FILOSOFÍA Y ÉTICA

La teoría del tiempo y la actualidad de San Agustín

foto: iStock/liveslow

En 1905 Edmund Husserl, inaugurando un ciclo de lecciones «sobre la conciencia interna del tiempo», declaró que las reflexiones sobre el tiempo desarrolladas por san Agustín en el libro XI de las Confesiones todavía no habían sido superadas. Así como seguía intacta la validez de su afirmación relativa al intento de definir con precisión la naturaleza del tiempo: «Si nemo a me quaerat, scio, si quaerenti explicare velim, nescio»[1].

¿Sigue siendo válida la observación de Husserl después de muchas décadas, tras tantos avances de la ciencia, la revolución tecnológica, el surgimiento de la sensibilidad posmoderna, de la sociedad líquida, de la Red? ¿Se puede sostener que una cuestión tan crucial en la existencia del ser humano, que vive inmerso por completo en la dimensión temporal, siga anclada en las observaciones de un pensador, por excepcional que fuera, que vivió en el siglo IV d. C., en un contexto radicalmente distinto del actual? ¿Es posible, entonces, considerar que los progresos de la ciencia no han alterado en lo más mínimo la sustancia filosófica del discurso agustiniano?

Una respuesta afirmativa sería impactante y significaría un duro revés para quienes sostienen que las ciencias exactas han provocado una profunda revolución. Especialmente en una época en la que todo parece girar en torno a la cuestión del tiempo, aunque considerado siempre como algo brutalmente material, como una cosa que se puede usar, más o menos, a voluntad. ¡Cuántas veces, de hecho, se oyen frases como: «El tiempo pasa ya demasiado rápido»; «No tengo tiempo»; «El tiempo es dinero»; «Ganar o perder el tiempo», y muchas otras! Y, sobre todo, ocurre que se tiene la sensación de que la vida cotidiana está cada vez más rígidamente seccionada y marcada por el reloj, auténtico tirano de la sociedad industrializada moderna, en la que todos tienen prisa por ser cada vez más veloces, para aumentar las ganancias o tal vez para ampliar el tiempo de ocio, como si se debiera vivir eternamente.

Puesto que el tiempo, ahora más que nunca, aparece como algo precioso desde muchos puntos de vista, nos parece oportuno volver a interrogarnos sobre este quid misterioso sobre el cual el sujeto basa su propia existencia, la dinámica del cosmos y del ser.

Tal vez sería más cómodo eludir la cuestión y dirigir la mirada hacia otro lado. Porque asomarse al abismo de aquella eternidad intrínseca con una atenta consideración de la temporalidad puede hacer surgir en el sujeto un sentimiento de angustia. Un sentimiento de desasosiego ante la conciencia de la dimensión efímera de esa corporalidad tan celebrada en nuestros días. Es necesario, de hecho, reconocer con franqueza que indagar sobre la naturaleza del tiempo empuja al propio sujeto a enfrentarse también a la más crucial de las cuestiones ligadas a su existencia, terrenal y ultraterrena. Pero apartar un problema tan concretamente esencial del horizonte del pensamiento, por muy satisfactorio que pueda resultar en el momento, ciertamente no contribuye a aliviar la conciencia de quien prefiere superficialmente acogerse al carpe diem.

Nuestra convicción es que, desde un punto de vista filosófico y científico, lo formulado por san Agustín mantiene su validez, porque sus reflexiones pusieron de relieve ciertos elementos destinados a permanecer casi sumergidos, antes de resurgir dentro de la reflexión kantiana sobre la temporalidad, abriendo el camino a la posterior perspectiva científica.

El pensamiento de Kant sobre la temporalidad, en efecto, puede interpretarse como el desarrollo lógico consecuente de lo que había sostenido el propio Agustín, en confirmación de lo que observó Husserl, quien no por casualidad fue un atento explorador también de la filosofía kantiana. Si luego logramos demostrar que ni siquiera la teoría de la relatividad ha modificado en lo esencial la perspectiva kantiana, por una suerte de propiedad transitiva se podrá deducir que tampoco Einstein logró ir más allá de san Agustín.

Las «Confesiones», antes y después

Ya Aristóteles, al abordar en términos metafísicos la cuestión del tiempo, se interrogaba (en el libro IV de la Física) sobre su efectiva consistencia, preguntándose si algo tan escurridizo podía tener una «esencialidad» propia (del griego ousía, es decir, esencia)[2]. Como el sujeto desconoce la naturaleza del tiempo y sus componentes, el pasado, el futuro y el instante presente aparecen como elementos frágiles: carentes de materialidad y consistencia, porque sólo lo que permanece es «consistente». Así, el tiempo aparece como una suerte de evaporación o de disolución del ser: un no-ser, ya que el pasado ya no es, el futuro todavía no es, y el presente escapa a cualquier intento de clarificación teórica. Si se prefiere, el tiempo es, paradójicamente, una dis-solución del ser, un enredo, por tanto, de ser y no-ser, una disolución en cuyo interior ni siquiera es posible establecer con exactitud si existe un continuo.

Por eso, la definición de la naturaleza del tiempo tropieza con dificultades insuperables tanto lógicas (¿cómo pensarlo?) como ontológicas (¿qué es?). Y si la percepción del cambio está ligada al sujeto, también el tiempo debe estar anclado en la realidad subjetiva, es decir, en la conciencia del propio sujeto. Su misma cuantificación es un procedimiento convencional y subjetivo, así como subjetiva es su medición. Lo que parece más claramente definible es, en cambio, el vínculo entre el tiempo y el movimiento (el devenir). Pero si el devenir es subjetivo, ¿cómo puede el tiempo ser objetivo?

Lo que se le escapaba a Aristóteles era sobre todo la cuestión de la eternidad, mientras que le resultaban evidentes la naturaleza enigmática de la temporalidad y su conexión con el alma[3]. Este es el primer paso. Le corresponderá a san Agustín plantear la cuestión en términos nuevos y más complejos, poniendo en el centro algunas reflexiones problemáticas, como el origen del tiempo, su conexión con la creación, y la dimensión de lo «ultratemporal».

En las Confesiones, tras haber reiterado que nos hallamos ante un «intrincadísimo enigma»[4], complicado aún más por la apertura cristiana a la eternidad, Agustín sostiene que el tiempo debe situarse en la dimensión de la finitud. Lo cual significa que la pregunta sobre qué hacía Dios antes de crear el tiempo, o qué existe antes o después del tiempo, es completamente capciosa. No se puede, en efecto, retroceder infinitamente dentro de la temporalidad en busca del primer principio absoluto, por la simple razón de que el tiempo no es eterno: la eternidad pertenece exclusivamente a Dios. Esta es estabilidad perenne, mientras que el tiempo es «paso de muchas breves duraciones»[5]. En consecuencia, en toda la eternidad divina subsiste un eterno presente. El tiempo mundano, en cambio, se caracteriza por un continuo tránsito del pasado al futuro.

El eje de la argumentación de san Agustín consiste, pues, en la radical contraposición entre el tiempo creado por Dios y la existencia «supratemporal» del propio Dios[6]. La percepción y medición del tiempo realizada por el ser humano concierne única y exclusivamente a la dimensión temporal en la que él mismo está inmerso. Por medio de su alma —no mediante la sensibilidad corporal— el hombre rememora el pasado o imagina el futuro, realizando así las clásicas distinciones y mediciones. Esto significa que el tiempo mundano, que en su disolverse tiende a la no existencia, no es un objeto ni una cosa material, sino el resultado de una operación que se cumple enteramente en el espíritu humano.

Hasta aquí, se trata de conceptos bien conocidos por los estudiosos, aunque no tanto por quienes siguen proclamando la objetividad (material) del tiempo. Pero lo que aquí está en cuestión es otra cosa: es la naturaleza de un tiempo arraigado en la dimensión limitada del ser humano y, en cuanto tal, distinto de aquella infinitud temporal en la que se sitúa Dios.

La ciencia, por sus límites y su propia esencia, no puede sino considerar lo que se puede definir como «el tiempo del hombre» (o, si se prefiere, de la naturaleza tal como es percibida por el hombre). Por ello, en su investigación, el ilustrado Kant renunciará a explorar los abismos de la eternidad o a enfrentarse con la cuestión del origen del tiempo. Porque, a nuestro juicio, da por descontado que tales problemáticas pueden encontrar solución en la revelación de las Sagradas Escrituras, o en cualquier caso más allá de los límites de la experiencia. Más allá de tales límites se abre la inmensidad en la que la fe es soberana, más allá de la perspectiva puramente y limitadamente científica (y humana).

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La posición kantiana

Una breve pero densa sección de la Estética trascendental está dedicada a la cuestión de la naturaleza del tiempo[7]. Kant intenta definir la temporalidad según un enfoque estrictamente trascendental, anclado en su concepción metafísica general, según la cual los límites de la experiencia constituyen una barrera infranqueable que fija al sujeto cognoscente en el ámbito de la apariencia, el único que le es accesible.

El filósofo alemán es consciente de que debe confrontarse con una larga tradición filosófico-científica en proceso de evolución. Por ello, su argumentación avanza —no sin ciertas contradicciones— entre un movimiento negativo, de disolución de lo propuesto por sus predecesores objetivistas, y uno positivo, en el intento de proponer una visión alternativa de la temporalidad.

Kant repasa, aunque de manera muy sintética, la teoría sustancialista, que se remonta a Newton y a Clarke, la cartesiana y la leibniziana. En efecto, la solución que propone es alternativa. Pero su reflexión contiene referencias puntuales (la mayoría implícitas) a lo que otros han dicho y escrito (Aristóteles, Agustín, Newton), está abierta al diálogo, pero también segura en sus conclusiones. De hecho, Kant afirma con claridad el papel especial del tiempo (Zeit) desde el punto de vista metafísico, anclándolo, como san Agustín, al sujeto.

El tiempo se define como la «forma a priori» tanto del «sentido externo» del sujeto, que ordena la percepción de los eventos, como del «sentido interno», ya que los objetos, una vez percibidos, son ordenados por el entendimiento en una sucesión entre ellos. El tiempo, dotado de una indudable realidad empírica —es—, no es sin embargo real en sentido absoluto (ab-solutum, es decir, desligado del sujeto)[8]. Al estar caracterizado por los tres modos de la permanencia, la sucesión y la simultaneidad[9], entra en juego cuando el sujeto pensante atribuye estas cualidades (subjetivas) a la realidad que percibe. Por tanto, se puede decir que el tiempo es el verdadero cemento que el ser humano utiliza para sostener todas las componentes de su pensamiento y de su relación con el mundo. Distinta es la cuestión de la relación con lo que está más allá del mundo y del pensamiento.

Luego, una vez establecido que las intuiciones sensibles son recogidas según una sucesión temporal en el interior del sujeto, Kant señala que en cada una de las categorías mentales (cantidad, cualidad, etc.) y de los principios está implícita la idea de sucesión, la cual se funda precisamente en el tiempo. Este podría definirse, entonces, como su verdadero «anillo de conjunción».

Kant y las cuentas con la relatividad

El escenario cambia si se pasa de la mecánica newtoniana a la relatividad general. En esta última, el espacio y el tiempo forman una unidad orgánica y física que interactúa con la materia-energía[10]. En la cosmología relativista moderna —la del modelo cosmológico estándar, homogéneo e isótropo[11]—, que deriva precisamente de la relatividad general, se considera que el espacio-tiempo tiene un inicio preciso (el Big Bang). No obstante, el cosmos puede ser concebido matemáticamente como inmerso en un espacio (en sentido matemático) más amplio, que no posee ninguna realidad física.

La división del espacio-tiempo en dos componentes distintas solo puede realizarse en un segundo momento. Sin embargo, esta división depende del sistema de referencia elegido. Un observador (un sujeto) debe necesariamente seleccionar un sistema de referencia particular para llevar a cabo sus mediciones. De forma automática, realiza esta elección (gauge fixing) y separa el espacio y el tiempo en función del sistema de referencia adoptado. En este sistema recoge los datos sensibles (intuición sensible), utilizando las dos formas a priori de espacio y tiempo (tal como lo afirma Kant).

Partiendo del supuesto aristotélico de que existe una relación recíproca entre la metafísica y las teorías físicas, se deduce que la formulación de cualquier teoría metafísica debe tener en cuenta que no se puede prescindir de las preguntas que la metafísica plantea naturalmente a la física, ni se pueden ignorar los contenidos ontológicos propios de la física. El caso de Kant es, desde este punto de vista, emblemático: una teoría física (la mecánica de Newton) determinó en su pensamiento el desarrollo de una teoría metafísica (sobre la búsqueda de las condiciones de posibilidad del conocimiento humano).

El sueño nostálgico de poder construir una metafísica y una ciencia absolutas, es decir, desvinculadas de toda influencia externa a sus respectivos ámbitos de competencia, es por tanto una quimera. Basta decir que la relatividad general no implica en absoluto la superación de la intuición (metafísica) según la cual el espacio y el tiempo dependen del sujeto y pueden considerarse formas a priori de la sensibilidad. No es casualidad que Cassirer[12] y Gödel[13] vieran precisamente en la relatividad especial una confirmación de la teoría kantiana.

El presente y la ciencia

Así volvemos al punto de partida, porque ni siquiera la ciencia contemporánea, con sus oscilaciones, ha resuelto el enigma: ¿la naturaleza del tiempo es puramente ideal y subjetiva, o es objetiva?

Otra cuestión que permanece abierta está relacionada con la función de la temporalidad respecto a los objetos situados en el espacio: el tiempo, en efecto, permite al sujeto distinguir eventos o estados pertenecientes a una misma sustancia, que se encuentran en el mismo lugar o que se desplazan en el espacio[14]. Recurriendo al tiempo el sujeto observador establece si un ente cambia o se mueve según el «antes y después». En este sentido, el tiempo puede considerarse también una especie de factor «divisor»[15].

En este punto reaparece, bajo una forma distinta, la misma cuestión: ¿cómo es posible que el espacio y el tiempo proporcionen un criterio sólido de realidad para entes y eventos, sin que ellos mismos sean físicamente reales, y por tanto no subjetivos? La respuesta más plausible a esta pregunta sigue siendo la formulada por Agustín, perfeccionada por Kant y finalmente confirmada por una reflexión sobre la relatividad especial: el tiempo es una facultad del sujeto, una propiedad mental suya, empleada para organizar la visión de la realidad en su apariencia fenoménica[16].

Sin embargo, Kurt Gödel sostenía que las contribuciones de Einstein demostraban que el sujeto pensante es capaz de investigar también el mundo noúmenico, situado más allá de la mera apariencia[17]. En ese caso se produciría una fisura teórica muy grave y, en lo que respecta al tiempo, habría que preguntarse si es posible que este se utilice también más allá del ámbito mismo de la apariencia. Lo cual, francamente, nos parece una empresa demasiado ardua, pues presupone una capacidad de traspasar los límites que el entendimiento no posee. Tampoco nos resulta convincente la hipótesis relacionalista, según la cual el tiempo sería en realidad el producto final de una interacción entre los eventos, independientemente del sujeto.

Dentro de la problemática del tiempo, puede reservarse finalmente un lugar especial a la consideración del origen del concepto de «presente». El científico sugiere realizar el siguiente experimento: se fija en el espacio un sistema de referencia cartesiano tridimensional y un observador asociado a él, provisto de un reloj. Supongamos que en todo el espacio tridimensional hay situados otros observadores, cada uno también con su propio reloj. Podemos, de acuerdo con la relatividad especial, sincronizar todos los relojes entre sí enviando, desde el observador vinculado al sistema de referencia elegido, señales luminosas a los demás observadores. Estos, conociendo la distancia que los separa del observador emisor, calculan el retardo de la señal. Con este procedimiento se construye, dentro del espacio-tiempo cuatridimensional —tres dimensiones espaciales más una temporal—, una superficie tridimensional de puntos contemporáneos respecto de un observador dado. Esta se llama «superficie tridimensional de tipo espacial» (three-dimensional space-like surface). En este punto se podría identificar el presente con dicha superficie de tipo espacial, en la que todos sus puntos tienen relojes sincronizados entre sí que marcan un mismo tiempo T.

Pero aquí surge el problema. Para que dos observadores (A y B) puedan considerarse contemporáneos, deben mirarse mutuamente. Sin embargo, si los ojos de A reciben la luz proveniente de B en un momento desfasado respecto al tiempo actual marcado por A, y revelan una cantidad equivalente al tiempo que tarda la luz en recorrer la distancia que separa a B de A, eso significa que A no ve a B como es ahora, sino como era un instante antes. Lo cual demuestra que cada punto no puede ser contemporáneo sino consigo mismo. Por lo tanto, el concepto de presente es incompatible con la teoría de la relatividad especial.

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También es importante preguntarse cómo y por qué se forma en la experiencia cotidiana del sujeto el concepto de presente[18]. La retina tiene un poder de resolución de 15 milisegundos. Esto significa que, si dos eventos están separados por menos de 15 milisegundos, la retina los percibe como contemporáneos. En 15 milisegundos un rayo de luz recorre aproximadamente 4.500 kilómetros[19]. Por lo tanto, se consideran contemporáneos todos los puntos que se encuentran dentro de una esfera con un radio igual a 4.500 km. Se deduce así que la contraparte física de un conjunto de eventos subjetivamente simultáneos está constituida objetivamente, según la teoría de la relatividad especial, por eventos que en realidad no lo son en absoluto, aunque en la experiencia cotidiana así lo parezcan. La teoría de la relatividad especial confirma una vez más plenamente la concepción subjetiva del tiempo.

El tiempo, el cosmos, la historia del universo

Actualmente, la mejor teoría descriptiva del universo a gran escala es la relatividad general de Einstein. Él formuló las ecuaciones para describir el campo gravitacional. Una solución de dichas ecuaciones es el llamado «modelo estándar de la cosmología», que recibe su nombre de Friedmann, Lemaître, Robertson y Walker (FLRW). Una de las características fundamentales de este modelo es que admite una función global del tiempo, que abarca la historia del universo desde el Big Bang en adelante.

Es posible describir matemáticamente esta función global. Imaginemos un reloj (por ejemplo, una partícula que oscila), presente en el universo desde sus primeros instantes de existencia, que traza una curva en el espacio-tiempo. El tiempo se mide contando el número de oscilaciones periódicas de la partícula[20]. Este puede representarse como una función monótonamente creciente sobre la curva espacio-temporal que describe el movimiento del reloj, el cual se desplaza a una velocidad inferior a la de la luz (el reloj tiene masa). Tal es la llamada «función-tiempo» para el reloj. Luego, si se considera un cierto número de relojes que llenan todo el espacio-tiempo y se supone que existe una sola función-tiempo para todos ellos, se obtiene así la «función global del tiempo»[21].

La perspectiva fenomenológica de Merleau-Ponty

En su intento de realizar un análisis fenomenológico del tiempo, Husserl puso de manifiesto que «mediante el análisis fenomenológico no se puede encontrar ni una pizca de tiempo objetivo»[22]. Rechazada, por tanto, de forma decidida toda tentación sustancialista, y distinguido el tiempo de la ciencia del tiempo de la conciencia, el fundador de la fenomenología parece moverse en la estela de Kant. Pero no es exactamente así[23]. Lo confirman los propios desarrollos de la reflexión fenomenológica sobre la temporalidad, en particular en la obra de Maurice Merleau-Ponty[24]. Este sostiene que Kant habría confundido indebidamente las percepciones del espacio con las del tiempo. Según el filósofo francés, en efecto, el sujeto tiene la percepción de un presente, de un pasado y de un futuro, y separadamente, de un aquí y un allá.

En el caso de la percepción de la profundidad, además, Merleau-Ponty afirma que en la experiencia común esta se percibe al mismo tiempo: todos los objetos existentes en el «campo experiencial» son percibidos simultáneamente, es decir, todos los objetos espaciales son experimentados dentro de la misma «onda temporal».

Sin embargo, el tiempo no se reduce a una sucesión de instantes ni a un modo específico de ordenar los eventos uno tras otro. Basta pensar en la percepción distinta y nítida de la simultaneidad, que se utiliza para disponer los objetos según la dimensión de la profundidad[25]. Es, en cambio, la memoria —que no tiene nada que ver con la percepción espacial inmediata— la que dispone los acontecimientos en secuencia temporal[26]. Lo cual significa que el papel de la conciencia del sujeto sigue siendo esencial.

El método empleado por Merleau-Ponty replica de hecho el de Gadamer —el círculo hermenéutico—, partiendo de lo que se sabe sobre el tiempo para luego avanzar en el intento de adquirir comprensiones cada vez más profundas del mismo.

También para el pensador francés, sin embargo, la temporalidad misma es ciertamente una dimensión propia de la subjetividad, y comprender la naturaleza del tiempo equivale a captar la estructura profunda del sujeto pensante. Por eso, para definir el tiempo, él sugiere recurrir a la imagen heraclítea del río que fluye.

Dentro de esta similitud, se debe subrayar el papel esencial del sujeto. Para que la observación resulte completa y fiable, es necesaria la presencia de un observador en las fuentes, otro río abajo, además del primero que ve el curso del agua en su parte central. Quien atraviese el río en una barca percibirá las tres dimensiones del tiempo según los tipos de paisaje que observe a lo largo del cauce. La temporalidad asume así una connotación dinámica y estrechamente ligada al punto de vista del observador. Este es propiamente el tiempo del sujeto.

Junto a él, se encuentra el llamado tiempo «objetivo», conceptualmente estático y pobre, formado por un bruto cúmulo de «ahoras» y «momentos», caracterizado por una plenitud del ser que ocupa por completo el «todo ahora». Se trata del tiempo objetivo de la ciencia, que por ello no tiene ni futuro ni pasado, ya que, por ejemplo, el pasado necesita de una memoria (subjetiva) que relacione los acontecimientos ocurridos que ya no están.

Esta reflexión sobre el concepto de pasado tiene una gran importancia teórica. Para comprender de qué se trata, considérese el siguiente ejemplo: supongamos que percibimos un evento presente (A), al que le sigue otro evento, es decir, el presente actual (el nuevo A), mientras que el primero (A) se convierte en pasado. El sujeto recuerda el presente, considerándolo como un pasado (A’). Si se tiene en cuenta un nuevo presente, habrá dos pasados: A’ se convertirá en A’’, y lo que antes era A pasará a ser A’. Este proceso puede continuar indefinidamente. La conclusión, desde la perspectiva de Husserl, es que el tiempo del mundo es un presente que «se desborda en el pasado». Así, al menos, es como lo percibe el sujeto.

Siguiendo la estela de Heidegger, Merleau-Ponty llega a la conclusión de que el tiempo es una continua salida de uno mismo (éxtasis) para confrontarse con el otro y con el mundo, marcado por un pasado, un presente y un futuro que, en realidad, están interconectados y contribuyen a construir un único campo de presencia (simbolizado por el curso completo del río del que se hablaba). Escribe el filósofo francés: «El pasado no es, por tanto, pasado, ni el futuro es futuro. Sólo existen cuando una subjetividad viene a romper la plenitud del ser en sí, a delinear en él una perspectiva, a introducir en él el no-ser. Un pasado y un porvenir surgen cuando yo me tiendo hacia ellos»[27].

Aquí reaparece la ineludible centralidad del papel kantiano y, de manera indirecta, del de san Agustín, en esta vigorosa reafirmación de la coincidencia entre subjetividad y temporalidad. Distinto es, en cambio, el gris tiempo objetivo del reloj y de la ciencia[28], el de los fenómenos naturales, caracterizado por una sucesión de instantes todos iguales, repetición de una regularidad amorfa e incolora.

El sentido común comprende que la verdadera naturaleza del tiempo no es una categoría universal y válida para todos: existe mi tiempo, tu tiempo… Existe también un sentido del tiempo propio de la vida. En él, los acontecimientos adquieren significado en relación con la existencia individual. Podría decirse que nace con el ser humano, en su alma. Entonces cabe preguntarse si es posible hablar de temporalidad en ausencia de la especie humana. La respuesta de Merleau-Ponty es que, si no existe una subjetividad, tampoco tiene sentido hablar de temporalidad.

Pero si el tiempo debe considerarse la dimensión más íntima de la conciencia de cada individuo, entonces el pensamiento de san Agustín vuelve con fuerza al primer plano. En efecto, ningún intento —desde una perspectiva científica, empírica o racional— de resolver de forma definitiva la cuestión del tiempo ha tenido éxito. No ha sido posible llegar a una respuesta definitiva, por la simple razón de que el tiempo no es un objeto del que se pueda hacer experiencia directa. En suma, lo que puede hacerse con cualquier fenómeno natural del mundo físico no puede hacerse con ese «enigma intrincadísimo» que es la conciencia del sujeto.

Por ello, siguiendo la estela de Agustín y de Kant, y a la luz de las persistentes incertidumbres de la ciencia, creemos que el tiempo tiene una naturaleza subjetiva, y que este auténtico esquema mental ha sido influido —en cuanto a su modo de ser percibido o medido, aunque no en su esencia— por la evolución biológica y sociocultural del ser humano. Tal vez la ciencia pueda aclarar algún día cómo es el tiempo, pero no ciertamente por qué es. En su causalidad ontológica permanece, pues, arraigada esa raíz profunda que el pensamiento racional ha buscado siempre, en vano.

  1. «Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé». Cf. Agustín, s., Confesiones, l. XI, 14. La celebre expresión de Agustín es mencionada en E. Husserl, Per la fenomenologia della coscienza interna del tempo, Milán, FrancoAngeli, 1981, 42.

  2. Cf. Aristóteles, Física, en Id., Opere, vol. 1, Milán, Mondadori, 2008, 59-296. Un análisis de las teorías del tiempo puede leerse en P. Ricœur, Tiempo y narración, Siglo XXI, 1995.

  3. Téngase en cuenta que, para Aristóteles, la reflexión sobre la temporalidad está vinculada con la del movimiento.

  4. Agustín, s., Confesiones, XI, 22.

  5. Ibid.

  6. «Ni tú precedes temporalmente a los tiempos: de otro modo no precederías a todos dos tiempos. Pero precedes a todos los pretéritos por la celsitud de tu eternidad, siempre presente; y superas todos los futuros, porque son futuros, y cuando vengan serán pretéritos». Ibid., XI, 13.

  7. Cf. I. Kant, Critica della ragion pura, Bari, Laterza, 1985, 74 s. La naturaleza subjetiva del tiempo es confirmada por el hecho de que este «no es un concepto empírico extraído de una experiencia» (p. 75). Por tanto, su función es inherente a la interioridad del sujeto, según la notación agustina.

  8. Ibid., 79.

  9. Ibid., 192.

  10. El espacio-tiempo refiere la estructura global del cosmos; entonces, como notaba Heidegger en Ser y tiempo, tiene cierto valor de «cosa en sí». Cf. M. Heidegger, Essere e tempo, Milán, Mondadori, 2008.

  11. Cf. S. Weinberg, Gravitation and Cosmology: Principles and Applications of the General Theory of Relativity, New York, Wiley, 1972.

  12. Cf. E. Cassirer, Zur Einstein’schen Relativitätstheorie, Berlín, Bruno Cassirer Verlag, 1921.

  13. Cf. K. Gödel, «A Remark about the Relationship between Relativity Theory and Idealistic Philosophy», en Id., Collected Works, al cuidado de S. Feferman et Al., vol. 2, Oxford, Oxford University Press, 2001, 202-207.

  14. Cf. D. Howard, «A Peek behind the Veil of Maya. Einstein, Schopenhauer and the Historical Background of the Conception of Space as a Ground for the Individuation of Physical Systems», en J. Earmann – J. Norton (eds), The Cosmos of Science, Pittsburg, University of Pittsburg Press, 1997, 87-150.

  15. Cf. A. Sunny, How is Quantum Field Theory Possible?, Oxford, Oxford University Press, 1995, 129.

  16. Cf. M. Dorato, «Kant, Gödel and Relativity», en P. Gardenfors – K. Kijania-Placek – J. Wolenski (eds), Proceedings of invited papers of the 11th International Congress of the Logic Methodology and Philosophy of Science, Dordrecht, Kluwer, 2002, 329-346; Bas van Fraassen, The Scientific Image, Oxford, Oxford University Press, 1980.

  17. Cf. H. Wang, Time in Philosophy and in Physics: From Kant and Einstein to Gödel, New York (NY), Springer, 1995, 222.

  18. Cf. L. Giulio, «La Microstruttura del Presente», en E. Agazzi (ed.), Il tempo nella scienza e nella filosofia, Nápoles, Guida, 1995, 151.

  19. Cf. M. Dorato, «Kant, Gödel and Relativity», cit., 10.

  20. Cf. M. Heller, «Time of Universe», en G. F. R. Ellis (ed.), The Far-Future Universe: Eschatology from Cosmic Perspective, Philadelphia – Londres, Templeton Foundation Press, 2002, 56.

  21. El espacio-tiempo admite una función global del tiempo si y solo si tiene una causalidad estable. Cf. S. Hawking, The Existence of Cosmic Time Functions, Londres, Royal Society, 1968, 433-436.

  22. Cf. E. Husserl, Per la fenomenologia della coscienza interna del tempo, Milán, FrancoAngeli, 1985, 45.

  23. Así lo confirman, por ejemplo, las anotaciones sobre el dinamismo constitutivo del tiempo, que llevan al filósofo a considerar también el presente como un acto caracterizado por el cambio y calificado de «presencia viva» (lebendige Gegenwart).

  24. Cf. M. Merleau-Ponty, Fenomenologia della percezione, Milán, Bompiani, 2003, 351 s.

  25. Cf. ibid.

  26. Cf. ibid., 352 s.

  27. Ibid., 538 s.

  28. Según la célebre distinción propuesta en H. Bergson, Saggio sui dati immediati della coscienza, Milán, Raffaello Cortina, 2002.

Gabriele Gionti S.I. – Alfredo Sgroi
Gabriele Gionti estudió un máster en Física Teórica Gravitacional en Nápoles y un doctorado en la SISSA de Trieste en gravedad cuántica. Su investigación busca conjugar la mecánica cuántica con la relatividad general de Einstein (gravedad cuántica). Es cosmólogo teórico de la Specola Vaticana. Alfredo Sgroi es profesor de Historia y Filosofía en la cátedra de Literatura Teatral Italiana de la Universidad de Letras y Filosofía de Catania.

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