En el libro décimo de las Confesiones —una de las cumbres de su pensamiento— san Agustín emprende una búsqueda ascendente de Dios, interrogando a todos los seres del universo. Interroga primero a los del mundo sensible (el mar, la tierra, los astros, los animales y las plantas); pero todos, mostrando su composición material y su mutabilidad, responden al unísono: «No somos nosotros tu Dios». Entonces se dirige a aquel que interroga y juzga: su espíritu. Con gran asombro —y casi con temor— descubre que se desconoce a sí mismo y que no logra penetrar en las profundidades de su propio espíritu. Su atención se detiene entonces en la memoria, donde se guardan los tesoros de lo que ha aprendido. Innumerables conocimientos se conservan allí, pero uno resplandece sobre todos: es el recuerdo de Dios. «Allí donde hallé la verdad, allí encontré a mi Dios, la misma verdad, la cual no he olvidado desde que la conocí. Así, pues, desde que te conocí, permaneces en mi memoria y aquí te hallo cuando me acuerdo de ti y me deleito en ti»[1].
Y más adelante, precisando las etapas de su búsqueda, añade: «Cuando te recordaba, por no hallarte entre las imágenes de las cosas corpóreas, traspasé aquellas sus partes que tienen también las bestias, y llegué a aquellas otras partes suyas en donde tengo depositadas las afecciones del alma, y ni aun allí te encontré. Y penetré en la misma sede que mi propia alma tiene en mi memoria —porque también el alma se acuerda de sí misma—, y ni aun aquí estabas tú; porque así como no eres imagen corporal ni sentimiento vital, como es el que se siente cuando nos alegramos, entristecemos, deseamos, tememos, recordamos, olvidamos y demás cosas por el estilo, así tampoco tú eres alma, porque eres el Señor Dios del alma, y todas estas cosas se mudan, mientras que tú permaneces inconmutable sobre todas las cosas»[2].
Tenemos aquí la «confesión» del itinerario que Agustín ha recorrido personalmente para llegar a Dios: un itinerario que es suyo y, al mismo tiempo, de todo ser humano; pero que hoy responde a exigencias particulares de la cultura moderna. Basta pensar, como un ejemplo paradigmático, el siguiente texto de Hegel: «Solo la naturaleza espiritual es el punto de partida más digno y más verdadero para el pensamiento del Absoluto, en cuanto el pensamiento toma un punto de partida y quiere tomar el más próximo»[3]. Al margen del indebido exclusivismo y del equívoco dialéctico que en ello está implícito, se expresa aquí una profunda necesidad de conocer a Dios a partir de lo que hay de más elevado en nosotros; necesidad a la cual ya habían respondido de forma exhaustiva los dos máximos maestros del pensamiento cristiano: Agustín y Tomás de Aquino. De sus concepciones complementarias queremos ocuparnos ahora.
El camino agustiniano hacia la verdad
El camino agustiniano hacia la verdad se encuentra ya prefigurado, en su estructura esencial, en un texto anterior a su consagración episcopal: «la mente humana, que juzga de las cosas visibles, puede comprender que ella misma es mejor que todas las cosas visibles. Y ella misma, que reconoce que es mudable por su retroceso en la sabiduría, descubre que por encima de ella está la verdad inmutable. Y así, uniéndose a ella, como está escrito: Mi alma está unida a Ti, llega a ser feliz, descubriendo interiormente también al Creador y Señor de todas las cosas visibles sin buscar exteriormente las cosas visibles, aunque sean celestes; las cuales o no se conocen o se conocen inútilmente con gran esfuerzo, a no ser que por la belleza de las cosas que están fuera sea conocido el artífice interior, que realiza primero en el alma las bellezas superiores, y después las inferiores del cuerpo»[4].
Leído en profundidad, el texto revela todo lo esencial del camino seguido por Agustín. En él se transparenta el impulso íntimo de la búsqueda personal y esa doble metodología —al mismo tiempo concreta y especulativa, hecha de experiencia vivida y rigor racional— que Blondel ha reconocido con razón como propia del proceder agustiniano[5]. Se manifiesta también, expresada con claridad, su típica espiral convergente y ascendente, por la cual se eleva desde el mundo sensible al del espíritu, y de este a Dios: «ab exterioribus ad interiora, ab inferioribus ad superiora»[6].
En el centro está la experiencia más profunda de su vida: el descubrimiento de que la verdad nos es superior, que nos domina y que no podemos ni manipularla ni suprimirla. «No podrás negar – escribe – que existe la verdad inconmovible, que contiene en sí todas las cosas que son inconmutablemente verdaderas, y de ella no podrás decir que es propia y exclusivamente tuya, o mía, o de cualquier otro hombre, sino que por modos maravillosos, a manera de luz secretísima y pública a la vez, se halla pronta y se ofrece en común a todos los que son capaces de ver las verdades inconmutables»[7]. Al acercarnos a ella, somos iluminados; al alejarnos, permanecemos en las tinieblas; pero ella permanece siempre idéntica. «Nuestros entendimientos a veces la ven más, a veces menos, y en eso dan a entender que son mudables; pero ella, permaneciendo siempre la misma en sí, ni aumenta cuando es mejor vista por nosotros ni disminuye cuando lo es menos, sino que, siendo íntegra e inalterable, alegra con su luz a los que se vuelven hacia ella y castiga con la ceguera a los que de ella se apartan»[8]. La verdad, por tanto, nos es superior; y el signo de su supremacía radica en el hecho de que ella nos juzga. «No hay duda —escribe Agustín— de que quien juzga es superior a aquello que juzga»[9]. Así como el sentido interno es superior a los sentidos externos, y nuestra mente a los seres sensibles, porque los juzgan, así la verdad nos es superior, porque nos juzga. Pero, ¿de qué clase de superioridad se trata?
El paso decisivo se cumple mediante la dialéctica de la participación, a la cual Agustín accede a través de la dialéctica de lo mutable y lo inmutable. Aquí está el núcleo metafísico del procedimiento agustiniano, y el padre A. Trapé lo ha señalado profundamente cuando escribió que la síntesis agustiniana es una filosofía de la participación por el principio que la anima, y una filosofía de lo inmutable por el principio que la fundamenta[10].
La mutabilidad, que caracteriza nuestro conocimiento imperfecto y limitado de la verdad, muestra con evidencia que no somos nosotros la fuente primera e infinita de la verdad. Quien posee la verdad por sí mismo y en virtud de su naturaleza, no puede poseerla sino en grado sumo e inmutable. Quien, en cambio, la conoce por fragmentos e imperfectamente, muestra que no la posee por sí mismo, sino que la ha recibido de otro; y, en última instancia, de quien es la misma Verdad. Los pocos rayos de luz que percibimos no son más que una luz participada de un sol infinito, que está oculto a los ojos de nuestra mente, pero cuya presencia percibimos.
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Aquí concluye el largo itinerario de Agustín y se abre un nuevo centro de perspectiva, desde donde el gran Doctor contemplará todos los problemas. La iluminación, el Maestro interior, el ejemplarismo divino y la felicidad como «gozo de la verdad» tienen aquí su punto de convergencia y su centro de irradiación. Todas sus obras no serán sino un vasto comentario de estas intuiciones, referidas a la participación en la verdad.
La vía tomista de la verdad
En el prólogo a su inspirado comentario al Evangelio de san Juan, Tomás de Aquino resume una vez más las vías hacia la existencia de Dios, pero con una claridad nueva, con libertad de movimiento y con un orden distinto. Aquí habla de caminos ya experimentados, de itinerarios ya recorridos por pensadores que realmente han llegado a Dios; no de pruebas abstractas elaboradas a la luz de una lámpara. Algunos —dice el gran Doctor— han llegado a Dios considerando la sabiduría que se manifiesta en la naturaleza irracional; y esta —añade— es una «vía sumamente eficaz». Otros han llegado a descubrir la eternidad inmutable de Dios a partir de la mutabilidad de los seres contingentes. Otros aún —y aquí se nombra expresamente a los neoplatónicos—, a partir del ser participado han llegado al Ser no participado y subsistente. Finalmente, otros —y aquí se menciona a Agustín—, desde la finitud de la verdad presente en nuestras mentes, han llegado a descubrir la Verdad incomprensible e infinita, que es Dios.
Aunque muchos intérpretes aún no lo han puesto suficientemente de relieve, Santo Tomás de Aquino no ignora los caminos del espíritu para llegar a Dios. En efecto, ¿cómo habría podido ignorarlos él, que había afirmado que «cuanto más perfecto es un efecto, tanto mejor atestigua la existencia de la causa»[11], y además que por la vida del espíritu se puede ver a Dios «más de cerca»[12]? Su horizonte especulativo no es en absoluto naturalista, y mucho menos cosmológico; sino metafísico. Su espíritu universal acoge todo rayo de luz, provenga de la naturaleza o del espíritu. No podía, por tanto, ignorar la vía agustiniana de la verdad, él que, por lo demás, había afirmado con tanta insistencia la primacía de la verdad sobre todas las cosas[13]. Y de hecho, habla de ella expresamente como de un camino autónomo en el texto citado del Prólogo, que lleva en grandes letras el sello de Agustín, demostrando una vez más la continuidad de los problemas y la sustancial convergencia de los dos grandes maestros del pensamiento cristiano[14].
El punto de partida está dado por la finitud de nuestro conocimiento de la verdad: un hecho que ninguna dialéctica podrá jamás eliminar. En todo nuestro conocimiento nos encontramos con un límite: nunca logramos captar la totalidad de la verdad en su plenitud. Lo que vemos es un rayo, un destello, un reflejo; pero ¿dónde está la fuente luminosa? ¿dónde está el fundamento último? ¿dónde la plenitud total de la verdad?
El principio iluminador lo ofrece la doctrina de la participación, que se basa en la distinción radical entre lo que es por esencia y lo que es por participación; distinción que, con su terminología precisa, Tomás ya encontraba en Agustín[15], aunque posteriormente la redescubriera también en otros pensadores de la tradición platónica. Es por participación todo aquello que no se posee en su plenitud, sino de forma limitada. Es el mundo de lo finito, que nos rodea por todas partes. Todas las perfecciones que vemos a nuestro alrededor muestran un límite, una deficiencia. El ser se posee de manera incompleta, limitada y en grados diversos; y lo mismo ocurre con la verdad, la bondad y la belleza. Estas perfecciones trascendentales no constituyen la naturaleza de los seres que las poseen: los seres las tienen, pero no son esas perfecciones. Por el contrario, es por esencia aquel que es el ser, la verdad, la bondad y la belleza; y precisamente por eso no puede ser sino único e infinito. Aunque pueda haber muchas cosas bellas que participan de la belleza, la belleza subsistente no puede ser más que una sola, como dice Diotima en El Banquete de Platón. Lo mismo ocurre con las demás perfecciones trascendentales. La diferencia, por tanto, que media entre el ser por participación y el ser por esencia es la misma que existe entre tener y ser, entre lo finito y lo infinito.
Se ve así que la doctrina de la participación apunta principalmente a explicar la relación entre lo finito y lo infinito, problema central de toda gran metafísica. Es el mismo en torno al cual se ha debatido el pensamiento de Hegel en la época moderna. Como es sabido, él lo resolvió mediante los principios de su dialéctica, concluyendo que Dios no es verdaderamente Dios si no en el desplegarse de sus momentos finitos, o como él repetía a menudo: «Dios no es Dios sin el mundo»; y asimismo que lo finito no es tal en su realidad y verdad sino en cuanto es «superado» en lo infinito. Solución que, como todos pueden ver, terminaba por comprometer tanto la absoluta trascendencia de Dios como la consistencia y autonomía de lo finito.
A la dialéctica de Hegel se opone, en el pensamiento tomista, la doctrina de la participación, que no es otra cosa que un aspecto de la teoría de la causalidad eficiente. Entendida en sentido metafísico —y no simplemente físico—, la causalidad eficiente es una plenitud de ser y de perfección que se comunica al efecto, imprimiéndole una semejanza que es como el sello de su procedencia. Por tanto, la causa primera será la perfección misma, en grado sumo y absoluto; y mientras encontremos en una causa algo limitado e imperfecto, será señal de que aún no hemos llegado a la fuente primera de esa perfección. Que el hierro esté incandescente —dice Tomás de Aquino— no deriva de su naturaleza; por tanto, habrá que buscar su causa en algo exterior, en el mismo fuego. Así también, cuando vemos que un ser posee una perfección en grado limitado, comprendemos que no la posee en virtud de su naturaleza, porque entonces sería infinita. La poseerá, por tanto, por otro, que en última instancia no podrá ser sino el ser subsistente.
De ahí se sigue que, si en los seres finitos las perfecciones trascendentales (ser, verdad, bondad) se nos presentan en diversos grados, es señal de que nos estamos acercando a su fuente primera, en la cual se encuentran en grado sumo e infinito: así como, al ver objetos cada vez más iluminados, advertimos que nos estamos acercando a la fuente luminosa. De ahí se comprende con cuánta profundidad afirmaron Aristóteles y Santo Tomás que, en sentido absoluto, lo perfecto es anterior a lo imperfecto y el acto es anterior a la potencia.
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Entendida así, la participación elimina el extrinsecismo de las relaciones entre causa y efecto, y revela entre ambos un vínculo profundo, que no es de pura exterioridad, sino de comunicación: el efecto recibe, participa en algo de la plenitud de la causa. Y por eso, cuanto más profundo sea el influjo causal, tanto más el efecto se parecerá a la causa; como sucede precisamente con el espíritu humano respecto de Dios. Pero tratándose del donador supremo del ser, el vínculo se vuelve aún más íntimo y radical. Su presencia creadora se hace necesaria en cada instante, estableciendo un lazo viviente entre el espíritu humano y el Creador.
Y aquí es preciso tener presente lo que es universalmente reconocido como el descubrimiento más bello y profundo del Doctor Angélico: el acto de ser. Mientras que en la escolástica decadente y en el racionalismo moderno el ser es considerado como una simple resultante de la esencia, y por tanto como algo extrínseco, en cambio, en el pensamiento tomista se lo considera como el fundamento de la esencia y como la más alta de las perfecciones: como aquello que hay de más íntimo y profundo en la realidad. Por eso, el influjo de Dios, que se ejerce directamente sobre el ser, penetra en lo más profundo del espíritu y de las cosas.
Y aquí se enlaza directamente una última consideración: el acto o perfección es luz y principio de conocimiento. En efecto, no conocemos a partir de lo que es imperfecto y está en potencia, sino de lo que es perfecto y está en acto. Ahora bien, el ser es la más alta de las perfecciones: por tanto, es la luz más alta y el principio supremo del conocimiento. Tomás de Aquino expresó todo esto en un texto de fundamental importancia para mostrar que Dios es Verdad infinita y luz inaccesible:
«La luz, en las cosas sensibles, es principio de visión; por ello, todo aquello por lo que algo es conocido de algún modo, se llama luz. Ahora bien, todo se conoce mediante su forma y en cuanto está en acto; por tanto, cuanto más tiene de forma y de acto, tanto más tiene de luz. Las cosas que son acto, pero no acto puro, son luminosas, pero no son la luz. En cambio, la esencia divina, que es acto puro, es la misma luz»[16].
Son todos principios fundamentales, que aquí no podemos más que señalar, pero que la mirada del intelecto debe sostener firmemente para ver cómo Dios es la fuente primera de la verdad y del espíritu humano.
Los reflejos de la participación
Ninguna otra doctrina explica la naturaleza y la profundidad del espíritu humano mejor que la de la participación. A su luz, este aparece en su grandeza y en su belleza, como un reflejo del esplendor de Dios, por lo cual es imagen de Dios. «La razón natural del hombre no es otra cosa que el resplandor de la claridad divina en el alma: por esa claridad es imagen de Dios»[17]. Los dos temas de la participación y de la imagen de Dios en el hombre están íntimamente relacionados entre sí y se iluminan mutuamente. La participación muestra cómo el efecto lleva necesariamente en sí la semejanza de la causa; y cómo tal semejanza es tanto mayor cuanto más profundo es el influjo causal. Y es precisamente por eso que el espíritu humano se encuentra en un nivel muy superior a los demás vestigios de la creación y se sitúa en un plano de semejanza casi específica con Dios. En esto consiste la imagen de Dios en el hombre: en reflejar de un modo del todo particular los rayos de la divinidad.
De ello se derivan dos consecuencias de suma importancia. La primera es que conocemos «en la luz de Dios»; no en el sentido de una «visión de Dios», como quería Malebranche, cuya metafísica no marcaba suficientemente la distancia entre la criatura y el Creador; sino en el sentido de que nuestra mente es una «luz participada»[18] y se encuentra bajo el continuo influjo de su presencia creadora. Con esta luz participada, que es nuestra inteligencia, se nos da la autoconciencia, la capacidad de percibir el ser y los primeros principios, y además la facultad de poder leer lo inteligible en lo sensible y todo aquello que constituye la grandeza de nuestro intelecto.
La segunda consecuencia es que todo lo que conocemos es cognoscible en la medida en que lleva en sí un reflejo de aquella primera verdad, que es Dios mismo. «Así como nada es deseable —dice santo Tomás— si no en cuanto lleva en sí una semejanza del Sumo Bien, así nada es cognoscible si no en cuanto lleva en sí una semejanza con la Suma Verdad»[19]. Y en esto consiste la verdadera iluminación de la que hablaba Agustín: en ver en toda verdad un rayo de aquella primera Verdad, que es Dios.
Y todo esto implica —como también observaba el gran Doctor— una presencia especial de Dios en el alma que conoce la verdad. Cuando, en efecto, nuestra mente conoce la verdad, Dios no está presente en ella solo por esencia, como en todas las cosas que mantiene en el ser, ni tampoco solamente en el modo en que todas las criaturas reflejan su esencia; sino además de un modo completamente especial, en cuanto que la verdad misma que nosotros conocemos es un reflejo de la Verdad infinita, que es Dios. «[Dios] está, por tanto, de un modo especial en el alma en cuanto esta conoce la verdad»[20].
***
Cuánto inciden estos temas en la búsqueda del «fundamento absoluto», que desde Descartes en adelante atormenta al pensamiento moderno, es algo que salta a la vista. Con su finitud, mutabilidad y defectibilidad, nuestro espíritu demuestra no ser luz por sí mismo, sino recibirla de una fuente infinita, que es Dios. Por otra parte, la misma verdad finita que conocemos demuestra no ser la Verdad misma, que por su naturaleza es única, infinita e inmutable. Y es aquí donde debe buscarse la respuesta última al hegelianismo, cuya profunda aspiración consistía, en el fondo, en encontrar el fundamento absoluto del espíritu humano y de la verdad.
- Confes. 24, 35: «Ubi inveni veritatem, ibi inveni Deum meum ipsam veritatem, quam ex quo didici, non sum oblitus. Itaque ex quo didici te, manes in memoria mea, et illic te invenio, cum reminiscor tui et delector in te». ↑
- Ibid., 25, 36: «Transcendi enim partes eius, quas habent et bestiae, cum te recordarer; quia non ibi te inveniebam inter imagines rerum corporalium; et veni ad partes eius, ubi commendavi affectiones animi mei, nec illic inveni te. Et intravi ad ipsius animi mei sedem, quae illi est in memoria mea, quoniam sui quoque meminit animus, nec ibi tu eras: quia sicut non es imago corporalis, nec affectio viventis, qualis est cum laetamur, contristamur, cupimus, metuimus, meminimus, obliviscimur, et quidquid huiusmodi est; ita nec ipse animus est, quia Dominus Deus animi tu es, et commutantur haec omnia, tu autem incommutabilis manes super omnia, et dignatus es habitare in memoria mea ex quo te didici». ↑
- G.W.F. Hegel, Encyclopaedie der philosophischen Wissenschaften im Grundrisse § 50, ed. Lasson, Leipzig, 1923, p. 79: «Die geistige Natur ist allein der würdigste und wahrhafteste Ausgangspunkt für das Denken des Absoluten, insofern das Denken sich einen Ausgangspunkt nimmt und den nächsten nehmen will». ↑
- De diversis quaestionibus 83, q. 45, n. 1: «Mens enim humana de visibilibus iudicans, potest agnoscere omnibus visibilibus se esse meliorem. Quae tamen cum etiam se propter defectum profectumque in sapientia fatetur esse mutabilem, invenit supra se esse incommutabilem veritatem: atque ita adhaerens post ipsam, sicut dictum est, Adhaesit anima mea post te (Ps. LXII, 9); beata efficitur, intrinsecus inveniens etiam omnium visibilium Creatorem atque Dominum; non quaerens extrinsecus visibilia, quamvis caelestia: quae aut non inveniuntur, aut cum magno labore frustra inveniuntur, nisi ex eorum quae foris sunt pulchritudine, inveniatur artifex qui intus est, et prius in anima superiores, deinde in corpore inferiores pulchritudines operatur». ↑
- M. Blondel, Dialogues avec les philosophes, París 1966, pp. 198-200. ↑
- Enarr. in pss. 145, 5, 1887. ↑
- De libero arbitrio, II, 12, 33: «Quapropter nullo modo negaveris esse incommutabilem veritatem, haec omnia quae incommutabiliter vera sunt continentem; quam non possis dicere tuam vel meam, vel cuiusquam hominis, sed omnibus incommutabilia vera cernentibus, tamquam miris modis secretum et publicum lumen, praesto esse ac se praebere communiter». ↑
- Ibid.: «Mentes enim nostrae aliquando eam plus vident, aliquando minus, et ex hoc fatentur se esse mutabiles: cum illa in se manens nec proficiat cum plus a nobis videtur, nec deficiat cum minus, sed integra et incorrupta, et conversos laetificet lumine, et aversos puniat caecitate». ↑
- De libero arbitrio, II, 5, 12: «Nulli autem dubium est eum qui iudicat, eo de quo iudicat esse meliorem». ↑
- A. Trapé O.E.S.A., La nozione del mutabile e dell’immutabile secondo sant’Agostino, Tolentino s. a., p. 29. ↑
- Contra gentes, III, 49: «Nam quanto propinquior et expressior alicuius causae effectus cognoscitur, tanto evidentius apparet de causa eius quod sit». ↑
- Contra gentes, III, 47: «de propinquiori». Y más adelante: «altiori loco». ↑
- Contra gentes, I, 1. ↑
- S. Thomae Aquinatis, Super Evangelium S. Ioannis lectura, ed. Cai, Turín 1952, n. 6: «Quidam autem venerunt in cognitionem Dei ex incomprehensibilitate veritatis. Omnis enim veritas quam intellectus noster capere potest, finita est; quia secundum Augustinum, “omne quod scitur, scientis comprehensione finitur”, et si finitur, est determinatum et particularizatum; et ideo necesse est primam et summam veritatem, quae superat omnem intellectum, incomprehensibilem et infinitam esse: et hoc est Deus. Unde in Ps. VIII, 2 dicitur: Elevata est magnificentia tua super caelos, idest super omnem intellectum creatum, angelicum et humanum. Et hoc ideo, quia, ut dicit Apostolus, lucem habitat inaccessibilem, I TIM. ult. 16». ↑
- De moribus Manichaeorum, II, 4, 6; P.L. 32, 1347: «Quamobrem, cum vos expedire nequeatis, videte quam expedita sit sententia catholicae disciplinae, quae aliud dicit bonum quod summe ac per se bonum est, et non participatione alicuius boni, sed propria natura et essentia; aliud quod participando bonum et habendo; habet autem de illo summo bono ut bonum sit, in se tamen manente illo, nihilque amittente». ↑
- S. Thomae Aquinatis expositio in omnes sancti Pauli epistolas, Parma 1862, p. 618: «Lux in sensibilibus est principium videndi: unde illud quo aliquid cognoscitur quocumque modo, dicitur lux. Unumquodque autem cognoscitur per suam formam, et secundum quod est actu: unde quantum habet de forma et actu, tantum habet de luce. Res ergo quae sunt actus quidem, sed non purus, lucentia sunt, sed non lux. Sed divina essentia, quae est actus purus, est ipsa lux». ↑
- S. Thomae Aquinatis, In Psalmos Davidis expositio, Parma 1863, p. 149: «Nihil enim est aliud ratio naturalis hominis, nisi refulgentia divinae claritatis in anima: propter quam claritatem est ad imaginem Dei». ↑
- De spiritualibus creaturis, a. 10, с. ↑
- De veritate, q. 22, a. 2, ad 1: «Omnia cognoscentia cognoscunt implicite Deum in quolibet cognito. Sicut enim nihil habet rationem appetibilis nisi per similitudinem primae bonitatis, ita nihil est cognoscibile nisi per similitudinem primae veritatis». ↑
- Contra gentes, III, 47. ↑
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