann, Lettera sul matrimonio, San Giuliano di Puglia (Fg), il Falco d’Oro, 2007, 15 s.

  3. Citado en A. L. Zanatta, Le nuove famiglie, Bolonia, il Mulino, 1997, 7.

  4. Cf. S. Vegetti Finzi, Il romanzo della famiglia. Passioni e ragioni del vivere insieme, Milán, Mondadori, 1992, VIII.

  5. Ibid., 9 y 13.

  6. H. U. von Balthasar, Solo l’amore è credibile, Roma, Borla, 1982, 67 s.

  7. Platón, El banquete, Roig de Lluis (tr), publicación independiente. Disponible en: https://es.wikisource.org/wiki/El_banquete_(Roig_de_Lluis_tr.). Cf. G. Reale, Eros dèmone mediatore. Il gioco delle maschere nel Simposio di Platone, Milán, Bompiani, 2005.

  8. S. Vegetti Finzi, Il romanzo della famiglia…, cit., 17 s.

  9. S. Freud, «Il motivo della scelta dei tre scrigni», en Id., Opere 1905-1921, Roma, Newton, 1992, 689 s.

  10. S. Vegetti Finzi, Il romanzo della famiglia…, cit., 16.

  11. S. Kierkegaard, Aut Aut, Milán, Mondadori, 1964, 183 s.

  12. S. Vegetti Finzi, Il romanzo della famiglia…, cit., 16 s.

  13. Cf. ibid., 7. Sobre la crisis de género, cf. S. Ciccone, Essere maschi. Tra potere e libertà, Turín, Rosenberg & Sellier, 2009. Acerca de la relación entre transformación social y matrimonio cf. E. Watters, Urban Tribes. La generazione che sta ripensando amicizia, famiglia e matrimonio, Milán, Mondadori, 2004.

  14. M. Caltabiano, «Quante sono e di che tipo le famiglie italiane. Un rilevamento demografico», en Credere Oggi 31 (2011) n. 181, 13.

  15. Cf. M. Venier, Generazione mille euro (2009).

  16. Cf. H. Bruch, La gabbia d’oro. L’enigma dell’anoressia mentale, Milán, Feltrinelli, 2003, 14.

  17. V. Filippi, «Dove va la famiglia italiana? Alla ricerca di un senso di marcia», en Aggiornamenti Sociali LIII (2003) n. 3, 197.

  18. «En 2008 el 11% de las familias era pobre, pero lo era el 16% de las familias con dos hijos y el 25% de las que tenían tres, contra solo el 10% de las que tenían uno» (M. Caltabiano, «Quante sono e di che tipo le famiglie italiane…», cit., 17). Cf. I consumi delle famiglie – Anno 2008, Roma, Istat, 2008.

  19. U. Galimberti, «L’educazione imperfetta», en la Repubblica 19 de abril de 2001, 1.

  20. V. Filippi, «Dove va la famiglia italiana?», cit., 191.

  21. A. Grün, Autostima e accettazione dell’ombra, Cinisello Balsamo (Mi), San Paolo, 1998, 16.

  22. L. Lombardi Vallauri, Corso di filosofia del diritto, Padua, Cedam, 1981, 363 s; cf. Servizi sociali: autonomie locali e volontariato. Un’ipotesi di lavoro, Turín, Fondazione Agnelli, 1978, 37. Sobre el vínculo entre integración social y estabilidad familiar cf. F. Cortez – R. de Cooman – J. Favez Boutonier, Enfant, famille et société urbaine: genèse et mécanisme de l’inadaptation, Bruxelles, Labor, 1963; J. Delais, Le dossier des enfants du divorce, París, Gallimard, 1967; P. Bertolini, «Comportamento deviante, disadattamento, delinquenza e criminalità minorile», en Questioni di Sociologia, vol. 2, Brescia, La Scuola, 1966, 615-55.

  23. G. Campanini, «Dall’amore all’istituzione. Il significato del matrimonio», en D. Bonifazi – G. Tortorella (eds), Matrimonio e famiglia: quale futuro? Aspetti antropologici, Milán, Massimo, 2001, 14. Cf. V. Soloviev, Il significato dell’amore e altri scritti, Milán, La Casa di Matriona, 1983, 102.

  24. Cf. M. Francesconi, «Divorzio e convivenza in Gran Bretagna. Quale futuro per la famiglia?», en Aggiornamenti Sociali LI (2000) n. 5, 417-430.

  25. A. L. Zanatta, Le nuove famiglie, cit., 39.

  26. M. Barbagli, Provando e riprovando. Matrimonio, famiglia e divorzio in Italia e in altri Paesi occidentali, Bolonia, il Mulino, 1990, 33.

  27. Cf. R. Merton, «La profezia che si autoadempie», en Id., Teoria e struttura sociale, vol. 2: Studi sulla struttura sociale e culturale, Bolonia, il Mulino, 2000.

  28. F. D’Agostino, La famiglia, un bene insostituibile, Siena, Cantagalli, 2008, 47; cursivas en el texto. El tema ha sido tratado varias veces en nuestra revista: cf. P. Ferrari da Passano, «La “famiglia di fatto”», en Civ. Catt. 1990 II 428-441; Id., «Qualche considerazione a margine del patto civile di solidarietà», ibid., 1999 I 263-269; «Una risposta illusoria alle famiglie in crisi», ibid., 2000 I 531-536.

  29. S. Vegetti Finzi, Il romanzo della famiglia…, cit., 22.

  30. F. D’Agostino, La famiglia, un bene insostituibile, cit., 29.

  31. Ibid., 19 e 27.

  32. I. De Sandre, «Generare famiglie», en Credere Oggi, cit., 27.

  33. Ibid., 30; cf. 27. Sobre la crisis de la concepción individualista-burguesa del matrimonio cf. J. Gaudemet, Il matrimonio in Occidente, Turín, Sei, 1989, 306-333, y en clave más propiamente psicológica, P. Gambini, Psicologia della famiglia. La prospettiva sistemico-relazionale, Milán, FrancoAngeli, 2007, 42 s.

  34. G. P. Di Nicola – A. Danese, Le ragioni del matrimonio. Aspetti di sociologia della famiglia, Cantalupa (To), Effatà, 2006, 159.

  35. L. Tolstoi, Anna Karenina, Florencia, Sansoni, 1961, 17.

Giovanni Cucci
Jesuita, se graduó en filosofía en la Universidad Católica de Milán. Tras estudiar Teología, se licenció en Psicología y se doctoró en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, materias que actualmente imparte en la misma Universidad. Es miembro del Colegio de Escritores de "La Civiltà Cattolica".

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